Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.
~Creo que te Amo~
Por: Devil-In-My-Shoes
VI: Un Caso Perdido
Quizás no fui huérfana, pero créeme, sé lo que se siente tener miedo…
Luego de que fui envenenada, hubiera hecho cualquier cosa para sentirme en control…
Es duro, pero el sufrimiento nos cambia y nos enseña, aunque al principio no podamos ver cómo. Al final, terminarás convirtiéndote en un mejor ser humano. Yo personalmente te lo garantizo…
Comprendo que estar sola no hace sino empeorar las cosas. Por eso te doy mi palabra de Avatar de que yo nunca, nunca, te abandonaré…
Ahí estaban ellas dos, de rodillas, en medio de una suave cama de flores púrpura. Un mar de delicados pétalos, como terciopelo, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La luz espectral verde-amarilla del nuevo portal espiritual, iluminando esplendorosa la inmensidad del cielo sobre ellas. Un firmamento oscuro, sin estrellas. Un vacío sin principio, ni fin.
Ahí no había brisa. No se sentía frío o calor. Todo era silencio y paz. Era el aroma dulce de aquel campo de flores, el ardor de sus heridas y el suplicio de sus huesos rotos. Era la compasiva mirada azul de Korra. Y eran sus propias lágrimas, anegando sus ojos verdes y rodando por sus pálidas mejillas.
¿Cómo no confundir el Mundo Espiritual con el hecho de haber muerto? Estar ahí era como estar en el Nirvana. Pero no podía ser. Ella no se merecía el paraíso. No después de lo que había hecho, lo que había provocado.
¿Cómo puedes decir eso, Avatar? Todo este tiempo no he sido más que tu enemiga. Apenas me conoces…
Korra se cruzó de piernas, sonriente. Sus manos, recorridas por diminutos surcos de sangre y tierra entre las arrugas de sus dedos, jugueteaban con las flores. Sin ninguna preocupación en el mundo, arrancaba tiras de césped y hojas, alisaba y juntaba pétalos. Tan entretenida como una niña.
Entonces, Korra cortó un par de flores, las más bonitas que encontró. Se peinó el corto cabello detrás de una oreja, y se colocó una de las flores allí. Volvió a sonreír, feliz con su nuevo accesorio, a pesar de que su apariencia seguía siendo sucia y desaliñada.
En ese caso, me gustaría conocerte mejor, Kuvira.
Y dicho esto, se arrastró hasta donde estaba Kuvira, y le quitó los enmarañados mechones de la cara, peinándola un poco. Hundió la otra flor en su cabello, con naturalidad, como si fueran amigas desde la más tierna infancia. Todo bajo la mirada confundida y desconsolada de Kuvira.
Korra no actuaba acorde a la situación; no estaba enfadada ni buscaba venganza. Era extraño, pero a la vez, un gran consuelo.
Listo. Nos vemos mucho mejor ahora, ¿no? ¿Te encuentras bien, Kuvira?
Kuvira trató de imaginar cómo se vería con esa flor en el cabello. Así, con su uniforme militar sucio, gastado y desgarrado; su rostro embadurnado por una mezcla de lágrimas, sudor, sangre y tierra; el pelo suelto y desgarbado. Debía lucir miserable y patética. No como Korra, que aunque estaba igual de desaliñada, se veía curiosamente linda, casi adorable. Kuvira, en cambio, era un penoso desastre.
Estoy cansada…
Yo también estoy exhausta. Perdí toda la energía que me quedaba al entrar en el Estado Avatar. La creación accidental de este nuevo portal acabó consumiendo el resto.
Korra se tumbó boca arriba entre las flores, con los brazos detrás de la cabeza.
Ven, Kuvira, podemos descansar antes de regresar…
Kuvira se dejó caer a su lado, con los ojos fijos en el vacío del cielo, recorrido por pasajeras ondas de energía multicolor, como las auroras boreales del mundo físico. Era hermoso y acogedor.
