LINK
Había olvidado lo mucho que odiaba los concilios. Se celebraban al menos cinco veces al año, tal vez seis o más si había asuntos importantes que tratar. Acudían gentes de todos los rincones de Hyrule. Solo las delegaciones podían estar presentes en las reuniones, pero todo el mundo podía acampar allí y pasear por los puestos de los comerciantes.
Aún recordaba los primeros concilios, hacía más de siete años. Pocos se habían molestado en acudir. Sin embargo, habían crecido con el tiempo, hasta convertirse en lo que eran ahora. Una multitud desordenada y ruidosa de la que no había escapatoria.
No me importaba el ruido. O eso había querido pensar. No obstante, si tenía que escuchar un solo cántico más de los mercaderes mi cabeza iba a sufrir las consecuencias.
Aquella mañana, había goron por todas partes. Habían llegado durante el día anterior, algunos en enormes carros metálicos. Parecían aparatosos. Otros habían aparecido por el camino rodando. Me pregunté cómo harían el viaje desde la Montaña de la Muerte hasta la otra punta de Hyrule tan deprisa.
Apreciaba a los goron. De veras lo hacía. Se esforzaban por hacer que Eldin fuera una región lo más agradable posible siempre que el concilio debía celebrarse allí. Sin embargo, sus voces retumbaban por todo el campamento, y si un goron se reía muy cerca, tenía la sensación de que la tierra temblaba bajo mis pies. Y no era difícil hacer reír a los goron.
Me alejé del campamento, muy a mi pesar, y me adentré en el mercado, que todavía estaba creciendo. Las gerudo ni siquiera habían llegado, y las gerudo eran la parte más interesante del comercio en los concilios.
Vi productos exóticos de todos los rincones del reino. Tenían frambuesas y durianes de Farone. Echaba en falta las zanahorias de Kakariko y las setas gélidas, y también las hierbas medicinales propias del desierto. Supuse que habría que esperar. El camino era largo, después de todo.
Dejé aquellos puestos atrás y me acerqué a los comerciantes que vendían ropas. Un orni de aspecto aburrido ofrecía tejidos que no tenían pinta de ser para el frío a juzgar por el grosor, pese a que su raza se especializaba en ello. Me detuve frente al puesto y, tras unos instantes de duda, carraspeé.
El orni alzó la vista con lentitud, aunque su expresión no cambió un ápice.
—Bienvenido a... Bueno, ya te lo imaginarás —murmuró—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Pasé la mano por una casaca que se encontraba expuesta frente a mí. Sentí las suaves plumas orni bajo los dedos.
—Busco... túnicas.
—¿Túnicas?
—Túnicas grandes.
El orni alzó una ceja.
—Muy bien. ¿Buscas alguna en especial?
—Túnicas grandes —repetí. No se me escapó la mirada plana del comerciante, que debía de estar preguntándose si era idiota. Carraspeé y añadí—: Para una mujer.
Vi como sonreía. Las sonrisas de los orni daban escalofríos a veces. Algunas ni siquiera parecían sonrisas de verdad. Había acabado acostumbrándome con el paso de los años, por suerte, aunque de niño me habían aterrorizado.
—Eso suena mucho mejor. —Me mostró dos túnicas casi idénticas. Estaban adornadas con plumas orni, aunque no parecían muy cálidas—. Todas las mujeres hylianas de esta región están encantadas con estas de aquí. Empezamos a hacerlas hace poco.
Las examiné con atención. Hice una mueca al comprobar que serían demasiado estrechas para Zelda.
—Las necesito más grandes.
La sonrisa del vendedor empezaba a desaparecer. Me mantuve firme, sin embargo. Tal vez tendría que haber ido con Zelda, pero quería sorprenderla. Pocas cosas podían sacarla del trabajo en los últimos días, pese a lo mucho que insistía en que no debería forzarse tanto.
—¿Más grandes? —repitió él. Dobló las túnicas de nuevo con gesto malhumorado. Genial. Ahora tendría que lidiar con un vendedor orni ofendido. ¿Había algo peor que eso?—. ¿Cuánto de grandes exactamente?
—Necesito una túnica amplia. En el pecho —dije. Pude escuchar la irritación que se colaba en mi propia voz—. ¿Tienes algo así?
El orni me miró con los ojos entornados por un instante, como si me estuviera leyendo el pensamiento, y luego se agachó tras el mostrador. Yo me crucé de brazos y esperé. Regresó con otras dos túnicas. Una era gris y otra era de color morado oscuro, parecido a las frambuesas que tanto le gustaban a Zelda.
—¿Qué te parecen?
—Creo que servirán —murmuré mientras examinaba las túnicas. El busto era ancho, y sería más que suficiente para Zelda. Incluso podría seguir creciendo un poco más y tendría espacio de sobra. Esperaba no equivocarme, al menos. Aquel orni no dejaría que trajera las túnicas de vuelta—. ¿Cuánto...?
—Cuarenta rupias —dijo él al instante. Ni siquiera había terminado de formular la pregunta—. Nada más, nada menos.
Sospechaba que estaba pidiendo más de su precio real, pero no lo dije en voz alta. Todo lo que vendían los orni era demasiado caro, de todas formas.
Saqué dos rupias rojas del zurrón y me llevé las dos túnicas envueltas en una tela oscura. Esperaba que a Zelda le gustaran. Por cada día que pasaba estaba más incómoda en el corpiño de sus vestidos. Intentaba esconderlo, pero debía de ser malo de verdad porque adivinaba cómo se encontraba con solo mirarla a los ojos. Cuando no brillaban, era porque algo le ocurría.
Empezaba a arrepentirme de haber dejado que viajara hasta Tabanta. Se había perdido los concilios celebrados mientras estaba embarazada tanto de Arwyn como de Artyb, pero al menos había estado sana y salva en casa.
En el fondo la entendía. A ella le gustaba estar fuera, en Hyrule, en medio de la naturaleza, tanto como a mí.
Una vez las túnicas estuvieron a buen recaudo, me colgué la bolsa de viaje al hombro. Me abrí paso entre la multitud para regresar a nuestra tienda. Fue más difícil de lo que había pensado; cada vez había más gente congregada en el campamento, y los carros ocupaban gran parte del espacio entre tiendas.
