Cap 10: Secuestro
El santuario de la diosa Atena era un lugar bastante solitario por lo alejado que se encontraba de todo. Adonis se sentía nuevamente en casa con esa soledad. El no tener a la diosa preguntándole por su progreso, las travesuras de Sísifo o las amenas conversaciones con León, hacían todo demasiado solitario y callado. Aún estaba Ganímedes en el mismo espacio geográfico, pero no podía considerarlo una compañía realmente. En ocasiones comenzaba una conversación con un saludo cuando se encontraban. Un "Hola, ¿cómo estás?" respondido escuetamente con un "bien, ¿y tú?". Esa era toda su conversación. Saludos educados y contestaciones de cortesía que no llevaban a nada. A veces intentaban alargar un poco lo que se decían mutuamente sólo por el aburrimiento, pero era difícil conversar cuando tenían poco en común y Ganimedes tenía la mala costumbre de volverlo todo acerca de sí mismo. Por esa misma razón se había decidido colocar una diana para fijarla como blanco y practicar arquería. Pese a ser muy bueno en ello la finalidad real de la práctica era despejar su mente.
"Ha pasado bastante tiempo y aun no me decido si volverme un santo de Atena o largarme de aquí". Pensó el rubio notando que su flecha se desvió considerablemente de su objetivo. Su mente estaba dispersa y era dolorosamente consciente de ese hecho. No podría estar en ese sitio de manera indefinida y tarde o temprano tendría que vestir su armadura o decirles adiós a todos. Pese a las promesas de seguirlo viendo de parte de León y Sísifo, la duda sobre cuanto podrían mantener esas palabras lo asaltaba constantemente. Ellos podían morir durante una misión y ya nadie lo visitaría. Volvería a estar en el auto exilio en algún bosque teniendo que defenderse con campos de rosas o demás plantas peligrosas para alejar a personas con malas intenciones.
Observó fugazmente el lugar que usaba para practicar. Se notaba que, en mejores tiempos, —o al menos de manera teórica—, eso sería un campo de entrenamiento. Incluso veía en ruinas las piedras que se suponía serían los asientos. Usando un poco la imaginación podía considerar que estaba parado en medio de un coliseo siendo rodeado por una multitud. Mas, ahora sólo eran vestigios y restos olvidados de algo que quizás nunca fue. No había preguntado si se le había dado uso al templo antes de ser abandonado. Y tampoco le importaba mucho su estado. ¿Inconscientemente habían arreglado poco ese lugar sintiéndolo temporal o era simple pereza? Ninguno de ellos hizo mayores modificaciones al lugar. Lo usaban como si sólo fuera una posada de paso. Si se planteaba vivir allí tendrían que arreglar todo desde sus mismos cimientos si era necesario. "Para cuando regrese Atena debería tener alguna respuesta o propuesta sobre mi futuro".
Cerca de allí se encontraba el santo de acuario concentrando su cosmos en su mano. De momento no estaba portando su armadura. Sabía bien que las mismas eran capaces de aumentar las capacidades del usuario, pero para ser alguien efectivo y valioso necesitaba ser poderoso por sí mismo. Seguía teniendo en mente que debería dejarla de lado una vez que Zeus lo volviera a tomar como su amante. Sería algo incómodo que llevara sobre su cuerpo el símbolo de su pertenencia a Atena, cuando su cuerpo sólo le pertenecía al rey del Olimpo. El ser que tanto amaba y a quien se había entregado por completo con fidelidad y devoción. Además, se sentía algo insultado de que su armadura tuviera la figura de una mujer sujetando un jarrón. Él era el copero de los dioses. Un hombre. Claramente siendo el motivo de la existencia de esa constelación y, por ende, la armadura debería tener su figura. Para colmo de males, el insufrible de Sísifo se había percatado de ese detalle y no perdió el tiempo para burlarse cruelmente de él.
―Pequeño desgraciado ―gruñó mientras congelaba unos árboles completamente frustrado―. Arruinaste mi vida, todo por tu maldito ego y egoísmo ―protestó golpeando con su puño el árbol congelando donde tocó―. Si tan sólo no existieras o si fueras capaz de ser obediente, nada de esto habría sucedido ―susurró el hermoso joven seguía penando al recordar su romance destruido.
