1
Hubo un tiempo en que Armin fue persona non grata en la Academia de Mitras por un asuntillo que sus colegas, inquisidores de vocación, se tomaron a la tremenda. Un librito acerca de los elfos, ¡como si no hubiesen escrito cientos! Hete aquí el problema: esta obrita —porque era un puñado de páginas escritas antes de planchar la oreja— cometió la desfachatez de no parecerse a los demás, es decir, había nacido de una mente reflexiva.
¿Puede un cálamo costarle caro a un hombre? ¡Y tanto! En cuanto vio a un comisario del Santo Oficio (la cachiporra de la Santa Iglesia de Helos) preguntando por él en las tiendas de su barrio, decidió irse con lo puesto en busca de refugio y solaz donde los brujos, porque…
—La obra de un hombre no vale más que su vida. Yo, Armin Arlet, no estoy preparado para dejarme matar por mis ideales.
—Si lo único malo del hombre fuese su obra. —Eren se empinó la bota, pero escupió el agua y los pedazos de la pez despegada—. Si el abuelo de un hombre no fuese un elfo…
—¿Y yo qué culpa tengo de estos tiempos que vivimos? Que tire la primera piedra quien no tenga un abuelo elfo o un primo marleyano, o una tía ymiriana o un conocido en las galeras.
—O un brujo por amigo.
—O un hermano desertor —añadió Falco, que volvía con las riendas del caballo en una mano y la zorruna cabeza de una paparajota en la otra—. El alguacil no quiere conservarla. Dice que es una abominación y colgarla en la pared asustaría a los críos y al mujerío.
—Bueno, pero ¿ha pagado? —Eren examinó el cuello de la bestia, separado del cuerpo por un corte limpio y recto. Un buen trofeo.
—Y también ha dado las gracias. ¿Qué hacemos?
—Venderla a un alquimista. Aquí no, aquí no nos van a dar ni la mitad de lo que vale. Ya veremos en Xiquena.
—Oye, todavía no me has contado qué negocios tienes en la Marca de los Reiss —dijo Armin—. Porque me lie la manta a la cabeza, vine aquí con vosotros y no conozco nada sobre la empresa que nos concierne, caballeros. Y la faena de los brujos, mis palabras no os ofendan, es a menudo asquerosa.
—Hace unas semanas llegó un nuncio a Utgard —Eren cepillaba la grupa de su caballo— con una carta sellada.
—¿Cómo era el sello?
—De plata.
—¡De plata! ¿Estamos aquí por la marquesa? ¿Historia Reiss ha solicitado los servicios de la Escuela del Lobo?
—Los míos, concretamente. Si vieras la cara de Connie… La marquesa y yo hemos coincidido antes, hace un lustro por primera vez, cuando no era viuda, y más veces desde entonces. Tiene problemas recurrentes en las huertas, plagas de gusarapos.
—Lo que los brujos entendéis por gusarapo, imagino. Oye, Falco, ¿es la primera vez que sales a hacer un mandado de esta categoría?
El chico asintió. De su cuello pendía el medallón lobuno que había recibido semanas antes, recién cumplidos trece años, pero todavía no era un brujo, no para Eren. Deseaba secretamente que renunciase al oficio antes de empezar y rezaba por que escarmentase en la travesía de la Senda.
Los tres pusieron rumbo hacia la capital de la Marca. Junto al camino se erguían los jinjoleros y los blancos gamoncillos. Armin se detuvo a contemplar los viñedos de una gran hacienda.
—Creo que escribiré sobre este lugar pronto. Ya no hay hinojos, ni baldíos, ni jinetes… ¿Sabéis lo que significa Xiquena en la Vieja Lengua? Infierno. Este sitio era el infierno. La frontera.
—Pues ahora es el vergel de Historia Reiss.
—Y la marquesa… Dime, Eren, dime qué sabes de la marquesa.
—Buena pagadora.
—Veo que no sabes nada. Escuchad bien, brujos incultos, lo que pocos saben y doña Historia oculta encomiablemente. Esto es vox populi en mi gremio. La marquesa es bastarda.
—¿Y entonces cómo ha llegado a ser marquesa? —preguntó Falco.
—Sencillo y lógico: todos sus hermanos, los hijos legítimos del padre, murieron apestados. Dicen que una hechicera la salvó.
—Y fueron felices y comieron perdices —contestó Eren—. ¿En qué me beneficia conocer la bastardía de fulano o de mengano? Cuanto menos sé, más feliz soy.
—¡Menudas palabras para un brujo! Pero no te calles, Eren. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Vosotros nada.
—¿Secreto profesional?
—Secreto profesional.
Llegaron a la hora de comer. Eren respiró hondamente el aroma de los naranjos que la marquesa había ordenado plantar en calles y plazuelas. Xiquena parecía un sueño de casas coloridas y huertas ubérrimas. En el centro de la ciudad, sobre un promontorio bien delimitado por un foso, alzábase el alcázar de los Reiss, de arquitectura élfica y pasado incierto. ¿De qué hablarían, si pudiera, aquellas piedras labradas de color aciano? ¿Qué historias contaría sobre el rey elfo Mardans? ¿Qué estandartes colgarían antes de sus muros? Ahora el confalón de Marley pendía de la torre del homenaje, el águila bicéfala sobrevolaba la Marca desde su campo de oro.