Ahí estaba, contemplando el firmamento junto a Korra. La fragancia de las flores a su alrededor, lavanda dulce. La suavidad de aquellos pétalos, acariciando su piel cortada y lastimada. Su consciencia, atenuándose poco a poco. La paz que le infundía ese mundo surreal; la agradable compañía del Avatar; el sonido de sus respiraciones juntas…
¿En verdad tenemos que regresar?
La pregunta de Kuvira había sido débil, triste y sincera.
Korra se recostó de lado para verla a los ojos.
¿Tienes miedo, Kuvira?
Tengo miedo, Korra.
Korra le sostuvo la mano y Kuvira se refugió en ella, apretando sus dedos entre los suyos.
Está bien, no dejaré que enfrentes esto tú sola. Te lo prometí, no voy a abandonarte. Voy a estar contigo en cada paso del camino, sin importar lo que pase. Sin importar el castigo que el mundo te imponga. Yo estaré ahí. Seré tu amiga.
Kuvira volvió a sentirse valiente y asintió con firmeza.
Entonces regresemos… Cuanto antes mejor. Terminemos con esto de una vez por todas.
¿Necesitas que te cargue?
Si he de rendirme ante las autoridades, quiero hacerlo de pie.
Bien, apóyate en mí entonces. Dame tu brazo, Kuvira. Con cuidado, vamos, estás malherida…
Marcharon despacio hasta adentrarse en el portal espiritual. Su brillo dorado las envolvió. Ambas voltearon a verse. Korra sonrió de medio lado, Kuvira también. Y se llevó una mano al cabello para recoger la flor que le adornaba. La sostuvo frente a sí y Korra la imitó. Dos flores idénticas, en las palmas de sus manos.
Contemplaron el Mundo Espiritual una última vez. Y, como si se hubieran puesto de acuerdo, Korra y Kuvira dejaron ir sus flores en el aire, antes de ser transportadas devuelta a Ciudad República.
Las flores se deslizaron por el silencio, navegando en el vacío, girando una alrededor de la otra hasta tocar la tierra. Aterrizaron juntas. Y juntas se quedaron, en medio de la soledad, tan pacíficas.
Su imagen inspiraba armonía.
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A veces soñaba con aquellos recuerdos, recuerdos que siempre atesoraría en lo más profundo de su ser. Quizás, por eso tendían a manifestarse en su subconsciente al dormir.
Kuvira sabía que era momento de despertar, y fue desperezándose poco a poco. Se sentó, estiró su espalda, los brazos. Cubrió un bostezo y se frotó los ojos con el dorso de la mano. Al abrirlos, se encontró con otra mirada.
Una mirada gris y juguetona, que había invadido su espacio personal. Estaba demasiado cerca de ella y era demasiado temprano para que Kuvira pudiera procesar correctamente lo que estaba ocurriendo.
Su reacción inmediata fue soltar un grito ahogado y retraerse por acto reflejo. Calculó mal el ancho de la cama, y descubrió que había algo todavía más duro que su colchón: el suelo.
Kuvira cayó cabeza abajo, pero al menos, el golpe la ayudó a salir de su estado de somnolencia. Se enderezó lo mejor que pudo, llevándose una mano al semblante con pesadumbre. Entonces advirtió la carita afligida de la intrusa en su habitación. Era Ikki.
—¡Oh no! ¡Cómo lo siento! —gritó la niña, tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse—. Pretendía darte los buenos días de manera amable, pero todo me ha salido al revés…
—Descuida, he tenido peores despertares —musitó Kuvira, intentando recordar el nombre de la joven maestra aire—. ¿Kiki?
—Ikki —la corrigió ella, sonriente.
—Ikki, sí. Lo siento. Todavía no me aprendo sus nombres.