Di gracias por haber elegido un lugar alejado para montar nuestra tienda. Sabía que nuestra paz duraría poco; los hylianos tendían a ser ruidosos, y cada vez había más tiendas montadas cerca de la nuestra. Recordaba nuestra primera noche allí con cierta nostalgia. Ni un solo ruido había roto el silencio. Nada que me sobresaltara en medio de la noche. Aquello había terminado por la mañana, por supuesto, pero lo había disfrutado de todas formas.
Me aparté del camino para que dos goron pudieran cruzar. No recordaba sus nombres, pero ellos debían recordar el mío porque me saludaron con una sonrisa. Uno de ellos me dio un golpe en la espalda que me dejó sin aire.
Me pregunté cuándo empezarían a controlar su maldita fuerza.
Escuché pisadas detrás de mí. Demasiado ligeras para ser de un goron o de un hyliano. Miré por encima de mi hombro mientras caminaba y fingía que me ajustaba la bolsa de viaje y vi una figura envuelta en una capucha a unos pocos pasos de distancia.
Flexioné los dedos, aunque al instante me reprendí a mí mismo. No todo lo que se movía era una amenaza. No todo el que llevaba capucha quería hacernos daño. Yo mismo llevaba capucha a menudo, y nadie me dirigía malas miradas por ello.
Seguí avanzando. El cuchillo que se encontraba medio oculto en el cinturón pesaba más que nunca.
No fue hasta un buen rato después que supe que aquella figura me estaba siguiendo.
No sabía qué quería ni por qué demonios me seguía. Sin embargo, sus intenciones no podían ser buenas. Una voz me susurraba que me desviara del camino hasta nuestra tienda. Solo por si acaso. No quería que hiriera a nadie.
Doblé una esquina y atravesé un pasillo estrecho entre dos tiendas. La figura me siguió. Tenía que saber que yo me había dado cuenta. Flexioné los dedos de nuevo. Entonces sus intenciones sí eran malas.
Una vez alejados de las tiendas, apreté el paso y me escabullí entre varios carros vacíos, a las afueras del campamento. Allí el bullicio no era más que un murmullo lejano. Los carros no parecían abandonados, aunque no tenía la sensación de que alguien fuera a ocuparse de ellos pronto.
Puse un pie sobre los estribos de un carro y me agazapé tras las vigas. Observé entre la madera como la figura se detenía en seco. Tenía que ser un hombre, aunque era difícil estar seguro con aquella capa.
Maldije entre dientes. El muy cobarde. Ni siquiera podía dejar el rostro al descubierto para enfrentarse a mí.
Tras unos instantes en los que pareció vacilar, dio media vuelta y desapareció entre los carros. Yo bajé de mi propio carro de un salto. Las botas rozaron el suelo con un susurro. Me llevé una mano al cuchillo del cinturón, pero no lo desenvainé. No todavía.
Seguí las pisadas del hombre con lentitud. Era sorprendentemente difícil. Solo podía guiarme por el leve crujido de la hierba, aunque yo también podía ser sigiloso.
Atravesé los huecos entre los carros y vi a la figura encapuchada a unos pocos pasos. Dobló la esquina. Estaba buscándome también.
Me agazapé solo un poco, pegado a la madera del carro más cercano. Avancé un paso más. Y luego otro más. Una parte de mí quería ver cuánto tardaba aquel idiota en darse cuenta de mi presencia. No me dio tiempo a comprobarlo, sin embargo. Pisé una hoja seca, y la figura giró tan deprisa que por un momento estuve seguro de que aquello no era natural.
No perdí el tiempo. Agarré su hombro y desenvainé el cuchillo. Luego lo golpeé en la sien con la empuñadura.
Supe de buena tinta que se trataba de un hombre cuando oí el gruñido. Se desplomó en el suelo, contra los carros.
No envainé el cuchillo. Esperé unos instantes para asegurarme de que no iba a levantarse en un largo y luego aparté la capucha.
Me quedé de piedra al ver los rasgos de un sheikah. Incluso llevaba el emblema bajo la capa. No reconocí su rostro, aunque tal vez lo hubiera visto guardando las puertas de la casa del líder sheikah en mis últimas visitas a Kakariko.
Retrocedí unos pasos y miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera ojos indiscretos cerca. Luego me arrodillé frente al sheikah y le sacudí el hombro.
—Vamos —murmuré. El familiar sentimiento de culpa empezaba a asentarse en mi estómago. Una voz me gritaba que había cometido un terrible error. Sacudí su hombro con más insistencia—. Diosas, no te he dado tan fuerte.
O tal vez sí. El golpe había sido certero, fuera como fuese. No veía sangre por ninguna parte, por suerte. Maldije entre dientes y comprobé su pulso, aunque podía oír su respiración. No había nada que me resultara raro.
Tras unos instantes más de insistencia, el sheikah murmuró algo inteligible. Era más joven que yo. Supuse que aquella sería la mejor respuesta que obtendría. Lo oculté bajo su capucha de nuevo y pasé uno de sus brazos alrededor de mis hombros. Me puse en pie con un gruñido.
—¿Puedes andar? —le pregunté.
El sheikah tardó en responder. Por un momento estuve seguro de que no iba a decir nada. Pero luego lo oí.
—Bastardo —gimió. No había perdido el sentido del todo. Eso era bueno.
Hice una mueca mientras daba un paso hacia las afueras del campamento. No respondí. Sabía que me lo merecía, aunque desconociera las intenciones de los sheikah.
No pensaba cruzar el campamento cargando con un sheikah casi inconsciente. Me harían demasiadas preguntas, y mis respuestas solo alarmarían a todo el mundo. Y lo último que Zelda y yo necesitábamos era más alarma a nuestro alrededor. Hyrule parecía haberse vuelto a olvidar de nosotros. Y esperaba que siguiera siendo así.
Por ello, bordeé el campamento, delimitado por formaciones rocosas. Al cabo de una eternidad, divisé las tiendas del campamento hyliano, y me dirigí hacia allí lo más rápido que me permitían las piernas mientras cargaba con aquel sheikah. Esperaba no haberme equivocado; quería aparecer cerca de nuestra tienda para atraer la menor atención posible.
Por suerte, la mayoría de los hylianos estaban en el mercado aquella mañana. No fue difícil colarme en el campamento y llegar a nuestra tienda sin ser visto.