La guerra, acabada medio año atrás, no había llegado a la Marca. Quienes allí vivían, incluido el obispo, con frecuencia olvidaban la existencia del rey, de la misma manera que este los olvidaba a ellos, y a nadie molestó que la marquesa escuchase de buena gana a los emisarios de Marley, que fatigosamente habían cruzado los Montes Titán y venían con sed y con hambre. La Marca decidió ser algo más que hospitalaria, decidió bajar el pendón de la estrella de ocho puntas y rendir vasallaje al Imperio. A la larga, Historia Reiss tuvo razón: Marley ganó la guerra y las prebendas tomaron forma de autonomía.
Escucharon los tararás del añafil y las voces de un pregonero:
—Por orden del alguacil mayor se hace saber que arrojar animales muertos a las acequias de aqueste y allende será castigado con multa de cincuenta doblas.
—Aquí la vida es sumamente plácida. —Armin suspiró con añoranza—. Podría sentarme a leer bajo un árbol. Este olor a naranjas y el tranquilo discurrir del río invitan a cualquier cosa. ¿Qué monstruos puede haber aquí, en el paraíso?
—Pues los peores —contestó Eren sin perder de vista al pregonero—. Los mosquitos van a la luz y la viruela se ceba con los rostros más bellos. El infierno está en los rincones del paraíso, allí donde nadie mira. Falco, la plaza de Santa Catalina está a mano izquierda, cruzando el río, allí encontrarás la tiendecita del alquimista Eibringer. Dile que vas de mi parte.
Falco le obedecía con facilidad. A Eren no le gustaba. Esperaba un desacato. Esperaba que se hartase. Después de todo, el muchacho, él podía…
—Tu preocupación me conmueve, pero es un sinsentido —dijo Armin, riéndose—. Lo he visto cortarle la cabeza al bicho ese. Está adiestrado y piensa bien, mejor que tú.
—Lo sé. Solo quiero que elija, él puede hacerlo.
Yo ya no puedo, pensó. Y si pudiera, ¿qué?
—No quieres esta vida para él, ¡y es comprensible!, pero lo llevaste a Utgard contigo. Tú mismo le enseñaste lo que sabe, que no es poco. Quizá este sea su destino.
—Su destino era otro. —Eren guio a Bayard hacia los abrevaderos y él mismo se remojó la cara—. Espantoso. Pensé: «Le enseñaremos algo útil, a defenderse, a leer, y después se irá a buscar fortuna, quizá se haga mercader y diga que los brujos le enseñaron a hacer cuentas», pero cada vez que volvía a Utgard lo veía blandiendo la espada o practicando en el péndulo. Ya no es un mozalbete raquítico.
—Estás orgulloso.
—Lo estoy.
—¿Y las mutaciones? No me vengas con tonterías, sé que no habéis perdido la fórmula. ¿Eren?
—Pidió sufrirlas. No se lo permití.
—¡Ajá! Ha elegido, pero su elección no es de tu agrado.
—Es ley entre nosotros, los brujos de la Escuela del Lobo, no practicar ya las mutaciones. ¿Has visto el mundo, Armin? El mundo más allá de la Academia, quiero decir. Has visto lo que nos han pagado por una paparajota, la miseria que supone ganarse la vida con la espada de plata. Uno casi tiene que suplicar por el trabajo. Señor regidor, decidme si hay aberraciones en vuestras tierras. «No, claro que no», te dicen, «porque esas bestialidades son del pasado, o de bosques o de cuevas donde no pisa nadie, y, ¡oíd vos, señor brujo!, yo cuido bien destas mis tierras, los caminos son seguros y nadie mueve los mojones». Hay sumergidos, es verdad, y en la guerra se puede uno apañar con los necrófagos, pero también pueden pasar semanas sin oler contrato alguno. Los asesinos mutados son innecesarios. Fuimos creados con un propósito. Es de lógica pensar que, cuando se cumpla ese propósito, desapareceremos. Te digo que se acerca el final.
—Cuánta mentecatería sale de tu boca. Los hombres inventarán nuevos monstruos. Prefiero que me digas la verdad. No quieres que el muchacho sufra. ¿Qué idiotez es esa que cuentan sobre vosotros, eso de que no tenéis sentimientos? ¡Si cogéis cariño instantáneo a vuestros caballos, vuestros pupilos y vuestros amigos!
Eren permanecía oculto en su capuchón. Prefería matar al chico con sus propias manos antes que someterlo a la Prueba de las Hierbas, que era igual a morir.
Su amigo se retiró los pelos rubios de la frente, por la que caían gruesas gotas de sudor, y volvió la cara hacia el alcázar.
—Rogaré a la marquesa que me aposente un tiempo, no demasiado, solo hasta que ese librito mío deje de levantar pasiones violentas… No hay mal que dure cien años, ¿verdad?
—Si tú lo dices, Armin.