La niña la instó para que tomara asiento nuevamente sobre la cama, fue entonces cuando reveló una bandeja en la que traía una humeante taza de té, pan caliente con mantequilla, un tazón de frutas picadas y, curiosamente… un pequeño pastel cubierto con merengue blanco.
Kuvira se le quedó mirando sin saber qué decir.
—Es tu desayuno —explicó Ikki—. Normalmente, las personas que habitamos el Templo del Aire tenemos la obligación de despertar antes de la salida del sol, y eso te incluye a ti. Sin embargo, Korra insistió para que se te permitiera descansar tanto como quisieras el día de hoy. Ella dijo que necesitabas recuperar fuerzas, y que te vendrían muy bien unas horas de sueño extra antes del trabajo. Y pues, como ya todos desayunaron hace bastante, tomé la iniciativa de traerte tu desayuno a la cama. Pero sólo por hoy, ¿eh?
Algo desorientada todavía, Kuvira se apretó el puente de la nariz y preguntó:
—¿Qué hora es entonces?
—Ya pasan de las diez de la mañana.
Kuvira no lo podía creer. Nunca, jamás en toda su vida había dormido hasta tan tarde. Tendría que ver con su agotamiento excesivo del día anterior o la relajante terapia de agua control que le proporcionó Korra. O tal vez, sólo el haber dormido en su compañía, con la intimidad de dos amantes…
Acordándose del Avatar, la buscó con la mirada entre las sábanas a su lado, pero no halló ni rastro de ella ahí.
—¿Dónde está Korra?
—Ella salió de la isla al amanecer —replicó Ikki, colocando la bandeja de comida frente a Kuvira—. Dijo que viajaría al Reino Tierra para buscar al Rey Wu y llevar a cabo una reunión oficial con los líderes mundiales. Korra lo discutió con mi papá antes de partir; no paraba de mencionarte —la niña sonrió efusivamente, inclinando la cabeza a un lado—. Dijo que tú la habías inspirado a actuar nuevamente.
—Pero Korra no debería dejarme —se inquietó Kuvira—. Ella es mi guardián en custodia, no tengo autorización…
—No te alarmes, mi papá también está a cargo de ti. Pero él está muy ocupado hoy, y me ha encomendado la tarea de vigilarte —Kuvira continuó observando a la niña, confundida—. ¡Lo admito! El encargo era para Jinora, porque ella es la mayor, pero mi hermana dice que no se siente cómoda estando cerca de ti —Entonces Ikki susurró por lo bajo—. Yo creo que lo que ocurre es que ella te tiene miedo… Tampoco podía ser Meelo, porque mi papá teme que él pueda volver a hacerte daño. ¡Así que solamente quedé yo! ¡Tú servidora!
Aquella niña hablaba a una velocidad impresionante, con una emoción incontenible. Kuvira tenía que hacer cierto esfuerzo para captar cada oración pronunciada, y sabía que si se distraía con sus propios pensamientos, no le entendería nada a Ikki. Como si la situación no fuera lo suficientemente ininteligible ya. ¿Le permitían dormir hasta tarde? ¿Desayuno en la cama? ¿Dejar a una chiquilla supervisándola?
Kuvira no podía salir de su perplejidad. Esta gente era irreal; algo nunca antes visto. Deberían repudiarla, tratarla como a una prisionera, desconfiar de ella a cada segundo… Y en lugar de eso, la trataban con la hospitalidad de una invitada más.
¿Por qué?
Para Kuvira, nada tenía sentido.
—¡Señorita Kuvira! —la llamó de pronto Ikki, sacándola de su trance meditativo—. ¿Por qué no empiezas a comer tu desayuno? Tienes un largo día por delante, ¡necesitas comer!
Kuvira asintió en silencio, tomó una tajada de pan con mantequilla y se la llevó a la boca. Fue una delicia. Pan recién hecho, la corteza tostada y crujiente. Era como darle un mordisco a un milagro. Si tan sólo hubiera mermelada. Y la había, mermelada de fresa. ¿Acaso estaba soñando todavía?