Ganimedes fue un príncipe hijo de Tros, fundador de Troya, por lo mismo, como cualquiera nacido en alta cuna, recibió la instrucción y educación propia de cualquier miembro de la realeza y lo que más deseaba en aquellos tiempos era cumplir su rol. Heredar el puesto de su padre y convertirse en un rey, casarse con una bella mujer y tener hijos. Al igual que cualquier noble debía demostrar ante todos que era todo un hombre y a sus trece años de edad se preparó para demostrarlo en una cacería que se celebraría pronto. Para estar con sus aptitudes lo mejor afinadas pasaba tiempo practicando en el monte Ida cerca de Troya, en Frigia. Allí era el sitio de exilio al que muchos héroes se sometían en su juventud, cuidando un rebaño de ovejas o, alternativamente, la parte rústica o ctónica de su educación, junto con sus amigos y tutores. Empero, Zeus se enamoró de su belleza y desde aquel día en que fue secuestrado por él, todo cambió. Aun cuando en un principio sintió miedo por ser llevado por un águila gigante, todo eso quedó en el olvido con lo sucedido posteriormente. El rey de los dioses recobró su figura humana al llegar al Olimpo y se le acercó cortésmente a tomar su mano de una manera caballerosa. Idéntica al que se esperaría de un hombre cortejando a una doncella. Su viril mano sujetó la suya temblorosa y la besó mientras inclinaba un poco la cabeza hacia él.
―Eres el mortal más hermoso que he tenido el placer de contemplar a lo largo de mi vida inmortal ―afirmó el Dios observando fijamente el rostro del niño.
Su rostro se había tornado completamente rojizo como una fresa madura por semejante halago. Si bien le era común ser alabado por su belleza que un Dios, y además el rey de todo el Olimpo, le dijera semejante cosa era completamente nuevo. Zeus, al igual que todas las grandes y conocidas deidades, era poseedor de una gran belleza capaz de encandilar los ojos de cualquier simple mortal. La atracción por él fue instantánea. Ni siquiera se opuso cuando lo guio hacia sus aposentos y lo recostó en su cama. Rápidamente le despojó de las ropas que traía consigo y tomó su virginidad entre caricias y besos que tranquilizaban su miedo y dolor de la primera vez. Jamás había pensado que estaría en semejante situación, pero el Dios lo consolaba y le recordaba que era un honor que su cuerpo fuera despojado de su pureza por una deidad tan magnifica como él. Aceptó esas palabras como una verdad. Zeus fue el primer hombre que sintió en su interior y también el único.
―El Dios más poderoso de todos merece al mortal más hermoso en su lecho ―afirmó el Dios del trueno mientras acariciaba sus mejillas con el dorso de su mano antes de plantarle un suave beso―. Es igual que en la naturaleza donde el macho más poderoso toma como compañera a la hembra más hermosa, ¿no te parece? ―preguntó mientras su rodilla subía suavemente para estimular nuevamente su entrepierna.
―Tiene razón, Dios Zeus ―secundó Ganimedes entre jadeos―. Muy sabias palabras, mi señor.
―Puedes decirme por mi nombre simplemente ―dijo sonriendo mientras sus labios se posaban en su oreja―. No creo que puedas gritar de placer algo más que "Zeus" antes de perder la voz ―prometió de manera ronca haciéndolo jadear.
Después de su encuentro pasional se le permitió descansar cuanto quisiera. Se le trataba como un invitado especial. Tenía una lujosa habitación para él mismo, ninfas sirviéndole para las tareas diarias como bañarse, llevarle algo de comer o demás. Se le permitió tener cualquier capricho que pidiera. Desde salir de paseo por el Olimpo hasta bajar a la Tierra de los mortales si se le antojaba. Esto último sucedía muy poco, debido a que no extrañaba para nada esa pequeña y miserable vida como comenzó a verla luego de vivir en Olimpo. Había pensado en visitar a su familia, especialmente a su padre, pero cualquier ínfimo interés que tuvo murió cuando supo lo que hizo como respuesta a su secuestro.
El padre de Ganimedes echaba de menos a su hijo o eso es lo que dijo. Contradictorio a ese relato lo sucedido a continuación fue lo que le quitó los deseos de un reencuentro familiar. En compensación por el rapto, Zeus envió a Hermes con una vid de oro, obra de Hefesto, y dos caballos tan veloces que podían correr sobre el agua como regalos para el rey. Además, Hermes aseguró al padre de Ganimedes que ahora era inmortal y que sería el copero de los dioses, un puesto de mucha distinción. Sin hacer contacto con su familiar, pero habiéndose enterado de los detalles a través del mensajero de los dioses, Ganimedes confrontó a su amante cuando fue a visitarlo a sus aposentos en el Olimpo.
―¿Por qué pagaste a mi padre por mí como si estuvieras comprando ganado o peor aún, a una ramera? ―cuestionó el joven de cabellos oscuros sintiéndose dolido de que fuera visto de esa manera.
―Porque tu padre te extrañaba ―respondió Zeus acercándose a su amante―. Sólo intentaba aminorar su dolor ante tu ausencia, pues tú no lo visitas pese a tener la libertad para hacerlo.
―Yo… no sabía si querría recibirme luego de mi secuestro ―admitió Ganimedes incómodo al respecto de ese tema abrazándose así mismo intentando disimular su propio miedo al rechazo de su progenitor―. Han pasado dos años desde entonces. No sé si habría querido verme tras tanto tiempo incomunicados.
