PRIMERA PARTE
¿Por qué huir si nadie puede escapar de ti?
¿Por qué esconderme cuando me has encontrado cientos de veces?
Pensé que podría perderte en una multitud de gente,
pero me encuentras incluso en multitudes de secretos,
incluso detrás de mis propias máscaras.
Mevlânâ Yalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī, ME HAS ENCONTRADO
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente.
Pérez-Reverte, EL CAPITÁN ALATRISTE
1
A su juicio, lo peor eran los pájaros. No el tedio de los días amarrado al mástil durante una semana, sino las cagarrutas de los charranes. Chico de ciudad, habría dicho Hannes, y él le habría dado la razón por una vez.
—El regidor de mi pueblo pagó a uno de los vuestros con un mocoso. —El marinero, exhausto, se pimpló una jarra de cerveza—. He oído que la mayoría mueren, pero los que sobreviven se convierten en tipos como tú. ¿Es cierto que las extremidades os vuelven a crecer, como a los lagartos?
—También mudamos la piel y peleamos dando coces. ¿Te hago una demostración?
Al marinero le resultó tronchante. Aquellos hombres no tenían intención de liberarlo, aunque lo mantenían alimentado por orden directa del capitán. De no haberse enzarzado en una pelea con ellos en el puerto, posiblemente no estaría prisionero. No siempre se contaba con un brujo a bordo y las preguntas eran constantes y pintorescas, sobre todo por las noches. Querían escuchar sus andanzas con monstruos. Llevaba ya unos noventa años en el negocio, pese a no aparentar más de treinta primaveras, y un cazador con tanta experiencia a las espaldas podía aburrir con historias hasta el día del Juicio.
—Oye, brujo, ¿sabes qué quiere hacer contigo el capitán Weilmann? —le preguntó el marinero, todavía con una ebria sonrisa en la cara picada y sudorosa—. No atamos a nadie al mástil sin un buen motivo. Apostaría todas las monedas de mi bolsa a que te venderá a los isleños. Tú solito te has condenado al buscar camorra con nosotros.
—Ibais a rebanarle el pescuezo a un amigo.
—¿Kirstein, ese fortuna? Bien merecido lo tiene. Paciencia, brujo, que si nosotros no lo hemos mandao al sueño del que uno no se despierta, otro lo hará.
—Tienes razón, pero sigue siendo mi amigo.
—Pensaba que los brujos solo os movíais por dinero, que erais mutantes sin emociones. Dirán lo que quieran, pero a mí no me desagradas. ¡Venga, bebe! Hay tantas canciones sobre vosotros… ¿Es verdad lo que cuentan, que el brujo Drystan mató a un dragón enorme para rescatar a una princesa?
—Era en realidad un colihendido, es más pequeño que un dragón. Y tampoco había princesa, solo una campesina asustada.
—¿Entonces has visto dragones, brujo?
—No.
—Ya veo, ya veo. Tienes una vida bastante entretenida, mucho más interesante que pescar salmones. Es una pena que vayan a venderte a cualquier chusma. Las canciones son buenas, sí, pero a fe mía que están llenas de embustes y estupideces, ¿verdad?
—¿Te parece que tenga tiempo para el mester de juglaría?
—Bueno, maestro, no seas así, ¿eh? Sé amable. Ten, bebe un poco más. Está bueno, ¿eh? Ya somos amigos tú y yo. Los elfos hacen la mejor cerveza. Dime, y ¿lo del brujo y la lamia?
—¿La lamia?
—Ni siquiera has escuchado esa trova, qué barbaridad. Vosotros criais fama y os echáis a dormir. Es la favorita de mi hija, «Canción del brujo y la náyade». Podría recitarla a la perfección. Ya sabes cómo son las mujeres cuando se trata de historias de este tipo… Y bien, ¿es mentira aquello del brujo que renunció al oficio para quedarse con la lamia?
—Es posible que la literatura haya omitido algunas partes. Concretamente, la parte en que la lamia descuartiza al brujo. De eso sé yo mucho. Supongo que los cuentos ya no son lo que eran, no asustan como deberían.
—¡Qué vida! Con gusto aceptaba el coño de una lamia. Porque tienen coño, ¿no? Hembra es hembra. Quién pudiera ser raptado por una náyade, o por una súcubo. Mejor por una súcubo. He oído unas historias, amigo mutante, unas historias que, en fin, me hacen envidiar la suerte de algunos. Aquí llevamos meses sin ver a nuestras mujeres, así que hemos de conformarnos con las muchachas de los burdeles. Tengo un picor desde que salimos del puerto…
—¿Un picor? Ah, entonces no hay nada que hacer. La polla se te caerá a trozos antes de que atraquemos.
El marinero se puso pálido y desapareció.
Así caía el agua de la clepsidra, con un sol de justicia sobre su cabeza, los hombros quemados y una decena de hombres trajinando a su alrededor. Eren Jaeger se parecía poco a los brujos de las poesías.
