Cap 16: Un error fatal
Las palabras de la diosa fueron claras y contundentes: todos contra todos. Una prueba de fuerza donde sólo los más poderosos se alzarían victoriosos y los débiles perecerían rápidamente. Era imposible no preocuparse por semejante desafío. Todos se esperaban una prueba para demostrar que valían la pena, pero esa manera poco organizada vaticinaba una masacre sin la necesidad de ser muy listo para predecir el resultado. Había personas sin armas, niños incluso y quizás esto no sería un problema si se dieran combates justos o regulados, pero en poco tiempo Miles y Tibalt comprobaron la presencia de sanguinarios guerreros dispuestos a cometer locuras contra quienes estuvieran más vulnerables. Un grito se oyó a lo lejos seguido de una risa maniática. Alguien había comenzado tras el permiso de la diosa. Y no pasó mucho tiempo antes de que más gritos de batalla hicieran eco dando inicio a la lucha.
―Quédate detrás de mí ―ordenó el principe a Miles alzando su espada para bloquear a los que se les acercaban listos para darles muerte.
―Maldición, no me esperaba algo como esto ―se quejó el moreno viendo impotente como debía permanecer tras la espalda del espadachín para conservar la vida.
―Debemos reunir un grupo de guerreros armados que puedan defender a quienes no tienen arma alguna ―mencionó Tibalt hundiendo su espada en el pecho de un enemigo.
―Eso será difícil todos parecen haber perdido la cabeza ―mencionó el ladrón viendo a la distancia a uno chicos siendo rodeados peligrosamente―. Pero haré lo que pueda por ayudarte con tu idea si me mantienes con vida, mi principe ―prometió con una sonrisa guiñándole un ojo.
El de cabellos largos corrió hacia donde estaban aquellos niños siendo rodeados. Para su suerte el sonido de espadas chocando y los gritos de los fieros guerreros ocultaban el ruido de sus pies al tocar el suelo, de un golpe tras la rodilla consiguió hacer caer de cuclillas al agresor. Éste en lo que giraba la cabeza buscando al responsable de tan vergonzosa postura recibió un inesperado corte directo en el cuello por parte de otro guerrero. Un joven de cabellos castaños un poco más joven que Miles había estado cubriendo el frente del pequeño círculo de los niños blandiendo su espada. A base de señas y gritos el ladrón consiguió guiar a los niños hacia donde estaba el principe. El castaño los cubrió y en breve se unió a Tibalt. En un mudo acuerdo iniciaron lo que pronto se convirtió en un círculo de defensa donde metían a niños y personas desarmadas para ser protegidos por las espadas de quienes se negaban a acabar con la vida de otros de forma tan deshonrosa e inhumana.
Miles por su parte era el que salía del círculo y se adentraba a la carnicería buscando ayudar y en lo posible guiar a quienes necesitaban protección. Consiguió ayudar a un chico de unos quince años de nombre Nikolas. Él había estado huyendo de quienes le atacaban y los perdía entre la multitud. Para su suerte, aquellos sanguinarios terminaban encontrando la muerte en manos de personas que veían una oportunidad en los perseguidores tan centrados en atraparlo. Iban tan concentrados intentando no perderlo de vista que perdían la vida en su lugar. Otros un poco más hábiles se enfrascaban en luchas cuyo resultado no se quedaba a ver. Fuera cual fuera el caso, él salía beneficiado. Fue en medio de una de sus huidas cuando chocó con el moreno, quien lo guio a un sitio un poco más seguro que donde estaba. Se apretó los antebrazos con molestia por la situación. Esa lucha era de todo menos justa y no podía creer como una diosa que la defendía permitiera semejante masacre en su santuario.
El ladrón seguía haciendo lo posible por socorrer a los niños, pero era realmente nefasto toparse con cadáveres de niños. En sus pequeños cuerpos habían quedado las marcas de las armas que les dieron muerte. Cuando no eran espadas eran lanzas, éstas eran pequeñas y delgadas cuya punta de hierro eran angostas, y se disparaban con el brazo. Era increíblemente cruel esa manera de morir por lo lenta que era. Una tortura prolongada hasta que la hemorragia finalmente terminara. Sin embargo, no tenía tiempo de sentir pena y analizar los cadáveres. Había varios más que estaban aún con vida y que debía ayudar. No muy lejos alcanzó a distinguir al niño ciego que ayudó anteriormente y vio a otro un poco mayor a éste intentando darle pelea a un sujeto corpulento que no dejaba de arremeter contra él. Miles sujetó una espada que estaba tirada en el suelo y con ella amenazó al tipo. Logró hacerle retroceder ante la amenaza de un arma afilada, mas por su falta de experiencia con dicha arma, le resultó demasiado pesada para blandirla. No le quedó más remedio que arrojarla y sujetar a los niños para salir corriendo lo antes posible.