―Y no quería ―afirmó el dios sonriendo mientras su amante no lo veía―. Tu padre te extrañaba, pero no te quería de regreso. No te considera lo suficientemente hombre.
―¡Pero sí soy muy hábil! ―exclamó indignado por tal afirmación―. Aunque no llegué a realizar el rito para demostrarlo debería saber que poseo la habilidad de todo un rey.
―Él no lo veía de esa manera ―habló Zeus suavizando su voz mientras pegaba su cuerpo al del contrario―. Piensa que al ser secuestrado por mí ya no vales nada. Qué no eres digno de ser su hijo, te repudia ―mintió con gran habilidad sonando incluso triste por su situación pese a ser la realidad diferente―. Pero yo sé lo que vales y quiero darte todo lo que se merece tan maravilloso ser como tú. Quisiera tenerte a mi lado por toda la eternidad.
―Pero yo no soy inmortal ―mencionó el hermoso joven a su amante pensando en lo triste que era ser tan fácilmente olvidado por su padre―. Y más importante, ¿cómo es que mi padre se conforma con eso? ¿No que me extrañaba demasiado?
―Vele el lado amable ―pidió el Dios mientras atraía a su niño para hacerle sentarse en sus piernas―. Yo puedo ofrecerte la inmortalidad, la eterna juventud, además de nombrarte copero personal de los dioses, sustituyendo de este modo a mi hija Hebe ―explicó mientras acariciaba lascivamente sus piernas―. Si vas a estar conmigo por toda la eternidad, ¿te importa lo que suceda con tu padre?
―Él moriría antes que yo, ¿verdad? ―preguntó jadeando mientras sentía los labios de Zeus paseándose por su cuello.
―Igual que sucede con todos los mortales ―le recordó el Dios mientras lo recostaba en la cama para montarse encima suyo―. Dejé pasar estos dos años para que tu belleza floreciera ―explicó mientras acariciaba sus mejillas con el dorso de su mano―. Estás en el punto cúspide de la belleza mortal y me gustaría conservarla para siempre como está ahora. Dime, ¿serás mío para toda la eternidad?
―Sí, sí ―afirmó emocionado al recibir semejante regalo de su amado.
―Te amo, Ganímedes.
―Yo también te amo, Zeus.
La diosa Hebe había sido castigada por Zeus cuando esta tropezó mientras le servía el néctar. Por esta razón fue relevada de su cargo como copera. El rey de Olimpo ya tenía decidido su reemplazo y sin que ninguno de los dos pudiera decir u objetar algo fue sustituida por Ganímedes. Hebe no mostró ninguna clase de enojo o rencor por la sustitución y con gran amabilidad le explicó acerca de sus deberes a su reemplazo. Ella le contó acerca de algunas manías de los dioses respecto a cuando se les servía su bebida y cosas que debía evitar para no ofender a ninguno de ellos mientras realizaba su tarea.
En poco tiempo el nuevo copero se acostumbró a su deber y lo realizaba alegremente. Conversaba con los dioses cuando era preciso y siempre se encargaba de mantener conversaciones entretenidas para los mismos. Esto último había sido motivo de múltiples halagos y comentarios de orgullo de parte de su amante. La única que mostraba desprecio hacia él era la diosa Hera. Era algo natural teniendo en cuenta de que a fuerzas debía ver al amante de su esposo sirviéndoles a los dioses y conviviendo en el mismo espacio que ella. Mas no podía hacer nada.
Era humillante sin dudas. Ella, Hera, hija de Crono y Rea, hermana de Zeus. Quien fue cortejada por éste y al ser rechazado se transformó en un búho para motivar su ternura. Todo para ser pagado de la peor forma. Cuando ella lo calentaba entre sus pechos, Zeus retomó su forma y la violó. Se vio obligada a casarse con él por vergüenza. Si bien en su matrimonio no había amor, al menos de su parte, por lo menos quería respeto. Ella era una diosa poderosa, respetada y temida por los demás y se veía rebajada a ver a la mascota de su esposo paseándose en el Olimpo como si fuera uno de ellos.
No siempre se llevaba bien con Zeus por las infidelidades. Y a pesar de que ella lo aconsejaba y era confidente de muchos secretos, él era capaz de azotarla y descargar el rayo contra ella, pero a esa pequeña ramera no le hacía nada. Y para colmo, había usurpado el lugar de su hija en la tarea de servir a los demás dioses y a ella le estaba usurpando su lugar no sólo en el lecho, sino como su confidente. Estaba, lamentablemente, acostumbrada a ver a Zeus violar o seducir a mortales o criaturas sobrenaturales como ninfas para poseer sus cuerpos y luego olvidarse de ellos, pero a esto no. Ganimedes no sólo era su compañero en la cama, sino que se estaba volviendo un íntimo confidente.
Hera había asesinado a múltiples amantes de su esposo, maldecido a otros e incluso perseguido a sus hijos bastardos, pero no era capaz de tocar a Ganimedes por un incidente del pasado.