—Espero, al menos, que la posteridad le dé un trato mejor que el de mis coetáneos. A eso aspiramos los parias. ¿Puedo ya saber por qué estamos aquí?
—Ni yo mismo lo sé. La carta era todo pompa y nada de información. Necesitan un brujo y aquí estoy para servir.
—Tú servirás y yo escribiré.
2
En la plaza de Santa Catalina, donde los alcaldes atendían pleitos desde el amanecer y los mercaderes anunciaban su género a gritos, hallábase una puerta verde y un cartel: «Dennis Eibringer. Brebajes y más».
Falco levantó las cejas cuando escuchó algo romperse. Dos voces blasfemaban. Tocó la aldaba, la puerta cedió y esquivó una canica. Una chica pasó a su lado como una centella de cabellos marrones, casi lo derribó; perdió un zapato en su carrera, pero no miró atrás.
El hombre cerró de un portazo y miró a Falco, que tenía el zapato en una mano.
—Llevas espada… No, demasiado niño para cobrar deudas. Ah, medallón de lobo.
—Eren Jaeger manda saludos.
—Pues que se los meta por el culo. —Eibringer empezó a barrer los pedazos del jarrón roto—. ¿Qué quieres?
Falco levantó la cabeza de la paparajota.
—¿Cuánto? —En Utgard le habían enseñado que un brujo debe ser breve y conciso.
—Acércate. Déjame ver la boca. Mm, buen ejemplar. A saber cuántas ovejas se ha zampado. ¿Es tu primer monstruo? Deberías haber tomado muestras del veneno, es bueno para los dolores de cabeza. Los ojos me serían útiles. Te doy tres doblas.
—¡Eso es una miseria!
Eibringer se sacudió las manos y volvió tras su mostrador, sobre el que había unos viales llenos de líquido verde.
—Lo tomas o lo dejas.
—Lo dejo.
Eibringer bufó.
—Otros no te darían ni una moneda, pero ¡allá tú! Y qué cara más dura tiene tu maestro. Mandarte aquí sabiendo lo que me debe…
—¿Os debe dinero?
—Y no poco.
—Entonces tomad la paparajota como pago y no le afrentéis.
El alquimista se rio muy alto. El aprendiz de brujo no sabía qué decir.
—Anda, ten. —Eibringer rebuscó en su bolsillo y sacó más pelusa que dinero—. Y dile a la rata tramposa de Jaeger que si lo pillo, llamaré al alguacil.
3
La belleza de Historia Reiss encandilaba, pese a lo sobrio de su vestimenta.
—¡Ymir, pórtate bien!
La niña sacó la lengua, dio un manotazo a la cuchara, se agitó en la trona y tiró del pelo rubio de su madre.
Eren escudriñaba el gran retrato de la marquesa y su marido que presidía el gran salón, ella hierática y sedente, él sonriente y estante. Se decía que, recién muerto Conrado, se formó un corrillo de pretendientes en la puerta del alcázar, noblecillos con sus criados y sus caballos proclamando su amor a la más hermosa de las damas, pero debió de helárseles la sangre cuando Historia los recibió acompañada de rabiosos mastines, toda vestida de negro, y los mandó encerrar en las mazmorras de la torre del homenaje. Eren la imaginó con una sonrisilla cruel y los ojos azules chisporroteando maldad.
—¡Da-da! —La niña escupió la papilla y pataleó.
—¡Me cago en la puta!
—¡Buta…!
—No, no, eso no, querida y amorosa hija. Las damitas no dicen eso, las damitas no blasfeman. Cómete tu comidita —Historia lo señaló—. O el hombre del saco te llevará, y mami se pondrá triste y no la verás más, porque el hombre del saco te comerá.
El brujo hizo una mueca espantosa y la niña abrió la boca.
—Cómetelo todo y serás fuerte, no como yo a tu edad. ¡Muy bien! ¿Le has lanzado un hechizo, Eren?
—Solo me tiene miedo.
—Es bueno que le tenga miedo a algo —asintió la marquesa—. A mí me ayudó. ¿Sabes qué se dice aquí?
—¿Qué?
—El miedo guarda la viña. ¡Yo también lo creo! Aquí nos hemos criado todos con miedo y por eso estamos vivos. ¿Tú qué opinas?
—Yo solo sé de elixires. El miedo es necesario en pequeñas dosis, pero mata en altas cantidades.
—Ya lo creo… ¡Ymir, no escupas, maldita sea! Esta diablilla me hace perder los estribos. Solo quiere que la tome y que le cante.
—¿Cuántos años tiene, cuatro? Es igual que tú.
—Menos los ojos, que son de Conrado. Volviendo al tema del miedo, la dosis empieza a preocuparme.
—¿Plagas?
—Reiner te diría que sí. Olvídate de los gusanos.
—¿Jinetes de las estepas?
—Calla, Eren, ¡no los nombres! Aunque hablamos de hombres, sí. Bandidaje.
—La Guardia parece capaz de lidiar con un puñado de maleantes.