―Sujétense a mí con fuerza ―ordenó el moreno alzando en brazos al ciego mientras el otro se le colgaba como un mono en su espalda.
―Gracias, señor, soy Argus ―se presentó el joven de catorce años de edad.
―Te diría que es un gusto, pero intentan matarnos ―respondió el ladrón corriendo aun con aquel sujeto detrás suyo―. Bueno si no lo logramos busca a Miles cuando llegues al inframundo.
―Sin dudas terminarás en algún infierno por blasfemo ―mencionó Shanti.
―¿Acaso no ves que esto ya es un infierno? ―preguntó Miles antes de darse cuenta de lo que dijo―. Perdón ―se disculpó jadeando por el esfuerzo de llevarse a dos personas más sobre él.
Desde lo alto del palco Atena veía todo lo que estaba aconteciendo sintiendo nauseas por el espectáculo grotesco. Ver a los hombres siendo asesinados de un sólo golpe era lo más piadoso que se podía topar su vista. Lo peor era presenciar la agonía de quienes resultaron heridos, la sinfonía de alaridos proferidos desde lo más profundo de sus gargantas pidiendo por su ayuda le martillaban los oídos. Ella jamás había participado en algo semejante. Siempre que fue a las guerras solía ser más que nada la estratega, evitando ir al campo de batalla. En caso de hacerlo, solía ser con planes que minimizaban las bajas de su lado. E incluso tomando en cuenta las muertes inevitables propias de una guerra, siempre se daban entre soldados capacitados y sobre todo estaban armados y entrenados para ese momento. Su prueba había fracasado tal y como le advirtieron sus santos. El llanto de los niños atormentaba sus oídos y su piel se le erizaba mientras se tornaba cada vez más pálida por lo enferma que la ponía tanta sangre derramada.
―Había oído que los escorpiones llevan a sus bebés sobre su cuerpo para protegerlos ―comentó León sonriendo levemente al ver que estaban poniendo a salvo a los pequeños.
Era un pequeño alivio entre todo ese calvario que se estaba suscitando abajo. A él y a Sísifo les había desagradado por completo el plan debido al desconocimiento de quienes serían los que irían a postularse como aspirantes. Si les decían a las personas que les enseñarían a ser santos incluso personas no capacitadas en absoluto en las artes de la guerra podrían sumarse en busca de aprender. Haber dicho que no importaba su pasado o preparación atrajo también a huérfanos sin hogar que seguramente buscaban un sitio donde quedarse y educarse. Eso era frecuente en las familias nobles y de la realeza; tomar niños de la calle para educarlos como futuros soldados a cambio de techo y comida. Adonis había intentado conciliar un poco la situación proponiendo que se postergara hasta tener una mejor solución. Ganimedes se ahorró su opinión y no dijo nada al respecto para no contradecir a la diosa. Al fin y al cabo, los otros tres habían expresado lo que él mismo pensaba. No necesitaba sumarse a los reclamos y menos sabiendo que al final terminarían haciendo lo que la diosa eligiera.
Atena soltó un suspiro al pensar en sus dos santos ausentes. Ambos manejaban de manera excepcional el cosmos y se lucían en batalla. No habría tenido problemas en dejar que cualquiera de ellos diera el discurso de bienvenida, simplemente había elegido a Sísifo por el simbolismo que cargaba su nombre. Tal y como dijo, él era la insignia del poder de la diosa a la cual servía. No pensó que una decisión sobre algo tan banal terminara con dos de sus santos fuera de combate. En estos momentos le vendría bien alguna opinión de ellos. El santo de acuario pese a ser generalmente silencioso, era bueno dando consejos o palabras de apoyo según lo requiriera. Y en estos momentos era lo que más le hacía falta.
Sentía su piel erizarse cada vez que su vista se enfocaba en el coliseo. El número de combatientes estaba disminuyendo a causa de las muertes y habían quedado dos grandes frentes. Por un lado, estaba su invitado luchando contra los temerarios que creían poder derrotarlo y por el otro aquellos intentando salvar al mayor número de personas posibles. En medio de todo eso seguía habiendo diversas peleas individuales y ejecuciones, ―pues no había otra manera de llamar a ver pequeños grupos atacando simultáneamente a un solo enemigo―, siendo esta última la más cruel y cobarde estrategia de todas.
―¿Puedes defender a este pobre chico y sus crías? ―preguntó Miles con los niños fuertemente aferrados a su cuerpo.
―Ja, ja, ja. Pásate y colócate detrás de mí ―invitó Talos usando su gran fuerza para retener a su perseguidor de un sólo golpe.
―Por allá está un principe encantador con un pequeño refugio salvando niños junto a otros hombres ―explicó el ladrón tomando grandes bocanadas de aire para recuperar el aliento.