En una ocasión hartos del orgullo y petulancia de Zeus, los dioses, instigados principalmente por Hera, lo ataron de pies y manos con correas de cuero, haciendo cien nudos para que no pudiera moverse. Mientras discutían quien sería el sucesor, la nereida Tetis, futura madre de Aquiles, temiendo una guerra civil, fue en busca del gigante de cien manos Briaero, quien desató las correas usando todas sus manos al mismo tiempo. Zeus la castigó por ser la líder de la conspiración colgándola del cielo con brazaletes de oro en cada muñeca y un yunque atado a cada tobillo. Sólo la liberó cuando todos juraron nunca más rebelarse contra él.
Desde entonces tuvo que abstenerse de cualquier tipo de conspiración u ofensa contra el rey del Olimpo. En carne propia había estado viviendo una y otra vez la crueldad de su marido. De nada le sirvió guardarle fidelidad. Cualquier otra en su situación habría buscado un amante o el divorcio, pero ella no podía. Zeus sería capaz de matarla si intentaba dejarlo y de pensar siquiera en serle infiel podía prepararse para tener a su amante muerto o maldecido y a ella quien sabía qué podía esperarle.
―¡¿Estás loco?! ―exclamó la diosa Hera cuando descubrió que Zeus le enseñó a usar el cosmos a Ganimedes.
―Deja de entrometerte, mujer ―ordenó sin siquiera prestarle atención mientras continuaba explicándole al copero como concentrar su poder en sus manos―. Si continuas como vas pronto podrás hacer hielo.
―¿Hielo? ―interrogó el menor también ignorando a la diosa mientras veía sus propias manos sintiendo un aire gélido como si fuera invierno.
―Es sólo otra forma del agua. Como copero podrías mantener o darnos tragos fríos si aprendes a manejar este poder ―explicó Zeus viéndolo con una sonrisa de orgullo.
―¡Lo haré! ¡Daré mi mejor esfuerzo! ―prometió el azabache con mucho entusiasmo.
Tras la decepción que había sufrido su padre, lo último que deseaba el ex principe era ganarse el desprecio de su amante también. Sabía bien que no había completado el rito de adultez como correspondía, pero que por ese motivo su padre lo considerara menos hombre lo molestaba. Igualmente, si ese repudio había nacido por yacer en el lecho de un hombre, lo llamaría hipócrita y hereje. Para empezar, existían muchos guerreros compartiendo lecho con sus compañeros. Él que tuvo la enorme fortuna de hacerlo con una deidad debía ser envidiado. ¡Eso era! Su padre le tenía envidia por conseguir la inmortalidad y el reconocimiento del rey del Olimpo. A su lado, Troya era insignificante y eso seguro había herido el ego del rey. Aprendería el cosmos y llenaría de orgullo a su amante. Sin embargo, había alguien que también había aprendido a usar el cosmos y que cambió indirectamente la suerte de Hera y Ganimedes.
―¡Ese maldito Sísifo! ―gritó Zeus con furia desde su trono con todas las miradas posadas en él―. Ha aprendido a usar el cosmos y lo usa para desafiarme.
―Tranquilo, sólo se trata de un mortal intentando jugar a ser Dios ―quiso animar Ganimedes restándole importancia mientras llenaba su copa de néctar.
―Ya no es un mortal, las almas son inmortales y el desgraciado le está sacando provecho ―dijo mientras bebía el elixir recién servido.
―Pero no puede hacer nada contra tu poder. ¡Eres el rey del Olimpo! ―presumió el copero sonriéndole animado.
―¡Lárgate! ―ordenó de malhumor agitando su mano―. No estoy de ánimos para verte ―gruñó girando el rostro.
―Estás muy estresado, tal vez deberíamos… ―dijo Ganimedes coquetamente acercándose a sus labios para besarlo y quitarle el estrés como más disfrutaba su amante.
―¡Qué te largues! ―volvió a ordenar de manera incluso más agresiva dándole una bofetada que lo envió al suelo.
Con todo el dolor del rechazo, el joven de cabellos oscuros se retiró dejando a su amante solo. Le dolía el rostro y llevó una de sus manos al mismo notando cierta inflamación que se atendió él mismo usando el cosmos que aprendió. Era la primera vez que Zeus le ponía la mano encima y en la soledad de su habitación derramó varias lágrimas por ese hecho. Poco después, su amante fue donde él con regalos maravillosos prometiéndole que aquello no volvería a suceder mientras se disculpaba por haber sido brusco. Responsabilizaba al estrés generado por aquella alma inquieta, pero le juró una y mil veces que lo amaba con todo su corazón incluso más que a la diosa Hera. Sin embargo, esa situación se convirtió pronto en un ciclo. El Dios enojado desquitaba su furia con él, se separaban brevemente, Zeus venía arrepentido trayendo consigo regalos y promesas de que no volvería a suceder.
