Cap 15: Aspirantes

Tras seis meses del secuestro de Adonis muchas cosas habían cambiado. De aquel templo abandonado y destruido no quedaba nada. La diosa de la guerra y la sabiduría había utilizado su cosmos para darle nueva forma. Así mismo los santos que allí habitaban también les habían dado nueva forma a sus habilidades. Incluso habían ganado bastante fama por sus hazañas en diversas ciudades. Los cantares hablaban acerca de valientes jóvenes guerreros vestidos con armaduras doradas luchando en el nombre de la diosa Atena. Salvando inocentes, derrotando criaturas fantásticas con sus extraordinarios poderes sobrehumanos; flores tan venenosas que mataban al enemigo nada más olerlas, un hielo impresionante que dejaba el lugar como si fuera el más cruel invierno, un poderoso y salvaje guerrero tan fiero como un león y el ángel de la diosa Atena, aquel que aparecía cuando la esperanza estaba perdida y la renovaba con su sola presencia. La fama de la diosa era tal que cuando se corrió la voz de que estaba convocando personas para volverse parte de sus filas muchos no dudaron en ir.

La morada de la diosa Atena no quedaba muy lejos de la ciudad Atenas, la más grande ciudad de Grecia, pero no aparecía en ningún mapa conocido de los hombres. Se convirtió en una montaña sagrada, completamente aislada del resto del universo, separada del mundo por estrellas y gruesos conjuntos de nubes. Ni siquiera los más avanzados y precisos espías de diversas ciudades fueron capaces de encontrar ese lugar y eso que reyes interesados en localizar el sitio para robar sus secretos no faltaron. Cualquiera que dirigiera un ejército y tuviera planes de expandir sus dominios deseaba conocer el método para conseguir las habilidades de esos guerreros de oro. Para su desgracia seguirlos era imposible por su velocidad inhumana. Algunos intentaron comprar los servicios de los santos ofreciendo riquezas, tierras, mujeres e incluso asegurándoles un lugar dentro de la nobleza si cambiaban de lealtades. Nada había funcionado. Por lo anterior hubo quienes más maliciosos pensaron en secuestrar a alguno de ellos. Naturalmente fracasaron de forma estrepitosa.

Luego de tantas veces intentando localizar donde vivían los santos y como conseguían sus poderes, la diosa Atena soltó aquella inesperada noticia: invitaba a todos a su santuario. Aquel lugar enteramente cubierto por la Voluntad Superior de los Dioses y protegido por barreras divinas que repelen cualquier tipo de interferencia externa, sería abierto al público. Ese Santuario, cuya existencia estaba más allá de la lógica y de la comprensión humana. Buscarlo era lo mismo que buscar a Dios, y dudar de su existencia algo tan peligroso como cuestionar al Creador. Era la oportunidad que muchos estaban esperando.

De diversas ciudades enviaron jóvenes para recibir el entrenamiento para volverse santos; soldados rasos, príncipes, hijos de nobles o vasallos allegados con títulos de alto estatus. Mas, no sólo estaba abierta la invitación a ese tipo de personas. Al haber aclarado que no importaba el nombre o estatus del aspirante, incluso ladrones, malvivientes e indigentes habían visto una oportunidad. Un tercer tipo de persona que se encaminó al santuario eran aquellas personas normales que de alguna u otra manera fueron testigos de los santos y los tenían como metas en la vida. Variedad no faltaba entre los recién llegados.

―Han venido cientos de personas ―mencionó la diosa Atena desde sus aposentos sintiendo a todos los que nuevos invitados―. ¿Dónde está Sísifo? ―preguntó frunciendo el ceño―. Debería estar preparándose para dar el discurso de bienvenida.

―Sigue preocupado por lo que hablamos en la reunión y fue a ver de cerca quienes son los recién llegados ―explicó León con un rostro contrariado, ya que él mismo estaba en desacuerdo con el plan de la diosa.

―Diosa Atena si lo desea yo puedo reemplazarlo ―ofreció acuario vestido con su armadura dorada al igual que sus compañeros.

―No, gracias ―rechazó la diosa mordiendo sus propios labios con molestia por su caprichoso santo―. Él es el primer santo de toda la orden, el símbolo de mi poder y también tiene experiencia con discursos elocuentes de cuando era un rey.

―Puedo hacerlo mucho mejor que él, si me diera la oportunidad de… ―suplicó Ganimedes siendo rechazado por un movimiento de mano de la deidad a la que servía.

―.Avísenle que debe darse prisa ―ordenó la diosa antes de indicarles con la mano que se retiraran.

Los santos dorados se inclinaron respetuosamente ante ella antes de abandonar sus aposentos y dejarla descansar un poco. No había mucho que hacer en esos momentos. Con la gran cantidad de personas que estaban llegando sería complicado encontrar a Sísifo y más si no quería ser encontrado. El rubio comenzó a caminar de manera más lenta meditando acerca de la llegada de tal cantidad de personas. Se mostró incómodo respecto a algo en su mente. Se le veía claramente en el rostro como si dudara de lo que iba a decir.