―Sería mejor ir con ellos ―mencionó Giles quien había estado todo el tiempo detrás de Talos―. No estás armado ―dijo preocupado observando los cortes en el cuerpo del adulto.
―Será un poco difícil hacer eso ―respondió el castaño viendo a su alrededor.
La cantidad de personas que había bloqueado el camino eran demasiadas. Se había arrinconado contra la pared del coliseo como medida para tener a Giles a salvo de ataques por la espalda. El problema es que pese a tener la retaguardia cubierta, el frente lo hacía ver como un blanco fácil al no tener una vía de escape. Ahora teniendo a tres más a quienes proteger, moverse sería incluso más imposible que antes teniendo solo a Giles. Sus cavilaciones sobre cómo llegar donde el principe mencionado por el recién llegado se vio interrumpida por gritos de terror. Incluso estando a una distancia considerable se podía reconocer el miedo de los guerreros ante aquel ser divino a sus ojos. Muy lejos de la realidad no estaban. Aquel hombre de largos cabellos rubios, piel blanca y ojos glaucos era claramente un semidiós. No sólo su apariencia lo delataba sino también la fuerza demostrada al reducir y asesinar a guerreros que le doblaban la edad, tamaño o incluso experiencia. Muchos creyeron erróneamente que siendo un joven de dieciséis años sería presa fácil, pero pronto les dejó claro que se habían equivocado al elegirlo como el blanco de sus ataques.
Junto a él estaba su hermano gemelo Castor, alguien bastante similar en apariencia compartiendo el color de piel y cabello, pero discernían en los ojos, siendo los suyos de un color verde olivo. Otra diferencia entre ellos era que el gemelo mayor nació con la inmortalidad, mientras Castor era un mortal corriente. Él sabía pelear, se le daba bien y era capaz de sostener combates contra quienes no vinieran armados. De esos se encargaba el gemelo mayor.
Lógicamente, el otro tendría mejor ventaja debido a su sangre divina. Los gemelos eran Cástor y Pólux. Nacidos de un huevo que puso Leda, la reina de Esparta, después de haber copulado con Zeus convertido en cisne. Cástor, el mortal, era hijo del rey Tíndaro; el inmortal Pólux era hijo de Zeus. Ambos participaron en varias hazañas colectivas: en la cacería del jabalí de Calidón y en el viaje de los Argonautas, entre otras. Por lo mismo, Zeus le concedió una constelación a modo de regalo a su hijo, quien pidió que su gemelo también fuera parte de las estrellas junto a él.
El rey del Olimpo accedió al pedido de su pequeño y heroico semidiós. Le conmovía profundamente su amor fraternal por el mortal con el que compartió madre. Por lo mismo concedió su capricho y creó la constelación de géminis en honor a ellos. La cual según supieron tenía una armadura dorada que por derecho les correspondía. Cuando Atena, su media hermana, invitó a Pólux a formar parte de sus filas al inicio se negó. Incluso su hermano Castor le mencionó lo mala idea que le parecía. Contrario a su primera impresión sobre ser santos, más temprano que tarde descubrieron los beneficios de serlo. Reyes, nobles y ricos dispuestos a ofrecer dinero, alcohol y mujeres por sus servicios. Siendo éstas últimas una gran debilidad para los gemelos, característica compartida y, casi parecía heredara, de su padre Zeus. Solían secuestrar y tomar, a la fuerza de ser necesario, a cuanta doncella hermosa vieran. Hubo algunas dispuestas a calentar el lecho de Pólux, pero no el de Castor y siendo buenos hermanos que se compartían todo, aquello les parecía una gran ofensa que se pagaba caro.
Mientras tanto en el palco los santos dorados se mostraban inquietos. Habían hecho un esfuerzo sobrehumano por mantener la compostura como se les ordenó. Después de todo, si ellos no mostraban su respeto y obediencia hacia la diosa ésta perdería credibilidad ante los aspirantes. No obstante, para ellos era una tortura lo que acontecía abajo. Varias veces apartaron la mirada, incapaces de seguir observando sin hacer nada. León se movía como el animal con el cual compartía nombre. Intentaba permanecer quieto sujetando el borde del palco, pero esté estaba casi destrozado por la fuerza de sus manos al apretarlo en su intento por mitigar la impotencia que sentía. Adonis había estado sujetando una rosa blanca con mucha fuerza. Sabía que no debían ceder a sus impulsos, especialmente él. Si seguía apretando la flor entre sus manos podría herirse y liberar su sangre venenosa. Ni siquiera podía morderse los labios con la fuerza que quisiera sin poner en peligro a las personas a su alrededor, pero no podía. Simplemente no eran capaces de presenciar esa prueba hasta el final.
―¡Diosa Atena! ―exclamó León alarmado al ver a ese rubio rompiendo huesos como si de ramas se tratara―. Debemos detener esto de inmediato ―apremió con gran preocupación por el resultado de permitir que continuara la prueba.