Fruncí el ceño al ver a dos guardias sheikah merodeando cerca de allí. Uno de ellos abrió mucho los ojos al verme y alertó a su compañero, que se irguió de golpe. Echaron a andar en mi dirección.
—¡Maestro Link! —exclamó uno, pero yo hice caso omiso. Me interné en nuestra tienda antes de que pudieran alcanzarme.
Zelda tenía compañía. Fruncí el ceño un poco más cuando vi a Pay. Ambas se pusieron en pie de un salto y me observaron con alarma. Yo dejé al sheikah en el suelo, contra la lona de la tienda.
—¿Link? —dijo Zelda. Sus ojos alternaban entre yo y el sheikah—. ¿Qué estás haciendo?
Su tono era peligroso. Sabía que iba a matarme si no tenía una buena excusa. Yo me dirigí a Pay, sin embargo.
—¿Sabes por qué un sheikah estaba siguiéndome hace un rato? —le pregunté. Apreciaba a Pay, pero estaba enfadado. Ella debió de percibirlo porque palideció y abrió mucho los ojos. En cualquier otro momento, me habría sentido culpable—. Porque no tiene pinta de ser un miembro del clan Yiga, y creo que todos los sheikah están bajo tus órdenes.
—Te ruego que no pronuncies ese nombre cuando puede haber oídos en cualquier parte —dijo Pay. Su voz era más firme de lo que recordaba.
—Entonces explícame por qué un sheikah bajo tus órdenes lleva siguiéndome toda la mañana.
Pay apretó los puños. Su rostro había enrojecido. Poseía más autoridad que antes, aunque todavía tenía que trabajar en tragarse sus emociones. O, al menos, eso haría yo. También era cierto que yo no era el mejor ejemplo.
Zelda tenía el ceño fruncido, aunque ahora miraba a Pay también. Me habría gustado saber qué estaba pensando. Tenía pinta de estar cayendo en la cuenta de algo.
Pay suspiró y sus hombros se hundieron.
—Era solo por vuestro bien. No pretendíamos haceros daño, sino todo lo contrario.
Arwyn entró en la tienda entonces, con una sonrisa enorme estampada en la cara. Artyb asomó la cabeza detrás de ella, aunque no entró. Zelda no parecía haberse dado cuenta de nada, concentrada como estaba en mirar a Pay con incredulidad en el gesto.
—¿Es que los sheikah solo sabéis hablar como malditos oráculos? —mascullé.
De reojo vi como la sonrisa de Arwyn desaparecía. Artyb se escabulló de la tienda, rápido como un rayo, aunque ella se quedó donde estaba.
Pay enrojeció un poco más. Nunca la había visto tan enfadada, pero en aquel momento no podía importarme menos.
—Tenemos que asegurar que el linaje de la Diosa sobreviva —dijo sin titubear—. Toda protección es poca.
Mi corazón se detuvo y luego dio un vuelco brusco. Empezó a latir a un ritmo desbocado de nuevo. Los pensamientos brotaban uno detrás de otro, sin tregua, tan rápido que no podía poner orden.
Parpadeé, y de pronto las manos de Zelda habían empezado a brillar.
—¿Desde cuándo lleváis siguiéndonos? —preguntó. Su tono de voz controlado me dio escalofríos. Me recordó al mío, al que utilizaba cuando intentaba no enfadarme—. ¿Todo el viaje hasta Tabanta?
—No, no todo. —Pay se había encogido sobre sí misma—. Solo desde hace casi una semana.
Me quedé boquiabierto. ¿Dos semanas con los sheikah siguiéndonos como sombras silenciosas? ¿Y yo ni siquiera lo había sospechado?
El brillo de Zelda se extendió hasta llegar a sus hombros, como si unas llamas invisibles estuvieran consumiendo su piel.
—¿Cómo te atreves a seguirnos durante una semana sin nuestro permiso? —siseó—. Estáis todos locos. No tenéis ni idea de lo que estáis haciendo.
Pay contemplaba la luz dorada con los ojos muy abiertos. Seguía habiendo determinación en su voz, pese a ello.
—Proteger la sangre de la Diosa es la misión ancestral de mi tribu —dijo y, de nuevo, no titubeó un ápice—. Solo estamos cumpliendo con nuestro deber ahora que existe una heredera.
La ira burbujeaba en mi estómago. Malditos fueran los sheikah. Siempre tenían que meter las narices en todo, incluso en asuntos que no les incumbían. Creían que podrían cambiar el mundo a su manera y que todo lo hacían por un bien mayor, pero en ocasiones fracasaban de forma estrepitosa.
Sentí un tirón en el brazo. Arwyn temblaba junto a mí. Observaba a su madre con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué mamá está brillando? —preguntó en un susurro.
Yo no respondí. Zelda dio un paso hacia Pay entonces. Su brillo era tan fuerte que empecé a preocuparme.
—He repetido mis deseos en incontables ocasiones —empezó ella. Su voz temblaba, aunque reconocí la ira apenas contenida en el fondo de sus palabras—. Los he dejado claros durante el paso de los años. No necesitamos la protección de los sheikah. Tampoco es necesario que nos sigáis a todas partes. Tal vez en otro tiempo lo fuera, pero ya no. Ella no es princesa, y yo tampoco. Está a salvo con nosotros.
Pay sacudió la cabeza.
—Cualquier protección es poca. Cualquiera podría descubrir quiénes sois e intentar haceros daño, o intentar hacerle daño a vuestra hija.
Arwyn se encogió junto a mí. Pasé un brazo alrededor de sus hombros.
—¿Cómo te has enterado tú de que ella lo ha heredado? —intervine, aprovechando que Zelda solo temblaba de ira. Debía de estar demasiado sorprendida para hablar. No, demasiado enfadada.
—Fue... fue el maestro Rotver —dijo Pay. Entonces sí pareció avergonzada. Miraba al suelo de pronto—. Sospechaba que estaba ocultándome algo en nuestro último encuentro.
—¿Qué le ofrecisteis para que os lo dijera? —quiso saber Zelda.
Pay enrojeció de nuevo.
—Nada —dijo, a la defensiva—. Mi pueblo no juega con el dinero y el conocimiento de esa forma. Nos lo contó por voluntad propia, después de entrar en razón.