Estiró las piernas, agachó la cabeza y dormitó. Horas después, una tormenta sacudía el barco. Los marineros iban y venían. El oleaje se tragaba los gritos. Eren intentó zafarse, no había cesado en ello desde que lo amarraron, pero no podía conjurar señales con las manos atadas. Las velas, alcanzadas por un rayo, ardían. Uno de los marineros, uno joven, se acercó y cortó las sogas a machetazos.
—¡Ayúdanos, brujo!
Nada podía hacer contra el mayor de los monstruos, la naturaleza.
De nuevo, esos golpecitos en su cara. Arrugó el gesto y empezó a toser. Tenía arena en los ojos. Se tumbó boca arriba. Ya no había tormenta, sino una playa en calma. Primero pensó que había muerto. Se acercó a la orilla y se enjugó la cara. El cabello marrón le caía por los hombros y la barba le picaba. Se sentó con las piernas cruzadas, como si se dispusiera a meditar. Zarrapastroso, harapiento, con las botas llenas de agua, sin espadas ni montura. Ni un duro en los bolsillos. Su orgullo estaba herido. ¿Cómo se había dejado atrapar por esos estúpidos? Por la espalda, por supuesto, manera cobarde y eficaz.
Se giró antes de que el palo le alcanzase, lo asió y lo arrojó lejos. El muchacho cayó de culo y retrocedió. A juzgar por la caña y el cubo, era pescador. No tenía más de nueve años. Los sensibles oídos de Eren percibieron el latido de su corazón.
—No me hagáis daño —suplicó anteponiendo las manos—. Os juro que no iba a golpearos.
Eren miró de un lado a otro. Había restos del barco dispersos por toda la playa, pero ningún otro superviviente. Imaginó que sus cosas estaban en el fondo del mar. Suspiró con desánimo.
—¿Estamos en Erdia?
—No, señor. En Liverio, en la costa de Marley. Si queréis, sois recibido en mi casa. La tormenta de anoche os hizo naufragar, ¿verdad? Fue terrible. Podríais comer, tomar un baño y recomponeros.
—Me gustaría quitarme esta mugre. ¿Quién eres?
—Falco Grice.
—¿Has visto a alguien más por aquí?
—No. Es difícil que una tripulación sobreviva a una tormenta así, de modo que vuestros compañeros…
—¿Compañeros? De marinero tengo poco. Digamos que viajaba como polizón. Soy brujo. Me llaman Eren.
—¿Brujo? —El joven Falco tragó saliva y sus ojos azules brillaron con sorpresa—. ¿Había un monstruo a bordo?
—No exactamente.
—Si sois un brujo, quizá os interese hablar con el regidor. Puede que os contrate para acabar con los sumergidos.
—¿Las playas están infectadas de sumergidos y vienes a pescar?
Falco se encogió de hombros. Era su oficio. ¿De qué viviría si no? Si no pescase, pasaría hambre. El muchacho lo guio hasta su chamizo y le ofreció pan y queso. Eren tenía más hambre que un vampiro en ayunas. Bebió un poco de leche rancia de un odre. Tras eso, se dio un baño en un barril y Falco le prestó un poco de ropa. No se sentía cómodo sin un peto, pero aquello era mejor que nada. Sus pertrechos eran ya patrimonio de las sirenas. Hannes solía decir que un brujo sin plata ni acero solo podía rezar. Su magia era débil. Las señales eran simples trucos que nada podían hacer contra un grifo o un demonio.
—¿Estas ropas son de tu padre? —Las calzas eran algo cortas y estaban llena de remiendos.
—Eran de mi hermano, pero ya no son de nadie. Murió en batallas hace un par de inviernos. Solo estoy yo.
La orfandad era la peor de las plagas traídas por la guerra. Antes de adquirir su pasaje forzoso para el barco del capitán Weilmann, había vagado por las tierras recién arrasadas, que son fuente de inagotables ganancias: desaparecidos, bandoleros y necrófagos por doquier. Los regidores de las aldeas ofrecían niños a cambio de sus servicios. «Es mejor que vaya contigo, maese brujo —decían—. Aquí morirá de hambre. Si le enseñas el oficio de los tuyos, quizá…». No, no podía ser, ningún niño había hollado el suelo de Utgard en décadas. Shadis, Magath, Connie, Hannes y él mismo eran los últimos.
—Señor brujo.
—Llámame Eren.
El chico titubeaba.
—¿Podríais llevarme con vos?
—¿Quieres ser un brujo?
—No, no quiero, pero lo prefiero a esta vida miserable.
—¿Qué sabes de la Senda? La Senda es ir de miseria en miseria. No sabría yo decirte si cambiar el barquichuelo y la caña por una espada de plata asegura una vida mejor. ¿Y sabes cómo se hace un brujo?
Falco no contestó, no inmediatamente. Habría escuchado las historias, como todo el mundo, y las historias eran ciertas.
—Las mutaciones —dijo a media voz.
—Sí.
—Pues no me someteré a las mutaciones, pero os suplico que me llevéis.