―¡El combate terminó! ―gritó la diosa siendo completamente ignorada por todos.
―Parece que no la oyen en medio del pandemónium ―mencionó Adonis viendo como seguían matándose mutuamente.
―¡Vayan, mis santos detengan esto! ―ordenó la deidad dándoles permiso para intervenir.
―A sus órdenes ―aceptaron ambos santos inclinando levemente la cabeza.
Leo y piscis saltaron desde el palco directo al coliseo comenzaron a detener a los guerreros más sanguinarios. Adonis realizaba movimientos sutiles y elegantes usando sus rosas para noquear de un sólo golpe a los más irascibles. Con su propio aroma conseguía desmayar a quienes entraban en su rango de alcance y con su cosmos se aseguraba de controlar no envenenar todo el lugar regulando así su círculo imaginario limitándolo a uno o dos metros a su alrededor según requiriera.
León por su parte era más agresivo en su método para detenerlos. Con su cosmos empujaba a quienes seguían intentando arremeter contra los inocentes a pesar de que la diosa ordenó a todos detenerse. Ellos habían conseguido mantener a algunos a raya, pero debido a la cantidad de aspirantes les era complicado detenerlos sin dañarlos. Había varios que se detenían nada más ver a los dorados acercarse, pero otros no. Si estuvieran luchando contra horribles criaturas como las acostumbradas podrían matar usando su cosmos sin restricción. Empero, estaban hablando de aspirantes. Simples mortales que buscaban convertirse en sus compañeros de armas. No podían culparlos por arremeter contra todo el que se les acercara luego de la locura desatada.
―¡No me matarán! ¡No me mataran! ―gritaba un joven blandiendo su espada de manera frenética sin mirar quien era su oponente.
―¡Calma! ―pidió León intentando detenerlo.
Sin embargo, no había caso. Ese pobre muchacho había perdido la cordura debido a la carnicería en la que estaba metido. Ver a todos cayendo muertos a su alrededor le hizo temer ser el siguiente. El polvo, la sangre y los gritos por doquier lo hicieron tomar su espada y blandirla sin cuidado alguno. Asesinando a quien estuviera cerca sin distinguir de quien se tratará, si era un enemigo o alguien intentando escapar. Incluso si algún desafortunado simplemente corría cerca suyo recibía un corte de su arma. Y eso no hacía más que acrecentar la locura cuando se dio cuenta que también había cortado niños por error. Jamás había asesinado de esa forma y no le quedó más que reír con locura. Su mente perdida en un caos igual al de su alrededor. Lloraba, gritaba y reía prometiéndose no morir. Tenía miedo de eso. Un terror que lo impulsaba a aferrarse de manera primitiva a su espada rogando por el final de todo.
―Dulces sueños ―dijo el santo de piscis dando un ataque directo con una de las rosas que usó para dormir a sus compañeros.
―A este paso no terminaremos nunca ―mencionó León viendo al joven caído.
―En parte me alegra que aun haya decenas de personas en el coliseo ―suspiró el santo de piscis intentando verle el lado bueno.
―Usaré aquel frente donde están protegiendo a los débiles para llevar a los heridos allí ―avisó el castaño alzando a algunos aspirantes inconscientes para que no quedaran en medio de lo que aún era una batalla.
―Me vendría bien la ayuda de Ganímedes, él también es muy bueno curando ―admitió Adonis arrepintiéndose de darle una dosis tan fuerte.
―Esto es un gran problema ―dijo León viendo todo a su alrededor―. Te necesitamos para curar, pero también eres bueno dejándolos fuera de combate sin lastimarlos. En cambio, yo…
―Debemos hacer lo mejor posible hasta que Atena nos dé nuevas órdenes ―sentenció el rubio siendo aquella la única solución que tenían de momento.
La diosa no se había movido de su palco demasiado ocupada con la sensación de asco que tenía. A ella no le importaban los mortales, los veía como simples herramientas, pero verlos así era... Siendo masacrados, lisiados, mutilados y varias cosas más cuyos adjetivos no conocía, era demasiado. Algo en su pecho dolía. Molestaba y causaba algo parecido a un remordimiento de consciencia. ¿Esto era lo que sentía Sísifo cuando veía actos de injusticia? Ella recordaba haberlo visto furioso la primera vez que usó su armadura. ¿Era esto? El deseo de que paren, de detener el abuso hacia los débiles. La indignación por las ventajas usadas de manera aberrante contra quienes menos tenían. ¿Acaso sería esto lo que llamaban "empatía"? Aquel sentimiento capaz de redimir a un pecador del calibre de sagitario. Pese a que el apodo de "ángel" se lo dio en parte como una broma interna que sólo ellos entendían, debía admitir que Sísifo se comportaba razonablemente decente a comparación de los presentes en el coliseo.