Ikki se quedó ahí, de pie, contemplando a Kuvira mientras tomaba su desayuno en calma. Una amplia y vibrante sonrisa trazaba su rostro de niña.
Era como si no le incomodara la actitud taciturna de Kuvira; cómo ella se limitaba a hablar en monosílabos, a esbozar pequeños gestos afirmativos o negativos, a permanecer en silencio la mayor parte del tiempo. Y en cambio, Ikki era de las que hablaban hasta por los codos. La niña se la pasó cuchicheando sobre temas triviales; se quejó de sus hermanos, mencionó algo de los lémures del templo, su deseo de no tener que compartir alcoba con Jinora…
A Kuvira le apenó, pero tuvo que buscar con qué interrumpirla. Su tolerancia a tanta palabrería inútil estaba disminuyendo sorprendentemente rápido. Y no quería espantar a la niña si llegaba a perder la paciencia. Lo último que quería era espetar algo hiriente contra la primera persona en acercársele sin miedo ni prejuicios desde Korra.
—Disculpa —intervino de súbito, alzando una mano. Luego pasó a señalar el pastel en la bandeja—. ¿Para qué el pastel? No quiero sonar malagradecida, pero no acostumbro a comer postre en el desayuno. «Ni a ninguna hora del día en realidad».
—¡Oh! ¡Mamá y yo lo horneamos para ti! —respondió Ikki, con una nueva oleada de exaltación—. Es un pastel de disculpas, ya sabes, por lo mal que fuiste recibida ayer, y por lo que hizo Meelo… Yo me sentí realmente apenada y le pedí a mi mamá que me ayudara a prepararlo. Es de bizcocho de vainilla con relleno de jalea, hecha con las fresas que cosechamos en el templo. ¡Yo hice el merengue y le puse mucha azúcar! ¡Supuse que te caería bien! ¡Necesitarás de toda la energía y la dulzura posible hoy! ¿Qué pasa? —preguntó al notar la inquietante severidad en el rostro de Kuvira—. No… ¿No te gusta?
Kuvira desvió los ojos, consciente de que su reacción no había sido la esperada. Ella era dura de semblante y no era precisamente la persona más expresiva. Eso era todo. El desconsuelo de Ikki la hizo soltar un denso suspiro, y aunque apenas pudo curvar los labios en una débil sonrisa, dijo:
—Es sólo que… No creo que pueda comer todo ese pastel yo sola —alzó las cejas con indecisión, intentando lucir menos tensa—. Te gustaría… ¿acompañarme?
Ikki prácticamente gritó un sí antes de tomar asiento al lado de Kuvira. La última partió un gran trozo para la niña y se sirvió una porción mucho más pequeña en comparación, siendo que no tenía corazón para despreciar aquel gesto tan amable de la joven maestra aire, con todo y que odiaba el dulce.
Al final, Kuvira se quedó con el resto del pastel, alegando que lo guardaría para la hora de la merienda. Ikki estaba que brillaba de la felicidad. Fue agradable, Kuvira creía que ya había olvidado lo que se sentía alegrar a otros. Era como si pudiera volver a llenar el vacío que la consumía por dentro. Una segunda oportunidad para hallar su propia felicidad.
Tal vez, sólo tal vez.
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Los maestros aire viajaban de ciudad en ciudad ayudando al mundo. Por lo tanto, ayudar a los maestros aire —aunque fuera en lo más mínimo— significaba por consiguiente, ayudar al mundo.
Ikki se tomaba muy en serio su cargo como supervisora de la recién llegada. No perdió oportunidad para mandar a Kuvira a hacer la cama antes de salir de la habitación, explicando ampliamente que en el templo cada quién era responsable de la limpieza de su propia alcoba. Luego le indicó dónde estaba el cuarto de baños, para que procediera a lavarse la cara y a vestirse para el trabajo.