―León acompáñame un momento ―pidió mirándolo suplicante―. Tengo algo muy importante que decirte.

―Oye, pero debes buscar a Sísifo para que dé el maldito discurso ―les recordó de malas acuario.

―¿Y no puedes decirme aquí mismo? ―interrogó el santo de Leo mirándolo extrañado a su compañero rubio.

―Preferiría que sea en privado ―respondió Adonis acercándose cautelosamente al otro―. Es sobre Sísifo ―agregó mostrandose preocupado e inquieto consiguiendo la atención completa del castaño.

―Por favor, Ganímedes ¿podrías ir a buscar a Sísifo? ―preguntó León amablemente mientras comenzaba a caminar siguiendo al rubio―. Iré a ayudarte en cuanto terminemos de hablar.

―Bien ―aceptó de mala gana acuario sabiendo lo difícil que sería encontrar a alguien tan pequeño entre tantas personas desconocidas.

Mientras tanto sagitario estaba vestido con sus ropas normales, generalmente usaba esa ropa cuando no estaba con su armadura, así que sólo llevaba una túnica corta blanca, sujetada en los dos hombros, con un nudo. También usaba un cinturón de cuero para tener sus ropas bien sujetas en caso de que tuviera que correr o algo similar. En su frente llevaba una cinta roja adornando. La tenía desde hacía unos meses y no se la había quitado por lo que significaba para él. Con su metro y medio claramente quedaba completamente tapado entre los enormes hombres allí presentes. Algunos parecían estar muy apurados por ser los primeros en llegar, otros se quedaban algún tiempo admirando el lugar. Hasta se topó con algunos escribiendo, seguramente tomando nota. Sin embargo, su mayor preocupación venía de haber notado la presencia de varios niños. Por estar distraído con eso fue chocado por un sujeto que a simple vista se veía como un asesino sanguinario. Incluso por la manera en que lo miraba parecía estarse debatiendo si sacar la espada que tenía en la cintura y cortarlo.

―¡Sísifo! ―llamó un niño de ocho años corriendo hacia él con una gran sonrisa―. ¿Me recuerdas? ―preguntó el jovencito tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse.

―Eres Giles ¿verdad? ―interrogó sagitario un poco dudoso.

―No te culpo por no recordarnos éramos demasiadas personas ―habló un hombre recién llegado apareciendo detrás de Giles―. Tiempo sin verte, Sísifo.

El guerrero que pensaba cortar al azabache prefirió alejarse al ver al recién llegado. Giles no era ningún problema siendo apenas un niño de ocho años de cabellos rubios cenizos. Es más, hasta le daría gusto también cortar a ese extranjero cuya apariencia era imposible de ignorar. El pequeño era de rasgos finos y estilizados, acentuando la nobleza y tranquilidad de su personalidad. Como característica más prominente, típico de los de su raza, carecía totalmente de cejas y tenía dos puntos en su frente. Su acompañante era alguien de mucho cuidado a la vista, pues era un hombre de unos diecinueve años alto muy musculoso y voluminoso de cabello castaño largo que le caía por la espalda y dos mechones cortos que caían por su frente, poseía piel morena clara; ojos castaños casi negros en un rostro cuadrado con barbilla partida. Sus cejas eran muy espesas formando una sola. Alguien con quien en definitiva no se querían problemas. Por lo mismo el guerrero se retiró dejando a los dos niños a su suerte. Si ese sujeto quería matarlos o lo que fuera no era su asunto.

El niño de ojos claros se levantó del suelo y forzó su memoria intentando recordar a las personas frente a él, no es que quisiera sonar pretencioso, ―aunque a veces sí que le gustaba serlo para sacar de quicio a algunos―, es sólo que durante meses conoció de vista a demasiadas personas. Atena los había tenido trabajando como esclavos enviándolos de un lado a otro casi sin descanso. Apenas si intercambiaba unas pocas palabras con la gente de las ciudades que ayudaba y se iba de inmediato a otra. No obstante, a estos dos los recordaba un poco más por haberse quedado a la celebración en su honor. ¡Claro! Ese era el hombre que había rogado por salvarle la vida cuando los centauros lo habían acorralado. Sísifo se golpeó la frente con la palma de su mano al darse cuenta. Esa había sido la primera vez que usaba la armadura de sagitario, debió darle un poco más de importancia a quienes conoció ese día.

―¡Talos! ―exclamó repentinamente Sísifo recordando su nombre―. Tiempo sin verlos, ¿cómo han estado? ¿Qué hacen aquí?

―Oímos que la diosa Atena estaba convocando guerreros para unirse a sus filas ―respondió el adulto con una sonrisa confiada.