"¿Qué me diría él si estuviera aquí?". Se preguntó mentalmente la diosa imaginándolo con su sonrisa arrogante. Esa maldita eterna sonrisa de sagitario.
"¿Este es todo el poder de la diosa de la guerra? Por eso digo que las mujeres deben quedarse detrás para ser defendidas por los hombres como yo. Diosa o no, mujer es mujer".
De acuerdo, eso último no era precisamente su imaginación, sino más bien un recuerdo de lo sucedido con Artemisa. En cuanto su mascota despertara y se enterara de lo sucedido seguro le armaría un gran escándalo. De por sí era complicado lidiar con su retorcida personalidad desde que anunció sus planes a los santos y si se sabía con la razón, no la dejaría tranquila. Lentamente la sensación de temblor y malestar producto de la sangre fue reemplazándose con enojo. Ya podía visualizar en su mente la sonrisa arrogante de sagitario mofándose de sus habilidades como hacían los demás dioses cuando se intentaba imponer como diosa de la guerra. El enojo que le trajo pensar en Sísifo fue suficiente para hacer hervir su sangre y acumular su cosmos de manera peligrosa. Su medio hermano era un semidios al que incluso sus santos tendrían problemas para enfrentar, por lo mismo ella misma se haría cargo. Hizo sentir su cosmos energía como una fuerza aplastante que obligó a todos en el coliseo a ponerse de rodillas y descendió del palco con la gracia divina típica en ella.
―¡Todos deténganse ahora mismo! ―ordenó con una voz demandante haciendo más presión al punto de hacer que algunos gimieran de dolor―. La prueba ha concluido. Los resultados de lo que decida acorde a las habilidades mostradas les serán notificadas el día de mañana ―explicó pensando rápidamente en una reunión urgente con sus santos, pero había tanto que hacer que no sabía por dónde empezar―. Debemos atender a los heridos primero, Adonis tú te encargaras de eso ―ordenó antes de pasar su vista hacia el guardián de la quinta casa―. León muéstrales las habitaciones que ocuparan a quienes no requieran atención médica. ¡Eso es todo! ―gritó antes de desaparecer de allí.
El aroma de la sangre era abundante, así como el del sudor mezclado con los cuerpos de los combatientes. Los fluidos conferían a los cadáveres una humedad tal que el ardiente sol griego aprovechaba para acelerar la descomposición. Las moscas deseosas de consumir las partes blandas no perdieron oportunidad y como enjambre se iban amontonando en los fallecidos. Y de quienes aún no habían cruzado al otro mundo también. Las heridas abiertas a causa de los cortes por las armas se asemejaban a un banquete para aquellos insectos. En el momento en que algún herido se desmayaba producto de las heridas, o pretendía dormir para reposar, las moscas se acercaban a las heridas abiertas posándose en ellos. Si no se apresuraban a darles tratamiento dejarían sus huevos allí y en algunos días se encontrarían con las larvas moviéndose debajo de su piel y devorando su carne desde dentro. Aunque sonara un poco irrespetuoso, León arrojó a los fallecidos a una esquina formando una pila de cuerpos. Ya verían cuando darles una sepultura más digna, por ahora sólo querían que dejaran de estorbar.
La mayoría de los aspirantes estaban demasiado agotados luego de tantas horas buscando sobrevivir. El sol ya estaba ocultándose y la mayoría lo único que deseaba era cerrar los ojos y despertar de aquella pesadilla en la que se vieron sumergidos. El panorama no era diferente al de un campo de batalla cualquiera. Los tenues rayos del sol pintándolo todo de color anaranjado, la sangre secándose hasta dejar manchas negruzcas y aves carroñeras sintiéndose honradas del banquete dejado a su gusto. Espadas sin dueño oxidándose lentamente en la tierra e insectos repulsivos reproduciéndose en la carne sin vida. Un escenario espantoso que todos deseaban olvidar. Los heridos fueron llevados a las habitaciones preparadas para su descanso mientras Adonis trataba sus heridas usando sus ungüentos cuando no eran tan graves. Cuando el riesgo de que la vida se perdiera era demasiado alto, sólo les aplicaba un poco de su veneno para que la muerte fuera pacífica. No había forma de salvarles a veces, y aunque se odiara por ello, era lo mejor para no prolongar más la agonía.
―¡Aquellos capaces de caminar vengan conmigo! ―ordenó León sonando casi como un rugido para muchos.
Dentro del coliseo mientras detenía a los aspirantes más agresivos se mostró como un animal salvaje. Un guerrero capaz de tumbar sin problemas a quien se pusiera enfrente. Pólux se sintió decepcionado por no haberle podido enfrentar. Estaba seguro que si lo vieran derrotando al santo dorado más poderoso al servicio de su hermana, la armadura de géminis le sería dada automáticamente. Si no fuera porque Atena detuvo todo antes de darle tiempo de llegar ante él, sino ya lo tendría mordiendo el polvo mientras él se alzaba orgulloso de derrotar a uno de esos "guerreros milagrosos" como les decían.