—No recurriría a tu gremio si se tratase de maleantes del montón. Es… Bueno, es un asunto complicado y no deseo involucrar a nadie de la Marca. Necesito un profesional. Un profesional discreto. ¿Por qué pones esa cara de disgusto, Eren? ¡Si siempre te he pagado, si has comido en mi salón!
—La experiencia es la madre del recelo. Algo ocultas y no deseo sorpresas mientras trabajo.
—¡Nada de eso! Juro por la vida de mi hija, lo más preciado que tengo, que se trata de bandidos y que se ocultan en el Puerto de la Mala Mujer, pero ningún caballero de Xiquena, ni siquiera Reiner Braun, puede tomar cartas en este asunto. Sé muy bien que sus vidas correrían peligro. Mi padre decía que a cada hombre le corresponde una cosa y esto es cosa de brujos.
—¿Qué tienen de especiales estos bandidos? ¿Matan con más saña que otros? ¿Han robado a quien no debían?
—Que la lideresa es una loba. —La marquesa levantó en brazos a su hija, que no apartaba la vista del Eren y su plateado medallón. Historia asintió—. La mujer loba y sus hombres asaltan las caravanas procedentes del Imperio. El almotacén está nervioso, los mercaderes lo cosen a quejas e insultos cuando llegan, si es que llegan, y claman que los caminos de mi señorío no son seguros.
—Cosa seria es la licantropía, pero tendrás su cabeza. Solo necesito preparar mis…
—¡No, no! No quiero su cabeza. Digo más: si me traes su cabeza, perderás la tuya. ¡Y no pienses que amenazo en vano y que a nuestro sayón le tiembla el pulso!
—Aquí hay gato encerrado, bien lo sé yo —suspiró Eren—. Detesto perder el tiempo de esta guisa, detesto los secretismos y las dobles intenciones. Ve a dormir a tu hija. Yo volveré con mis monstruos, esos a los que puedo descabezar.
La marquesa arrullaba a la niña. Por más que lo intentase, no veía rastro del padre en ella, como si la sangre noble hubiese diluido la plebeya. Ymir se llamaba aquella criatura que se chupaba el pulgar. Ymir, como la divinidad que primero adoraron los elfos y después los humanos, cuyos templos y jardines languidecían en bosques y montañas, la desterrada de ciudades, pueblos y aldeas por aquel enigmático Helos, el matador del Demonio.
Historia levantó el rostro hacia él, apretó los labios, se acercó y le dio un puntapié. Eren ni siquiera se movió.
—¿Te ha dolido?
—Me ha asombrado.
—Te lo mereces. ¡Esa no es manera de hablarle a una dama!
—Historia —cortó él con aspereza—. Piensa en mi profesión como en la de un médico. ¿Crees que un médico trabaja bien cuando el paciente le oculta los dolores? He venido gustoso, como en las ocasiones pasadas, y me encuentro con un asunto mucho más grave de lo que esperaba. He de saberlo, Historia, he de saberlo todo. ¿Por qué no he de matar a la lobisona?
La marquesa se movió por todo el salón, comprobó que no hubiese nadie tras la puerta y tampoco en la cocina, miró el retrato y dejó a la niña en la trona.
Luego habló.
4
Fueron alojados en los Aposentos de la Hechicera. De los ojos de Armin brotaron chiribitas al conocer que podría quedarse todo el tiempo que estimase oportuno. Historia Reiss, que era mujer versada, díjole necesitar un preceptor para su hija, en edad de iniciarse en la lectura, y pensó que serían años tranquilos y hermosos bajo los sombrajos de las huertas y sentado próximo a la marquesa en el salón. Nadie le hablaría del libro ni de las orejas puntiagudas de su abuelo.
—Pensaba que las camas de Utgard eran suficiente para ti. —Eren revisaba las muescas de su espada de plata.
—Se sienten como la gloria tras una semana de viaje, pero luego pierden su encanto y parecen rocas. Deberíais renovar el mobiliario. ¡Qué sé yo! Ahorrad un poco de dinero por cada contrato y llamad a los menestrales.
—El rey Karl I pasó una temporada en Utgard y tuvo menos quejas que tú.
—El rey Karl, querido amigo, vivió hace trescientos años. Dudo que hubiese chinches y lagartos entonces. Mira lo limpio que está todo aquí.
—Los Aposentos de la Hechicera —dijo Eren—. Curioso nombre.
—Reiner Braun me lo ha contado mientras tú regateabas con la marquesa. Resulta que en 1378…
—Año de pestes.
—De aquello no hace mucho, ciertamente, pero la Marca ha cambiado tanto que podría haber pasado un siglo o dos. Volviendo al tema, en 1378 los cadáveres se amontonaban en la plaza de Santa Catalina, ¡imagínate el tufo!, y en esas apareció una hechicera. Ya sabes cómo es la gente con la magia. Bien, estos eran sus aposentos, pero no pienses que vino a pasar unos días de asueto. De no ser por ella, todas las gentes de Xiquena habrían muerto apestadas. Se llamaba Mikasa Ackerman. ¿Por qué sonríes?
—No sonrío.
