LINK

El viaje se me estaba haciendo corto, para mi sorpresa. Cuando partía solo, los caminos se tornaban eternos, y mi humor empeoraba por cada día que pasaba fuera de casa. Sin embargo, en aquella ocasión ocurrió justo lo contrario.

Comprendí entonces que había necesitado salir de Hatelia. No sucedía muy a menudo, pero siempre había una primera vez para todo. Al menos allí, fuera de Necluda y en medio de la frontera entre el Centro de Hyrule y Tabanta, estaríamos en paz. Podría incluso disfrutarlo, si no fuera porque sabía que todo aquello terminaría de golpe cuando llegáramos a Tabanta.

Me pregunté si Zelda sentiría lo mismo. Tal vez ella habría necesitado salir de Hatelia más que yo, si eso era posible. Solía viajar yo porque a ella no le gustaba ir sola, y alguien tenía que quedarse en casa, con los niños. Desde el principio habíamos querido que ellos conocieran un hogar. Ya tendrían tiempo para ver mundo por su propia cuenta.

Pensar en ellos me hizo girarme en la silla, pero no distinguí ninguna forma a mi espalda. Ni un rastro de hoguera. Había dejado a Zelda montando el campamento en el que nos quedaríamos aquella misma noche. Ella me había convencido de cabalgar sobre nuestros pasos hasta dar con Karud.

Llevábamos varios días sin verlo, casi desde que salimos de la aldea. Yo no estaba preocupado por él. Sabía de sobra cuidar de sí mismo. Seguramente estaría con el nuevo alcalde de Hatelia.

Había intentado explicárselo a Zelda, pero si ella era famosa por algo, era por su testarudez.

Viento galopaba por el camino a buen ritmo. Estaba atardeciendo. Esperaba que Karud no siguiera en la última posta que habíamos pasado, porque no pensaba cabalgar durante tantas horas. No me gustaba viajar de noche. Veía sombras por todas partes. Y tampoco pensaba alejarme del camino.

En aquella parte de Hyrule no había nieve ya, solo gigantescos charcos de barro, casi tan grandes como un estanque lleno de fango. Sabía que Viento necesitaría un buen lavado al llegar a una posta.

Torcimos en un cruce de caminos para seguir por la ruta principal. Empezaba a hacer frío y, pese a la capa, eché de menos el fuego que seguramente Zelda hubiera encendido ya.

Maldito fuera Karud. Jamás confiaría en él para seguir nuestro ritmo en un viaje. Y eso que íbamos a paso lento. Tampoco pensaba hacerle guiso ni dejarlo quedarse en mi casa. Se lo había ofrecido durante su última estancia en Hatelia, y él había pasado la mayoría de las noches en la posada.

Transcurrió un rato interminable. Estaba a punto de mandarlo todo al infierno y regresar con mi familia cuando escuché el inconfundible traqueteo de las ruedas de un carro. No, de varios carros.

Me armé de paciencia. Zelda decía que se me daba bien ser paciente. Esperaba que estuviera en lo cierto una vez más.

Avancé unos pasos hasta distinguir dos carros tirados por caballos acercándose en la distancia. Detuve a Viento con cierta brusquedad, y el animal relinchó. Yo susurré palabras tranquilizadoras. No quería que le diera una coz a nadie, por mucho que se la merecieran.

Los carros tenían las ruedas cubiertas de barro. Me pregunté cómo podrían avanzar siquiera. Tal vez por eso Karud se había retrasado tanto en alcanzarnos.

Los carros se detuvieron. El traqueteo cesó. Karud asomó la cabeza del segundo vehículo. Yo me adelanté unos pocos pasos más, a lomos del caballo, hasta quedar a su altura. Vi que Karud tenía el ceño fruncido. Bueno, yo podía fruncirlo cien veces mejor.

—Link, muchacho, ¿qué haces aquí? —preguntó—. Creía que...

—Me envía Zelda —dije yo, interrumpiéndolo—. Llevaba días sin cruzarse contigo. Solo quería saber si te habías acobardado y habías vuelto a Hatelia.

Él soltó un bufido cargado de desdén.

—¿Para qué demonios iba a volver a Hatelia? Por si no te habías dado cuenta, vosotros no sois los únicos con asuntos que tratar en el concilio.

Me encogí de hombros.

—Pregúntaselo a Zelda —dije—. Asegúrate de que tú y el resto lleguéis a nuestro campamento esta noche. Zelda quiere que nos reunamos.

Karud apretó los labios, pero no protestó. Quien sí intervino fue el jinete que tiraba de uno de los carros.

—Pero, señor, vuestro campamento está...

—Está a dos horas a caballo. Menos si os dais un poco más de prisa. —Le sonreí, y el jinete frunció el ceño—. He hecho el viaje desde allí. Veréis nuestra hoguera al estar cerca, no os preocupéis.

El hombre no dijo nada. Quien sí intervino fue una voz chirriante y molesta que sería incapaz de confundir.

—¿Por qué quiere Zelda que estemos todos juntos? —preguntó el nuevo alcalde—. Todos estaremos en Tabanta en unos días.

Recordé la mentira que ella había preparado y miré al hombre a los ojos. Esperaba que no viera a través del engaño.

—Hay algo que queremos aclarar con vosotros. Es sobre el robo de ovejas en...

El hombre no me dejó terminar. Soltó un largo suspiro. Me fijé en que, en el fondo, no era tan viejo. Tal vez hubiera llegado a los sesenta años, aunque aquella sería una edad corta para los sheikah. Los hylianos lo consideraban ya un anciano, de todas formas.

—¿Qué más hay que decir sobre eso? —masculló—. Robaron ovejas. Eso es todo.

Aquello me dejó sin palabras por un momento. Aquellos ancianos nunca habían cometido un error delante de nosotros. Se habían mostrado algo hostiles al principio, cuando nos habían juzgado ante ellos, pero eso había sido todo. Parecían tomarse su trabajo en serio. Oír a uno de ellos hablar de aquella forma me hizo contener una risotada. Ojalá lo hicieran más a menudo.