―Pero ¿qué sucedió con los niños? ―interrogó el de ojos claros mostrandose preocupado―. Tú cuidabas de los niños huérfanos, ¿qué pasará con ellos si te vuelves santo?

―Verás… ―comenzó a explicar Talos rascándose la nuca con cierto aire de nostalgia―. A pesar de que estuvimos trabajando en reconstruirla, la gente poco a poco fue abandonándola. Cuando nos quedamos sin comerciantes que trajeran suministros tuvimos que irnos también.

―Espera, ¿eso significa que también tomarás la prueba para ser santo, Giles? ―interrogó alarmado de qué decidiera hacer semejante cosa.

―¡Por supuesto! ―exclamó con un gran entusiasmo alzando su brazo alegremente.

―No lo hagas ―pidió de inmediato Sísifo queriendo prevenirlo―. Tú no lo sabes, pero en realidad esta prueba es… ―Intentó explicarse, pero un grito lo distrajo.

―¡Quítense del camino! ―ordenó un joven en sus diecisiete primaveras corriendo entre la gente con un sujeto detrás suyo balanceando una espada de gran tamaño.

Talos por instinto sujetó a los dos niños que tenía cerca para quitarlos de su camino dejando pasar al joven de largos cabellos oscuros. Notaron que tenía unos ojos color almendra y piel morena. Seguramente también era oriundo de tierras griegas. Quien le perseguía era alguien muy robusto, de prominente barba y a juzgar por sus gestos de mal genio. Mientras la persecución continuaba notaron como detrás venía caminando tranquilamente un niño al que los tres presentes reconocieron fácilmente. Era algo poco probable olvidarse de alguien que juntaba las palmas de las manos al caminar aun siendo ciego. Además de sus llamativos cabellos rubios y tes blanca.

―¿Shanti? ―preguntó Talos preocupado por ver a un niño discapacitado en un lugar tan peligroso―. ¿Qué haces aquí? ―interrogó ciertamente intrigado, pues desde el día del ataque de los centauros no había vuelto a verlo.

―Vine a ofrecer mis servicios a la diosa Atena. Los dioses me han dicho que mi destino está aquí ―respondió el pequeño con una sonrisa.

―¿Estás loco? ―preguntó Sísifo sin creerse semejante cosa―. ¿Acaso no ves que estás ciego? ―cuestionó sin pensar para luego guardar silencio por lo tonto que sonó.

―Arderás en el infierno por hacerte el gracioso ―respondió Shanti frunciendo el ceño.

―No me hacía el gracioso ―se defendió sagitario sonriendo nervioso―. Sólo hablé sin pensar.

―Veo que lo haces muy seguido.

―Pero si eres ciego… ―murmuró el azabache aguantando la risa causando el enojo del recién llegado.

―¿Por qué vienes siguiendo a esos dos? ―interrogó con curiosidad Giles dirigiéndose al invidente evitando que siguiera maldiciendo al azabache.

―Choque con ese hombre de la espada, se enojó y comenzó a gritarme hasta que el otro sujeto intervino y ahora lo quieren matar ―explicó Shanti sin mostrar ninguna emoción particular.

―¿Estará bien? ―preguntó Giles mirando en dirección a donde se movía el alboroto llamando la atención de todos a su alrededor.

―Estaba desarmado, no creo que la tenga fácil ―mencionó Talos visiblemente preocupado.

―Estará bien ―dijo Shanti con tranquilidad―. Ese pecador sobrevivirá seguramente y si no, es porque la voluntad de dios era llevarlo al infierno para pagar sus crímenes.

―Eres demasiado cruel con la persona que te ha ayudado, malagradecido ―se quejó Sísifo recordando la vez que le había defendido―. ¿Por qué cada que alguien te tiende una mano lo mandas al infierno?

―Tengo la mala suerte de cruzar mi camino con almas corrompidas destinadas al castigo divino ―respondió el pequeño rubio.

―Eres un idiota ―insultó el azabache.

―Eres un pecador ―devolvió el insulto el rubio.

―Ya, ya, niños no peleen entre ustedes ―pidió Talos con paciencia.

El castaño sabía que uno de ellos no debía ser tomado a la ligera, pues fue testigo de primera mano de su poder. De hecho, la razón de interesarse en convertirse en un santo era precisamente haber presenciado a alguien tan pequeño lograr lo que ni guerreros como él lograron. Ni siquiera los soldados experimentados pudieron acabar con los centauros y un pequeño niño acabó con decenas de ellos obligándolos a huir. Mas, cuando lo veía con su ropa normal discutiendo con otros pequeños, le costaba recordar que estaba frente a un santo dorado.