—Desconocía que los viejos relatos pestíferos tuviesen este efecto en ti. ¿La conoces? Ah, guardas silencio. Cuanto más viejo, más hermético. La soledad te ha vuelto un vinagre, amigo brujo, y por este motivo he notado ese gesto. ¿Ves? Sabía yo que las mutaciones no os quitan la capacidad de sonreír. ¡Cuéntamelo!
—Qué insistencia. ¿Quieres saber por qué me río? Es una historia muy graciosa. Darius Zackly está involucrado.
Eren se lo contó. Armin se desternilló al imaginar al conde regateando con una dragona.
—¿Y dices que la hechicera se llamaba igual?
—Sí. Ella fue a Mitras y yo tomé el camino hacia el norte. De esto hace ya un buen tiempo, a saber dónde estará ahora.
—Nada sé sobre la tal Mikasa Ackerman. —Armin meditó—. Extraño. Por lo que cuentas, es maga poderosa y formada en lenguas no humanas, nada menos. ¿Sabes cuántos especialistas en el idioma de los dragones quedan?
—¿Cinco o seis?
—Ninguno, Eren. El último la diñó hace poquitos años.
—Dragones, lo que se dice dragones, tampoco quedan muchos. ¿Has visto lo extraña que es esta historia? A veces la recuerdo y me río solo, como los locos.
—Al buen amigo, con tu pan, tu vino y tus secretos. ¿Pasó algo entre la hechicera y tú?
—¿Algo como…? ¡No! —Eren sintió que sus orejas se calentaban como presas de un tirón de Keith. Dio gracias a las mutaciones, que no le permitían sonrojarse.
—Pues una de esas historias esperaba al ver tu sonrisita de colegial.
—¿Ya no te divierte escuchar los gajes de mi oficio?
—Los escucho y los sufro desde que nos conocimos hace… ¿Cuánto hace? Debía ser yo un corderito, un zagal ilusionado cuando la Academia te contrató para matar a aquel zeugl.
—Harán once o doce años. Estabas acabando los estudios, no tenías ni un pelo en la cara.
—He de afeitarme. —Armin se rascó la barba, respetable en Utgard e intolerable en el alcázar de Xiquena—. Una amistad tan larga y fructífera no puede quedar fuera de mi próximo libro.
—No me metas en problemas. Me da más miedo tu pluma que las garras de un grifo.
—Imagina acabar nuestros días aquí, so auspicio de la marquesa. Yo enseñaría el trívium a la marquesita y tú te dedicarías a afilar espadas, o a lo que te dé la gana, pero no te revolcarías más en el barro mientras un ghul intenta sacarte los higadillos. Qué sueño, qué gusto, qué aspiración tan placentera el acabar aquí los días, entre las norias de los elfos, el añafil de los pregoneros, la sombra de los algarrobos. Comeríamos nísperos e iríamos a buscar caracoles en los campos después de las lluvias. Y, quién sabe, tal vez me casaría.
—No puedo acabar aquí mis días. Soy brujo. La Senda será mi tumba.
—Si decidieras guardar ese medallón, serías el primer brujo en morir de viejo en su cama.
—De todas formas, algo me aguarda —señaló Eren.
—La mujer loba de Historia Reiss.
—No, no esto. No hablo de ahora. Hay algo, algo que sentí cuando la meiga… ¿O fue una voz? A buen seguro que fue una voz, y esa voz me habló.
—¡Brujo Jaeger!
Los dos se giraron hacia la presencia que invadía la estancia. Reiner Braun los saludó.
—Jabalí —lo chinchó Eren—. Has embestido la puerta como el jabalí que eres. ¿No te han enseñado a llamar?
—Calla, matamonstruos mugroso. Hablas con el capitán de la Guardia Ilustrísima. —Reiner vestía una sobrevesta blanca con emblemas heráldicos sobre la cota de malla—. Es imperativo que hablemos sin que el erudito esté presente.
5
Una mano acostumbrada al robo, una mano que no notó. Falco se giró y la vio agitando su medallón en el aire. Llevaba falda, corpiño negro y una alpargata distinta en cada pie.
Estaba a disposición del servicio mientras durase el contrato. El cocinero jefe le daba palmaditas en la espalda por cada saco o barril que le llevaba. Había rogado a Eren que le permitiese acompañarlo, pero prestaba la misma atención a sus palabras que a los pájaros graznando, e incluso un poco más a estos. Un licántropo no es lo mismo que una paparajota, le decía, pero a Falco no le importaba. Plata y unción para malditos, eso era todo lo que necesitaba. Había atendido a todas las lecciones de Magath sobre licantropía.
Las mutaciones, pensaba. Nunca tendría las mutaciones. Nunca sería un verdadero brujo.
—¿Y tú matas monstruos así, con lo delgaducho que eres? —La muchacha cogió una manzana de una de las cajas, la mordió y empezó a reírse—. El brujo es el otro, ¿no? El que tiene los ojos verdes. ¿Y el rubio? ¿Ese qué hace?
—Devuélvemelo. —Falco le arrebató el medallón y se echó una saca de zanahorias al hombro.
La ladrona hizo un gesto burlón y levantó dos sacas como si nada. Falco la miraba de reojo.