—Un brujo sin mutaciones es como un pescador sin caña. Ver, escuchar, oler, tocar, saborear. Un hombre corriente no necesita más de cinco sentidos, pero un cazador de monstruos no puede enfrentarse a una lamia solo con eso.
—¿Qué es una lamia?
—Un vampiro. El grito de una lamia es capaz de destrozar a un hombre.
—El pescador sin caña muere de hambre. —Falco se sentó en el entablado, o quizá se dejó caer. Un grueso mecate se ceñía a su cintura. La túnica era más grande que él, debía pertenecer al padre o al hermano. Solo era un muchachillo rubio, imberbe, con más hambre que cuerpo y la cara llena de suciedad y heridas. La manera de sostenerle la mirada, sin embargo, la habrían deseado hombres que lo doblaban en tamaño—. El pescador muere incluso teniendo su caña. Cuando no la tiene, puede buscar otra forma.
—¿Sabes pelear? ¿Has sostenido una espada?
—No, señor, pero la próxima leva será pronto y puede que forme parte de las mesnadas porque los hombres sanos escasean.
—¿Qué edad tienes?
—Ocho, casi nueve.
—Acabarás como tu hermano. He visto ballestas más grandes que tú.
—Por eso os pido que me llevéis. ¡Seré vuestro escudero!
—¿Por qué querría un escudero? No soy un caballero andante.
—Os limpiaré las botas, lavaré vuestra ropa, afilaré vuestras espadas, atenderé a vuestro caballo y cocinaré para vos. No quiero acabar como mi hermano. De él no quedó nada, señor brujo. No quiero ir a la guerra. No tengo nada contra Erdia. Yo soy erdiano, toda mi familia lo era.
La región donde se situaba Liverio era dominio erdiano antes de que un inepto rey Fritz, el que perdió la última guerra, la entregase a Marley. La estrella de nueve puntas seguía pendiendo de las paredes de muchas grandes casas y ahí mismo, en aquel pueblucho costero, los partidarios del antiguo conde dieron matarile a los emisarios de Marley. Falco hablaba de aquel asunto como lo había oído de sus temerosos padres, en voz baja y mirando de un lado a otro, como buscando los ojos acusadores del Imperio, como si las olas no se hubiesen llevado aún las cabezas clavadas en picas en la playa.
Eren escuchaba con atención.
—Si voy a la guerra, no volveré —decía Falco—. ¡Tengo tanto miedo!
—El mismo miedo pasarías en esta vida que yo llevo y de peores formas morirías. —El brujo se recogió el pelo húmedo en una coleta—. Te convertirías en la comida de alguna abominación. Mirándote bien, se tendría que conformar con lamer los huesecillos.
Gajes del oficio, pensó para sus adentros. Su oscura risita hizo callar al chico.
—Dices que hay problemas con los sumergidos. ¿Dónde queda la casa del regidor?
—Solo se le puede encontrar en la posada y no siempre es posible hablar con él.
—¿Por qué?
—Suele estar beodo.
—Me invitará a una jarra.
—Protestará por el pago.
—Sé que el pueblo no tiene dinero. —Eren hablaba con franqueza—. Me basta con una espada del arsenal, que es mi herramienta de trabajo. Aunque a los monstruos se les mata con plata, un acero bien afilado es suficiente para un puñado de sumergidos. También necesito una montura.
—¿Adónde iréis?
—Al norte, a Erdia.
—Entonces tendréis que cruzar el frente.
—En los frentes siempre hay trabajo, pero no me detendré.
Con las primeras heladas del invierno y los bolsillos vacíos, la idea de volver a casa se tornó apetecible. La mole gris y agujereada que era Utgard se alzaba en el solitario valle donde nacía el río Sina. Allí no llegaba nadie, tampoco la guerra. Los caminos escapaban de los mapas, pero no de las nieves, y el gran lago entre bosques de abedules criaba una fina capa de hielo. Shadis y Magath se obstinaban en cuidar el viejo reducto de los lobos, aunque pocos quedasen.
El chico lo llevó a la posada, que era en realidad cuatro paredes de adobe bajo un cono de paja chamuscado. La dueña, una vieja llena de verrugas, los recibió con la mueca reservada a los perros sarnosos. Todos los presentes, que por las vendas, las extremidades faltantes y los ojos llenos de la misma sustancia debían ser soldados, siguieron recelosos los pasos del brujo hasta la mesa del anciano regidor, con medio cuerpo desplomado sobre un charco de ratafía.
—¿Quién va? —preguntó con el humor turbado, pues el puñetazo de Eren sobre la madera lo había arrancado violentamente del sueño.
—El brujo que se ocupará de los sumergidos que azotan vuestras costas.
—Esto es Marley, maese. Aquí no se permiten los servicios de los vuestros.
—En guerra, regidor, todo está permitido.
Escuchaba los bisbiseos de los hombres con toda claridad. Uno de ellos dijo: «Hijo de rebeldes, hermano de desertor y ahora amigo de mutantes». El regidor se escurrió la frondosa barba como un trapo.
—Bien dicen que los brujos tienen respuesta para todo. No veo vuestro medallón por ninguna parte. ¿De qué escuela procedéis?