—Te sorprendería —dije, sin embargo. Tiré de las riendas del caballo e hice un gesto de despedida. Karud seguía teniendo gesto hosco, pero hice caso omiso y di media vuelta. Me alejé de allí al galope.

En realidad no íbamos a hablar del robo de ovejas. No había nada de lo que hablar, en eso el anciano había tenido razón. Zelda tenía otros planes.

Llegué al campamento al cabo de casi dos horas. El atardecer ya daba paso al crepúsculo, y esperaba que Karud se diera prisa. Habría demasiado ajetreo en el concilio para tener aquella conversación con el nuevo alcalde. Zelda había dicho que debíamos ser discretos.

Se me daba bien ser discreto. La mayor parte del tiempo, al menos.

El humo de la hoguera me guio hasta el lugar donde Zelda había decidido montar el campamento. Ella corrió a recibirme.

—¿Qué han dicho? ¿Se lo han creído?

Se retorcía los dedos frente a los pantalones de montar. Según ella, los vestidos no eran el mejor equipaje para viajar. Sonreí a medias, aun sabiendo que se enfadaría.

—¿No me ayudas a desmontar?

Ella me dirigió una mirada de reproche. Al menos dejó de juguetear con sus dedos entonces. El enfado debía de hacerle olvidar el nerviosismo.

Me ofreció su mano con cierta reticencia. Yo sonreí un poco más y acepté el gesto. Luego bajé del caballo de un salto.

—¿Link?

—Se lo han creído —respondí por fin. Vi de reojo como sus hombros se hundían con alivio. Me di la vuelta y empecé a rebuscar entre las alforjas—. Puede que ya mienta mejor. O puede que ellos sean idiotas.

—Karud no es idiota —murmuró Zelda, pensativa. Tenía la mirada perdida en el horizonte, y casi podía oír las mil dudas que estarían en guerra en su cabeza—. No conozco tan bien al nuevo alcalde.

—Es aún más idiota que Karud —mascullé. Di con una manzana por fin, y Zelda me miró con reproche de nuevo. Yo me encogí de hombros—. Cabalgar durante tantas horas da hambre, Zelly.

—Eres incorregible.

Eso decía siempre. Y empezaba a pensar que era cierto. Al final Zelda sonrió, sin embargo, y las líneas de preocupación en su rostro se suavizaron. Me guio hasta la alegre hoguera que había conseguido encender.

—He conseguido conejos de los gordos —anunció con cierto orgullo.

Vi su arco tendido junto al fuego, sobre su capa y cerca de su cuaderno lleno de notas. Intenté ahogar la punzada que me oprimía el pecho. Salí victorioso. A medias.

—¿Saliste a cazar tú sola? —le pregunté muy despacio.

Su gesto se ensombreció un poco más. Pero yo estaba muy ocupado mirando su vientre hinchado y su arco, y luego su vientre hinchado y su arco otra vez.

—Te repito que estoy embarazada, no enferma —dijo en voz baja. Sentí un escalofrío y la miré a los ojos de nuevo.

—Podríamos haber ido juntos.

—Para que tú hicieras todo el trabajo.

Resoplé y dejé la manzana a un lado, sobre una manta extendida en el suelo, que estaba cubierto de una espesa capa de hojas secas. Luego recogí el arco de Zelda. Era el mismo que yo le había regalado poco después de casarnos. Pese al paso de los años, seguía estando como nuevo. Sabía que Zelda se encargaba del arma, pero aun así me sorprendía. Ella siempre lo usaba para cazar, y practicaba a menudo en nuestro jardín.

Fui hacia ella otra vez. Sostenía el arco con cuidado. No iba a ser yo quien hiciera que dejara de parecer como nuevo.

—Sé que sabes usarlo, Zelda. Yo... no quiero que pase nada malo. Podrías haber tropezado con una raíz. O... o algo peor.

—Oh, sería una verdadera desgracia que un conejo me embistiera y me atravesara hasta las entrañas.

Hice una mueca.

—Tal vez no un conejo —murmuré—. Pero sí un jabalí.

Ella me miró con una nota de desagrado. Yo sopesé su arco entre las manos. Zelda nunca lo admitiría, y quizá yo tampoco —no en voz alta—, pero estaba seguro de que ya era mejor que yo en tiro con arco. Llevaba años practicando. Yo entrenaba con ella en ocasiones, aunque no salía a cazar tan a menudo como ella.

Me había ganado dos veces cuando habíamos hecho torneos amistosos en nuestro jardín. Dos veces. Y todo porque había acertado una diana más que yo.

Sentí su mirada sobre mí, y cuando alcé la vista de los adornos dorados del arco, vi que estaba sonriendo.

—Eso es resistente —dijo—. Llevo años con él, y no parece que vaya a empezar a desgastarse pronto.

Tensé la cuerda del arco con cuidado. Luego le devolví el arma, porque ella protegía aquel arco como si fuera un hijo más. Observé como lo envolvía en una tela oscura casi con reverencia y lo guardaba cuidadosamente en la bolsa de viaje.

Abrí la boca para burlarme de ella, pero entonces algo chocó con mi espalda con tanta fuerza que me quedé sin aire. Algo de color verde emitió un sonido que reconocí al instante y saltó sobre mi hombro.

—¡No!

Vi como Arwyn se apresuraba a seguir a la rana. Era de las grandes. No me sorprendía en absoluto que ella atrapara ranas en su tiempo libre. Tenía un recipiente lleno de grillos, al fin y al cabo. Además, era hija de Zelda.

La rana esquivó los dedos diminutos de Arwyn. Sin embargo, Zelda fue más rápida, y el pobre animal desapareció entre sus dedos. Los mantuvo cerrados con firmeza y nos mostró una sonrisa radiante, en especial a Arwyn.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó. Abrió las manos por un instante para examinar a la rana y sus ojos empezaron a brillar—. Oh, Diosas, esta es una de las que potencian habilidades.