—Tengo tu alpargata.
—¿Sí? Ay, qué descuidada fui. Menos mal que Dennis tiene mala puntería.
—Seguro que le habías robado.
—¡Él a mí! Se quedó mi broche. Pierde a los dados y no le gusta pagar, y luego amenaza con decirle al alguacil que jugamos en fechas no permitidas. ¿Y quién no juega? ¡Anda! Es un miserable.
—Miserable y bien miserable —asintió Falco—. Solo ha apoquinado dos doblas. Primero iba a pagar tres, pero se ha quedado una porque mi maestro le debe dinero.
—Anda y que se vaya a tomar por culo. Colgado tendría que estar. A todo esto, ¿cuál es tu nombre?
—Falco Grice, brujo en formación.
—Gabi Braun, digamos que doncella.
6
—¿Me has escuchado, Eren? ¿Has comprendido?
—Ajá.
—¿Y qué dices?
Eren parecía ignorarlo, miraba por la ventana y estaba en silencio.
—Jabalí —habló al fin—. Todo esto ya lo sabía. La marquesa me lo ha contado.
—Que el Diablo me lleve. ¿Todo, brujo?
—Todo.
—Espero que medites mi oferta. La lobisona tiene que morir. Una pena que no sea por mi mano, aunque la tuya es más diestra para estos asuntos, ¿no, Jaeger? La marquesa está empeñada en… quitarle la maldición. Eso es una faena, ¿verdad?
—Es una faena —asintió Eren.
—Todos salimos ganando. Tú te ahorras trabajo y la Marca vive más tranquila.
—Haré lo que la marquesa me ha pedido —cortó tajante el brujo.
—¡No has entendido nada! ¡Esa bandida es peligrosa! Apalearon a un alfaqueque que fue a liberar cautivos. La pena por apalear a un alfaqueque es…
—Eres tú el que no entiende. Sácate las boñigas de las orejas y escúchame. No voy a matar a la mujer loba porque mi cabeza rodaría junto a la suya. Sé que Historia es temible. Un gobernante que no cumple sus amenazas es un gobernante de risa, e Historia es una gobernante muy seria. Traeré viva a la lobisona, traeré viva a Ymir y curaré su licantropía. Ese es el deseo de la marquesa.
—Si la traes viva, seré yo quien te mate.
—Puedes intentarlo —Eren enseñó los dientes y lo miró con fijeza, desafiándolo—, pero después no te arrepientas.
—La marquesa ha perdido el juicio si cree que…, que…
—¿Sabe la marquesa que el capitán de la Guardia disiente?
—Ah, crees que soy un traidor. Lo sabe, vaya si lo sabe. Historia y yo hemos crecido juntos. Somos amigos, solo amigos. Ella es la única que tiene derecho a llamarme jabalí. Vale, lo entiendo. Has dado tu palabra de brujo a la marquesa y tienes que cumplirla. Déjame ir contigo, al menos. Mi espada te vendrá bien.
—No soy tonto. Además, te harían picadillo y la marquesa valora tu vida.
—¿Se preocupa por mi vida?
—Sorprendentemente.
—Ay, ay. —El caballero se llevó una mano al pecho y suspiró pesaroso—. ¿Qué vería en don Conrado y no en mí? Y esa loba… ¿Qué tiene esa mujer monstruo que no tenga yo? ¡Solo se me ocurre una cosa!
7
El testamento del último Fritz, muerto sin descendencia en 1516, puso la corte patas arriba: no por inesperado —era un secreto a voces, constatable en la correspondencia—, sino por las antipatías que la casa Reiss de Xiquena despertaba desde que la marquesa Historia la Grande (o la de los Tristes Destinos, según Armin Arlet) hincase la rodilla ante el Imperio de Marley. Sea como fuere, con más o menos apoyos, Conrado II Reiss fue jurado rey como Conrado I de Erdia. La invocación sonó alto y claro en la catedral de Mitras: «¡Erdia, Erdia, por el rey don Conrado el Primero, señor nuestro, que Helos guarde!».
Jan Heliott, Historia de Erdia. Del reino de los Fritz al imperio de los Reiss.
8
—Los brujos son unos golfos, todo el mundo lo sabe.
—¡No es verdad! Mis preceptores son hombres de honor, aunque Connie… Connie es la excepción, pero tampoco es un golfo.
—Bah, lo que tú digas. ¿Jugamos a los dados?
—Jugar está prohibido en estas fechas.
—Pero no vamos a apostar. Solo hay juego si hay apuesta. ¿Ves? No hay apuesta. Solo lanzamos los dados. ¿Triga o guirguiesca?
—Guirguiesca.
—Te desplumaría, como al tonto del alquimista. —Gabi sacudió el cubilete y echó los dados sobre la caja de madera que hacía de mesa—. ¿No vas a acompañar al de los ojos verdes?
—No.
—¡Ajá! La mujer loba te merendaría enterito. Te cogería así y ¡zas!, las tripas fuera.
—¡Sé defenderme!