―Mira ―enseñó el Dios del rayo señalando una armadura alada que se encontraba junto a sus truenos y demás tesoros―. Yo la vestía cuando logré derrotar a los titanes.
―Es hermosa ―susurró tocando con la yema de sus dedos las alas de la misma.
―Pero no tan hermosa como tú ―aseguró el Dios mientras lo sujetaba de la cintura―. Tú eres mi más grande tesoro ―aseguró plantándole un beso―. Y por lo mismo te he preparado un gran regalo.
―Zeus ―susurró fascinado por aquel inmortal―. Te amo tanto ―dijo mientras le robaba otro beso.
Sin perder el tiempo, el rey del Olimpo lo llevó a observar el cielo donde con su poder hizo brillar aún más las estrellas señaladas por la punta de su dedo índice. Esa constelación nueva era Acuario. Esas estrellas fueron puestas allí por su amante para alabar su belleza e inmortalizar su nombre por los siglos de los siglos. Era el gesto más romántico y hermoso que jamás nadie había podido ni podría tener con él. Luego de semejante regalo, fueron a la habitación donde consumaron su amor y Ganimedes se volvió a consagrar a Zeus nuevamente ofreciendo todo de sí por la felicidad del soberano de los dioses.
No obstante, su regalo fue motivo del enojo de Hera, quien pese a los riesgos de ser castigada decidió jugarse el pellejo para deshacerse de ese maldito copero. Odiaba ver cómo era colmado de atenciones de parte de su marido mientras ella era motivo de burla de las demás diosas. Éstas no tardaron en señalarla cómo la raíz del problema, aludiendo a que algo estaría haciendo bien el antiguo mortal para ser el favorito de Zeus. Mientras ella era vista como una esposa mediocre incapaz de complacer a su marido dándole motivos para las múltiples infidelidades en su contra.
―No deberías estar aquí ―dijo Hera al copero cuando lo encontró solo en los aposentos de su esposo.
―Sólo vine a buscar a Zeus ―respondió cortamente mientras mantenía una expresión estoica al mismo tiempo que se retiraba de allí al no encontrar a su amante.
―Tu estancia aquí es temporal. Pronto te sacarán a patadas como la perra que eres ―susurró la deidad con malicia.
―El mismísimo rey del Olimpo me ofreció la inmortalidad para estar junto a él. No te corresponde a ti decidir si me quedó o no ―respondió el joven de manera orgullosa.
―¿Te crees mucho sólo por ser otro de los tantos amantes de mi esposo? No eres diferente de cualquier otra ramera que ha tenido.
―A mí me ha tratado como merezco ―presumió con orgullo.
―Sólo eres un simple mortal, mereces lo que los dioses decidan darte ―le recordó altaneramente cruzándose de brazos―. Y yo no estoy dispuesta a ceder a mi pareja ante un niñito como tú.
―Ni siquiera perderé mi tiempo contigo, no lo vales ―habló Ganimedes de manera fría antes de retomar su camino hacia la puerta para largarse de allí, pero fue detenido por Hera quien lo sujetó rudamente del brazo.
―Yo soy una diosa. Aunque ahora seas inmortal nunca serás como nosotros, por tus venas no corre sangre divina ―dijo Hera cruelmente clavando sus uñas en su brazo causándole daño.
―Suéltame ―ordenó el azabache de manera seria.
―¿O qué? ―cuestionó la deidad sonriendo antes de jalarle el cabello con tal fuerza que su cuero cabelludo ardió y sintió un líquido tibio humedeciéndolo.
―Te lo advertí ―susurró usando su cosmos para apartarla de su cuerpo con el hielo.
Empero, para su mala suerte la diosa Hera soltó un grito adolorido completamente exagerado que atrajo la atención inmediata de Zeus. El dios del rayo se mostró completamente furibundo cuando vio los restos de hielo en el rostro de su esposa. No había daño real en ella, por dos motivos. El primero, Ganimedes no intentó herirla, sólo quería que dejara de lastimarlo. Y el segundo, ni, aunque quisiera causarle daño usando todo su poder dudaba poder hacerlo. Aun así, su amante no atendió razones. Pese a que el copero le juró una y mil veces que jamás intentó ofenderle, pero no hubo caso.
―Ella me estaba lastimando, sólo me defendí ―argumentó Ganimedes.
―¿Eso es verdad, Hera? ―interrogó el Dios viendo a su esposa.
―Él se cree mejor que yo, una diosa ―respondió Hera sollozando―. Incluso los otros dioses comienzan a decir que los mortales son mejores que los dioses. Desde que llegó Ganimedes a reemplazar a Hebe y a mí, todos dudan del status entre nosotros.
―Eso no es mi culpa. Yo soy respetuoso y obediente de las leyes ―aseguró el copero con desesperación en su voz.
―¡Usaste tu cosmos contra mí! ―gritó la diosa mientras se cubría el rostro con sus manos―. Eres igual que Sísifo.