Kuvira obedeció sin poner peros. Estaba dispuesta a trabajar y a demostrar su valía, así tuviera que seguir las órdenes de una chiquilla diez años menor que ella.
—Las reglas de nuestro templo son muy simples —anunció Ikki con aire experto—. Es tradición que todos sus habitantes compartan el trabajo, ya que aquí no hay sirvientes. Los acólitos están para ayudar, cierto, pero ellos también son estudiantes y personas en busca de iluminación espiritual. Todos debemos turnarnos para hacer algo cada día. Las tareas domésticas no llevan demasiado tiempo, y dejan en claro que aquí todos somos iguales. Naturalmente, si estás enferma o resfriada, quedas eximida.
Caminaban por un sendero de gravilla, a la sombra de los árboles que rodeaban el edificio de los dormitorios. Kuvira iba en posición firme, con las manos atrás de la espalda, atendiendo concentrada a todo lo que se le decía. Ikki, por otro lado, iba dando pequeños saltitos al avanzar, gesticulando expresivamente con las manos y señalando cada cosa que veía en el camino. Se dirigían a la huerta del templo.
—Tienes que lavarte antes de cada comida, especialmente si trabajaste en los establos de los bisontes —continuó explicando Ikki—. Y debes tomar un baño todas las noches. La ropa sucia se pone en el cesto que hay en el cuarto de baño. Ahí encontrarás una despensa con toallas limpias, jabón, y las cosas que una chica pueda necesitar durante los días de su período. También debes cambiar las sábanas de tu cama una vez a la semana; te dejarán las nuevas al pie de tu puerta y deberás llevar las viejas a la lavandería. Dependiendo del horario que te imponga mamá, algunos días tendrás que ayudar en la cocina, y otros a lavar y a colgar las ropas de todos. ¿Alguna duda hasta el momento?
—No. Todo está muy claro —afirmó Kuvira.
—Vaya, ¡aprendes rápido! Cuando Korra llegó aquí la primera vez, fue un caos tremendo —Ikki comenzó a reírse, divertida—. Creo que ni siquiera sabía lo que era un horario, mucho menos cómo respetarlo. Siempre dejaba desastres por donde pasaba, ¡era como un torbellino! Nunca completaba sus tareas, y se la pasaba escapándose para escuchar partidos de Pro-control por la radio. ¡A papá le tomó meses conseguir domarla!
Kuvira sonrió al imaginar aquello. Conque Korra era una gran indisciplinada, ¿eh? Le habría gustado estar ahí para verlo.
—¿Siempre sonríes así cuando piensas en Korra? —inquirió Ikki, curiosa.
Kuvira no se había percatado de esto y acabó sacudiendo la cabeza, molesta y avergonzada.
—No sé de qué hablas, niña —refutó, apresurando el paso.
Al poco tiempo llegaron a la huerta, donde comenzaría el verdadero trabajo duro. No era que pasar el día con la espalda encorvada y las rodillas hundidas en la tierra fuera difícil. A eso se dedicaban muchos de los acólitos y maestros aire que se alineaban entre los surcos de frutas, vegetales y demás hortalizas.
El proceso de cosechar era sencillo: escoger los productos maduros, depositarlos en una cesta, y continuar hasta llenarla. Luego, alguien se hacía cargo de podar las plantas marchitas o enfermas, para que después los niños y los más jóvenes se entretuvieran plantando semillas. Entre ellos estaba el hermano menor de Ikki: Rohan de seis años.
Durante todo el tiempo que Kuvira estuvo laborando en el campo, el niño se la pasó observándola indiscretamente. Ikki le comentó que Rohan acostumbraba a hacer eso con los extraños siempre, así que Kuvira se resignó a ignorar el peso de esos impertinentes ojos verdes sobre ella.