Comprendí entonces que habían presionado a Rotver para que abriera la boca. Él nos había prometido que no lo haría. Y jamás había conocido a un sheikah que rompiera sus promesas.
—No quiero que sigáis a mi familia, sea del linaje que sea —dijo Zelda después de unos momentos de silencio—. Diosas, es solo una niña, ¿no lo ves? Y esto ya no es un reino.
—No podemos permitir que le ocurra algo malo...
—Si ocurre algo malo, yo la protegeré. Soy su madre, maldita sea —añadió, alzando la voz. Llevaba años sin verla tan enfadada—. Y, si digo que no quiero que me hija tenga guardaespaldas, todo el mundo va a respetar mi decisión. ¿Ha quedado claro?
Arwyn se aferraba a mi brazo, y la luz dorada de Zelda se reflejaba en sus ojos. Para entonces el cuerpo entero de Zelda se había iluminado. Casi parecía alzarse unos dedos del suelo, tenía un aspecto más imponente que de costumbre y su pelo se agitaba entre la luz, guiado por un viento invisible.
—¿Papá? —susurró Arwyn. Tiraba de mi brazo de nuevo—. ¿De qué están hablando?
Todas las miradas cayeron sobre Arwyn. Quise tranquilizarla y decirle que no había de qué preocuparse, pero las palabras murieron antes de que pudiera pronunciarlas siquiera. La mirada de Pay se suavizó.
—Vuestra hija debería acudir a dos de las fuentes sagradas para rezar y que Hylia le otorgue su...
—Mi hija no va a ir a ningún sitio —sentencié yo. Pasé un brazo alrededor de los hombros de Arwyn y la pegué más a mí, sujetándola con fuerza. Temía que ella fuera a desaparecer en cualquier momento.
Recordé mis visitas a las fuentes sagradas, hacía cien años. Solo que ahora Zelda no era quien ocupaba su tiempo desde el amanecer hasta la puesta de sol en plegarias, sino mi diminuta y menuda hija de seis años. El agua gélida la haría enfermar de forma tan horrible como la primera vez, y le llegaría casi hasta el pecho, tal vez incluso más arriba.
Me la imaginé, tiritando entre sollozos junto a mí, con los labios amoratados y el rostro pálido, surcado de lágrimas. No, mi hija no iba a peregrinar a las fuentes sagradas con solo seis años. Si fuera por mí, nunca pondría un pie en aquellas fuentes.
Sabía que los sheikah tendrían cientos de argumentos en nuestra contra. Pero Pay no dijo nada. Se nos quedó mirando a ambos con una expresión indescifrable.
—Hace unos años —dijo Zelda de pronto, rompiendo el silencio. Su voz todavía temblaba—, le dijimos a tu abuela que no necesitábamos escoltas sheikah ni acompañantes. Ella sabía que decíamos la verdad, y no volvió a insistir. Siempre estaré eternamente agradecida a tu pueblo por lo que habéis hecho por nosotros, pero ahora os ruego que no os inmiscuyáis en este asunto.
Pay asintió al cabo de unos instantes y salió de nuestra tienda. Los guardias apostados junto a la tienda se llevaron al sheikah que había estado siguiéndome. Luego se marcharon también.
Zelda todavía brillaba. Vi como se abrazaba a sí misma. Me sentía tan frío que, cuando la envolví entre mis brazos, la calidez de su luz fue abrasadora. No me dejó ninguna quemadura, sin embargo. Su control sobre el poder sagrado se había hecho más fuerte con los años.
Ella empezó a sollozar en silencio sobre mi hombro, aunque su cuerpo se estremecía con cada respiración entrecortada. Sentí un tirón en el brazo, y vi que Arwyn tenía los ojos brillantes también.
—¿He... hecho algo malo? —preguntó en voz baja—. ¿Por eso mamá llora?
—Oh, no —dijo Zelda. Se separó de mí para ponerse a la altura de Arwyn—. No, mi pequeña. Tú no has hecho nada malo. No pienses eso.
Arwyn contemplaba las lágrimas que permanecían en las mejillas de Zelda con los ojos muy abiertos, como si nunca hubiera visto a nadie llorar.
—¿Qué dice la tía Pay? —quiso saber Arwyn.
Zelda sorbió por la nariz.
—La tía Pay solo está preocupada —murmuró, para mi sorpresa—. Su familia ha ayudado a la mía desde hace mucho tiempo. Sospechaba que tú heredarías la luz. Ella también lo sabe.
Arwyn palideció. Mi corazón se encogió al ver el terror en su rostro.
—La tía Pay no te hará daño, Wynnie —le aseguré. Los sheikah eran capaces de muchas cosas, pero no se rebelaban ni mataban si no tenían un buen motivo—. Son de fiar. Yo no estaría aquí si no fuera por los sheikah.
A Zelda se le escapó otro sollozo. Arwyn seguía estando casi tan confundida como unos momentos antes, y yo puse una mano sobre su hombro.
—¿Por qué no sales con Artty? Espera un poco con él. Te llamaremos antes de que te des cuenta. ¿Qué tal suena eso?
Ella parpadeó. No sabía si Zelda estaría en condiciones de calmar sus temores, así que me mantuve alerta por si veía alguna luz brotando de su piel.
—No lo entiendo —murmuró ella.
—Lo entenderás. Te lo prometo. Pero necesito ayudar a mamá también, y no quiero que te asustes. Y seguro que Artty está buscándote. No deberías dejarlo solo.
Ella asintió al cabo de unos instantes de vacilación. Nos miró por encima del hombro mientras iba hacia la salida de la tienda, como si temiera que fuéramos a esfumarnos en el aire. Una vez se hubo marchado, Zelda rompió en sollozos de nuevo.
—Oh, Link, ¿qué vamos a hacer? —la escuché decir entre lágrimas—. Ella es tan pequeña... P-pero no quiero enemistarnos con los sheikah. —Su cuerpo se estremeció—. N-no, eso sería... sería horrible.
Me obligué a mantener la calma y la dejé llorar sobre mi hombro. Sabía que ella no iba a ser la voz de la razón en aquella ocasión. Así que la obligué a sentarse en el borde de nuestra cama. Intenté controlar el temblor de mis manos.