Hasta por instinto lo había sujetado junto a Giles, aunque su cabeza le dijera que, de quererlo, sagitario podría haberles parado en seco a los otros dos. Soltó un corto suspiro pensando en lo contradictorio que resultaba tener que mostrarse respetuoso con un pequeño al que le ganaba fácilmente por treinta centímetros de altura y ni se diga sobre la diferencia de edad. Lo común y respetuoso sería inclinarse ante alguien que servía directamente a la diosa Atena como su mano derecha, pero durante el tiempo que Sísifo y la diosa estuvieron ayudando en su ciudad, descubrió que el primero odiaba ese tipo de comportamientos. Siempre pedía que se le llamara por su nombre y le hablaran informalmente, cosa fácil de cumplir porque era igualmente sencillo olvidarse de quien era.

―¿Qué es ese sonido? ―preguntó Giles curioso intentando ver de dónde venía el ruido.

―Son espadas chocando ―respondió Sísifo con un rostro serio―. Esto se ha salido de control. Iré a ver que sucede, manténganse alejados del peligro ―ordenó el azabache corriendo entre la multitud para ver que estaba sucediendo.

Aquel joven de largos cabellos negros se llamaba Miles, alguien que se ganaba la vida en la calle. En ambos sentidos de la palabra, vendía su cuerpo como prostituto y cuando se daba la oportunidad robaba a los viajeros o personas adineradas con las que tuviera la oportunidad de cruzarse. Pese al tipo de vida delictiva y considerada poco honrada por muchos, él tenía algunos lineamientos claros que no se permitía cruzar. Uno de ellos era lastimar niños. Por lo mismo, cuando vio a ese sujeto queriendo cortar con su espada al pequeño ciego, se vio en la necesidad de intervenir. Nadie a su alrededor parecía prestar atención a la atrocidad próxima a acontecer y quienes lo notaron simplemente fingieron ignorancia. Dado el tamaño del agresor sumado a que estaba armado, nadie quería meterse en una confrontación directa. Se maldijo un poco así mismo por ganarse problemas gratuitamente, pero ¡no podía quedarse de brazos cruzados cuando iban a matar a un infante frente suyo! Había intentado seducirlo para calmar los ánimos, pero se lo tomó como ofensa personal y lo quería cortar a él.

―Bueno al menos ya no persigue al niño ―murmuró entre dientes jadeando cada vez más cansado y sin saber cómo ponerle fin a la persecución―. La pregunta es ¿cuándo dejará de perseguirme a mí? ―preguntó en voz alta llegando a sus límites.

Gozaba de una buena condición física y hasta ahora había conseguido evadir la espada de aquel sujeto, pero la resistencia del otro era algo con lo que no contaba. Cuando su velocidad se vio reducida producto del cansancio y quedó al alcance de su espada alguien bloqueó el ataque con su propia espada. Al verle bien, se dio cuenta que se trataba de un joven de piel blanca y cabellos ébanos de unos tres años menor que él o quizás menos, pues la altura le confundía un poco. Aquel espadachín llegó cuál héroe al rescate de una damisela en peligro portando una reluciente espada y unos ojos cuya mirada era igual de afilada. El nombre del joven era Tibalt, un principe de tierras lejanas que se regía por las normas de los combates honorables. Y lo que estaba presenciando estaba lejos de serlo. Gruñó con molestia y con su espada empujó al otro lejos de su casi víctima.

―Aquellos que portan una espada no pueden atacar a alguien por la espalda y desarmado sin manchar su honor ―dijo Tibalt con la espada en alto manteniendo la guardia para contraatacar de ser necesario.

―¡No me interesa combatir sino asesinarlo! ―respondió aquel hombre arremetiendo con su espada contra la interferencia.

―Hombre, pero si hasta me ofrecí a hacerte descuento por tu horrible rostro ―se burló Miles encogiéndose de hombros―. Deberías aceptar mi oferta porque guapo no eres y mujeres por aquí no hay ―dijo sacándolo aún más de quicio.

Si realmente quisiera seducirlo no tendría ningún problema en hacerlo. Tenía muchos años vendiéndose así mismo para sobrevivir y era capaz de seducir a quien quisiera de una sola mirada si se lo proponía. Sin embargo, ni por todo el oro del mundo le daría placer a alguien capaz de alzar su espada contra un niño invidente. Se requería un alto nivel de maldad como para cometer semejante pecado. Por lo mismo, optó por un coqueteo agresivo que naturalmente terminó con ese resultado. No le había tomado mucha importancia cuando decidió correr ese riesgo, debido a que estaba muy acostumbrado a escapar de personas que querían asesinarlo. Soldados de las ciudades que pretendían ser rectos y decentes cuando no eran más que unos sátiros cuando caía la noche y se quitaban el uniforme para recibir sus servicios. Esposas y amantes celosos que venían buscando vengarse por seducir a sus parejas que los "amaban" tanto que lo buscaban dos o tres veces a la semana para fornicar y quejarse de ellos. También se tuvo que cuidar de ladrones, violadores y asesinos que gozaban de herir a quien se toparan. Sabía bien qué hacer para sobrevivir. Siempre había sido él contra el mundo y allí estaba. Listo para darle un nuevo giro a su alocada y peligrosa vida.