Suspiró molesto por eso y lo siguió como les indicaron. Vio con desagrado la simpleza del lugar en el cual pretendían que durmieran. Un sitio sin decoraciones, sólo con las camas y mantas para pasar la noche. Su hermana sin dudas era una tacaña o los estaba tratando como si fueran ganado. ¿A quién se le ocurre ponerlos a todos allí como si fueran vacas en un corral? Miró a su alrededor notando como todos los demás aspirantes estaban golpeados, con cortes visibles o una gran suciedad por las caídas en durante la batalla. Él en cambio se veía perfecto. Podía presumir no haberse visto en un verdadero aprieto en todo lo que duró la prueba.
―¡Atención! ―llamó el santo de Leo cuando todos los que habían podido llegar por su propio pie ingresaron―. Este es el lugar donde descansaran esta noche. Mañana les comunicaremos las instrucciones de nuestra diosa. Por ahora descansen y no causen problemas o Atena lo sabrá ―advirtió de manera seria antes de salir de allí dejándolos solos.
Una vez que cumplió la orden de la diosa se dirigió donde su compañero dorado. Había heridos que no podían moverse debido a los huesos rotos y sería su trabajo llevarlos hacia las camas para que reposaran. Los gritos de dolor y el llanto no paraban. Había varios pequeños con cortes profundos en diversas partes de sus cuerpos. Lógicamente tenían mucho miedo. Veían la sangre salir sin control de sus pequeños cuerpos y no les quedaba más que llorar y rogarle a Atena no morir. Él se acercó a ellos e hizo un esfuerzo por brindar primeros auxilios. Mas por su pobre manejo del cosmos para sanar, debía limitarse a apretar pedazos de tela sobre las heridas abiertas en un iluso intento de detener las hemorragias. Para su desgracia, había algunas demasiado profundas.
―¿Voy a morir? ―preguntó un pequeño de ojos pardos de la edad de Sísifo sollozando de miedo.
―No digas eso, pequeño ―pidió el santo acariciando sus cabellos con cuidado―. Estarás bien, mi compañero es muy bueno sanando, ¿entiendes? ―interrogó viéndole quedarse mirando a la nada con expresión ausente―. Hey, niño. ¿Me oyes? ¡Responde algo por favor! ―pidió alzando la voz.
El brillo de sus ojos se había perdido y su cuerpo frío comenzó a ponerse rígido lentamente. Seguramente había estado perdiendo sangre desde hacía quien sabía cuánto tiempo. Había creído que era naturalmente de piel blanca, pronto se dio cuenta que esa palidez se debía a la falta de sangre corriendo por su sistema. Los niños que vieron la escena comenzaron a llorar a berridos asustados temiendo ser los siguientes. Todos estaban lastimados y nadie sabía quién viviría para ver un nuevo amanecer. León tuvo que hacer acoplo de todo su autocontrol y levantar el menudo cuerpo entre sus manos. No podía evitar sentir que ese pudo ser alguno de sus hijos. Su corazón era extremadamente sensible con los pequeños. Siempre le traía a la memoria las sonrisas de ellos cuando le llamaron "papá". Su instinto paternal era demasiado alto y cada vez que un infante se veía involucrado sólo podía pensar en protegerlo.
"Pero esta fue la decisión de nuestra diosa. Una consecuencia directa de ignorar nuestros consejos". Pensó con frustración.
No deseaba ser demasiado duro con la deidad, pues el tiempo le había hecho conocerla un poco mejor. En realidad, pese a su inmortalidad no distaba mucho de una niña caprichosa normal. Su divinidad la hacía más extravagante, pero en esencia era lo mismo. Se refería a sus santos como mascotas o herramientas, adjetivos usados por algunas damas de la nobleza o realeza al hablar de esclavos. Ser inmortal no les había conferido madurez en el aspecto sentimental, ―a ninguno de esos cuatro inmortales que conoció siendo honesto―, la estaban ganando lentamente a su parecer. A juzgar por el rostro de su diosa cuando vio la crueldad suscitada en su coliseo, tenía la impresión de ver algo de cariño por el prójimo. Quizás no uno tan altruista como el de las damas protagonistas de algunos cantares quienes daban sus vidas por los demás, pero sí un mínimo de humanidad percibió en sus ojos vidriosos pidiendo frenar el combate. Probablemente siendo una diosa era imposible que derramara sus lágrimas por ellos, por ser considerado un signo de debilidad y desperdicio por parte de los demás olímpicos.
―Descansa en paz, pequeño ―dijo bajándolo con sumo cuidado en el suelo recostándolo como si acomodara una pieza de cerámica fina junto a los demás―. Lamento no haberte podido salvar ―se disculpó en voz alta.