—De la Escuela del Lobo.
—Esa me place. Ya he tratado con tus hermanos antes, maestro, cuando la estrella de nueve puntas nos amparaba, pero eran más robustos que vos. Con honestidad, hermano lobo: las prohibiciones del emperador denotan las diferencias entre un hombre que no sale de su palacio y la mayoría de los hombres. Vivir a cuerpo de rey, en fin, significa no entender las necesidades destos últimos. ¿Qué pediréis?
Se armó un tumulto. Algunos hombres de esos últimos rodearon la mesa.
—¡Contratar a un mutante es un delito que se paga con la horca! —exclamó una voz—. ¡Regidor, perro erdiano, harás que nos maten a todos!
—¿Prefieres que las bestias devoren a nuestros pescadores? —contestó otra.
El regidor hacía caso omiso.
—¿Y bien, lobo? Gratis no es nada y menos en los tiempos que corren.
—Un buen acero y un caballo recio. —Eren señaló a Falco sin mirarlo—. También me llevaré al mozo conmigo.
—¡Al mozo Grice! ¿Le enseñaréis el oficio? Tened cuidado con él, los de su familia no son gente de fiar.
—Será un espléndido aprendiz, pues.
El trato no pudo cerrarse con un brindis. Un hombre desaliñado prorrumpió en gritos y, subido a una mesa, aseguró que el brujo era el causante de todas sus desdichas. Los ojos hundidos sobre sendas bolsas negras se clavaron en Eren.
—Tú, mutante, invocaste la tormenta que se tragó mi nave. —Kitz Weilmann estaba acostumbrado a las arengas para idiotas—. ¡Escuchad todos, hombres de Liverio! Este canalla empleó una magia vil, él es el responsable de la tormenta. Algunos de mis marineros yacen sin sepultura en la playa. Fue él quien invocó la monstruosa ola que devoró mi barco. ¡Tontos! ¡Solo los tontos confiarían en un mutante para acabar con los monstruos! Este es amigo de ellos. Los brujos hablan el idioma de los monstruos, son sus mejores socios; están confabulados para acabar con nosotros, los hombres buenos, y hacer que nuestras mujeres paran aberraciones.
—Por la calva del emperador, no gritéis más —se quejó el regidor—. ¿Conocéis a este hombre, brujo?
—Naufragamos.
—Entonces es verdad que ibais en su barco. ¿Por qué?
—Por canalla, por tahúr —terció Kitz—. ¡Por ladrón!
—Pero haya paz, mis señores, que dando baladros no hay quien se entienda. ¿Robasteis al capitán, maese?
—Jugamos a las cartas y acusó a un compadre mío de tramposo. Me vi en la obligación de defenderlo.
—¡Defenderlo! Su compadre ha pospuesto durante mucho tiempo la cita con la horca, pues no es otro que Jean Kirstein, uno de los líderes de la Compañía Libre de Trost.
—Mercenarios del rey erdiano —murmuraban los soldados—. La Compañía trostiana arrasó tres de nuestras huestes hace un año…
—Las ratas se atraen —decía Kitz—. ¿Creéis que el amigo de vuestro enemigo os ayudará, hombres de Liverio? ¿Creéis que un mutante lo hará? Conocéis el daño que hace la magia. ¿Es que no os han herido lo suficiente los magos del rey Fritz? Este canalla debería estar en las mazmorras del conde o ardiendo en una pira.
—¡Basta, basta! —pedía el regidor—. ¡Tarugos!
Weilmann desenvainó el alfanje y Eren lo mandó a volar sin tocarlo, solo con una sencilla señal de su mano, y quiso la fortuna —o la falta de ella— que el capitán aterrizase de cabeza dentro del hogar. Lo sacaron aprisa y hubo que correr a por agua para apagarle los pelos.
La vieja posadera gritó y los soldados levantaron las alabardas hacia el brujo.
2
Los documentos, que son escasos y acumulan polvo en bibliotecas de imposible acceso o en colecciones de presuntuosos diletantes, a menudo han constituido un obstáculo difícil de sortear en esta investigación. Los estudios sobre brujos obligan a bucear en cuentos, leyendas populares, baladas, refraneros, biografías y, por supuesto, en la copiosa documentación de cancillerías, escribanos, regidores y corregidores de todas partes. Estos individuos, errantes cazadores de monstruos, no encontraban tiempo para escribir sus memorias entre contrato y contrato, y es poco probable que sintieran la apetencia de hacerlo. Los brujos, minoría cuasi extinta desde el siglo XVII, nunca asimilada y de recuerdo dispar —para algunos, terribles productos de la magia; para otros, individuos más o menos simpaticones que derrochaban su bolsa en tabernas, comilonas y burdeles—, representan una dificultad inusitada para el historiador, de ahí que en los departamentos de las academias y las universidades destaque siempre la carencia de especialistas en la materia.