—No vamos a enemistarnos con nadie —repuse.
Aquello solo la enfadó aún más. Su luz parpadeó y luego creció, y desprendía el calor de una llama a mi lado. Empecé a temer que fuera a quemarme.
—E-ellos se lo tomarán como una afrenta, —dijo entre sollozos ahogados—. Su tarea siempre ha sido p-proteger a la familia real.
—Yo no veo ninguna familia real —dije. Ella fue a replicar, pero yo la interrumpí—. Lo aceptaron cuando Impa estaba viva, ¿recuerdas? Confío en Pay. Ella nunca nos haría daño ni iría en nuestra contra.
—Impa no es Pay —susurró Zelda, abrazándose a sí misma—. Y no quiero que un grupo de sheikah nos sigan a toda partes. Me gusta ser solo una más.
Y no quería que nadie se lo quitara. Diosas, cómo la entendía. La paz se rompía con tanta facilidad que cualquier paso en falso sería suficiente.
—Lo sé —murmuré. Dejé que se escondiera en mi hombro y pasé los dedos por sus mechones dorados, que brillaban y se movían con una brisa invisible—. Hablaremos con Pay. Llegaremos a un acuerdo. Uno bueno para todos. Pero ahora tienes que calmarte, Zelda.
Escuché su respiración trabajosa. Ella dejó sus manos sobre su vientre y cerró los ojos. Le llevó unos instantes, pero consiguió dejar de brillar. Su pelo dejó de ondear al viento, y su piel recuperó la calidez habitual poco a poco.
—¿Crees que podemos llegar a un acuerdo?
—Claro que sí —dije con una mano en su espalda—. Son sheikah. Se les da bien ser diplomáticos.
Ella no se apartó de mi hombro durante un largo, largo rato. Su respiración se tornó regular de nuevo, y sus sollozos cesaron también. Ambos nos mantuvimos en silencio.
En el fondo, estaba tan aterrado como ella. Todo lo que le decía iba para mí mismo también, ya que no podría llorar ni aunque lo intentara. Esperaba que tuviera razón y que no le estuviera dando esperanzas que no servirían de nada. No me lo perdonaría.
Ella sorbió por la nariz y me miró a los ojos. Los suyos estaban hinchados, y tenía rastros de lágrimas en las mejillas. Sentía el hombro donde había llorado húmedo, pero no me importaba en absoluto. Estaba acostumbrado. Y dejaría que arruinara todas mis túnicas con tal de que se sintiera mejor.
—En ocasiones me pregunto —empezó en voz baja— si alguna vez te has arrepentido de tener hijos conmigo.
Sus palabras fueron como una patada en el estómago. Intenté recomponerme, sin embargo, y no aparté la mirada.
—¿Tú te arrepientes?
—Jamás —respondió al instante, sin un atisbo de duda. Puso una mano sobre mi mejilla—. Pero yo soy quien carga con el peso del linaje. Si nuestra hija ha heredado el poder sagrado es por mí, Link. Yo la he condenado.
Junté su frente con la mía y negué con la cabeza. Eso la hizo callar.
—Hay una cosa de la que me arrepiento —murmuré.
—¿El qué? —preguntó ella a media voz.
—A veces me gustaría volver atrás en el tiempo, hasta hace cien años. Te sacaría del castillo en cuanto tuviera oportunidad y los dos huiríamos de allí. Podríamos irnos de Hyrule y llegar a tierras inexploradas, donde nadie nos encontraría. Construiríamos una cabaña y tendríamos a nuestros hijos allí. Pero soy un cobarde, así que ni siquiera te lo propuse.
Zelda se tomó su tiempo para responder. No se separó de mí ni me miró con desagrado al oírlo. Jamás se lo había contado a nadie, pero era cierto. Algunas noches, cuando me torturaba con lo ocurrido hacía un siglo, el dolor seguía tan latente como siempre. No cambiaría la vida que teníamos ahora por nada del mundo, pero en el fondo sabía que aquella no era nuestra época. Estábamos viviendo en un tiempo que se nos había cedido.
—Si hubiéramos huido —dijo Zelda por fin—, el Cataclismo...
—Habría dejado que ese monstruo se lo llevara todo por delante si a cambio tenía un hogar contigo, Zelda. Un futuro. De eso me arrepiento —añadí, mirándola a los ojos—. Jamás me arrepentiré de haber tenido hijos contigo, brillen o no.
Sus dedos se hundieron más en su vientre.
—Todo eso suena egoísta —dijo a media voz.
—El mundo no va a acabarse porque uno de los dos sea egoísta por una vez —respondí. Su nariz rozó la mía, y cerré los ojos—. Pero nunca se lo he contado a nadie. Iba a dejar que fuera un secreto para siempre.
Hubo silencio por un corto instante.
—El mundo sí se acabaría si uno de nosotros fuera egoísta, Link.
—Valdría la pena. Lo habríamos intentado y habría visto el fin del mundo contigo. ¿Hay algo mejor que eso?
Escuché su risa débil y abrí los ojos. Ella me dio un beso corto pero dulce. Sus labios sabían a frambuesas y a lágrimas.
—Te quiero, Link de Hatelia. Si crees que todo eso acabará bien, yo lo creeré contigo.
Me descubrí sonriendo.
—Entonces no perdamos el tiempo.
Y ella no perdió el tiempo. Me pidió que llamara a Arwyn y que las dejara a solas. Sabía que aquello se alargaría, que tenía mucho que explicarle. No sabía hasta dónde llegaría Zelda, pero confiaba en que hiciera lo mejor para todos. Arwyn era demasiado joven para comprender la historia completa, de todas formas.
Además, sospechaba que Zelda quería enseñarle a controlar su poder, y yo no quería estorbar. Había tenido poco contacto con el poder de las deidades.
Así que fui con Artyb, que dibujaba formas en el barro con un palo. Tenía gesto triste. Mi corazón se encogió. Sobre todo al ver como su expresión se iluminaba al verme llegar.
—¿Dónde vas? —me preguntó con cierta cautela, aunque escuché el anhelo de compañía en el fondo de su voz.
—Pensaba hacerte compañía, pero si prefieres que me vaya...
—No —dijo él al instante. Me tendió un palo cubierto de barro, con una sonrisa radiante. La tristeza había desaparecido de su rostro—. ¿Quieres jugar? Es fácil.