―No se sienta mal, señor Santo ―habló una juvenil voz detrás suyo―. Él no le odia y le agradece haberlo acompañado ―explicó sonriéndole comprensivo.
―¿Quién eres? ―interrogó el adulto confundido por esas palabras.
―Mi nombre es Argus ―se presentó con una sonrisa calmada mientras alzaba su dedo índice. El cual tenía un brillo curioso―. ¿Puede ver los fuegos fautos? ―preguntó sin dejar de mirar el pequeño fuego azul en su dedo.
―Yo sólo siento algo curioso a tu alrededor ―respondió sinceramente incapaz de ver lo mismo que el chico delante suyo.
―Puedo verlos ―murmuró con una pequeña sonrisa―. Las almas de quienes aquí perecieron están nerviosas, ansiosas y no entienden cómo murieron. Además, algunas están algo ofendidas de que sus cuerpos estén apilados sin cuidado ―explicó frunciendo un poco el ceño.
El adulto lo miró extrañado por esa actitud tan relajada en un sitio que a él mismo le ponía enfermo. Había cosas que ni siendo un guerrero uno podía superar o llegar a acostumbrarse, y una de esas cosas era la muerte. León había librado varias batallas, las muertes eran inevitables, pero ver caer a un compañero, presenciar los últimos momentos en que la vida humana brillaba antes de extinguirse, eran cosas que siempre le seguían tocando el corazón. Observó al recién llegado en busca de incomodidad o miedo, hasta locura esperaba. Con la cantidad de personas que perdieron la cabeza en el coliseo volviéndose seres sin raciocinio, no le extrañaría si este jovencito fuera uno de esos casos. Alguna forma rara de su mente de protegerse así mismo creando fuegos imaginarios que le alegraran un poco en medio de esa triste realidad. Una fantasía o un sueño despierto buscando aplacar el miedo.
―Te acompañaré a los dormitorios ―ofreció León con amabilidad mientras apoyaba su mano en la espalda del aspirante―. Hoy ha sido un día largo, necesitas descansar.
Argus aceptó de buena gana la compañía del adulto, pero de reojo miró hacia atrás. Cerca de donde estaban los fallecidos. Allí donde se arremolinaban los pequeños fuegos azules susurrando. No entendía lo que decían por estar hablando todos al mismo tiempo. Sonaban alterados, inquietos y ansiosos. Le habría gustado permanecer un poco más de tiempo a su lado. Estaba muy acostumbrado a hablar con esas luces. Desde que tenía memoria las veía. Su familia había fallecido cuando él era demasiado joven, pero se las arregló para sobrevivir por su cuenta gracias a las luces. Siempre lo iluminaban en varios sentidos; lo guiaban fuera del peligro, le contaban secretos, le susurraban consejos. Nunca tuvo queja alguna de ellas. Sólo le sentaba un poco mal que nadie más pudiera verlos. Había tenido la esperanza de que los santos de Atena fueran capaces de verlas. Es más, los fuegos de su pueblo le avisaron de la prueba de la diosa y prometieron que encontraría más personas como él. Gente extraordinaria con capacidades que desafiaban la razón.
―Gracias, señor Santo ―agradeció mientras caminaban.
―Mi nombre es León ―se presentó apretándole la mano a modo de saludo.
―Mucho gusto, León ―dijo educadamente Argus antes de continuar su camino.
Podía ver los fuegos fautos arremolinándose cerca de algunas personas moribundas. Seguramente era su forma de darle la bienvenida al grupo. Uno conformado por quienes intentaban adaptarse a su nueva realidad. Sólo esperaba que no sintieran odio hacia la diosa Atena, no sería nada cómodo tener a los espíritus enojados molestando a los vivos. Y vaya que sabía lo insistentes que podían ser cuando querían. En cuanto tuviera la oportunidad hablaría con ellos. Quizás debería recomendar hacerles una ceremonia de despedida para que sus almas crucen al inframundo sin problemas. Sin dinero para el barquero que les ayude a cruzar el río Estigia quedarían condenados a vagar por la eternidad por el santuario. No le molestaría tener su compañía en este nuevo sitio completamente desconocido para él, pero no a costa del descanso eterno de otros.
El santo de Leo por su parte sólo iba rezando internamente por la vida de los heridos deseando su pronta recuperación. También estaba preocupado por su compañero Adonis. Siendo el único curando su cuerpo pagaría las consecuencias de usar tanto cosmos. A eso había que sumarle el problema de su sangre venenosa. Permaneciendo tanto tiempo en un mismo sitio ni sus rosas blancas capaces de neutralizar temporalmente su veneno podrían dar abasto. Esas flores servían para que estar cerca suyo no fuera mortal, pero tenían un límite. Cuando se volvían rojas significaba que se habían llenado del veneno en el aire.