Recuerdo los primeros pasos que di en la cuestión y la extraordinaria complejidad para indagar en las matanzas del siglo XI perpetradas por turbas populares contra la Escuela del Lobo, que entonces tenía su cuartel en la fortaleza de Utgard, ya reducida a escombros. Fueron meses arduos bajo el pálido sol norteño. Si no estaba anotando el testimonio de un anciano, que revivía a duras penas lo que había escuchado de su padre, me encontraba discutiendo con bibliotecarios, archiveros, administradores o funcionarios acerca de este o aquel volumen, esta o aquella documentación. De las persecuciones pudo componerse, al cabo, una breve obra que es lectura fundamental para el estudiantado de historia. En la actualidad, los estudios sobre los gremios brujescos forman parte del itinerario de muchas universidades y han arrojado luz allí donde yacía la oscuridad del olvido y el prejuicio.
Fue en el norte donde me familiaricé con un nombre que, por supuesto, ya conocía. Cuando terminaba de poner mis notas en orden, pasaba inmediatamente a repasar los apuntes sobre este motivo. El recuerdo de los brujos venía acompañado de ceños fruncido e historietas sobre timos, escándalos, doncellas deshonradas y niños robados. Pese a esto, la mención de Eren Jaeger, cuyas aventuras fascinaban a los más jóvenes, resultaba habitualmente grata. En todos los rincones del norte se recordaba al susodicho brujo; en ocasiones, no como tal —muchos descubrieron su oficio gracias a nuestro encuentro—, sino como héroe, aventurero, justiciero o caballero andante. Nada más lejos de la realidad: Eren Jaeger fue brujo de la Escuela del Lobo durante el siglo XIV, y su desempeño en la caza del dragón negro —que tanto se recordaba— se justificaba no por su heroísmo, sino por su profesionalidad. Huelga decir que las líneas entre la fantasía y la realidad en lo relativo a este cazador de monstruos es muy fina y la tradición popular lo ha hecho protagonista de historias en las que nada tiene que ver, como aquella que lo sitúa ensartando con su espada a Karl III en una partida de caza. Esto está totalmente desmentido por, entre otros, el amigo y confidente más cercano del brujo, maese Armin Arlet, quien se vio involucrado con frecuencia en asuntos alejados de su vida de erudito. Dedicó capítulos enteros de su Larga centuria —completa a mediados del XV— al brujo, su pasado, sus contratos y su relación con un hijo que, asumimos, debió ser adoptivo: los brujos son estériles sin excepciones. Este dato desmonta las historietas que le atribuyen variopintas paternidades; en modo alguno es el padre de la hija que, como figura en todas las enciclopedias, la marquesa Historia Reiss concibió con su esposo Conrado, «de origen plebeyo y sin muchos misterios» (en A. Arlet, p. 378). Desde luego, toda información debe someterse a riguroso examen. Los datos de maese Arlet coinciden con los de Jean Kirstein, que fue condotiero, ducho espadachín y amigo del brujo, así como autor de un libro censurado hasta el extremo, La espada, la bolsa y los ratones, compendio de los episodios fundamentales de sus ochenta décadas en el mundo que tuvo a bien componer cuando, próximo ya al óbito, sintió un «arrebato de asaltar la posteridad» (en J. Kirstein, p. 89) y nulo deseo de omitir los placeres de tuvo a bien prodigarse. Existen otros tantos textos acerca del brujo, pero estos constituyen los testimonios más notables y sólidos del apodado Carnicero de Liverio.
Gerar Yadil, «Ambas espadas son para monstruos»: revisión de la figura del brujo.
3
Los brujos como él, los que llevaban bastante tiempo en el oficio, eran indiferentes a insultos y escupitajos mientras recibiesen el pago acordado. Entiéndase por pago, en ocasiones, un nene escuálido que los padres entregaban gustosamente. Era iniciado en el oficio —si sobrevivía— y salía al mundo a llenar la bolsa como su mentor le había enseñado, quizá con la esperanza de dejarlo tras ganar lo suficiente. Lo que muchos aprendices ignoraban —o decidían ignorar por creer que su destino diferiría del de sus predecesores— es que ningún brujo, por diestro que fuera en la esgrima, había tenido un retiro dorado. A lo sumo, había quienes colgaban las espadas cuando resultaban tullidos y, privados de las capacidades necesarias en el oficio, emprendían el penoso viaje de regreso a su escuela para vivir de la caridad de sus hermanos, es decir, en la miseria. Lo esperado era morir y podía hacerse del mil formas distintas: devorado por un urco, una estrige o una lavandeira, emboscado por una aldea poco dispuesta al pago, o a manos de otro brujo, pues no debe nunca esperarse solidaridad de la competencia. En fin, que el mundo es ancho y está lleno de posibilidades. Así pensó Eren al agachar la cabeza y ver las cuatro puntas de la horqueta atravesándole el estómago.