Acepté el palo que me tendía y me arrodillé en el suelo, junto a él, mientras lo escuchaba explicar las reglas. Intenté entenderlo, pero una punzada de culpabilidad me distrajo. Desde lo ocurrido con el rupinejo, había dejado a mi hijo de lado. Era silencioso, tanto que en ocasiones no te dabas cuenta d que seguía allí. Pero yo era su padre. Se suponía que debía darme cuenta, ¿no?
Habían pasado demasiadas cosas al mismo tiempo. Y él solo era un niño. En el fondo debía de estar más confundido que su hermana.
No volvería a dejarlo solo. Jamás. Me lo prometí a mí mismo justo en aquel momento, mientras me disponía a jugar con él en el barro.
—¿Listo? —preguntó, devolviéndome a la realidad. Me observaba, expectante.
Yo carraspeé y sopesé el palo entre las manos. Oh, ya podía ver su enfado. Cuando se enfadaba, se parecía a Zelda.
Supuse que no podía ser tan difícil.
Artyb me miró confundido cuando dejé el palo sobre el barro. Le mostré una sonrisa de disculpa.
Para tener solo cinco años, era demasiado listo. O tal vez manipulaba las reglas a su favor y yo no podía darme cuenta. Acabamos llenos de barro de todas formas. Cuando él ganó de nuevo, contemplé el barro medio seco en el que estábamos jugando. Me froté las sienes.
—¿Cómo demonios has ganado otra vez?
—Palabras malas —murmuró él con los ojos muy abiertos.
—Lo siento —dije—. ¿Pero cómo has ganado?
Artyb se encogió de hombros y recogió su palo del barro. Señaló una figura que, según él, representaba un dragón.
—Tú vas por aquí siempre. El dragón te come si vas por ahí. El camino bueno es este. —Señaló una ruta invisible en el barro—. El castillo está aquí. Está más cerca.
—Pero por ese camino hay... un monstruo gigante —dije, recordando las reglas—. Eso es más peligroso que un dragón.
Me miró con el ceño fruncido.
—No. Tienes una espada con el monstruo gigante. Con el dragón no tienes espada. Se cae al pozo.
Señaló otro punto en medio del camino. Tenía la ligera sospecha de que todo aquello había salido de las historias de su madre. Si no fuera por ella, jamás habría sabido lo que era un castillo. Y él solo conocía lo que era una espada desde hacía unas pocas semanas, porque yo había decidido contárselo.
—Recuérdame cuántos años tienes —mascullé.
—No.
—Mejor. No quiero saberlo.
Él sonrió y dibujó más formas en el barro. Yo lo observé en silencio y suspiré.
—¿Sabes a qué jugaba yo cuando tenía tu edad?
Artyb alzó la vista al instante, con los ojos muy abiertos.
—¿A qué?
Me puse en pie de un salto. Ni siquiera me molesté en sacudirme el barro seco de las ropas. Y de la cara, probablemente. Todo el mundo vería al portavoz hyliano cubierto de barro, y no podía importarme menos. Ojalá los guardias sheikah que tanto insistían en seguirme por todo el campamento y en llamarme Maestro Link pudieran verme también.
—Uno de nosotros era el monstruo —empecé—. Y el otro tenía que escapar.
Intenté atraparlo, pero Artyb se apartó y echó a correr entre carcajadas. Fui tras él, pero no llegó muy lejos. Cayó al suelo con un gruñido cuando chocó con alguien que andaba por el camino.
Maldije en voz baja. Había chocado con uno de los miembros del Consejo Zora. Aquel consejo era mejor que el anterior, el que Zelda y yo nos habíamos encontrado hacía ocho años, pero los zora seguían siendo estirados. Estaban obsesionados con el decoro. Me había llevado años ganarme su aprobación, e incluso ahora dudaba que la tuviera.
Ayudé a Artyb a levantarse. Él me observaba con el terror escrito en el rostro lleno de barro. Yo contemplé mis propias ropas. Cuando era más joven, que uno de los miembros del Consejo Zora me hubiera visto así habría sido como una patada en el estómago. No obstante, ahora solo podía sonreír.
Atraje a Artyb hacia mí y le hablé al oído para que pareciera que lo estaba regañando.
—¿Te has hecho daño? —le pregunté en voz baja. Cuando él negó con la cabeza, le mostré una sonrisa diminuta—. Voy a enseñarte una lección. Por si algún día tienes que tratar con gente idiota.
No le di tiempo a responder. El zora nos observaba con una expresión indescifrable. Zelda solía llamarlo Zanahorias por el color de sus escamas y la forma de su cabeza.
—Link de Hatelia —dijo en tono monótono.
—Señor.
Me incliné hasta que mi nariz estuvo a punto de rozar el barro del suelo. Le indiqué a Artyb que hiciera lo mismo. A Zanahorias le habría gustado en cualquier otro momento, si no fuera porque nuestra reverencia había sido demasiado ridícula para resultar sincera.
—Veo que os divertís con vuestro... retoño. —Miró a Artyb de arriba abajo. Yo puse una mano sobre su hombro.
—Es mi hijo. Si engendras a un hijo es porque luego tienes pensado pasar tiempo con él. No vas a dejarlo de lado. ¿No creéis?
Zanahorias parpadeó. Su expresión controlada se quebró por un momento, y yo me permití sentir una pizca de satisfacción.
—Por supuesto, por supuesto —respondió—. Aunque también es importante mantener a vuestro hijo limpio.
Miré a Artyb y fingí sorpresa, como si fuera la primera vez en que me fijaba en el barro de sus ropas y su rostro.
—Oh, Diosas Doradas. Sabía que estaba sucio, pero no pensaba que fuera para tanto. —Me llevé una mano a la frente—. ¿Qué voy a hacer ahora?
Zanahorias tenía el ceño fruncido. Su gesto era de plena confusión. Debía de pensar que me había dado un golpe en la cabeza.
—Lavar a vuestro hijo, naturalmente. Además, huele a...
—¿A pescado podrido? —sugerí.
Artyb apenas pudo ahogar las carcajadas. Yo me tragué la sonrisa. Zanahorias nos miró a ambos. Tenía los puños apretados, tal vez sospechando que nada de aquello iba en serio, aunque la confusión seguía escrita en su gesto.