—Sí, claro. —Ella se apartó un pelo marrón y sonrió con pillería al ver el lanzamiento de Falco—. Gano yo. Venga, otra mano, que a los dados se pierde pronto y el saborcillo de la victoria dura aun menos.
—Las doncellas no juegan a los dados. ¿No temes que alguien te pille?
—Bah, que hagan lo que quieran conmigo. Que me peguen veinte azotes —dijo brava—. Nada pueden hacerme, me tocan un pelo y Reiner les corta la mano. Además, yo no quiero ser doncella. Yo me iré de aquí. Está decidido.
—¿Cuándo te irás? ¿Adónde? ¿Por qué?
—Cuando ella venga a buscarme, porque lo hará. Ella vendrá. Soy su destino. Nadie puede huir del destino. ¡He perdido!
Falco se sonrió y cogió los dados, pero se quedó quieto al escuchar la voz de Armin.
—Oye, brujillo… ¿Quién eres tú? ¿Y ese cubilete?
—Solo estábamos…, estábamos…
—Dale las explicaciones a otro. Venga esos dados, me apunto. ¿Y tú, chiquilla, eres…?
—Gabi Braun.
—Armin Arlet, académico, hereje y niñero de brujos. ¿Guirguiesca? A esto jugábamos mucho en la Academia. Es fácil blasfemar, más que con los naipes.
—¿Se ha ido ya Eren?
—Está de palique con Jabalí Braun. —Miró a Gabi—. ¿Qué sois el capitán y tú?
—Primos hermanos.
—Están arriba, hablando. Eren sale mañana hacia el Puerto de la Mala Mujer. Está preparando los hierros para darse de palos con la loba. Figúrate, cada vez que se prepara para un bicho de estas dimensiones es como si se diese a sí mismo la extremaunción. No pongáis esas caras, jóvenes, es una broma, solo que esta broma será verdad algún día.
9
Era muy temprano. Los gallos no habían cantado y los alcaldes, que resolvían cuestiones judiciales al amanecer, aún se desperezaban.
El brujo salió por la llamada Puerta del Imperio. De Bayard colgaba una gualdrapa con las armas de los Reiss. Así sabrán que vas en mi nombre, le había dicho la marquesa. Los Montes Titán eran inmensos y peligrosos, venerados como frontera y temidos como paso. Y coto de bandidos astutos. Las caravanas no tenían más remedio que transitar el Puerto de la Mala Mujer para llegar a Xiquena, de modo que a ambos lados del camino se abrían, en un tiempo no muy lejano, postas y ventas ahora cerrada, a excepción de una.
—Están por tos laos y aparecen de la na. A mí me han pillao con los pantalones por los tobillos más de una vez —le explicaba el ventero enano, que masticaba una brizna de hierba. Señaló con la barbilla una mesa en la que cinco hombres jugaban a las cartas—. A esos los han atracao hace na. Vamos, que ni mierda en las tripas tienen. ¿Y qué voy a hacer yo? Pos dejarlos que estén aquí y luego que tiren pa la ciudad, si es que tienen pelotas, claro. ¿Vas por los maleantes, jefe? Yo cojo mi hacha y te acompaño con mucho gusto.
—Bastan mis manos —respondió Eren, que sí aceptó una jarra de cerveza y unos trozos de queso.
—¿De verdad de la buena? Mira que esa perra es dura.
—La mujer loba, jefe. ¿Las has visto?
—¿Que si la he visto? Si hemos bebío y to. Ahí ha estao sentaíca, ahí donde tienes el culo. Vino por aquí a robar, pero enseguida vio que no había na de valor, ya ves tú. Le dije: «Me cago en tu puta madre, golfa aulladora», y levanté el hacha así, bien alta y apuntándola. Pues na, se partió el culo y nos tomamos un orujo. No ha vuelto. Yo en el fondo creo que la bicha no es mala… No ha matao a nadie. Los asusta bien asustaos, eso sí, y les vacía los bolsillos y no hay excusas que valgan, pero no les toca ni un pelo. Bueno, quizá un pelo sí. Ya me entiendes.
—Sigue.
—Pos qué más decir. Ah, que va en pelota picada.
—Gracias, jefe.
—Estamos pa servir. —El ventero se acariciaba las barbas trenzadas—. Ten cuidao, la bicha no se anda con chiquitas.
—Yo tampoco.
—¡Alto! ¡Eh, eh! ¡Pontazgo o espada!
—So, Bayard. —Eren se apeó y, todavía con el pie en el estribo, los tres malhechores lo apuntaron con sus hierros—. ¿Desde cuándo se paga para cruzar este puente?
—Desde que nos salió de los cojones —respondió el más enclenque, que llevaba puesto un morrión con penacho rojo, como los guardias de Xiquena.
—No vengo a cruzar el puente. ¿Reconocéis este medallón?
—Hostia, es brujo. —El de la cara picada palideció y le tembló la mano—. Pues…, pues…, ¡a la mierda! O pagas o no te mueves de aquí. ¡A ver las alforjas! ¡Hostia, viene de parte de la marquesa!
Eren acarició el pomo de la espada y ahí dejó la mano. Los tres hombres dieron un paso atrás. No son tontos, pensó. No había motivos para un derramamiento de sangre.