Conocidos predicadores, como el arcediano Müller, especialmente violento desde la última plaga, sostenían que los no humanos —con énfasis en los elfos— habían inficionado ríos, lagos, pozos y abrevaderos. Eren estaba en Shigansina cuando la turba campesina, que también atribuyó las malas cosechas a los no humanos, lo rodeó. Los brujos, decían los predicadores, son en realidad socios de los monstruos, ellos provocan sus ataques para beneficiarse. Acababa de limpiar las cloacas cuando lo ensartaron por la espalda. Luego lo patearon, le robaron todo, que no era mucho, y lo arrojaron a una fosa común junto a los elfos asesinados. Después, cuando la elfería de la ciudad estuvo lo suficientemente reducida, fueron a por los curanderos, los hechiceros, los magos y todos aquellos que se ganaban la vida con la magia.
El brujo tenía muchos y leales amigos. Entre ellos, Jean Kirstein. Encontrábase comiendo en la taberna con su compinche de fechorías cuando entró un payés alzando una espada de plata; el muy pazguato alardeaba de haber matado a un brujo con sus propias manos, pero los brujos mueren lentamente y Jean, que lo apreciaba más de lo que nunca admitiría, lo encontró.
—No serás capaz, engendro de los cojones —decía Jean—. ¿Un puñado de campesinos han logrado lo que no logró aquel carnassier? ¡Manda huevos! Resiste, Eren. Eso es, traga tus pociones de mierda, tus pociones de asquerosa rata mutante. ¿Qué susurras, amigo?
Dos días llevaba el brujo retorciéndose en la cama. Chillaba cuando Marco le limpiaba las heridas; sus ojos verdes se abrían con espanto, las pupilas alargadas en vertical como las de un felino amenazado, y su fisionomía resultaba ominosa, la de un hombre en sus estertores finales. Al caer la noche lo visitaba una febrícula terrible y meneaba la boca como para decir algo, una palabra, un nombre que vencía los lamentos.
4
Tiempo ha que Eren no se reunía con un gran señor y casi había olvidado su odio hacia los jubones rellenos de algodón, los perfumes que dejan un regusto duradero en la nariz y los modales de etiqueta que olvidaba de una vez para otra. Todo era así en los palacios y las torres de los nobles, todo ostentación y embotamiento de los sentidos. He aquí el motivo por el cual ningún cortesano puede ofrecer conversación interesante.
A Zackly le encantaría verlo de esta guisa. Era un torturador nato.
—¿Pensaba don brujo que podría presentarse ante el señor tal como llegó, todo sucio y piojoso? —El mayordomo se acomodó el monóculo, estudió su rostro y asintió complacido—. Bien, esto será suficiente. Procurad que su vocabulario sea adecuado, y ese acento vuestro… ¿Shigansina?
—¿Deben rimar mis palabras para hablar con el viejo Zackly? Deja que prepare unos versos, Dominik, y también unas alabanzas sobre las gestas de nuestro señor.
—Omitiréis cualquier referencia a la edad del conde y os referiréis a él en todo momento como Excelentísimo Señor. Acompañadme.
El conde de Trost contemplaba la ciudad envuelta en niebla desde sus dependencias en lo alto del torreón.
—Eren Jaeger está aquí —anunció el mayordomo tras una reverencia que el brujo no secundó.
—A vuestro servicio, Ilustrísimo Señor.
—Excelentísimo —corrigió Dominik.
Darius Zackly le ordenó retirarse. Los protocolos se llevan en la sangre, como la nobleza, y él carecía de ambas cosas.
—En nada quedan los tuyos sin espadas —señaló el conde—, pero cuánto daría por un ejército de hombres como tú. ¿Sigue tu gremio con esas pamplinas acerca de la neutralidad?
—Si me has buscado para asuntos de la guerra, si esperas que sea tu sicario o tu espía, me iré.
—Las pamplinas siguen ahí y serán vuestra perdición. Es una pena.
Zackly se sentó en el escritorio, se puso los quevedos, tomó el cálamo y empezó a escribir.
Veinte años atrás, durante la guerra perdida por Erdia, sus caminos se cruzaron lejos de Trost y su esbelto torreón alfombrado. Zackly, entonces sargento, lo contrató para limpiar de necrófagos una ciénaga inusualmente transitada por vivos. Era una ruta de contrabando. Zackly le entregó el doble de la suma acordada y pronunció su tríada sagrada: «Ver, oír y callar».
Ahora el conde engordaba en túnicas de seda y se mesaba la barba canosa. Era tan espesa que podría esconder monedas.
—El asunto es bien sencillo, brujo.
—Pues sé breve.
—Solo tienes que matar a un dragón.
—¿Me estás tomando el pelo? Será un colihendido o una viverna.
—Echa fuego. Ha arrasado algunos campos. Esto es uno más uno: si vuela y echa fuego, ¿qué más puede ser?
—Los eslizones también escupen fuego.
—¿Es que no os entrenan para matar dragones? Te digo que es un dragón. Mis gentes así lo creen.
—Permíteme dudar de tus informadores, Excelencia. Los dragones están casi extintos desde hace varios siglos y es fácil verlos donde no los hay.
—Si resultas estar en lo cierto, brujo, te pagaré menos, porque no se pueden comparar los perros con los leones.
—Esperabas cambiar esa cabeza de ciervo por la de un dragón.