—¿Qué es eso? —preguntó Arwyn. Su gesto era igualito al de Zelda. Sonreían de la misma forma, y sus ojos brillaban con el destello de la curiosidad, como si estuvieran reflejando el cielo estrellado. Y luego decía que se parecía más a mí.

—Quiere decir que esta rana puede ayudarte a correr más rápido. Si la cocinas con los ingredientes adecuados, por supuesto.

La sonrisa de Arwyn desapareció, y me tragué un gruñido. Miré por encima de mi hombro y vi la maraña de pelo rubio de Artyb sobre mí. Me lo sacudí con falsa brusquedad hasta dejarlo en el suelo. Él me miró con gesto hosco.

—¿C-comer ranas? —murmuró Arwyn. Sus ojos tenían un brillo distinto ahora.

—No te preocupes, no vamos a hacer nada de eso. —Zelda se arrodilló sobre la hierba y nos mostró la rana. Para mí solo era una rana más, pero sabía de buena tinta que para ella el conocimiento valía oro—. ¿Ves esas líneas rojas? La separan de otras especies de rana. Hace... —Carraspeó. Sabía que había estado a punto de hablar demasiado. Se recompuso muy deprisa, sin embargo—. Hace mucho tiempo, se las llamaba ranas raudas.

—Todavía las llaman así —suspiré yo.

—¿Rauda? —preguntó Artyb con curiosidad.

Zelda le explicó el significado, y él permaneció pensativo por unos instantes. Luego asintió.

—Yo soy raudo —dijo al final.

—No tanto como tu padre —dije mientras estiraba los músculos entumecidos. Artyb puso mala cara—. Oh, no seas así. Me has visto.

—No.

Suspiré y le revolví el pelo hasta que le cayó sobre los ojos. Luego escuché la conversación que Zelda estaba manteniendo con Arwyn.

Era sobre ranas, como no iba a ser de otra manera. Deseé poder unirme, pero sabía poco de ranas. Así que me contenté con escuchar, junto con Artyb, que en ocasiones intervenía para burlarse de su hermana.

Me descubrí deseando que pudiera ser así para siempre. Que ellos nunca crecieran, y que no hubiera ningún legado que nos hiciera dudar.

Los carros en los que viajaba Karud aparecieron por el camino unas horas después. Para entonces los niños ya se habían dormido. Habíamos montado una tienda para ellos. Para que el ruido los molestara lo menos posible. Porque Zelda planeaba hacer ruido.

Me tendió un pellejo que no estaba relleno de agua. Habíamos conseguido cerveza de la posta aquella mañana. Zelda había tenido que insistir, pero habían acabado dejando que nos lleváramos una buena cantidad a un precio que admitía poca discusión.

—Yo no voy a poder beber, Link —susurró, como si Karud y el anciano estuvieran detrás de ella y no a unos cuantos pasos de nosotros, donde todavía no podrían escucharnos—. Vas a tener que beber tú.

—¿Yo? —La contemplé con los ojos muy abiertos. No me gustaba beber, y ella lo sabía mejor que nadie—. Yo no puedo...

—Lo sé. Y odio pedirte esto. —Supe que estaba siendo sincera con solo mirarla—. Si ven que tú también bebes, se sentirán mejor. Será más fácil hacerlo hablar.

Suspiré y contemplé el pellejo lleno de cerveza.

—¿Estás segura de que ese vejestorio bebe?

—Oh, todo el mundo bebe. Sobre todo si quienes están a su alrededor beben también.

Me tragué todas las protestas y asentí con la cabeza. Sus hombros se hundieron con cierto alivio, y me tomó de la mejilla para juntar nuestros labios. Supuse que era lo menos que Zelda se merecía. Llevaba a mi hijo dentro e iba a averiguar quién había robado la espada de mi padre, lo único que me quedaba de él. Si todo lo que me pedía a cambio era beber un trago de cerveza, lo haría sin quejarme.

—Sabes lo que pasa cuando bebo —le advertí, pese a ello.

—Créeme, lo sé mejor que tú mismo.

—Si hago algo estúpido...

—No te lo tendré en cuenta —me prometió ella. Luego se acercó para besarme otra vez.

Ella se separó de mí unos instantes después y empezó a sacudirse la tierra de las ropas de viaje. Mientras tanto, yo intenté prepararme. No iba a beber tanto. No lo suficiente para estar ebrio sin remedio, al menos. Tal vez haría comentarios menos elocuentes que de costumbre, pero eso era de esperar.

Todo iría bien. Dejaría que Zelda manejara la situación. Confiaba en ella.

Karud y el alcalde dejaron los carros junto al camino, y Zelda corrió a recibirlos. Karud me dirigió una mala mirada y fue a hablar con Zelda, y el vejestorio me mostró una sonrisa forzada a modo de saludo. Aquello empezaba de maravilla.

—Oh, no —escuché que le decía Zelda al alcalde—. No tenéis que traer nada. Link acaba de hacer un guiso.

Aquello era mentira. Lo había hecho hacía unas horas, a mediodía, y ni siquiera era de mis mejores guisos. Había descubierto que cocinaba mejor en casa. Me había acomodado demasiado, por lo que parecía.

Tomamos asiento alrededor de la hoguera. Zelda parloteaba sobre mi guiso.

—No sabía que podías cocinar —dijo el alcalde. Intenté recordar su nombre. ¿Karin? ¿Arkin?

—Todo el mundo puede cocinar —murmuré, y contuve un bufido. Sin embargo, al notar la mirada de reproche de Zelda me obligué a sonreír—. Hay a quienes se les da peor, claro.

Aquello hizo que el alcalde riera. Nunca lo había escuchado reír. Y menos por un comentario mío. Solo hacía reír a Zelda cuando bromeaba.