—¿Disculpad?
—Disculpas aceptadas —dije. Artyb rio con más ganas. Yo lo miré y carraspeé para que mi voz sonara más grave de lo normal—. Mocoso insolente. Voy a tener que enseñarte una lección en cuanto volvamos a casa.
Artyb empezó a contener la respiración para no reírse. Suspiré, murmuré una despedida y me lo llevé de allí a paso rápido. Dejamos a Zanahorias ahí plantado. Sentí su mirada confundida sobre nosotros mientras nos alejábamos. Entonces estallé en carcajadas, y Artyb hizo lo mismo.
—¿Has visto su cara? —reí yo—. Podría haber tenido cabeza de moblin y habría estado menos confundido. Diosas, llevaba años queriendo hacer algo así.
—¿Ahora qué? —farfulló él entre risotadas—. ¿Se enfada?
Solté un bufido.
—Claro que no. Solo nos mirará raro a tu madre y a mí en la próxima reunión, pero no hará nada. Es solo un vejestorio estirado.
—Parece una zanahoria —dijo Artyb con la nariz arrugada.
Reí de nuevo y le revolví el pelo con una mano.
—Eso dice mamá. —Olisqueé el aire a nuestro alrededor e hice una mueca—. Zanahorias tenía razón en algo, Artty. No estás limpio.
Él examinó sus ropas con el ceño fruncido. Luego me miró con ojos suplicantes. Yo contemplé el cielo surcado de nubes para no ceder.
—No quiero baños.
—A veces no queda más remedio. Y no querrás oler a pescado podrido toda tu vida, ¿verdad?
Él abrió mucho los ojos y sacudió la cabeza al instante. Yo sonreí. Supuse que no me vendría mal un baño. Estaba casi tan lleno de barro como él, y debía de oler peor aún. El hedor del aire lo sugería.
Olía a las granjas de Hatelia. Mi único consuelo era que me recordaba al hogar.
Llevé a Artyb hasta un lago que fluía cerca del campamento. Me deshice de la túnica y de las botas y me metí en el agua con él. El día no era cálido, aunque no hacía tanto frío como para hacerme tiritar. Tal vez cuando saliéramos de allí empezaría a temblar como si estuviera en la cima de Hebra. Maldije en voz baja. No había traído mantas, y no quería que Artyb enfermara.
Lo obligué a sumergirse en el agua para lavarse el barro del pelo. Luego yo hice lo mismo. Cuando volví a la superficie, sin embargo, lo sentí aferrándose a mis hombros con tanta fuerza que estuve a punto de hundirme. Aquello no era muy profundo, por suerte, y mis pies tocaban el fondo.
—Sabes nadar —le dije con el ceño fruncido. Él solo dejó escapar un sonido que estaba entre un jadeo y una exclamación ahogada y se pegó más a mí. Yo lo sostuve. Había intentado enseñarle a nadar en dos ocasiones. Supuse que eran muy pocas para un niño de cinco años—. No tengas miedo. No vas a hundirte.
Le llevó un rato, pero tuvo que acabar dándose cuenta de que no estaba hundiéndose porque dejó de patalear y sus jadeos cesaron. Su agarre en mis hombros se aflojó, como si supiera que no iba a soltarlo.
Me aparté el pelo húmedo de los ojos y le limpié los restos de barro seco.
—Ahora podrás impresionar a todas las chicas que quieras —murmuré al terminar.
Él arrugó la nariz.
—¿Hay peces?
Examiné nuestros alrededores. No percibí ningún movimiento en el agua que no fuera nuestro.
—No lo creo —respondí—. Al menos yo no veo nada.
Él chapoteó y, poco a poco, empezó a acostumbrarse. Le recordé cómo mantenerse a flote y, después de un rato, tuve la sensación de que comenzaba incluso a divertirse. Salí del agua para limpiar mi túnica y la suya, que estaban llenas de barro, aunque me mantuve cerca de él.
—¿Mamá tiene hermanos? —preguntó Artyb de pronto—. Como Wynnie y yo.
Dejé su túnica limpia al sol para que se secara y seguí con la mía.
—No. Mamá no tiene ningún hermano.
—¿Y tú?
—Tenía una hermana.
—¿La tía Prunia? —adivinó él con un brillo en los ojos.
Solté una carcajada y froté con más fuerza para limpiar el barro.
—Claro que no. —Elegí mis siguientes palabras con cuidado—. Ella está con las Diosas. Le habrías gustado, si te hubiera conocido.
Le mostré una sonrisa, y él cerró la boca de golpe y siguió chapoteando en el agua. Dejé que el silencio se extendiera por un rato.
—¿Has vuelto a tener pesadillas? —le pregunté. Él se giró para mirarme. Tenía los labios amoratados ya, y tiritaba, aunque se esforzaba por ocultarlo.
Artyb clavó la vista en el agua.
—No.
Su última pesadilla había sido hacía dos noches. Sus sollozos ahogados me habían despertado. Había dejado que durmiera en el hueco entre mi cuerpo y el de Zelda. Solía regresar a su cama una vez se calmaba después de las pesadillas, pero aquella noche había sido distinto.
Me preocupaba, no iba a negarlo. Era solo un niño. Zelda y yo lo habíamos protegido desde que era un bebé de todos los peligros del mundo. Ni siquiera sabía lo que era la muerte, y había aprendido qué era una espada hacía solo unas semanas. ¿Qué podía ser tan horrible como para atormentarlo cada noche?
No podía meterme en su cabeza y verlo con mis propios ojos. La única forma de saberlo era sonsacándoselo a él, pero todo lo que Artyb me había dicho era que soñaba con hombres malos. Más allá de eso, caminaba en terreno desconocido.
—Bien —murmuré. Dejé mi túnica sobre la hierba para que se secara y me volví hacia Artyb, que ya temblaba sin remedio—. Vamos, sal de ahí. Estás helado. Tu madre me matará si te dejo enfermar.
—No tengo frío —masculló él. Había un brillo desafiante en sus ojos.
—Estás a punto de congelarte —repuse yo con calma.
Me sostuvo la mirada por unos instantes. Al final hizo una mueca de fastidio y salió a regañadientes. Sentí una pizca de satisfacción. Aquello había sido más fácil de lo esperado. Ni siquiera Zelda lo habría conseguido con tanta facilidad.