―¡Voy a matarte, maldito! ―gritó atacando con más fuerza a Tibalt.

―Guarda tu espada. Un arma tan noble no debería ser empuñada de manera tan indigna ―aconsejó con voz grave modulando su tono pese al enojo que le provocaba ver una espada a punto de ser deshonrada.

―¡¿También quieres que te mate?! ―gritó lanzándose con todo su cuerpo dispuesto a hundir su arma en la carne del intruso frente suyo. Empero, falló cuando su contrincante de un solo movimiento lo desarmó―. ¡Esto es imposible!

―Una espada como la tuya carece del filo suficiente para tocarme a mí y mientras yo esté presente no permitiré una lucha tan injusta contra alguien desarmado ―explicó Tibalt apuntándole con la espada directamente al cuello dispuesto a cortárselo si no se rendía en su afán de asesinar al chico tras suyo.

Realmente el joven principe no deseaba mancharse las manos con sangre en una disputa tan impersonal y carente de significado. Desde su más tierna edad se le había enseñado el camino de la espada. Si debía alzarla su motivación nunca debía ser por alguna causa oscura o tomar una vida ajena sería considerado pecado. Como guerrero era bien sabido que tendría que arrebatar la vida a sus enemigos. Eso lo tuvo claro desde siempre. Mas, tenían ciertos lineamientos para separar su acto como una lucha honorable digna de que su alma alcanzara los campos Elíseos como un héroe o fuera condenado al infierno como un vil asesino. No podía permitirse el lujo de volverse un asesino siendo que su misión era aprender los secretos de los guerreros dorados para volverse un elemento digno de regresar a sus tierras natales a fortalecer el poder del ejército de su padre.

―¿No sabes quién soy? ―preguntó repentinamente el hombre soltando una gran carcajada.

―Evidentemente nadie lo sabe, cariño ―mencionó Miles viéndolo desde atrás de su salvador.

―Oh pero deberías saberlo, yo soy un guerrero valioso. Tanto que el ángel de Atena mismo fue quien me invitó a venir ―mintió intentando que retirara aquella espada de su garganta bajo la amenaza de enfrentarse a un santo―. Si me haces daño puedes despedirte del santuario.

Los dos jóvenes lo miraron extrañado por aquella afirmación y se mantuvieron algo dudosos sobre esas palabras. Según los cantares y rumores que corrían acerca del ángel de Atena, se trataba de un santo noble que acudía en favor de los inocentes siempre que se lo requería. Alguien gentil, justo y poderoso cuando entraba en batalla. Era imposible creer que alguien con esas características pudiera recomendar a un hombre como quien tenían enfrente. Tibalt lo creía posible, debido a que se decía que el ángel era un niño. Por ende, lo asumió como alguien ingenuo fácil de engañar por sus buenas intenciones y corazón puro. Miles por su lado tenía recelo de aquellas descripciones. Se le hacía imposible creer que un niño pudiera ser capaz de vencer por sí mismo a tantos seres sobrenaturales a quienes ni docenas de soldados podían frenar. En su mente lo lógico era asumir que esas descripciones dadas sólo eran parte del agregado de los poetas buscando crear mejores rimas y embellecer el relato para los oyentes.

―Ja, ja, ja los santos nunca han recomendado a nadie ―intervino Sísifo sin poder contener la risa ante lo que oía―. Es más, el que mencionas nunca haría lo que dices.

―¡¿Tú qué puedes saber, niño malcriado?! ―gritó el hombre viéndolo con enojo.

―Oh por favor, si los santos recomendaran personas tan fácilmente como dices, Atena no estaría haciendo esta invitación abierta a todo público. Es simple lógica ―se burló sagitario encogiéndose de hombros.

―¡Te juro que yo conozco a los santos dorados! ―insistió en su mentira.

―Apuesto a que no lo reconocerás cuando lo veas ―aseguró el niño sonriendo lleno de diversión por aquella estúpida mentira.

Ansiaba ver cómo se le desmoronaba el teatro al tramposo. Tras separarse de sus conocidos se apresuró a ir donde oía el sonido del metal chocando. Se sorprendió gratamente al ver las habilidades del muchacho de cabellos oscuros. Juraba para sus adentros no equivocarse al deducir sangre noble corriendo por sus venas. Esa manera de moverse, el porte y el código de honor típico de los miembros de alta cuna era imposible de obviar. Él conocía bien acerca de todo eso pues tuvo maestros dedicados a cada una de esas cosas al prepararlo para ser rey. En consecuencia, eligió no intervenir en la lucha, pero prestando atención a lo que sucedía por si debía intervenir en favor del principito y el pobre muchacho que se metió en problemas por Shanti. Esperaba que no fuera tan ciego como para no ver que alguien puso su vida en riesgo por su bienestar. Al menos que diera las gracias como correspondía. Por su parte, el malviviente sonrió confiado y pensó: "Lo que estos idiotas no saben es que yo conozco a alguien que vio al ángel y me dijo que tenía el cabello negro, ojos azules y lo esencial para diferenciarlo: una vestidura de oro".