—Como en todas las disciplinas —dijo el hombre. Permanecimos un rato en silencio. Luego el anciano carraspeó—. ¿Qué ocurre con el... conflicto entre Mabe y Adenya? —Miró a Zelda—. Él dice que hay detalles por discutir.

Zelda se irguió. Adoptó su postura regia. La había refinado con los años para adaptarse a lo necesario para cada región. Ahora no imponía autoridad ni parecía una princesa que estuviera por encima del resto del reino, sino que era solo Zelda. Zelda, una mujer respetable que siempre iba a escuchar.

—En efecto —dijo—. El caso es que desconocemos el número exacto de ovejas robadas. Esto podría suponer un grave problema a la hora de exponer el conflicto frente al concilio. Tal vez incluso no nos creerían, al no contar con todos los detalles.

El anciano parpadeó. Luego me pareció atisbar un destello de algo distinto en sus ojos, algo que no era en absoluto amabilidad. Sin embargo, desapareció tan deprisa como había llegado.

—Creo... Con todos los respetos, creo que este no es un asunto tan preocupante. Habrá enviados de cada aldea en Tabanta. Podremos informarnos mejor de lo sucedido en cuanto lleguemos allí.

Zelda le mostró una sonrisa.

—Oh, por supuesto. Es la solución lógica. Solo quería asegurarme de que todos estuviéramos de acuerdo en esperar a llegar a Tabanta. No quiero que haya más problemas.

El alcalde suspiró.

—Te entiendo, niña. Tenemos que mostrar unidad para tranquilizar a todo el mundo. No va a haber una guerra civil hyliana por la triste muerte del alcalde Rendell.

Zelda asintió con un falso gesto sombrío. Karud resopló.

—Diosas Doradas. Link, ese guiso no se va a comer solo.

Le dirigí una mala mirada y le tendí un cuenco lleno de guiso de malas maneras. Luego hice lo mismo con el alcalde y con Zelda y, por último, conmigo mismo. Al menos no me lanzaría de cabeza a la bebida sin nada en el estómago.

Transcurrió un rato en el que nadie habló. Karud hacía comentarios refiriéndose al guiso, y Zelda respondía. Estaba limpiando los cuencos vacíos cuando Zelda cargó de nuevo.

—Si vamos a trabajar juntos ahora —empezó—, creo que deberíamos conocernos. Uno de los errores que cometimos con el alcalde Rendell fue... Bueno, nuestra comunicación no era la mejor.

Su mirada se cruzó con la mía, y yo asentí a modo de apoyo. En realidad tenía la sensación de haber conocido al alcalde Rendell muy bien, pero me callé aquel pensamiento. Mentir nos beneficiaría en aquella ocasión.

El hombre —Narkin, así se llamaba— sonrió. Debía de gustarle hablar de sí mismo. Algo común entre los líderes que había conocido.

—Oh, por supuesto. Espero conoceros a vosotros dos también.

Zelda no perdió el tiempo. Empezó preguntándole por su familia, y el hombre respondió que su esposa había fallecido hacía unos años y que tenía un hijo.

—Salió de viaje hace mucho tiempo —dijo—. Le gusta ir al castillo en busca de tesoros, sobre todo ahora que no hay peligros cerca. Estuvo en Hatelia hace poco.

—¿Ah, sí? —dijo Zelda, animándolo a continuar.

—Poco antes de que Rendell... —Narkin se interrumpió y suspiró. Parecía triste. Triste de verdad. Me pregunté entonces si habría llorado la pérdida del alcalde—. Espero que fuera solo un triste accidente. Rendell murió tan joven... No puedo ni imaginar cómo lo estarán pasando Clavia y su pobre hijo.

Zelda y yo compartimos una rápida mirada. Supe al instante que ella iba a dar un paso más. Puso una mano sobre el hombro del anciano.

—Ojalá fuera solo un accidente. Ese hombre... no se merecía morir así. —Suspiró y se puso en pie con lentitud—. Deberíamos empezar con buen pie. He aprendido que es importante continuar, a pesar de lo difícil que pueda parecer.

Cuando regresó, sostenía la bebida. El anciano se mostró reticente al principio, aunque Zelda le aseguró que sería solo un trago.

Sobraba decir que fue mucho más que un trago.

Zelda no bebió, tal y como había prometido, pero yo sí. Intenté aparentar que había bebido más de lo que había tomado en realidad. Me obligué a reírme con cada broma de Karud, que bebía sin desenfreno.

En el fondo sentía un nudo en el estómago, sin embargo. Y no quería vaciar el estómago delante de Karud y del nuevo alcalde. Karud jamás se olvidaría de una escena así.

El propio alcalde bebía mucho más de lo que había esperado. Al poco rato, bromeaba con Karud como si hubiera rejuvenecido diez años. No pude evitar contemplarlo con incredulidad. Cuando se dedicaba a juzgar los crímenes de la aldea, me había parecido un hombre casi tan severo como el antiguo rey Rhoam.

—Una cosa es cierta —estaba diciendo—. Rendell no hablaba muy bien de vosotros.

Zelda forzó una sonrisa a mi lado. Yo solté una risotada exenta de alegría, aunque nadie pareció notarlo. Supuse que la cerveza ayudaba.

—¿Ah, sí? —dijo ella—. No sé si quiero oír lo que decía.

—Mejor no —respondió el anciano, divertido. No sabía qué le hacía tanta gracia—. Eran comentarios desafortunados.

—No entiendo por qué ese hombre os detestaba tanto —intervino Karud. Arrastraba las palabras—. Es difícil, una vez se os conoce mejor.

Era raro oír a Karud haciéndome un cumplido. Fui a decírselo, pero entonces Zelda suspiró.

—Supongo que éramos muy diferentes para entendernos. —Se encogió de hombros—. Suele ocurrir.

