Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Stolen Touches" de la Saga "Perfectly Imperfect" de Neva Altaj, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.
Capítulo 2
Edward
Me tumbo en la cama, enciendo el portátil y hago clic en el canal de vigilancia del apartamento de la chica Swan, como he hecho todas las noches de la última semana. La primera noche que lo hice, me dije a mí mismo que era solo un interés benigno, convencido que era solo una fijación pasajera. Echaría un vistazo rápido, apagaría la grabación y me iría a dormir. Acabé viendo toda la grabación. Y he hecho lo mismo todas las malditas noches desde entonces. La necesidad de verla es demasiado fuerte para ignorarla.
Retrocedo la grabación hasta esta mañana, cuando ella habría vuelto de su turno de noche, pulso enter y reproduzco el vídeo.
El lugar es una maldita caja de zapatos, y dos cámaras bastan para cubrir cada centímetro. Veo a Isabella entrar, casi tropezar con el gato dormido en medio de la entrada y desaparecer en el cuarto de baño. Diez minutos después, sale con una camiseta demasiado grande, se arrastra hasta la cama y se mete debajo de la manta. La estrecha en un abrazo reconfortante. Ni un minuto después, el idiota de su gato salta a la cama. Es gris cenagoso, flaco y parece que le falta parte de la cola. ¿Lo habrá recogido de algún contenedor? El gato merodea hacia los pies de la cama, luego da golpecitos y araña los pies de Isabella, que asoman por debajo de las sábanas.
No hay sonido, así que cuando Isabella se incorpora en la cama, solo puedo ver cómo mueve los labios. Por la expresión de su rostro, parece estar gritando. El gato se escabulle bajo la cama. Isabella vuelve a tumbarse, pero en el instante en que tira de la manta, el gato regresa. Se acerca a la cabeza de Isabella, extiende la pata delantera y le golpea la nariz. Ella no reacciona, aunque el gato la toca varias veces más. La maldita cosa es persistente. Isabella alarga la mano para agarrar al gato por el centro, lo abraza contra su costado y entierra la cara en la almohada.
Amplío el vídeo y veo su figura dormida, iluminada por la luz del sol de mediodía entrando por la ventana. El gato se ha dado la vuelta en algún momento y tiene la cabeza apretada contra el cuello de Isabella.
¿Por qué demonios vive en esa pocilga? Hice que Enzo comprobara sus cuentas. Su hermano ingresa una gran cantidad de dinero cada mes, pero ella no retira nada. Solo utiliza su segunda cuenta, en la que recibe su exiguo sueldo mensual. Me pregunto si Swan sabe que está en Nueva York. Probablemente no. Debería haber llamado a Rossi tan pronto como descubrí quién era. En vez de eso, seguí espiándola, noche tras noche, y se convirtió en un impulso. Es ridículo. Pero no puedo dejarlo.
Intento ignorar el dolor fantasma del pie izquierdo y salto la grabación hasta las siete de la tarde, cuando Isabella se sobresalta y se sienta en la cama. Se queda un segundo mirando la puerta principal, se envuelve en la manta mientras se levanta de la cama y se dirige hacia la entrada. Está a mitad de camino cuando ese estúpido gato corre hacia ella, agarra la esquina de la manta que arrastra por el suelo y se le mete entre las piernas. Isabella tropieza. El gato salta sobre la cómoda y empuja una cesta decorativa al suelo, junto con una pila de papeles y otros objetos. Isabella observa el desorden a sus pies, sacude la cabeza y se dirige hacia la puerta.
Aparece un repartidor con un enorme ramo de rosas rojas en los brazos. Intercambian unas palabras, se marcha con las flores e Isabella se dirige a la cocina con una nota en la mano. Se detiene junto a la papelera, la lee y frunce el ceño. Pone los ojos en blanco y tira la nota a la basura.
Cojo el móvil de la mesilla, envío un mensaje a Enzo para que averigüe quién ha enviado las malditas flores y vuelvo a mirar.
Sigo a Isabella mientras revuelve unos huevos en el horno, tamborileando con los dedos sobre el portátil todo el tiempo. ¿Habrá rechazado las flores porque no le gustan las rosas? La idea que otro hombre le enviara flores me quema en la boca del estómago. Quizá fuera el color. Vuelvo a coger el teléfono y llamo a mi secretaria. Cuando contesta, le digo lo que necesito. Hay unos instantes de silencio absoluto antes que ella murmure rápidamente que hará que el florista me llame enseguida. Mi teléfono suena cinco minutos después.