—Tu trabajo en la huerta será ayudar a llenar el pozo —le instruyó Ikki—. Al menos eso fue lo que me dijo mi papá. Lamento que te haya tocado la tarea más agotadora el primer día. Creo que quieren probar tu disposición.
—Una prueba —suspiró Kuvira, cruzándose de brazos—. Ya me lo esperaba.
Llenar el pozo se consideraba trabajo de hombres por lo exigente del esfuerzo físico que requería. Consistía en cargar galones de agua dulce desde el nacimiento del arroyo que irrigaba la isla, en la cima de una de las altas colinas, todo el camino de regreso hasta la huerta. No obstante, Kuvira no se quejó ni expresó descontento alguno. Cargar con cuatro galones de agua colina abajo y luego volverla a subir sin peso, una y otra vez, hasta llenar el pozo sería un trabajo arduo; pero Kuvira lo veía como una oportunidad de recuperar su fortaleza física.
Había perdido demasiada masa muscular en prisión, el ejercicio no le caería nada mal.
Y puso manos a la obra. Los primeros cuatro viajes los hizo sin dificultades. A las ocho vueltas completadas, ya había comenzado a sudar. Y para cuando hubo ido y venido unas diez veces; sus brazos y rodillas empezaron a temblar por la exigencia del esfuerzo. Kuvira se encontró haciendo paradas cortas a mitad del camino para recuperar el aliento, y conforme el sol fue moviéndose por el cielo, su necesidad de descansos se volvió más y más frecuente.
¡Era ridículo! Antes gozaba de una resistencia física extraordinaria, y ahora estaba a punto de caer rendida sin siquiera haber llenado la mitad del pozo. Profirió blasfemias y maldiciones mentales durante todo el trayecto, a fin de mantenerse motivada.
Para el mediodía, regresó con una última tanda de agua sobre los hombros, la vertió dentro del pozo, y se deslizó agotada hasta quedar sentada en la tierra.
Kuvira apoyó la espalda en la antigua estructura de piedra que formaba el pozo, inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Respiraba con dificultad, casi parecía que jadeaba como un perro exhausto. Empapada de sudor, con los mechones de cabello que se habían soltado de su trenza y yacían desparramados sobre su frente, no esperaba que nadie se le acercara.
Aunque Ikki la trataba con amabilidad, nadie más parecía querer tener algo que ver con ella. Cuando la gente se topaba de frente con Kuvira en los senderos, no se molestaban en dirigirle tan siquiera una mirada. Nadie se atrevía a verla a los ojos. Los que la veían venir a lo lejos preferían cambiar de rumbo para evitarla. Mientras que muchos otros, le pasaban de largo, como si no existiera.
Y estaba bien. Kuvira había entendido el mensaje a la perfección: no era deseada allí. Por suerte para ella, hace tiempo que se había acostumbrado a la indiferencia y al rechazo de las otras personas.
Pero se había equivocado. Hubo alguien más que se interesó por ella. Alguien incapaz de temerle o guardarle rencor. Alguien que nunca llegó a conocer al monstruo que ella fue… O simplemente, no lo recordaba.
—Deberías comer algo —le dijo una vocecita infantil.
Kuvira apenas abrió los ojos, casi sin dejar ver el verde oscuro de sus iris. De haber tenido suficiente energía para moverse, habría dado un respingo. El pequeño Rohan se había sentado justo a su lado, imitando su postura exacta. Y la observaba atento, con la misma intensidad y seriedad de antes.
Sin responderle, Kuvira hurgó en el bolso de cuero que cargaba en su cintura y sacó el pastel que Ikki le había obsequiado esa mañana. Nunca había estado tan agradecida de tener semejante bomba de azúcar a su disposición. Miró a Rohan de soslayo y se lo mostró.
—¿Quieres un trozo, niño?
—¡Sí!
Ikki llegó deslizándose por las corrientes de aire una hora después. Aterrizó, y mientras se ocupaba de replegar las alas de su traje, descubrió una escena por completo inesperada.