―¡Sísifo! ―gritó el santo de acuario apareciendo entre la multitud que se abría paso ante su presencia―. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ―cuestionó mirando a su alrededor notando el desastre―. ¿En qué líos te metiste ahora?

―Yo… ―intentó defenderse el niño alzando las manos, pero se vio interrumpido por el intento de infanticida.

―Oh ángel de Atena que bueno que aparece ante nosotros ―dijo el barbudo alejándose de la espada de Tibalt para postrarse de rodillas ante Ganímedes―. Ellos han estado provocando una lucha de todos contra mí solo y he hecho lo posible por defenderme ―mintió confiando en la famosa compasión e inocencia del ángel.

―¿Cómo me dijiste? ―preguntó el santo con una expresión de molestia con el aire a su alrededor volviéndose frío.

―Ja, ja, ja oye, tramposo gané la apuesta ―presumió Sísifo con una sonrisa enorme en su rostro mirando al hombre de la gran barba postrado en el suelo―. Ese es Ganímedes de acuario, guardián del onceavo templo del zodíaco. Y no, no es el ángel de Atena ―se burló retomando sus carcajadas.

―Lárgate de mí vista ―ordenó el santo de acuario con gran indignación al hombre.

Sin que se lo dijeran dos veces y sin siquiera preocuparse por recoger su espada salió corriendo perdiéndose entre los curiosos a su alrededor. El santo de hielo no podía creer semejante error. Una comparación tan aberrante era un insulto directo a su orgullo. Si él fuera sagitario, su belleza extraordinaria sería imposible de ignorar en los cantares. No era de extrañar que jamás se mencionara el físico de ese molesto arquero cuando no tenía nada destacable. Es más, comparado con los demás dorados, Sísifo era su patito feo. No contaba con el atractivo viril de León o la belleza andrógina de piscis y él. ¿Cómo se atrevía ese sujeto a confundirlos? Miles se quedó analizando al recién llegado. Debía admitir que era increíblemente guapo, pero su rostro fruncido le quitaba algunos puntos. Si sonriera seguramente robaría los corazones de cuantas doncellas y hombres deseara seducir. Aunque esa actitud seria tenía su encanto ciertamente.

―Sísifo vámonos ―ordenó el santo de acuario viendo a su compañero con seriedad.

―No ―negó el aludido moviendo la cabeza de un lado a otro―. Esto está mal, sin dudas terminará en desastre. He estado recorriendo el lugar y…

―Has estado perdiendo tu tiempo cuando deberías estarte preparándote ―habló con firmeza acercándose a él de manera amenazante, pues por donde pisaba quedaban restos de hielo.

―Te digo que debemos detener esto ―repitió el azabache menor inflando sus mejillas con enojo.

―Tengo ordenes de llevarte ―habló Ganímedes sujetándolo del brazo comenzando a forcejear.

―No quiero. No es correcto ―contradijo sagitario intentando zafarse de su agarre.

―¡Oye, tú, Ganímedes o como te llames! ―llamó Miles queriendo acercarse―. Estás lastimando a ese niño ―acusó en un tono serio, aunque no llegaba a ser amenazante o agresivo.

Si lo que se decía sobre los santos dorados era, aunque sea la mitad de cierto, sería incluso peor meterse en una pelea con uno. Sin embargo, parecía que el universo conspiraba en su contra ese día. Si no, ¿de qué otra manera explicaba que estaba saltando a la boca del lobo por segunda vez en el día por defender a un niño? Apenas si se había librado de su primer perseguidor y ya se estaba visualizando siendo perseguido por el dorado. "Aunque con lo guapo que está sería algo digno de presumir ser el objetivo de su búsqueda". Pensó el joven de ojos almendras antes de abrirlos sorprendido cuando vio a acuario alzar su puño y estrellarlo contra el rostro del niño con el que no había dejado de discutir. Se asustó enormemente al calcular a groso modo, que ese puño le cayó directamente en el rostro al infante. Corrió hacia ellos pensando en alejar al herido de ese santo psicópata cuando vio el puño del santo dorado capturado por la mano del niño.

―Si tanto deseas mi puesto, esfuérzate por llenarlo como te llenaba Zeus a ti ―se burló Sísifo―. Pasaste de ser un principe a una simple ramera.