El gordo fue el primero en envainar.
—¿Qué se te ha perdido aquí, maese?
—Pos es obvio, zoquete. —El del morrión no le quitaba ojo de encima—. ¿A santo de qué manda la marquesa a un brujo? Viene a por la patrona.
—¿Es eso verdad?
Eren asintió.
—Tiene sentido —señaló el de la cara picada—. Es de la Escuela del Lobo y viene a por la loba. ¿Estás especializados en bestias, maese?
—Monstruos de todo tipo.
—Coño, menos mal. Nosotros no somos monstruos, no puedes hacernos na.
—¿Y pa qué te crees que lleva una espada de acero, tonto del culo? Esa es pa nosotros. La plata es pa matar a la patrona.
—¡Hostia puta! Me largo.
—Estate quieto, gilipollas —graznó el gordo, que volvió la cara hacia Eren—. Nosotros nos abrimos, maestro. Esto ya pasa de castaño oscuro. Los mercaderes son manejables, pero un brujo hecho y derecho… ¿Quieres saber dónde está la patrona, brujo?
—¿Vais a delatarla?
—Hombre, no hay honor entre ladrones y la vas a encontrar tarde o temprano. Aquí entre nosotros, yo creo que te despedaza. ¿Loba? Un lobo es un corderito si lo comparamos con la patrona. La patrona es grande y fea como su puta madre, parece una loba, pero aberrante, fea como un demonio. Tiene los ojos redondos, redondos como platos, parece…
—Es una carnassier.
—¿Carnassier?
—Peor que un hombre lobo, que cualquier licántropo. El carnassier parece un lobo monstruoso, pero no es un lobo. La descripción es inequívoca.
—¿Y eso qué significa, maese?
—Significa que puede despedazarme.
10
—Estás solo a partir de aquí. A nosotros nos gusta la vida.
Eren vio destellos de luz en las profundidades de la gruta.
—Ni hablar.
—¿Cómo? ¿Qué dices, maestro? ¡Te hemos ayudao!
—Y yo os he perdonado lo que tanto os gusta. Guardad las espadas, os haréis daño.
—¡Y una mierda! —gritó el rufián enclenque, dándose golpes con la espada en el morrión—. Es un mutante, muchachos, pero nosotros somos tres. ¡Rodeadlo!
Insensatez, pensó el brujo mientras hacía la Señal de Somne. El mundo está lleno de insensatos, por eso el mundo va tan mal.
Eren los ató y amordazó mientras dormían. Roncaban como bestias. No eran parte del contrato, pero sí del problema. Insensatos, volvió a pensar. Por aliarse con un monstruo, por desafiar a un brujo.
Se volvió hacia la gruta, sacó una redoma llena de Gato, bebió y se limpió la boca. Sus ojos brillaron y la oscuridad se disipó completamente. Él, el lobo, se metió en las fauces de la carnassier. Cuando un guerrero deseaba probar su valía —porque estúpidos nunca han faltado, diría Keith—, iba a los montes en busca de un carnassier y de ello quedaba un poema, si sobrevivía, o nada en absoluto.
Ymir estaba en una hamaca, un brazo le colgaba. Leía. Eren no dijo nada, pero echó mano del medallón, que zumbaba sin control. Clac. La cadena se había roto.
—Pos yo tenía entendío que los andares de los brujos no hacían ruido —protestó Ymir, que tenía la cara llena de pecas. Se rascó un pecho—. ¿Qué quieres?
—¿Qué lees?
—¿Esto? No sé leer. Solo miro los dibujos e imagino lo que pone. Es obsceno a ratos, pero divertido. Arrímate, dime lo que pone. Mira.
—El Libro del buen amor.
—¿Qué pone aquí?
—Yo, como soy humano y, por tal, pecador, sentí por las mujeres, a veces, gran amor…
—¡Y quién no! ¿Qué más?
—Que probemos las cosas no siempre es lo peor; el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.
—Pos sí, mucha razón lleva. ¿Qué has escogío tú?
—El bien son los hombres, yo no soy un hombre. El mal son los monstruos, pero tampoco soy un monstruo. No lo sé.
—Yo he escogío el mal y tú has venío a matarme.
—No, Ymir. Si quisiera matarte, no estaríamos hablando. No, no me interesa matarte. Me manda Historia Reiss.
La mujer enserió.
—Christa… ¿Qué quieres de mí, brujo?
—Quiero que vengas conmigo.
—¡Ir contigo! ¡Meo y no echo gota! ¿Pa qué? Yo no salgo de aquí. ¿Qué ha sido de mis tres mendrugos?
—Te traicionaron. Ahora duermen.
—Atajo de bobos.
—También vendrán con nosotros. Cúbrete con algo.
—¿Qué quiere la marquesa de mí? ¿Te lo ha contao?
—Sí.
—¿Ha tenío el valor de contártelo?
—La marquesa… No, Historia. Me ha contratado como Historia Reiss, no como la señora de estas tierras —reflexionó Eren en voz alta—. Historia desea curar tu condición. Yo puedo hacerlo.