Rohan, con la cara manchada de pastel, dormía plácidamente, acurrucado en el hombro de una persona que parecía no haberse percatado de él en lo absoluto. De brazos cruzados y con la cabeza baja, así encontró a la fatigada Kuvira, que con seguridad había caído inconsciente sin darse cuenta.
Ikki no hubiera querido despertarlos jamás, pero no tenía otra opción.
Era hora de almorzar.
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El comedor común del templo resultó ser un espacio ruidoso y alegre. Maestros aire, acólitos y uno que otro turista, se sentaban alrededor de las mesas bajas que estaban distribuidas a lo ancho del gran salón, ocupando delicados cojines como asiento en el piso. Comían todos juntos; aprendices, niños y adultos, mezclados sin rango que los diferenciara.
A cada rato, una persona distinta a la anterior salía de la cocina cargando con más cuencos repletos de arroz y platillos vegetarianos, los servían entre los comensales, y cada que alguien terminaba su almuerzo, se levantaba de la mesa y llevaba sus platos sucios en forma ordenada devuelta a la cocina. Ikki mencionó que cada uno era responsable de lavar su propia vajilla y guardarla en la despensa.
Kuvira no tenía problema con esto, no en lo absoluto. Lo único que se le volvió realmente difícil fue pasar del umbral de las puertas corredizas, ahí donde estaba parada, casi paralizada. El mismo sentimiento abrumador que la poseyó cuando primero llegó a la isla y fue presentada ante el maestro Tenzin y su familia, se apoderó de ella.
Es que no había forma de sentirse bienvenida ahí.
Nada más dar un paso al frente, todo el bullicio alegre del comedor se silenció. Como congelados en el tiempo, cada miembro del salón paró de comer para concentrarse en ella. Y volvían las miradas de espanto, las desconfiadas y las de enfado. Si por lo menos tuvieran el valor de verla a los ojos… Pero no. Eran miradas frías, impersonales… Aquel silencio insoportable, largo y denso. La tensión que se respiraba en el aire, asfixiante.
Kuvira se retrajo, consciente de que su presencia no hacía sino arruinar el ambiente. No quería estar ahí de todos modos. Al menos, eso era lo que ella misma se decía. Mientras menos incómoda se sintiera, mejor. Así que dio media vuelta y, sin pronunciar palabra alguna, se retiró.
Y al alejarse, pudo oír a la perfección cómo poco a poco regresaba el rumor de voces que inundaba el salón. Ya no era la misma algarabía alegre. Eran murmullos, un chismorreo intenso y con toda seguridad, la totalidad de comentarios que se enunciaban a sus espaldas, giraban en torno a ella.
Kuvira procuró ignorarles, dejar de darle vueltas al asunto. Siempre supo que estaría mejor sola.
—¡Señorita Kuvira! —se escuchó la voz agitada de Ikki, que corría tras ella—. ¿Por qué te vas?
—Perdí el apetito.
—¿Cómo puede ser? Vamos, ¡ambas sabemos que estás muerta de hambre!
Intentó halar a Kuvira del brazo, pero la maestra metal escapó de su agarre con brusquedad. Faltó poco para que tirara a Ikki al suelo, y la niña se la quedó viendo con una expresión inaguantablemente herida. Kuvira no hizo nada para suavizar sus propios gestos, sino que se adentró más y más en sí misma, de nuevo un ser por completo indiferente.
—¡Déjame en paz! ¡No quiero formar parte de un sitio al que no pertenezco!
Kuvira le dio la espalda y continuó alejándose, ansiando poder perderse en el bosque y desaparecer, aunque fuera por unas horas.
Atrás quedó el silencio, que fue roto por el sonido de otros pasos que se aproximaban a Ikki. Kuvira hubiera querido ignorarles, sin embargo, la voz que se alzó en la distancia la hizo detenerse en seco. Y ya no pudo evitar quedarse, espiando la conversación que nacía entre Ikki y esa nueva persona.