La conspiradora diosa sonrió internamente cuando vio a su marido deformar su rostro en una mueca llena de odio. Aquel nombre tenía un efecto casi inmediato en Zeus quien no podía ni siquiera oírlo sin sentir su sangre hervir. Llevaba literalmente décadas oyéndolo blasfemar en su contra, viendo cómo se escapaba del inframundo y hacía su voluntad. Aun no hallaba solución para poner un alto y estando muerto su alma inmortal podía seguir siendo fuente de su tormento por varios siglos más. Pensó que era un caso aislado, pero su dulce amante usó lo aprendido sobre el cosmos para levantar su mano contra un Dios. Esto era peligroso. Era otra muestra de rebeldía contra ellos y de permitirlo, el estatus sería cuestionado y puesto en aun más peligro del que ya corría por culpa del estafador. Sus almas inmortales eran un problema y juzgó sus vidas como simples humanos su forma menos peligrosa. Resolviendo mejor darles de regreso esa vida que alguna vez tuvieron para ponerle finitud a sus existencias antes de volverse súbditos de Hades y tenerlos bajo control nuevamente.
―Lo siento, Ganimedes, pero tu castigo por tal herejía será el exilio del Olimpo ―declaró Zeus para alegría de su esposa.
―¡No, por favor! Te prometo que jamás volveré a alzar mi mano contra Hera o cualquier otro dios ―juró el copero comenzando a llorar con desesperación.
―Sísifo también fingió ser dócil y obediente con Thanatos antes de engañar a Hades y escaparse por segunda vez de la muerte ―recordó Hera a su pareja con veneno en cada palabra asegurándose de que no hubiera una segunda oportunidad para el amante de su esposo.
―¡Fuera! ―gritó el Dios del rayo alzando su brazo por encima de su propia cabeza haciendo desaparecer a todos aquellos que no poseían sangre divina.
Desde ese momento cualquiera de origen mortal fue expulsado del Olimpo por temor a más actos de rebelión contra los soberanos. Se había confiado. Zeus lamentaba haber permitido a los mortales confiarse tanto al punto de creer que eran mejores que los dioses. Mientras tanto Ganimedes lloraba desconsolado al ver que apareció en medio de una ciudad. En un callejón lleno de suciedad y ratas corriendo entre la basura acumulada. Su amante lo había desechado como a un trasto viejo por las palabras de la diosa Hera. Quien no tendría ningún arma contra suya de no ser por ese maldito hereje. Desde entonces se dedicaba a mendigar dinero o comida, usando las pocas monedas recolectadas para comprar vino y ahogar sus sentimientos de desamor.
―Todo era perfecto ―gruñó apretando los dientes ante esos recuerdos agridulces―. Todo por culpa de Sísifo.
Lo que molestaba al santo de acuario era que ese maldito hereje, lejos de arrepentirse y volverse el más devoto hacia los dioses, seguía con su actitud de siempre. Todos ellos, es decir León, Adonis y él, siempre se arrodillaban ante la diosa de la guerra. Le hablaban con el respeto que una divinidad merecía, pero ese blasfemo no. Ni porque lo habían rescatado del Tártaro se volvía más sumiso a los mandatos de la diosa. Se oponía, replicaba y se comportaba como si fuera su igual. Cuando le preguntó a Atena por ello, simplemente dijo que era una pérdida de tiempo. Sísifo no haría nada que no deseara y mientras cumpliera con su deber podía hacer esa excepción con él. ¿Qué clase de pecado había cometido en su vida pasada o mal estigma llevaba consigo para vivir semejante injusticia? Él había sido una buena persona, un amante dócil y gentil, cuidadoso de honrar a los dioses era arrojado al mundo mortal como basura. Despojado de todos sus lujos, sin nada ni nadie que lo recibiera en su regreso sin haber cometido falta alguna. Mientras Sísifo habiendo cometido todo tipo de ofensas contra el Olimpo consiguió un padre adoptivo, el favor de la hija de Zeus, la amistad de Adonis y la adoración de muchos.
"No merece el honor de ser llamado el ángel de Atena. Me lo quitó todo y estoy condenado a ver cómo me restriega en la cara lo feliz que es y lo poco arrepentido que está por ello. No es justo, yo sólo deseo volver al lado de mi amado".
Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por un repentino cambio en el ambiente. Si bien no había sucedido nada destacable realmente, los animales se habían silenciado repentinamente y el ambiente se tornó pesado. Una sensación de miedo recorrió su cuerpo presintiendo la presencia de un ser poderoso acercándose. Le recordaba a cuando Atena venía a visitarles, pero a diferencia de ella, el cosmos que sentía era agresivo en cierto modo. No estaba seguro de cómo clasificarlo, era como si estuviera irritable por tener que ir allí. Y las respuestas a sus preguntas no tardaron demasiado en llegar cuando vio a la diosa del amor y la belleza a espaldas de Adonis. Ahora comprendía la extraña mezcla de sentimientos. La diosa estaba enojada de llegar a un lugar tan vulgar y de poca monta, pero feliz de volver a ver a su antiguo amante. El rubio tembló de miedo al sentirla literalmente respirando a sus espaldas. Sabiendo de la diferencia de poder, el terror era notorio en su cuerpo, pero dándose valor soltó un grito y se giró para dispararle con todas las flechas que tuviera disponibles.