—Señor Cullen. Soy Diana, de la floristería. Dígame lo que necesita y me encargaré de todo —me dice.
—Necesito que me envíen flores mañana por la mañana.
—Por supuesto. ¿Quiere algo en concreto? Tenemos increíbles rosas rojas de Holanda y...
—Me llevaré todo lo que tengan, excepto rosas rojas.
—¿Oh? ¿Todas nuestras rosas excepto las rojas? Absolutamente. Donde...
—He dicho todo, Diana —digo—. Anota la dirección. Necesito que las entreguen a las seis de la mañana.
Cuando acabo la llamada con la floristería, coloco el teléfono sobre el teclado que tengo delante y lo miro fijamente. Nunca he comprado flores para nadie. Entonces, ¿de dónde coño ha salido esta necesidad insana de hacerlo ahora?
Bella
—Mierda —murmuro, tanteando la cerradura de seguridad.
Me he olvidado de poner el despertador y casi me quedo dormida. Finalmente, el pomo gira y abro la puerta, con la intención de correr por el pasillo, pero me detengo en el umbral. No habrá ninguna carrera por el pasillo, eso seguro. Tendré suerte si consigo llegar a la escalera, porque parece que algún repartidor la ha cagado. A lo grande.
A ambos lados de todo el pasillo -de unos treinta metros de largo- hay enormes cuencos y jarrones rebosantes de flores. Cada arreglo consiste en un tipo diferente de flor: rosas blancas, rosas amarillas, rosas melocotón, margaritas, lirios, tulipanes y un montón de otras que no reconozco. Cada ramo tiene un gran lazo de satén atado alrededor del jarrón de un color que hace juego con las flores.
—Jesús —murmuro, mirando el mar de flores, preguntándome cómo voy a llegar a la escalera sin derribar ninguna.
—¡Bella! —grita una voz femenina y áspera.
Giro la cabeza y veo a mi casera en lo alto de la escalera, con las manos en la cadera.
—Necesito que saques esto del pasillo. La gente tiene que ir a trabajar —continúa.
—No son mías —le digo, echando un vistazo a la explosión de colores.
—La nota dice que sí.
Vuelvo la cabeza hacia la derecha.
—¿La nota?
Ella levanta una mano que sostiene un sobre rosa. —Los repartidores me dijeron que te diera esto. —Debe de ser un error.
—Lleva tu nombre.
Salgo al pasillo, haciendo lo posible por no golpear nada, y me dirijo hacia ella. Tengo que caminar en zigzag alrededor de lo que deben ser al menos un centenar de jarrones.
—Déjeme ver —digo y me inclino sobre un gran arreglo de rosas blancas para coger el sobre. Tiene razón. Lleva mi nombre. Miro por encima del hombro, boquiabierta ante todas las flores, y luego saco la nota del sobre.
Elige las que te gusten. Regala las que no.
Parpadeo. Vuelvo a leerla. Le doy la vuelta. No hay firma. ¿Quién coño compra flores por valor de miles de dólares y le dice al destinatario que regale las que no le gustan? ¿Fue Mike? No lo creo. Además, la nota no tiene ninguna frase cursi, y él siempre escribe una. Vuelvo a mirar por el pasillo y hago un cálculo rápido. Cada uno de esos jarrones debe haber costado cien dólares. Probablemente más. Así que el total sería... Vuelvo la cabeza hacia la casera, con los ojos muy abiertos. Santa mierda.
—Necesito esos fuera del pasillo —refunfuña y se da la vuelta para marcharse—. Tienes treinta minutos.
¿Qué demonios voy a hacer con todo esto? ¿Y quién es el maníaco que ha comprado lo que parece una floristería entera? Esto es un nivel especial de locura.
Saco mi teléfono y llamo a Lauren, mi amiga del trabajo.
—¿Puedes conseguirme el número de teléfono de uno de los chicos que trabajan en el servicio de lavandería del hospital? —le pregunto.
—¿Servicio de lavandería?
—Sí. Necesito un favor. Y una camioneta —digo, mirando las flores—. Una grande.
