Sintió que algo le atravesaba el corazón cuando recibió la carta, pero nada lo preparó para lo que fue a encontrar una vez puso un pie en sus tierras por primera vez en mucho tiempo. A su llegada todo pareció una falsa alarma. Su estancia sería una de cortesía, por lo que no duraría más que lo suficiente para no ser grosero. Ni siquiera tenía asuntos oficiales que tratar con ella, nada apremiante como mínimo, aunque tampoco podía darse el lujo de extender su visita demasiado. Él también tenía y tiene sus asuntos peliagudos, y muy apremiantes, por cierto, al otro lado del océano como para ausentarse por tiempo indefinido de casa. Sin embargo, tenía claro que se quedaría lo que le fuera permitido y nadie le haría marcharse antes. Por lo viejos tiempos, se había repetido para sus adentros desde que preparó sus maletas. Así se había querido convencer, pero muy en el fondo sabía que hasta ella no ignoraba que eso era una vil mentira.

Al principio, ella pudo engañarlo fácilmente, incluso estuvo a punto convencerlo de marcharse tranquilo una vez llegara a terminó su tiempo con ella. Admite que hasta se sintió dolido al creer entender que ella no deseaba su compañía, pese a las muestras de todo lo contrario que le daba con mucho disimulo y, al parecer, bastante mortificada. Su sonrisa parecía genuina y su voz sonaba firme cada vez que lo saludaba o cuando conversaban durante los paseos a los que ella misma lo invitaba. Incluso, se levantaba del asiento en que era común encontrarla todos los días con ese brillo especial en la mirada que le hacía sentirse mareado y eufórico. Esa simple acción la hacía con la elegancia y la gracia que siempre la caracterizaron, y, muy en especial, la lograba sin complicaciones. También, al tomarlo de la mano, parecía llena de vida. Tal vez aquí debería reconocer que quizá sus sentimientos le jugaron una mala pasada, porque de inmediato dejaba de pensar con la cabeza y se sentía transportado a esos tiempos glorificados por la memoria en que sólo existían ambos, ajenos a los conflictos de Europa y América.

Terminaba por creer que esa carta era una broma de muy mal gusto mientras albergaba la esperanza de que volverían a ser los de antes. Pero luego, ocurría algo que, sin darle tiempo a ponerse cómodo, le hacía creer que sólo eran imaginaciones suyas. Era frecuente que reconociera el atisbo casi imperceptible del temblor de sus labios al torcerse en una mueca de desesperación y disgusto, o el agarre poco seguro de su mano en el abanico que resultaba en alguna señal para nada amistosa. Se fatigaba rápido inexplicablemente y de repente ya no podía articular ninguna palabra con claridad prefiriendo alejarse a trompicones, como si de súbito decidiera que prefería estar sola. Al alejarse, ahí estaba esa débil precisión en su andar de bailarina, que le hubiera pasado desapercibida de no haber estado al pendiente de ella. Él estaba presto a no perderse ningún gesto, ninguna palabra, ningún ademán suyo. Lo extrañaba todo de ella, y lo sigue extrañando. ¿Cómo iba a pasar por alto esos pequeños indicios de que algo no andaba tan bien como aseguraba? No tuvo que pasar mucho tiempo para comprender qué era lo que en realidad estaba ocurriendo. La carta resultó ser una mentira, sí, pero una que le describió una situación exageradamente suavizada en comparación a la auténtica. No recordaba el nombre del remitente, pero le agradecía el favor. No cambiaría por nada estos momentos tortuosos a su lado.

Simplemente, nada se compara con la mera posibilidad de estar a su lado. No importa que esa oportunidad se le dé en esta forma: como testigo impotente de cómo su existencia, ese tiempo que a los de su tipo les es dado a cuentagotas y con fecha de vencimiento indefinida, se le escapa de las manos sin poder hacer nada por evitarlo. Sólo le queda permanecer fuerte por ella, por él, por ambos. Sólo le queda contemplar sus largos y finos dedos haciendo un esfuerzo por asirse una última vez a su mano. Esos dedos que alguna vez vio acariciar las teclas de un piano con la precisión de un concertista consumado. Esos mismos dedos que alguna vez recorrieron su espalda con la misma delicadeza y, otras, con una desesperación apasionada. En su contemplación, no puede evitar buscar instintivamente en ellos los rastros de una banda dorada específica sin importarle saber de antemano que no los encontrará. Tampoco se hace ilusiones de hallar el diamante que le había ofrecido, hace unos años, cuando se vio obligado a hacerle la pregunta. Y, con todo, helo ahí suspirando con decepción al no toparse ni con la más mínima sospecha de que ella se considere conectado a él de la manera que sea. La vaga sombra del alivio al no encontrar rastros de conexión con otro en ella no impide que se le forme un nudo en la garganta, asfixiándolo sin piedad. No debería molestarse, eso ya pertenece al pasado.