—Aun así, la aldea funcionó bien mientras trabajabais juntos —dijo Narkin—. Ahora me arrepiento de haber pensado que vosotros lo habíais matado.

Flexioné los dedos aunque, de nuevo, nadie dio señales de haberse dado cuenta. Solo Zelda, que me dirigió una mirada tranquilizadora. Había traído la espada de mi padre y, tras mucho pensarlo, la que había encontrado en el Bastión de Akkala. No había vuelto a verla brillar, y empezaba a pensar que habían sido solo imaginaciones mías.

Recordé la forma en que se nos había acusado de matar al alcalde Rendell y eché de menos la presencia de una espada. Odiaba aquella sensación. Durante muchos años había creído que la había dejado atrás.

—Fue... injusto —murmuró Zelda. El tono de la conversación de volvió más sobrio de pronto—. Nosotros no habíamos hecho nada. Teníamos diferencias con el alcalde Rendell, pero jamás se nos habría ocurrido hacerle daño.

—Lo sé. Y, en nombre de toda la aldea, pido disculpas por ello. —El anciano tomó un impresionante trago de cerveza. Por Hylia, ¿cuánto había bebido? Solo con pensar en beber tanto empezaba a marearme—. Rendell también tenía diferencias con sus amigos más cercanos. Incluso con su esposa.

—Oh, no lo sabía —dijo Zelda. Oculté mi sonrisa tras el pellejo lleno de cerveza. Su tono de voz no presionaba para obtener más información, aunque al mismo tiempo ella se las arreglaba para mostrar una pizca de interés. Yo jamás podría hacer algo parecido.

Narkin asintió con lentitud. Supe que el truco de la bebida había funcionado cuando empezó a irse de la lengua sin necesitar que lo animáramos a seguir.

—Él, Karison y el resto siempre se llevaron de maravilla. Desde que eran jóvenes. Pero hace unos años empezaron a compartir el negocio.

—¿Qué negocio? —quiso saber Zelda.

—La cosecha que Rendell cultivaba en sus tierras —respondió el anciano. Tomó otro trago—. Karison y su familia se encargaban de cuidar de las tierras y cosecharlas. Rendell... Bueno, él solo se llevaba la mayor parte del beneficio una vez vendían. O al menos eso he oído. Y no suena del todo disparatado. —Soltó una carcajada—. Rendell podía ser... difícil a veces.

Zelda parecía pensativa. Podría haber intentado ahondar en aquella situación con ella, pero tenía gran parte de los pensamientos nublados por la bebida. Y lo odiaba.

Me alegré entonces, sin embargo, de que ella y yo fuéramos los únicos que nos encargábamos de nuestras propias tierras. Eran minúsculas en comparación con las tierras de la familia de Rendell, pero de allí salían las mejores manzanas que había probado nunca. El dinero que recibíamos a cambio de la cosecha nos pertenecía a ambos por igual. Si ella lo necesitaba, podía llevarse un puñado de rupias, y yo podía hacer lo mismo. Jamás habíamos tenido problemas por ello.

Zelda abrió la boca para hablar, pero Narkin continuó antes de que ella tuviera oportunidad de decir nada.

—Eso les dio problemas, claro —dijo—. Según he oído, Karison exigió su parte. Y le correspondía por derecho. Tuvieron una discusión, y fueron semanas tensas. Pero luego todo volvió a la normalidad de golpe. Karison siguió trabajando para Rendell.

—¿Y cuándo ocurrió todo eso? —preguntó Zelda.

—Tuvo que ser hace más de dos años. Pero la situación nunca mejoró del todo. —Se encogió de hombros y contempló su bebida—. A saber qué se dijeron. Rendell tampoco era un hombre muy brillante.

Hubo silencio entonces. Karud nos miraba con sospecha, incluso estando ebrio, y sabía que Zelda no iba a arriesgarse a hacer más preguntas por aquella noche. Ella le mostró una sonrisa amable al hombre y lo invitó a más bebida.

—Gracias, niña, pero no es bueno para mí beber tanto. —Se puso en pie con cierto esfuerzo—. Debería retirarme ya.

Empezó a tambalearse, sin embargo, y yo me puse en pie de un salto y lo ayudé a mantener el equilibrio. No nos favorecería que el nuevo alcalde cayera de bruces al suelo y muriera al abrirse la cabeza con una roca. Y todo en nuestra presencia.

—Gracias, muchacho. —Me dio unos golpecitos en el hombro. Su voz no era más que un murmullo—. Eres un chico atento. Ojalá mi hijo fuera como tú.

Hice una mueca y lo llevé hasta el interior del carro donde iba a pasar la noche. Narkin me dio las gracias distraídamente, y yo no me detuve a ayudarlo a acomodarse en el carro.

Regresé a nuestro campamento. Karud canturreaba con alegría, y Zelda contemplaba las llamas con gesto pensativo. Sabía que Karud no estaba del todo con nosotros. Le asesté una patada leve.

—Vamos, arriba. No vas a pasar la noche aquí.

—Eres cruel —dijo con una risotada—. Vas a hacer que viaje hasta... hasta...

—Hasta tu carro. —Tiré de él hasta que se puso en pie—. No está tan lejos.

Karud suspiró y aceptó mi ayuda para llegar hasta su carro. Mientras andábamos a trompicones, él susurró entre risitas:

—No creas que no me he dado cuenta de lo que estabais haciendo.

—Tú no te has dado cuenta de nada —mascullé—. Estás tan borracho que si te dijera que soy el elegido hyliano de hace cien años te daría igual.

Karud rio con más ganas y murmuró algo que no puede entender. Lo maldije entre dientes antes de dejarlo en su carro de malas maneras.

Cuando regresé con Zelda, estaba mareado y me sentía enfermo. Beber no me traía felicidad, como a Karud. Solo me daba ganas de vomitar.

Ella había extendido un montón de mantas en el suelo. Se lo agradecí con un beso torpe.