Me tendí sobre la hierba, bajo el sol de mediodía, y me dediqué a contemplar las nubes. Artyb hizo lo mismo a mi lado. Sus temblores cesaron, y al cabo de un rato se dio la vuelta para quedar bocabajo. Se apoyó en la hierba con los codos.
—¿Por qué tienes eso? —preguntó con curiosidad.
Tocó la enorme cicatriz que me recorría el costado. Yo di un respingo y flexioné los dedos. El fantasma del dolor se abría paso poco a poco, pero me obligué a apartarlo. Habían pasado ocho años. Tiempo suficiente para olvidarlo.
Recorrí la cicatriz con un dedo mientras pensaba.
—Fue una herida de cuchillo —respondí.
—¿Un hombre malo?
—Algo así —dije con una sonrisa—. Pero no te preocupes. No volverá a hacernos daño.
Él asintió. Yo cerré los ojos. Los recuerdos ya habían desaparecido. No me gustaba pensar en mis cicatrices, pero podía sentir su mirada fija en mi pecho desnudo. Nunca le había mostrado tanto. Artyb sabía que tenía cicatrices, pero era la primera vez que las veía en todo su esplendor. Contuve el impulso de ponerme la túnica húmeda. Sería terriblemente incómodo, pero prefería congelarme si con eso conseguía que mi hijo dejara de verme de forma tan vulnerable.
Estaba a punto de incorporarme para coger la túnica cuando percibí los dedos helados de Artyb sobre mi pecho, muy cerca del corazón.
—¿Y esta?
Inspiré hondo. Flexioné los dedos de la mano de la espada de nuevo, aunque no me atreví a abrir los ojos. No sabía si estaría horrorizado o asustado por la vida que debía de haber llevado su padre.
Rocé la gigantesca cicatriz del pecho también. Sentí un picor molesto bajo los dedos. Me asustaba mirar aquella cicatriz en ocasiones, en días especialmente malos.
—Esta es de hace mucho tiempo.
—¿Con un cuchillo?
—No —murmuré—. Fue un disparo.
El silencio fue ensordecedor. Cuando me arriesgué a abrir los ojos, vi que él tenía una expresión indignada en el rostro. Aquello me confundió. Fui a decir algo, pero entonces él se abalanzó sobre mí, y mis palabras se convirtieron en un gruñido. Le devolví el abrazo, aunque todavía estaba confundido.
—¿Artty?
—¿Duele mucho?
Sabía que se refería a las cicatrices. Sentí como la calidez se extendía por mi pecho.
—Solía doler hace mucho tiempo —respondí—. Pero ya no duele.
Él no dijo nada. Se limitó a abrazarme con más fuerza.
Aquello era extraño en él. Su hermana solía tener muestras afectuosas con todo el mundo, no él. Sin embargo, aceptaría su oferta con los brazos abiertos siempre que quisiera.
Regresamos a la tienda poco después. Llevaba la túnica puesta, aunque todavía no estaba del todo seca. El sol de mediodía brillaba con fuerza en el cielo. Miré a Artyb, y comprobé con satisfacción que parecía más animado que aquella mañana. Supuse que solo había necesitado algo de compañía. Pensaba hacerle bolas de arroz en la cena. Le gustaban las bolas de arroz.
Eso me hizo pensar en los sheikah, y mi humor cayó en picado. Divisé su campamento ya montado cerca del campamento hyliano. La ira empezó a burbujear en mi estómago cuando vi a varios sheikah merodeando por los alrededores de nuestra tienda.
No sería tan generoso si veía a otro sheikah siguiéndome o siguiendo a mi hija. Despertar atado contra un árbol siempre ayudaba a replantearte las ideas.
Zelda me recibió con nerviosismo en nuestra tienda. Eso me puso nervioso a mí también.
—¿Dónde estabas? —susurró. Se retorcía los dedos en el regazo—. Estaba a punto de ir a buscarte. Los sheikah quieren reunirse con nosotros ahora.
—¿Ahora? —gemí yo—. Diosas, tengo demasiada hambre para...
—Yo también. —Apoyó la frente en mi hombro—. Pero ya sabes cómo son los sheikah. —Alzó la cabeza y me miró con el ceño fruncido—. ¿Por qué estás empapado?
—No estoy empapado.
Ella tocó mi pelo, que caía por debajo de los hombros. Maldije para mis adentros. Había olvidado atármelo. Si lo hubiera hecho, la humedad se habría disimulado más.
—¿Dónde estabas? —repitió, aunque ahora mostraba una pizca de curiosidad.
—Tu hijo estaba jugando en el barro —respondí—. No sé qué harías si lo trajera aquí cubierto de barro.
Miró a Artyb, divertida.
—Eso no explica por qué tú estás mojado, Link. —Ante mi silencio, ella rio—. No me digas que tú también estabas lleno de barro.
Rodeé su cintura con un brazo y miré a Artyb también. Hablaba en susurros con su hermana. La experiencia me había enseñado que sería inútil intentar entenderlos.
—Lleva demasiado tiempo solo —murmuré. Zelda olía de maravilla aquel día—. Quería pasar tiempo con él. Somos los únicos que no podemos brillar. Se merece un poco de compañía.
Ella puso una mano sobre su vientre. Al menos había dejado de moverse con nerviosismo. Me miró con una sonrisa diminuta. En sus ojos había afecto.
—Eres un buen padre, Link, ¿lo sabías? —susurró—. Nunca lo he dudado. Ellos tienen suerte de tenerte.
Sentí calidez extenderse por mi pecho, y me descubrí sonriendo. No estaba mal escucharla a ella diciéndolo. Estaba mejor que bien, a decir verdad. Iba a responder y a preguntarle cómo habían ido las cosas con Arwyn, pero entonces escuchamos la voz de Pay a través de la lona de la tienda.
—¿Zelda? —dijo. Distinguí la duda en su voz incluso desde allí—. ¿Puedo pasar?
Zelda estaba tensa, y los niños habían dejado de hablar. Ella asintió en silencio, con una mano todavía sobre su vientre. Le aseguré que todo iría bien con una mirada y fui hacia la entrada de la tienda para dejar a los sheikah pasar.