El conde asintió con pesar y le tendió el contrato. Eren estaba habituado a los acuerdos orales porque su clientela no sabía escribir o se decía incapaz de incumplir su palabra.
—Soy un hombre precavido —dijo Zackly—, ergo no confío en la palabra de nadie, ni en la mía, a no ser que esté escrita y entre cláusulas. ¿Hay trato, brujo?
—Necesito detalles. ¿Has mandado a alguien?
—Reuní a unos cuantos soldados. Por muy grandes que sean, todos los bichos sangran, pero de cuarenta hombres no ha regresado ni uno.
—En vez de llamar a un profesional, has enviado a cuarenta hombres a la muerte. Muy bien, Darius.
—Otros han ido por su propio pie. Este asunto empezó hace medio año y se ha extendido como una plaga. Por aquí han pasado espadachines, magos y bufones varios asegurando que volverían con la cabeza del dragón… y con sus tesoros.
—Quitarle el oro a un dragón es de estúpidos, pero esto no es un dragón.
—Me sorprende tu escepticismo, amigo brujo. Ha de ser algo propio de los vuestros, puesto que esa mujer dijo lo mismo.
—¿Mujer?
—Era una maga, ¡yo qué sé! Una de tu ralea. Vino ayer, pidió detalles y se fue. Tampoco ha vuelto. Visto el panorama, no creo que lo haga.
—¿Qué tipo de detalles?
—El tamaño y el color.
—¿Y bien?
—Pues grande y negro, brujo, grande como la estupidez de nuestro rey Karl y negro como la barba de una enana.
—Las hembras son más grandes y agresivas, especialmente en época de celo. No será barato.
—Eso es lo que los brujos y las putas tenéis en común.
Eren no respondió.
—Menuda mierda —continuó Zackly, que parecía profundamente cansado—. Fuera de las murallas solo hay engendros. Tengo a los campesinos día sí y día también contándome historias sobre fantasmas de mujeres rondando por las aldeas y robando niños. Los perros ladran como locos por la noche. Muchos cazadores salen y no regresan, y lo mismo pasa con los pescadores, aunque el río a veces los devuelve hechos trocitos. Y esta puta niebla no se va. Para qué mentir, todo el mundo está acojonado y la guerra no se acaba, el asunto está enquistándose y no se saca tanta tajada como antes. Hablemos de dinero.
—Cuatro mil cornados.
—¿Qué te crees, que cago monedas? Dos mil.
—No mato a un eslizón por menos de tres mil quinientos.
—¿Y no puedes hacerlo por el bien de las pobres gentes del condado?
—Ese es tu problema, Excelencia. Soy brujo, no santo.
—Dame un respiro, ¿quieres?
Eren dio media vuelta.
—Vale, brujo, vale —cedió Zackly—. Te aprovechas de mi necesidad, lo entiendo. Eres un hombre de negocios y yo he perdido facultades. Vale, que sean cuatro mil. Ven, firma esto y vete a tomar por culo con tu eslizón.
—Los brujos y las putas conocemos muy bien las necesidades de los hombres, que son bastantes en los tiempos que corren —se mofó Eren.
5
El monstruo no cazaba, le dijeron sus desafortunados testigos. Llegaba volando desde los montes del este; su rugido era como el aviso del ejército enemigo tronando en la distancia, y era de agradecer: así había tiempo para esconderse. Aquella cosa, sin embargo, no mataba, no buscaba presas. Antes de arrasar el campo, según los testigos que se escondieron en el molino, el dragón voló en círculos, negro como una noche sin estrellas, y de sus fauces brotó un torrente flamígero que desintegró los espantapájaros. Esto había ocurrido cinco veces y debía acabarse antes de que alguien saliera achicharrado.
Eren anduvo por las parcelas de ceniza. Llevaba las riendas de su jamelgo zaino, que se encabritaba.
—Pienso lo mismo que tú, Bayard. A mí tampoco me gustan los monstruos que vuelan. Puestos a elegir, preferiría un cuélebre. —Eren sacó una manzana de las alforjas y el caballo se la arrebató de la mano—. A los brujos tendrían que habernos puesto alas. ¿Y ahora qué? El coñazo de siempre, beber pociones, revisar la ballesta, que si esto, que si lo otro. Y vete tú a saber si volvemos, amigo, porque para esto conviene ir acompañado, pero el dinero es el dinero. Bah, confiemos, como siempre.
Hizo los preparativos y partió hacia los montes del este. Muchos peñascos, pensó. ¿Morir asado o descalabrarse?
—Zackly es una culebra. ¿A ti qué te han hecho en mi ausencia, Bayard? Sí, he visto los establos del señor. Tú vales más que cualquier purasangre. Espera, espera. ¿Oyes eso?
Estaba curado de espanto y continuó su camino por la ribera sin prestar atención a la cancioncilla, aunque la reconoció: era una nana de su niñez. Su medallón con cabeza de lobo vibraba. Parecía una mujer, pero detrás del velo había otra cosa. Lavaba la ropa sin descanso y el agua se teñía de rojo.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, Eren volvió la vista atrás. No había nadie.
