Para quiénes han seguido esta historia sin importar sus altibajos.

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¿Qué canción les viene a la mente?


Bastó una sola mirada para que yo quedara prendada de él. Recuerdo muy bien ese día, como si fuera ayer. En aquella ocasión me levanté muy temprano para asegurar que estaría presentable a la llegada de mi hermano. Llevaba el tiempo bien contado. Había transcurrido una semana desde que la carta de Hungría había llegado, anunciando su regreso a casa en compañía de algunos amigos. Pese a que conocía a la mayoría de los que mencionaba, venía acompañado de Iliria, Dalmacia y Serbia, uno me resultó extraño. Un tal México que, según mi hermano, era un amigo suyo muy estimado, además de uno de los hijos predilectos de un viejo amigo de la familia. Si su condición de extraño pudo haber levantado alguna suspicacia en mí, el ver a mi padre reconocer el nombre del padre de ese amigo me hizo olvidarme de inmediato de su existencia. Toda mi atención estuvo puesta exclusivamente en mi hermano. Estaba impaciente por ver de nuevo a Hungría y que me contara los pormenores de su experiencia. De alguna manera había echado de menos su presencia constante en la familia durante todo el tiempo que duró su educación fuera de casa. Resultaba extraño no tener al futuro cabeza de familia cerca en momentos cotidianos de la vida hogareña. No es que fuera berrinche o capricho mío. Comprendía que era importante su partida. Era, es y será imperativo para los hijos de familias como la nuestra que estos completen su educación en una institución como la Academia. Ahí asistieron, asisten y asistirán generaciones enteras de hijos de Casas importantes que no acuden sólo con el propósito de completar sus estudios. Tan importante es que cada padre se ha asegurado por siglos enteros que todos sus hijos varones, y no sólo su primogénito o heredero, asistan sin excepción a la Academia.

El fin de años de soledad no suavizó el hecho de que Hungría me había dejado sola para soportar a nuestros padres y sus constantes invitados. A diferencia de él, yo no había tenido la oportunidades de salir a ninguna escuela, me había quedado todo ese tiempo en casa bajo la estricta tutela de instructores privados. Cansada de la rutina, había esperado con algo de desesperación el día en que Hungría por fin regresara de la Academia. Ese día había llegado por fin. En cuanto Viena me terminó de peinar y Linz anunció que su carruaje había llegado, recorrí presurosa nuestro hogar para bajar a recibirlos en compañía de ellas, Budapest y el resto de los servidores de la casa. Sin embargo, como yo era una señorita sin haber sido presentada en sociedad, y dadas las buenas costumbres que debía respetar, tuve que esperar a que mi hermano y sus invitados se acomodaran y a que mi madre hiciera acto de presencia para poder darle la bienvenida a Hungría también. Me confirmé con que al menos se me permitiría saludarlo apropiadamente. Lo que siguió fue inesperado y sucedió tan rápido que podría decirse que sólo sentí como si algo me hubiera golpeado con la intensidad de un rayo, una fuerza descomunal. Entré en la sala de visitas con una sonrisa en el rostro. Mi saludo en los labios estaba preparado para ser expresado en un intento por ser amable y educada. Eso era lo que se esperaba de mí al ser la hija y hermana de los anfitriones. Miré fugazmente a los invitados de mi hermano. Bastó un intercambio fugaz de miradas con él para sentir que algo había cambiado en mi interior. En un instante supe que al fin podía responder la pregunta que mi madre tantas veces me había plateado. Después de eso sí que podía decir con certeza qué tipo de hombre esperaba tener por marido. Es más, después de las presentaciones, supe que tenía nombre y apellido: Estados Unidos Mexicanos de Aztlán, presunto heredero único e indiscutible de la Casa de Hispania.

No, no me fijé en él por su posible ascenso en la escala de poder, ni por la posible fortuna de la que fuera dueño. Ni siquiera me había detenido a pensar en eso, ni en otras ventajas que pudiera darme el mero hecho de casarme con él. La razón que podía ofrecer era simple, quizá muy tonta. Algo en la manera en que permanecía sentado en el asiento que ocupaba, algo en su modo de expresarse en la conversación que siguió, algo en el brillo de su mirada, me había dejado desarmada de inmediato. México Aztlán, como la mayoría lo conocía, tenía el porte y la imagen de un militar de alto rango. Nada en él podía restarle fuerza a la impresión que me causaba. Incluso la herida a la izquierda, atravesando su rostro de arriba a abajo, le daba ese aspecto novelesco de un caballero valiente y fuerte que toda jovencita, como yo lo fui, añoraba tener por enamorado. Muy idealista, sin duda. Fue un entusiasmo de niña el que me hizo inclinarme inexorablemente hacia él. Caí en la trampa mortal que no sabía que me había sido tendida y que debía evitar si en algo valoraba mi existencia. Regresando a aquel momento, me recuerdo intentando recuperar la compostura de inmediato para no parecer tonta y torpe frente a él. Obedecí de inmediato a mi madre cuando sugirió que tocara algo para deleite de los recién llegados. Me dirigí sin vacilar al pianoforte dispuesto al fondo de la estancia. Con seguridad me dispuse a tocar lo que fuera que tuviera a la mano, no había tiempo para escoger la partitura adecuada. Me limité a mostrar que podía interpretar lo que fuera. Ésa fue la primera vez que mis dedos se deslizaron con maestría sobre las teclas, pero mis pensamientos estaban dirigidos a otra cosa muy distinta. Acorde tras acorde, nota tras notas, compás tras compás, echaba un vistazo fugaz en su dirección con la esperanza de volver a cruzar mi mirada con la suya. Mas en cada ocasión pude comprobar que yo no había logrado la misma impresión en él. Debí de haber entendido, sin embargo, lo dejé pasar convencida de que lograría atraer su atención.