Tras aquellas palabras ambos tomaron cierta distancia sacudiéndose sus respectivas manos. El puño que fue capturado por Sísifo terminó con polvo de hielo. Mientras Sísifo dejó rastros de electricidad en el puño que capturó Ganímedes cuando intentó devolverle el golpe. Se miraron de mala manera sabiendo de antemano que se venía una discusión larga posiblemente con golpes incluidos, pero es que Sísifo no podía obviar haberse topado con conocidos. Personas como Shanti o Giles no saldrían con vida de la prueba inicial. Debía detener todo eso y no podría si era llevado al podio a dar ese tonto discurso. Una de las cosas más importantes para tener un ejército fuerte era un líder confiable. Cuando se estaba al mando se requería del respeto de los subordinados y el desastre que se avecinaba les haría perder la confianza de los guerreros. Ya se lo había advertido a Atena cuando se conocieron: un rey no es nada sin sus súbditos y sus súbditos no son nada sin su rey. Si se permitían este desastre ganarse la lealtad de los futuros santos sería más complicado de lo que debiera.

―¿Y qué hay de ti? Pasaste de ser un rey impío a la mascota de Atena ―se burló acuario sacándolo de sus pensamientos mientras se sujetaban las manos.

―Yo no… ―intentó rebatirlo aguantando un poco su propio carácter impulsivo, pero era difícil cuando debía hacer crecer su cosmos para no ser congelado por esas manos que lo tenían apresado.

―¿No es eso lo que sientes cada vez que te llaman "ángel de Atena"? ―cuestionó Ganimedes siguiendo con los ataques a su moral.

―¡Se acabo! Si tienes un problema conmigo lo resolveremos ahora mismo ―gritó Sísifo enojado empujándolo lejos de su cuerpo.

Ganimedes lo miró con molestia al ver que lo obligó a retroceder con sus manos desnudas. Le era molesto reconocer que, entre los actuales santos dorados, sagitario les llevaba ventaja. No sólo por su verdadera edad sino porque ese maldito se había sabido aprovechar muy bien del favor que le debía Apolo. Aun no podía creer cómo es que León lo dejaba pasar. ¡Lo arriesgó vilmente y gozó de los beneficios de esa apuesta él solo! Se suponía que tenía prohibido por el mismísimo Zeus estafar a los dioses, pero seguía haciéndolo. Tres de los hijos de su ex amante habían caído en los viles engaños del mocoso delante suyo y nadie ponía freno a sus fechorías. Además, le fastidiaba que estuviera conteniéndose tanto con él. Aún no había usado ninguna de sus mejores técnicas en su contra, lo cual le hacía sentir subestimado. ¿Acaso se creía tan superior a él que consideraba poder vencerlo sólo con el mínimo esfuerzo? Entonces tendría que obligarlo a ser serio con él para que dejara de lado esa absurda caridad que le estaba ofreciendo.

―Te mataré aquí mismo ―amenazó acuario mientras juntaba las manos y concentraba su cosmos helado.

―Búscate otra amenaza, yo me rio de la muerte en su cara, ¿olvidas quién soy? ―preguntó Sísifo con burla mientras hacía que el viento a su alrededor fuera más fuerte y rápido listo para frenar el ataque se viniera.

―Un maldito pecador ―respondió Ganímedes antes de darse cuenta de la presencia una rosa clavada en su cuello.

―¡Pero ¿qué?! ―preguntó el arquero girando el rostro buscando al responsable cuando también sintió un pinchazo.

―Adonis de piscis ―se quejó el santo de acuario antes de caer al suelo.

―¡Espera! Yo tengo que… ―se quejó el infante sintiéndose mareado.

En su caso tenía un poco más de resistencia al veneno por estar muy acostumbrado al mismo. Había ido varias veces a visitarlo a su jardín de rosas, por ende, podía mantener la consciencia un poco más de tiempo, pero no el suficiente para terminar de hablar de lo que deseaba. Unos pocos segundos después de la caída de acuario en la inconsciencia le siguió Sísifo quedándose dormido en el suelo. Mientras tanto Adonis se abría paso entre las personas con su porte gallardo mientras el viento ondeaba sus largos cabellos rubios. En esos meses le había crecido bastante y ahora se veían como largos hilos de oro brillando como la armadura que portaba. A eso se le debía sumar los pétalos de rosas rodeándolo completando una exquisita imagen de belleza sobrenatural. Un digno santo al que ninguna palabra o cantar lograba describir adecuadamente. Detrás suyo llegaba un hombre alto de aspecto fiero. León había venido junto al rubio cuando sintieron el cosmos de sus compañeros aumentando peligrosamente sólo para encontrárselos peleando entre ellos.

―Sólo los dejamos unos minutos solos ―suspiró Adonis viendo a sus compañeros dormidos.

―Nuestro error. Ambos estaban de muy malhumor hoy ―comentó el santo de Leo antes de alzar a su niño con cuidado para acunarlo en su pecho―. Supongo que necesitaban liberar estrés ―dijo comprensivo antes de sujetar a Ganímedes por la cintura y alzarlo con todo y armadura.

―Será mejor dejarlos descansar ―mencionó el rubio con una rosa en la mano―. Además, mi veneno no dejara sus cuerpos hasta dentro de unas cuantas horas.

―Si Sísifo duerme una siesta tan larga no tendrá sueño de noche ―se quejó León viéndolo con regaño.