—Quítate la túnica —susurró ella—. Te sentirás mejor así.

Estuve tentado a decirle que no quería congelarme, pero acabé obedeciendo. No tenía fuerzas para discutir. Ni siquiera para bromear con que me hubiera pedido que me quitara la túnica. Me sentía como si hubiera caído rodando desde la cima del Monte Lanayru. No iba a bromear con hacerle el amor en aquel estado.

La brisa fresca ayudó, no iba a negarlo. Sentirla contra el pecho desnudo aclaraba las ideas y disminuía el malestar. Me pregunté si Zelda se habría sentido así al principio, cuando aún no sabíamos que estaba encinta. Ella había sufrido malestares durante varias semanas seguidas.

Aquella noche, dormiríamos a la intemperie, bajo las estrellas. Aquello me habría inquietado unos años atrás, al no tener una espada a unos dedos de mí, pero en eso sí había mejorado. Era mi único consuelo.

Sentía la calidez agradable del fuego contra mi espalda. Suspiré, feliz por un corto instante. La mano de Zelda se posó sobre mi mejilla.

—Gracias por ayudarme, Link. —Me dio un beso dulce en los labios. Me sentí como un hombre que llevara días vagando por el desierto y que hubiera encontrado un oasis repleto de agua. Me aferré a Zelda como si mi supervivencia dependiera de ello—. No te haré beber nunca más.

—No me has hecho beber —farfullé—. Bebí porque quise.

—Está bien —sonrió ella. Me apartó el pelo húmedo del rostro—. Lo que tú digas, ser Link.

Estuvimos un rato en silencio. Yo escuchaba el crepitar de la leña y contemplaba sus ojos verdes. Reflejaban las llamas de la hoguera. Empecé a sentirme mejor entonces.

—¿Ya sabes quién ha sido? —le pregunté.

Zelda soltó un bufido. Jugueteaba con los mechones sueltos de la trenza que pendía sobre su hombro.

—Claro que no. Tenemos que investigar más, Link. Creo que ya sé a quién preguntarle.

—¿A Karison?

—No —respondió ella—. Todavía no. Tenemos que ganarnos su confianza de alguna forma, y la cerveza no va a funcionar con él.

Asentí en silencio, comprendiendo. La simple idea de acercarme más a ese hombre hacía que viera rojo por todas partes. Sin embargo, lo haría de todas formas. Por nuestro propio bien y el de la aldea Hatelia.

—Quiero saber quién robó tu espada, Link —añadió Zelda—. El culpable no puede estar tan bien escondido.

—También quieres saber qué le pasó al alcalde —dije con una pizca de diversión.

Ella puso los ojos en blanco, pero no lo negó. Aquello fue respuesta suficiente.

No soñé con nada esa noche. Antes del amanecer me despertaron unos golpecitos insistentes en el brazo. Cuando me volví y vi a Artyb con los ojos húmedos, me senté de golpe en el amasijo de mantas.

—¿Qué te pasa? ¿Has visto algo? —Miré a mi alrededor. El fuego no se había apagado todavía, pero no estaba tan vivo como antes. Iluminaba poco del terreno—. ¿Hay algo...?

—Un... s-sueño malo —susurró él entre sollozos entrecortados.

Mi corazón se encogió. Recordé entonces que, hacía no mucho tiempo, le había perdido que me despertara siempre que tuviera pesadillas. Y lo había hecho, al menos aquella noche.

Lo envolví en un abrazo y dejé que se tendiera a mi lado, más cerca del fuego. Sus sollozos no tardaron en calmarse, aunque noté como temblaba.

—¿Por qué tienes tantas pesadillas? —le pregunté en voz baja.

Él nunca había sufrido los horrores de una vida difícil, hasta donde yo sabía. Tal vez estar solo en casa cuando encerraron a Zelda y yo me encontraba en Akkala lo había marcado de alguna forma. Ver a su hermana tan enferma tampoco tuvo que ser agradable.

De nuevo, tuve la frustrante sensación de que había algo más. Algo que no me estaba contando. Zelda percibía algo parecido, así que tenía que ser cierto.

—¿Qué pasa si tengo muchos sueños malos? —preguntó él, aterrado.

—No pasa nada malo —dije, intentando no darle la idea equivocada. También era cierto que los niños tenían pesadillas a menudo. Los asustaba la oscuridad. O eso decían—. ¿Con qué sueñas, Artty?

Él se escondió en mi hombro. Estuvo tanto tiempo en silencio que empecé a estar convencido de que no iba a decir una palabra. Sin embargo, al final se armó de valor.

—No lo sé.

—¿No lo recuerdas?

—No.

Aquello era una mentira. No lo había dicho con la seguridad necesaria. Su voz incluso había temblado. Podía deberse solo al miedo, pero lo dudaba.

—Bueno, si todavía tienes miedo, algo recordarás —dije en tono tranquilizador. No quería que descubriera el origen de mis preguntas y se cerrara en banda.

—Hay un hombre malo —susurró por fin, aunque no dio más detalles.

—¿Qué tipo de hombre malo? —pregunté yo. Sabía que sería en vano, sin embargo, y no me equivoqué. Artyb se limitó a encogerse de hombros.

—Es malo.

—¿Por qué?

—Es malo con Wynnie. Y... y con... con...

Su respiración se tornó entrecortada, y yo lo detuve entonces.

—No tienes que contármelo ahora —susurré. Él pareció calmarse poco a poco—. Tenemos tiempo de sobra.

Lo cierto era que quería saber qué era lo que tanto lo preocupaba cuanto antes. Quería ayudarlo. Y sospechaba que Artyb quería contármelo. Pero, por algún motivo que se me escapaba, no podía.

Lo ayudé a dormir con una historia. Las mías eran aburridas, así que sus ojos no tardaron en empezar a cerrarse. Lo observé con un creciente nudo en el estómago.