— Era evidente desde antes de que se hiciera oficial —le recuerda ella en un hilo de voz.

Él comprende sin esfuerzo a qué se refiere, pero no es eso lo que le hace sentirse abofeteado. No. Aunque es doloroso oírla hablar de su unión sin futuro, que es lo único que parece haberla perseguido durante su existencia, lo que realmente le hace despertar de su dolor para aterrizar en su real agonía es el sonido característico, casi premonitorio, de alguien que lucha por hacer entrar aire en sus pulmones. Pulmones que no deberían estar ahí en primer lugar. No, los de su tipo son incapaces de desarrollar enfermedades terminales, como tampoco aparecen dotados de estructura orgánica desde el principio. Eso déjenselo a los humanos, sus ciudadanos, aunque esa condición supuestamente privilegiada no los salva de experimentar en carne propia algo igual de terminal. Ellos están ligados a sus constituciones, a sus instituciones, a sus gobiernos, a sus respectivos pueblos, a todo lo que constituye sus naciones, de faltarles o alterarse algo de eso... No hace falta entrar en detalles para saber lo que les espera una vez aparecen los primeros síntomas del desequilibrio. Suelen decir que las cosas se parecen a sus dueños. En su caso, las creaturas terminan pareciéndose a sus creadores.

— ¿Es eso por lo que deseas ser recordada para la posteridad? —con todo, no puede evitar bromear un poco, quién mejor que él para burlarse de la muerte en sus propias narices—. Te creía más seria y formal, ya sabes, a la altura.

Para darle cierta fuerza a sus palabras, él decide acentuar el agarre de sus dedos sobre la mano de ella con la mayor delicadeza y el mayor cuidado de que es capaz, casi como si temiera romper una muñeca de fina porcelana. Notar que ella intenta devolverle el gesto sin éxito le parte el corazón a la vez que le hace sentirse correspondido en el más íntimo de los sentidos. Ella le responde con el fantasma de una sonrisa pícara en sus labios.

— No sería digno de un Imperio —reconoce ella, sacándolo una vez más de sus cavilaciones—, pero es adecuado decir algo razonable en presencia de…

La frase queda inconclusa flotando en el aire. De un momento a otro ya no hay boca que pueda articular su conclusión. Con ella se ha esfumado también su autora, dejándolo solo en una habitación oscura, fría y silenciosa. Por fin ella lo ha abandonado dejando tras de sí una estela de luz que se disuelve en el aire, por fin él podrá llorar su pérdida a sabiendas de que no podrá ni soñar con volver a verla. Por siempre quedará insatisfecho el deseo de recuperar el tiempo perdido a causa de los malos entendidos, de la suerte, de la historia, de sus políticos. Nunca más habrá esa mujer que haga de sus viajes al Viejo Continente una promesa de familiaridad y consuelo. Extraña combinación ahora que lo piensa. ¿Qué diría España si se enterara de que su conexión más querida con Europa no es él?

— Fue un placer y un honor ser elegido como tu testigo, Imperio Austriaco —declara solemne a la nada al tiempo que se dispone a salir de la habitación.

Debe cumplir con la última responsabilidad que lo liga a ella. Ella lo eligió para ser su testigo personal y ahora él debe reconocer que su heredero es de ahora en adelante la representación oficial de lo que queda. Bonita manera de hacerlo sentir especial al tiempo que lo tortura. Está por apadrinar al reemplazo del amor de su existencia y debe mostrarse contento. No tiene nada en contra del escuintle, pero quisiera vomitar. Sabe que le esperan algunos siglos antes de que el destino también le alcance. La época de los imperios está llegando a su fin, pero la de las repúblicas apenas comienza.

— Yo, Estados Unidos Mexicanos —declara en cuanto abre la puerta y encara a la multitud congregada para el acto solemne que significa el pase de la estafeta—, te saludo a ti —mira al niño que le sale al encuentro con paso firme—, República de Austria —la voz amenaza con fallarle, pero se obliga a proseguir. Puede hacerlo, sí que puede no arruinarle a un inocente su existencia por causa de sus propios dilemas—, como la representación oficial de tu nación. Mis mejores deseos para el futuro que te aguarda. ¡Larga vida a la República de Austria!

El coro que le responde suena amortiguado en sus oídos. Lo ha hecho, se ha encargado de que el pueblo austriaco tenga la posibilidad de una buena transición. Le ha cumplido a ella y a su sucesor. Sólo le queda esperar que algún día vuelvan a encontrarse, de algún modo, en una mejor situación... en otra vida... o eso le gusta pensar.

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