―¿Así recibes a tu amante luego de tanto tiempo separados? ―interrogó Afrodita usando su cosmos para ejercer presión sobre el rubio.
―¿Qué es lo que quieres aquí? ―interrogó Adonis temblando con el arco y flecha en sus manos―. Este es el templo de la diosa Atena, no tienes lugar aquí.
―¡Adonis! ―gritó Ganimedes llegando donde él para colocarse a su lado en un intento de protegerlo de la diosa.
"¿Ganimedes preocupado por mí?". Pensó el santo de piscis al ver el rostro tenso de su compañero. Si bien no eran los mejores amigos, al menos parecía que lo consideraba un compañero si se ponía de esa manera al verlo en peligro. No sabía en qué estaba pensando el otro al intentar interponerse entre una diosa y su presa, pero agradecía el gesto. Le hacía sentirse menos solo y calmaba un poco sus temores, pero nuevos surgían. Pues tenía muy en claro que de desatarse una disputa ninguno de ellos dos saldría bien parado frente al poder de una deidad. El de acuario mantenía la mandíbula tensa preocupado por las consecuencias contra él. "Por un lado no debería atacar a una diosa o Zeus creerá aún más en las palabras de Hera sobre que soy un rebelde, pero si no cumplo con la tarea que me asignó la diosa Atena seré visto como un inútil incapaz de cuidar de un templo semi abandonado. Estoy en una encrucijada". Meditó sintiéndose en un dilema bastante complejo. Mas, primero debería tantear terreno respecto a las intenciones de la deidad.
―Si viene a visitar a Atena me temo que en estos momentos no se encuentra aquí ―habló Ganimedes intentando sonar diplomático.
―Oh vaya, tu voz se ha vuelto más gruesa ―mencionó la deidad sonriendo divertida―. Y pensar que antes era tan aguda y angelical y ahora se comienza a tornar rasposa y grave.
―Con todo respeto, mi señora ¿podría decirnos el motivo de su visita inesperada? ―insistió el antiguo copero sabiendo lo caprichosa que podía ser Afrodita cuando se le hablaba en un tono que encontrara desagradable.
―Vine a buscar a mi amante obviamente ―respondió al fin luego de darle tantas vueltas―, pero mi dulce amante tiembla como si me tuviera… miedo ―remarcó la última palabra con mofa.
El rubio no deseaba admitirlo, pero era cierto. Sentía miedo. Un pavor desde lo profundo de su ser de volver a ser ese muñeco bonito que todos usaban para descargar sus placeres. Aquellas pasiones que a los humanos les prohibían arguyendo ser un acto pecaminoso digno de los infiernos. De un tiempo para acá comenzó a preguntarse si él no vivió un infierno en el Olimpo. Todos tocándolo de manera indecorosa, turnándose para llevárselo a su lecho, fingiendo interés en él o sus sentimientos sólo para que cuando explicaba algún problema fuera arrojado a la cama. En una ocasión les había intentado expresar sus dudas sobre su nacimiento, pero nada más bajar un poco la cabeza por la tristeza tuvo las manos de Afrodita empujándolo al lecho prometiendo hacerle olvidar esas dudas y miedos con su cuerpo.
Siempre era lo mismo. Pronto dejó de hablar de cosas que causaran lástima y fingió ser alguien indiferente, lo que fue a peor. Se lo tomaron a desafío para hacerle mostrar diferentes expresiones de placer sexual. Uno que le lastimaba por lo indeseado e insatisfactorio que era emocionalmente. Esa no era la vida que quería. Le gustaba más estar en el templo con Atena que eso.
―No quiero ir contigo ―susurró el rubio escondiéndose detrás de la espalda de su compañero. Podía estar actuando como un cobarde, pero no quería ir con ella.
―¿Cómo qué no? ―preguntó Afrodita cambiando su expresión a una de enojo e indignación―. Deberías estar profundamente agradecido de que yo te ame tanto que venga en persona a buscarte pese a tu exilio ―reclamó por su ofensa.
―Yo no te pedí que vinieras a buscarme ―dijo el rubio sujetando los hombros de acuario para infundirse valor.
―Ya lo oíste, ¡Lárgate! ―ordenó Ganimedes mientras elevaba un poco su cosmos haciendo que el aire alrededor de ellos se helara como una especie de barrera para mantener la distancia con ella.