Al día siguiente, partimos muy temprano. Fui a despertar a Karud, pero él masculló que nos seguirían en un par de horas. Yo no insistí. Nuestra intención nunca había sido que viajaran con nosotros.

Zelda estaba trenzándose el pelo. Llevaba una túnica azul que disimulaba su vientre hinchado. No estaba nada mal.

—Artyb tuvo una pesadilla anoche —le dije en voz baja—. Dice que soñó con hombres malos.

Ella miró a los niños, que se perseguían por el claro en el que habíamos montado el campamento. Luego me miró a los ojos.

—No lo escuché —murmuró.

Un Cataclismo podría desatarse sobre Hyrule otra vez, y ella ni siquiera se inmutaría mientras dormía. Pero no se lo dije.

—No quiso decirme más —añadí—. Le dije que me despertara si tenía más pesadillas.

Ella asintió. Había líneas de preocupación en su rostro.

—Hay que ir con cuidado.

Me mostré de acuerdo y fui a revisar las alforjas. Rocé sin querer la espada que había encontrado en el Bastión de Akkala y suspiré. Tal vez debería devolvérsela a Shak cuando lo viera en el concilio. No servía para nada en mi posesión.

Partimos poco después. Hacía un buen día; la brisa era incluso cálida, y el barro empezaba a secarse. El aire olía a hierba fresca. Arwyn montaba conmigo sobre Viento. Estaba acostumbrado a montar con ella, así que no me molestaba que canturreara ni que no dejara de moverse en la silla.

Sabía que Zelda sospechaba que Arwyn también estaba mintiendo de alguna forma. Las había escuchado hablar hacía varias noches, y había podido distinguir la desesperación en la voz de Arwyn.

—¿Puedo cepillar a Melada luego? —preguntó.

Sabía lo que eso significaría. Mermelada tendría la crin llena de hojas y hierba de Hyrule al día siguiente.

—La cepillé anoche —respondí, aunque no era del todo cierto—. ¿Por qué no le das de comer?

Su rostro se iluminó.

—¿Manzanas?

—Forraje.

Ella asintió, y estuvimos un rato en silencio. Los cascos de Viento golpeaban el camino de piedra de forma rítmica. No estábamos muy lejos de Tabanta. Tal vez a solo dos o tres días de viaje, si manteníamos el buen paso.

Me di la vuelta para mirar a Zelda. Ella cabalgaba con Artyb unos pasos por detrás de nosotros. Estaban manteniendo una animada conversación sobre ranas, aunque Zelda hablaba más que él. Esperaba que Zelda estuviera bien. Le había hecho prometerme que, si necesitaba parar, me lo diría. Y ella solía cumplir sus promesas.

Sentía las botas de Arwyn moviéndose sobre los estribos del caballo. Ella estaba inquieta. Y no la culpaba. Ningún niño podía estar muchas horas en la silla de un caballo, viendo el paisaje extenderse ante sus ojos.

Arwyn tiró de la manga de mi túnica de pronto.

—¿Podemos ir más rápido?

Examiné nuestros alrededores con ojo crítico. No era una llanura muy amplia, aunque había pocos árboles. El suelo estaba seco, y no vi raíces o rocas con las que Viento pudiera tropezar.

—¿Quieres ir al galope?

Ella asintió con un brillo de anticipación en los ojos. Sentía que Viento estaba inquieto también. Llevaba demasiado tiempo sin cabalgar a toda velocidad. Y a Viento le gustaba galopar.

Supuse que no había ninguna razón para negarme.

Sujeté las riendas de Viento con firmeza y miré a Zelda, sonriente. Ella debió de adivinar mis intenciones porque hizo que Calabaza aumentara el ritmo.

Coloqué las manos diminutas de Arwyn sobre las riendas y cerré mis brazos con más fuerza a su alrededor.

—Agárrate fuerte —le dije, presionando sobre sus piernas para que se agarrara al lomo de Viento.

Ella obedeció, como siempre hacía. Estaba seguro de que sería una buena jinete cuando creciera un poco más. Chasqueé la lengua, y Viento corrió al galope al instante.

Fue ganando velocidad poco a poco, hasta que el viento rugía contra mis oídos. Arwyn rio, feliz, y yo la obligué a agazaparse sobre la silla para esquivar la rama baja de un árbol. Nos alejamos del camino principal a toda velocidad. Arwyn dejó escapar una exclamación ahogada cuando nos topamos de frente con un muro en ruinas, medio derruido.

Me agazapé un poco más y apreté las piernas contra los costados de Viento. Estábamos cerca del muro, y Viento salvó la distancia en un parpadeo. Arwyn gritó, y a mí me habría gustado tranquilizarla, pero no tuve tiempo. De pronto Viento saltó, y mi estómago dio un vuelco.

Un instante después, el animal corría por la hierba de nuevo. Sonreí, sintiendo como la adrenalina me aceleraba el corazón. Arwyn rio otra vez, aunque se aferraba a mí con fuerza. Hice que Viento disminuyera la velocidad poco a poco mientras regresábamos al camino principal.

Nos detuvimos junto al sendero, en la base del Monte Satoly. Zelda no tardaría en aparecer por allí.

Viento jadeaba. Me aparté el pelo del rostro y desmonté de un salto para comprobar que el animal no se hubiera hecho daño mientras corría.

—Otra vez —dijo Arwyn, que jadeaba también. La miré, sonriente, y vi que tenía los rizos enmarañados y las mejillas enrojecidas. Podría haber jurado que brillaba—. Con Melada.

—Mermelada no puede ir tan deprisa —repliqué mientras acariciaba el cuello del animal—. Y no podemos forzar tanto a los caballos, Wynnie. Tú ya lo sabes. No es bueno para ellos.

Arwyn asintió con vehemencia. Sentí calidez en el pecho. Ella se preocupaba por los caballos. Se inclinó sobre la silla para abrazarse al cuello del animal.