—Las lavandeiras no suelen aparecer por el día y no son propias de esta región —comentó—. Hasta los monstruos se han vuelto locos. Ya ves, amigo caballo, los libros dicen una cosa y la realidad es otra, y así con todo en este oficio.
Las bandadas de cuervos eran jirones negros en el cielo cubierto de niebla. No, aquellos graznidos no eran de cuervos, sino de cornejas. Describían círculos en torno a una cumbre empinada y vaporosa.
Eren se detuvo. Despreciaba las alturas y no hubo correctivo eficaz para ese miedo durante su formación en Utgard. Una vez despertó colgado de las almenas de la torre y así estuvo desde la alborada hasta el crepúsculo, incapaz de mover un músculo, bajo la estricta mirada del preceptor Shadis. Para esto no hay pociones que valgan, decía Hannes entre risas. Un buen trago de vodka y una jaculatoria.
De haber sabido alguna oración, se habría aferrado a ella como una vestal a las faldas de la venerable Ymir. Un rugido disipó la bandada y vareó los árboles. Todo el bosque calló.
—Me cago en la puta de oros. —Sus oídos, sus sensibles oídos de brujo, rara vez se equivocaban—. Eso no es un eslizón. Hombre, ya te lo digo yo, que a esos cabrones los tengo calados. El colihendido descartado, por supuesto. Un dragón… No puede ser. La probabilidad es ínfima, el último avistamiento fue hace décadas, y yo no puede tener tanta mala suerte.
Bayard bufó y se detuvo.
—Un contrato es un contrato. Quien paga manda. ¿Cuándo fue la última vez que vimos cuatro de los grandes? Antes de la guerra; no, no de esta, de la anterior. Tengo que comer, amigo mío, y tú necesitas herraduras y una silla nueva, que en esta no hay quien se siente.
Eren se apeó y acarició las crines de su fiel y preocupado compañero. Hablaba con los caballos desde joven y aun encontraba difícil contenerse en presencia de alguien más. Aquella extrañeza, por ejemplo, hacía especial gracia a Connie, que lo creía loco y lo invitaba a razonar con los trols. Todo estaba fundado, sin embargo, y no precisamente en la locura, sino en la soledad de los brujos, peor que la de otros hombres.
Revisó las hebillas de su gambesón negro. Sacó la espada de plata y untó la hoja con el aceite que había preparado, un aceite para matar eslizones. Después extrajo una redoma de vidrio de uno de los tantos bolsillos de su cinturón de cuero y la miró con pesadumbre; contenía un líquido color musgo que, al retirar el espiche, desprendía un olor insoportable. Un hombre empezaría a convulsionar y nada, ni meterse los dedos hasta el galillo, lo salvaría de diñarla tras ingerir aquel veneno; la experiencia del brujo, en cambio, se reducía a un resabio que duraba varios días y no se iba con nada, ni con una cogorza de orujo.
—Si no vuelvo, Bayard, vete y sé un caballo libre.
Tantos años en la Senda le habían enseñado una lección: la tumba de un brujo está en cualquier sitio. Cuevas, mazmorras, túneles, minas, grutas. Cualquier sitio era bueno para pudrirse, también aquella cumbre nebulosa. Escuchó unas alas batirse en el aire y el suelo tembló bajo sus pies. Cuando levantó la vista, vio una columna de fuego.
Era grande, dos veces el tamaño de un archigrifo. Dos pupilas rojas se clavaron en él, pero no hizo nada y mantuvo la espada bajo su axila. Parpadeó varias veces hasta convencerse de que aquello que veía estaba ahí: no el dragón, sino la figura sobre su morro, la silueta femenina con las piernas a un mismo lado, como una dama sobre su corcel.
La bestia, ahora mansa y diligente, bajó la cabeza y la mujer de pelo negro y ondeante estudió a Eren largamente. Vestía una aljuba negra de mangas acampanadas; sus manos apenas eran visibles sobre el ceñidor rojo, del cual pendía un signo que a Eren le resultó familiar: tres sables cruzados dentro de un redondel.
La niebla se disipaba poco a poco, como absorbida por aquella mirada gris.
—Un sahir —dijo ella—. Has venido a matarla.
La reina ha vuelto para quedarse.
Para empezar, esto NO es un fanfic medieval y el motivo es muy sencillo: no había dragones en el Medievo... ni brujos, ni hechiceras. Ni magia. Si digo que este fanfic es medieval, me refiero a que buena parte de su ambientación es medieval, pero hay que matizar: me baso en el Medievo español y tomo muchas referencias de él. Si algo te llama la atención, bueno, me pones un comentario y te responderé con presteza.
Sí, este fanfic se inspira en The Witcher, juegos y novelas, pero tiene muchos elementos propios que derivan de lo expuesto en el párrafo anterior.
Así que: No, ni The Witcher ni Canción de Hielo y Fuego son medievales. ¿Se ambientan en un entorno con muchos elementos medievales? Sí, pero no te confundas.