Soltó un largo suspiro preparándose mentalmente para pedirle a la diosa Atena que les ayudara. Ella debería poder sanar a esas personas. Aunque según recordaba cuando trató a Sísifo, lo complicado eran las heridas espirituales, siendo estas heridas hechas por la mano de un mortal, probablemente no corriera tanto peligro para sí misma.
―Llegamos ―anunció León cuando ingresó junto a su escoltado.
―Muchas gracias. ¡Oh! Por favor no se olvide de darles digna sepultura a esas personas ―pidió suplicante―. Su eternidad depende de que se les honre.
―En cuanto terminemos con los heridos nos haremos cargo de ellos ―prometió el santo con una sonrisa amable.
El dorado dudó unos momentos si dejar a ese chico en ese sitio. Pese a no matarse de manera física como en el coliseo, sí lo estaban haciendo de manera simbólica. El aire de tensión que se respiraba era tan denso que podía competir contra el del coliseo cargado de cadáveres. Había una especie de división. Pequeños grupos se dejaban ver. Uno curioso era el de aquel chico rubio que fue implacable durante la pelea. Estaba recostado en su cama con los brazos detrás de su cabeza manteniendo los ojos cerrados, mientras a su alrededor había varios hombres parados o sentados con armas en mano. Parecía como si estuvieran montando guardia para que nadie le molestara. Tenía un mal presentimiento sobre eso. Después de todo, era frecuente toparse con personas de gran carisma que conseguían que otros le sigan. Si éste era uno de esos rogaba fuera de los que lo usan para el bien mayor. De lo contrario sería un problema, no sólo para la diosa Atena sino también para los santos.
Se preguntó si aquel joven de cabellos dorados no sería algún noble o principe. Si ese era el caso más o menos sabría cómo lidiar con él. Después de todo, tenía tres ejemplos con diferentes niveles; Adonis era hijo de un rey, pero no fue educado como un miembro de la familia real, por lo que era genuinamente humilde, Ganímedes era más arrogante que piscis, pues sí recibió educación de ese tipo, sólo no la había continuado a causa de su rapto antes de la ceremonia de mayoría de edad. Y, por último, sagitario era el más soberbio de todos ellos. Cuando se proponía dar órdenes a los demás parecían asomarse levemente esa parte suya que lo incitaba a gobernar a los demás como un rey. Sentía curiosidad al respecto de cómo llegó a ser alguien capaz de asesinar por codicia, si por lo que veía tenía buen corazón. ¿En qué momento se había torcido su personalidad? ¿Qué era lo que lo volvió alguien tan infame? Sea cual sea la razón, no iba a repetirse. No ahora que él estaba criándolo como un hijo. Haría de él un hombre honrado como si de su propia sangre se tratase.
―Buenas noches, León ―despidió Argus sonriéndole mientras se adentraba despreocupadamente a aquel lugar. Como si no notara la hostilidad del ambiente.
―Descansa, pequeño ―correspondió el castaño con un poco de mejor ánimo por su actitud no positiva, pero tampoco negativa. No sabía cómo describirla, pero era relajante―. Espero verte mañana durante el desayuno. Oh eso me recuerda ―dijo repentinamente aclarándose la garganta―. Al sur del santuario podrán encontrar un gran comedor donde se les ofrecerá el desayuno. Ahora mismo no tenemos nada preparado y estamos demasiado ocupados con los heridos para remediarlo. Sepan disculpar ―explicó brevemente antes de retirarse.
Esto se estaba poniendo cada vez peor y León lo sabía, mas no podía hacer nada. No tenían personas encargadas especialmente de la comida y en estos momentos Adonis estaba demasiado ocupado salvando vidas. Él tendría que encargarse de los cadáveres y su diosa quien sabía que estaba haciendo, pero jamás sería ella quien les sirviera la comida a simples mortales. Una diosa no podía realizar semejante acto sin que se le perdiera todo el respeto. Quien sabía cuándo podrían descansar y aunque sonara mal, los aspirantes deberían aguantar el hambre por una noche. Sólo esperaba que no se mataran durante la noche por ese motivo. En el mejor escenario imaginario que podía pensar pasarían la noche sin bajas, pero de mal humor. No le parecía buena idea tener a todos reunidos de esa manera estando literalmente durmiendo con el enemigo. Hasta hacia sólo un par de horas estuvieron a punto de matarse y ahora deberían dormir en la misma habitación. Esto había salido demasiado mal.
CONTINUARÁ…
N/A: Cástor y Pólux, los Dioscuros, son figuras de las mitologías griega y romana, considerados como los hijos gemelos de o Júpiter. Son figuras semidivinas y se les atribuye el rol de salvar a los que están en peligro en el mar. Se asociaban especialmente con los caballos y los deportes. Estos hermanos tenían una conexión especial, y tenían sus propios templos en Delos. Es honor a ellos que existe la constelación de Géminis
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