—Viento es bueno —dijo, como si estuviera hablándole a un bebé—. Muy bueno. Puede saltar como Artty.

Alcé una ceja, pero no dije nada. Artyb trepaba, pero nunca lo había visto saltar como un caballo.

—Es un animal fuerte —asentí yo, con una mano sobre el hocico de Viento.

Algo llamó mi atención por el rabillo del ojo. Un destello azul. Miré en dirección al Monte Satoly, pero no vi nada raro. Arwyn siguió mi mirada, y vi como se estremecía.

—Da un poco de miedo —dijo con una sonrisa cargada de nerviosismo.

Yo contemplé los árboles casi desnudos que cubrían las zonas más llanas del Monte Satoly. Una bandada de cuervos volaba por encima de nuestras cabezas entre graznidos. Se posaron sobre las ramas pálidas de los árboles. Me volví hacia Arwyn de nuevo, con una sonrisa.

—¿Mamá te ha contado la leyenda del Señor de la Montaña?

Ella se irguió sobre la silla y negó con la cabeza, sin apartar los ojos del Monte Satoly.

—¿Qué es eso?

—Dicen que vive en la cima del Monte Satoly. Es un espíritu que cuida de los animales de Hyrule. Cuando la montaña brilla, es porque el Señor de la Montaña se aparece.

Arwyn frunció el ceño y me miró por fin.

—Pero entonces es bueno —dijo—. ¿Lo has visto?

Le mostré una sonrisa más amplia, pero no dije nada. Ella me sacudió el hombro y, cuando me giré, vi que había arrugado la nariz.

—¡Papá! —exclamó—. ¿Lo has visto?

—No —dije con una carcajada—. No lo he visto. Hay que tener mucha suerte para verlo. Y paciencia también.

Arwyn sonrió, satisfecha.

—Cuando sea mayor, hablaré con la Montaña.

—Con el Señor de la Montaña —la corregí yo, divertido.

Ella asintió. Observé el Monte Satoly, que estaba en calma. De pronto atisbé el mismo resplandor azulado de antes y, al escrutar mejor los arbustos, lo vi.

Me volví hacia Arwyn tan rápido que algo crujió y le cubrí la boca con una mano. Ella abrió mucho los ojos y empezó a debatirse, pero yo le indiqué que guardara silencio con un gesto. Bajé a Arwyn del caballo, aunque no la dejé en el suelo.

—¿Ves esa luz azul? —susurré, señalando el resplandor entre las rocas.

Ella entornó los ojos mientras buscaba. Debió de verlo, porque se le escapó una exclamación ahogada.

—¿Qué es eso? —preguntó en un susurro que aun así sonó muy alto.

—Es un rupinejo —respondí—. ¿Quieres verlo de cerca?

Arwyn asintió al instante. Yo le advertí que no podíamos hacer mucho ruido si no queríamos asustarlo, aunque sabía que no sería fácil. Arwyn no era en absoluto sigilosa.

La dejé en el suelo y cogí su mano. Avanzamos con lentitud, cuidando de esquivar las hojas secas. Le indiqué que se agazapara tras un arbusto. Ella obedeció, y yo la seguí poco después.

Podíamos ver al rupinejo al otro lado del arbusto. La criatura había erguido las orejas, y miraba a su alrededor, buscando. Sin embargo, no nos había visto todavía.

Los rupinejos tenían forma de conejo, aunque eran de color azul brillante. Tenían el hocico en forma de corazón, y los ojos enormes y anaranjados, casi inquietantes. Las orejas no eran orejas de verdad, sino halos de luz pálida, similares a las hojas de una planta curativa. El brillo se reflejaba en los ojos de Arwyn.

—¿Qué hacen los rupejos? —preguntó en voz baja.

—Si los atraviesas —respondí en un susurro, sin apartar los ojos de la criatura—, dejan rupias.

Ambos nos mantuvimos en silencio durante un rato, observando al rupinejo, que olisqueaba la tierra bajo sus patas.

—¿Puedo hablar con él?

—No —repliqué—. Se alejará corriendo.

Ella apretó los labios, pero no dijo nada. Estaba a punto de intentar convencerla de regresar junto a Viento cuando su mano escapó de la mía.

—¡Arwyn!

Pero ya era demasiado tarde. Arwyn había desaparecido detrás del arbusto. Me puse en pie de un salto y fui tras ella. Me preparé para sus lágrimas cuando el rupinejo huyera de ella, aterrorizado.

Sin embargo, no vi nada de eso.

El rupinejo estaba alerta, como preparado para salir corriendo en cualquier momento. Arwyn se encontraba a una distancia prudencial, y se acercaba con lentitud, paso a paso. No pisaba una sola hoja seca.

Me mantuve muy quieto, a la espera. Aquello era nuevo.

Arwyn se agachó sobre la tierra y extendió los brazos. El rupinejo no se movió. Todo aquello se escapaba de mi comprensión. Esos espíritus huían con solo atisbar el origen de un ruido cercano.

Entonces vi el brillo dorado en las manos de Arwyn, casi imperceptible, y supuse que todo cobraba sentido. Ella le aseguró que era buena y que no le haría daño, y lo siguiente que supe fue que el rupinejo estaba entre sus brazos.

Vi como mi hija estrechaba al rupinejo, un espíritu salido de las leyendas, y me quedé boquiabierto. No debería haberme sorprendido tanto, sin embargo. Había visto lo suficiente para entender que aquello no era lo más increíble que podía ocurrir.

Permanecí allí plantado, pese a ello, hasta que Zelda apareció entre los arbustos con el arco en una mano y con el gesto lleno de preocupación. Artyb la seguía, y sujetaba un palo puntiagudo en la mano izquierda.

Zelda palideció al ver a Arwyn, y su arco cayó al suelo con un ruido sordo. A ella también la sorprendía. Sentí un extraño alivio entonces.

Con solo compartir una mirada con ella, supe que estábamos en problemas.