―Lo siento ―se disculpó piscis desviando un poco la mirada―. De por si tiene pésimos hábitos de sueño desde que tiene casa propia ―suspiró sabiendo que era difícil que durmiera en el horario correspondiente.

Ambos santos dorados caminaron de regreso a donde se encontraban las doce casas para dejar descansar a sus compañeros en las correspondientes a sus signos e ignoraron las miradas curiosas de los aspirantes. Seguían conversando entre ellos acerca de lo que harían respecto al discurso que Sísifo no podría dar y Ganímedes quien se ofreció a reemplazarlo tampoco. Ese par sí que causaba problemas. Mira que dar una impresión tan vergonzosa ante completos desconocidos. En poco tiempo los cuatro dorados abandonaron el sitio dejando a los principales implicados en la pelea a solas. Miles sonrió al ver lo guapos que eran los santos dorados, al menos los que vio portando sus armaduras. Si lo que dijo ese hombre de hielo era cierto, ese niño que se llevaban era el cuarto santo. Porque sinceramente dudaba que el fortachón que se llevó a los otros dos cargando fuera el ángel de Atena. Sin dudas se la pasaría bien en ese lugar. Especialmente el rubio de las rosas había captado su atención y ansiaba volver a verlo pronto.

―Oye, espera ―pidió Miles a su salvador al ver como se retiraba silenciosamente―. Muchas gracias por salvarme la vida. Soy Miles ―se presentó tendiéndole la mano con cortesía.

―Sólo hice lo que cualquier espadachín honorable habría hecho ―respondió el otro estrechando su mano―. Soy Tibalt. Un placer conocerte ―saludó como dictaba el protocolo que había aprendido.

La conversación no pudo avanzar más, ya que una hermosa mujer había aparecido en el palco más alto del coliseo. A juzgar por su ubicación y el enorme báculo dorado en su mano derecha esa debía de ser la diosa Atena. Ella se veía con expresión serena mientras captaba la atención de varias personas. Algunos tardaron un poco más en entender qué observaban sus compañeros, pero finalmente su presencia era lo suficientemente llamativa como para no requerir pronunciar palabra para lograr que todos allí se pusieran de rodillas. Excepto uno. Al fondo del coliseo donde nadie prácticamente podía verlo se encontraba un hombre de pie. "De ti ya me lo esperaba, pero al menos aceptaste mi invitación". Pensó la diosa al percibir incluso a esa distancia la sonrisa arrogante mientras se erguía orgulloso negándose a arrodillarse, a diferencia de su hermano quien de inmediato mostró su respeto por la diosa del templo. Éste intentaba convencer a su hermano mayor de postrarse ante la deidad, pero el otro tercamente se negaba a ello.

―Me alegra ver que mi invitación ha sido de interés de tantas personas ―habló la diosa haciéndose oír por todos gracias a su cosmos―. Sin embargo, pese a sentirme honrada de ver cientos de hombres interesados en servir en mis filas, me temo que sólo algunos serán seleccionados para santos. Aquellos que tendrán el rango más alto para protegerme son los santos dorados, cuyos puestos son doce, de los cuales cuatro ya están ocupados ―explicó ella con un rostro estoico―. Por lo mismo sólo los mejores de aquí podrán obtener alguna de las ocho armaduras disponibles ―avisó retirándose para sentarse en su trono ubicado en aquel palco dejándole la palabra a León.

―Me presento ante ustedes. Mi nombre es León, soy el santo del signo Leo ―improvisó usando lo que sabía de cuando estaba al frente de sus hombres como almirante―. Se efectuará una prueba para que evaluemos las habilidades que poseen en breve, pero deben entender que si desean volverse santos tienen que abandonar todo lo conocido. Igual que si se unieran a una tripulación rumbo a lo desconocido, si aceptan esta prueba no hay vuelta atrás. Por lo mismo se les dará una hora para considerar si quieren o no hacerlo. Una vez que se cumpla el plazo la prueba dará inicio.

Atena internamente evaluó esas palabras como poco menos que un discurso. Era una explicación sencilla y se tuvo que dar por satisfecha con ello. Sería mejor tenerlos motivados a dar su máximo y demostrar todo de lo que eran capaces, pero por culpa de la riña entre sus santos tenía a dos fuera de combate. Y con lo que le convendría una evaluación de parte de ellos sobre los aspirantes. Habiendo cientos hasta para ella sería complicado ver las aptitudes de cada uno. Por lo que tendría que usar la solución más sencilla a la vista. Transcurrida la hora pactada y con algunos cuantos fuera del coliseo volvió a ponerse de pie y golpeando con la parte baja de su báculo contra el suelo para captar la atención de todos exclamó:

―¡Esto será una pelea de todos contra todos! ―gritó Atena como si diera inicio a una guerra―. Quienes sobrevivan en este coliseo serán dignos de las enseñanzas para ser santos ―dictaminó.

CONTINUARÁ…