—Ella tiene razón, ¿sabes? No pertenece aquí, ni a ninguna parte. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Solamente sigue dañando a quienes la rodean. Desde el inicio ha sido así. Debe haber algún motivo por el que incluso sus propios padres prefirieron abandonarla antes que lidiar con ella. Tal vez esta vida no es para todos. Kuvira es una triste excusa de ser humano…
Ikki se volteó indignada, apretando los puños.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Opal no seas cruel!
La muchacha de piel morena y ojos verde oliva sacudió la cabeza y se cruzó de brazos. Su rostro era suave y sereno, como el sonido de su voz, pero la rabia y el resentimiento estaban claramente marcados en sus palabras. Colocó una mano comprensiva en el hombro de Ikki y suspiró.
—Solamente estoy siendo realista. Lo lamento, pero una persona así jamás encontrará un lugar al cual pertenecer. Entiendo que quieras ayudarla, pero es un caso perdido. Kuvira se lo buscó. Ambiciosa, despiadada, atroz e inhumana… Ese tipo de personas nunca cambian, Ikki. Créeme, la conozco desde hace mucho más que tú.
—¡Yo quisiera saber a qué le tienen tanto miedo! —rebatió la niña—. Está debilitada, triste y arrepentida… ¡Ni siquiera tiene sus poderes de control! Ya no es más una amenaza. Digo, es la primera vez que uno de los malos intenta corregir su camino, ¡y es como si a nadie más le interesara ayudarla! ¡Deberíamos alegrarnos de que esté con nosotros, intentándolo! ¡Además, Korra…!
Opal rodó los ojos, bufando el nombre del Avatar.
—¿Korra? ¡Korra siempre ha estado de su lado! ¿Recuerdas la noche en Zaofu cuando tomó a mi madre y a mis hermanos como rehenes? ¿Recuerdas lo que dijo Korra? "¡Kuvira sólo está defendiéndose!" ¡Pues que se defienda ahora! —Opal intentó ahogar su frustración, relajándose un poco—. Escucha Ikki, comprendo que le tienes lástima a Kuvira, tal y como Korra se la tiene… Sé que es triste, pero no puedes esperar a que los demás o yo, sintamos pena por ella también. Kuvira hirió profundamente a mi familia, ¡intentó separarnos! ¡Intentó matarnos! No puedo dejar de verla como lo que fue: un monstruo.
Ikki se mostró compungida, sin saber hacia dónde mirar o qué decir exactamente. No sabía cómo confrontar a Opal. Quería defender a Kuvira, pero en realidad, no existían argumentos para hacerlo. Muy adentro sabía que Opal tenía razón, y que su rencor hacia Kuvira estaba justificado.
—Yo sólo quería ayudarla… —suspiró entristecida.
Opal sonrió y la abrazó cariñosa, instándola a caminar de regreso al comedor.
—Tú eres una chica maravillosa, Ikki —le dijo—. Pero no deberías hacerte cargo de esto. Kuvira es el caso de caridad de Korra, no el tuyo. Ven, vamos a comer. Se hace tarde…
Kuvira las vio desaparecer en la distancia. Tomó aire, respiró profundo, y se marchó también.
Así que, ¿los pocos que no la aborrecían solamente le tenían lástima? Debió haberlo sabido. Todo era demasiado bueno para ser verdad. Opal Beifong estaba en lo cierto; el suyo era un caso perdido. Qué tonta fue al creer que podría volver a hallar la felicidad propia. Tan sólo era el acto de caridad del Avatar. Korra estaba confundiendo sus sentimientos y ella también.
Kuvira siempre supo que no se merecía ser feliz.
Mucho menos amada.
¿Tienes miedo, Kuvira?
Tengo miedo, Korra.
»Continuará…