―Qué envidioso eres, copero ―dijo la diosa del amor con malicia viéndolo de arriba abajo―. ¿Te enoja que mi preciado Adonis sí sea amado y tú no? ―interrogó ella riéndose cruelmente―. Zeus no ha venido por ti, ¿o me equivoco?
―Eso no te incumbe ―respondió tajante.
―No, no lo ha hecho porque ya tiene otros amantes para suplirte ―continuó Afrodita sin siquiera inmutarse mientras su sonrisa se acentuaba aún más―. Son incluso más hermosos de lo que jamás fuiste, pero hay que admitir que no estás tan mal para haber envejecido ―señaló tocándole la frente con el dedo índice.
La diosa del amor aplicó su cosmos en ese dedo haciendo que, con un pequeño roce, el santo de acuario saliera despedido varios metros en dirección contraria para horror de Adonis. El antiguo copero se levantó limpiándose la sangre del rostro y concentró el cosmos en sus manos para arrojar hielo a esa diosa. Él no iba a perder su tiempo insultándola inútilmente, prefería pasar a la acción y darle su merecido con sus propias manos. Lamentablemente su concentración no era lo suficientemente buena como para crear una cantidad de hielo que fuera considerada una amenaza. Lo que consiguió producir era como una ventisca limitada a un radio de alrededor de quince metros a su alrededor. Para la diosa del amor no hubo ningún problema para neutralizarlo. Usando su cosmos ejerció una presión tan grande a su alrededor que tanto piscis como acuario terminaron en el suelo con sus frentes tocando tierra. Apretaron los dientes queriendo ponerse de pie nuevamente, pero no había caso. El poder de un Dios era algo que ningún humano podría sobrepasar jamás. Con toda la confianza la deidad se arrodilló para estar a la altura del rostro del rubio y sin permitirle levantarse le robó un apasionado beso no correspondido.
"No de nuevo, por favor. Qué alguien me ayudé". Pensó el rubio desesperado al ver los lujuriosos ojos de Afrodita brillando con deseo ante su desesperación. Oh, ahí estaba de nuevo. Ese extraño fetiche que tenían los dioses de sentirse excitados cuando eran temidos y odiados. Por alguna razón les encantaba ver a los mortales tener rostros llenos de desesperación cuando los tomaban. Era claramente una cuestión de poder. Una forma de decirle que podía tocarlo o hacer cuanto quisiese con él por mucho que lo odiara o negara. La desesperación sólo era la cereza del pastel en los ojos de las víctimas.
Sin embargo, algo interrumpió a la diosa, o mejor dicho alguien. Adonis sintió un líquido cayendo sobre su rostro y se dio cuenta que se trataba de sangre. Proveniente de la herida que ella tenía en la mejilla. Buscó el origen de aquella herida encontrándose con la mirada azulada orgullosa de Ganimedes. Él había concentrado su cosmos en su mano y aunque no era capaz de ponerse de pie por la presión de la diosa sobre su cuerpo, sí logró crear hielo pequeño como un cuchillo y lo suficientemente compacto para causarle daño. Al estar tan confiada y distraída no le costó nada dejarle un profundo corte en la mejilla.
―¡Maldito! ¡¿Cómo te atreves?! ―preguntó colérica poniéndose de pie―. ¡Eros! ―llamó a su hijo quien apareció de inmediato―. Encárgate de llevar a mi amante a un lugar apartado donde podamos conversar tranquilamente. Tenemos mucho en que ponernos al día ―afirmó ella relamiéndose los labios al imaginar lo que le haría al rubio―. Pero antes debo encargarme del miserable que se atrevió a herir mi perfecta piel.
El santo de acuario cerró los ojos preparándose para lo peor. Sabía de sobras lo orgullosa que era Afrodita de su belleza y cómo hacía pagar a quien osara siquiera mirarla mientras se bañaba, no quería imaginar lo que le esperaba a él que se atrevió a cortarle la cara. Empero, no se arrepentía. Se lo merecía por lo que le estaba haciendo al rubio. No era un cobarde que huía cuando las cosas se ponían feas, pese a las palabras de su padre sobre no ser suficientemente hombre, él se consideraba uno. Y como tal, no iba a rehuir a su deber costara lo que costara.
Continuará…
N/A: Hebe sustituida por Ganimedes: cont-culturales/paginas-de-historia-del-arte/la-diosa-hebe-en-la-historia-del-arte/
Los Dioses contra Zeus: La Rebelión Olímpica: watch?v=PA7GOJnt6uk
Erimanto: un hijo de Apolo que sorprendió a Afrodita saliendo del baño desnuda tras haber yacido con Adonis. La diosa le castigó dejándolo ciego, lo que desató la ira de Apolo, que en venganza se transformó en un jabalí y mató a Adonis.
Link: wiki/Erimanto_(mitolog%C3%ADa)#:~:text=Erimanto%2C%20un%20hijo%20de%20Apolo,jabal%C3%AD%20y%20mat%C3%B3%20a%20Adonis