Estaba determinada a conocerlo mejor, sin importar las consecuencias. Sentía la necesidad imperiosa de hacerlo. México era irresistible: parecía distante y misterioso. Otra vez tuve una razón simple que me justificara: para mí estaba claro que debía descubrir su secreto, porque era más que evidente que esa actitud suya era una farsa. Ése no podía ser su carácter real. Nada se interpondría ni en mi misión. Nada nos impediría que tener algo más en el futuro. Eso estaba garantizado por muchas condiciones que creí ciertas. México y mi hermano se habían conocido en la academia, lo que los había llevado a entablar su primera conversación era su interés compartido por la milicia. El tiempo hizo el resto. Todo apuntaba a que su amistad sólo se fortalecería al paso de los años. Así que tuve garantizado desde el principio que él frecuentaría nuestro hogar y que, si seguía a mi hermano con regularidad, podría encontrarme en situaciones convenientes con él. Quizá no pude perseguirlo siempre a donde fuera, pero sí cada vez que se presentaba la oportunidad. Me fue difícil seguirle el paso dado que yo aún no era considerada una adulta para ese entonces. Me era imposible asistir a todos los eventos a los que él podía presentarse. Por tanto, me esforcé siempre en encontrar la manera de estar cerca de él. Me las arreglé lo mejor que pude y más de una vez para oírlo conversar de temas importantes o banales con otras personas, para verlo entrenar o dar mantenimiento a sus armas en compañía de Hungría, o para tratar de tener su atención durante las pocas soirée a que podía ser invitada y en que era altamente probable coincidir con él. Jamás me preocupó mi conducta porque las personas de las que pude haberme preocupado parecían aprobar mi desfachatez. Probablemente hubiera hecho caso omiso a cualquiera que hubiera censurado mi falta de recato y propiedad, así que era mejor que, por el contrario, me alentaran a continuar. Nunca me puse a pensar en lo sospechoso que era ese mero hecho. No se me ocurrió preguntarme por la indulgencia de Francia y la satisfacción de su prima Bélgica. Extrañamente ambas soportaban bastante bien que no hablara de otra cosa más que de él y lo que sentía por él. Ni mis padres, ni mi hermano, ni Alemania u otros de mis familiares menos cercanos reprocharon mi modo de expresar mi amor. Había mucho interés e ilusión de mi parte como para detenerme a pensar en este tipo de cosas.

Supongo que, como era la única hija y el último vástago de la Casa de Austria-Hungría, era preferible que me casara lo antes posible. Que lo hiciera así significaría un gasto menos para mi familia, al tiempo que reafirmaría una de las conexiones prometedoras con que contaba nuestro linaje y no tendrían que preocuparse más por un posible, pero improbable, heredero de sobra. Porque sí, casándome, yo tendría que renunciar a los derechos que tenía por nacimiento sobre la Casa a la que pertenecía. Eso dejaría a mi hermano y a su futura descendencia como los herederos únicos e indiscutibles de mis padres. Ahora que sé en qué resultó esa medida, no dudo que a mis padres les hubiera gustado garantizar que, en caso de que a Hungría, o a su heredero, le pasara algo, yo pudiera seguir contando como mínimo para proveer un repuesto. Al final de cuentas, la Casa de Hispania no hubiera sido un total inconveniente, de pasar a ser uno de los suyos el heredero de mi hermano. Los hijos de Don España y Don Portugal representaban una brisa de aire fresco que cualquiera de las viejas familias conservadoras y puristas no desaprovecharía sin más. Tampoco le di demasiada importancia a que él siempre se comportara distante y bastante serio, como si no me deseara cerca ni en sueños. Me decantaba por interpretar todo lo contrario, intentando dar significado a los pequeños gestos que hacía de vez en vez. Por ejemplo, no se había acercado a saludarme porque yo no venía acompañada apropiadamente. No me había siquiera echado un vistazo porque era respetuoso. No me había invitado al Gran Baile ofrecido por Inglaterra porque yo todavía no salía. No me hacía regalos, ni me dedicaba gestos significativos, porque tenía principios y deseaba hacer las cosas bien. En muchos aspectos seguía siendo una niña y eso era suficiente para disculpar más de uno de sus desplantes. Me hacía muy feliz pensar que, cuando fuera presentada, cuando al fin fuera una adulta, él ya no tendría impedimento alguno para acercarse y tratar conmigo. Sería entonces cuando mostraría intenciones de cortejarme y de pedir mi mano en matrimonio a mi padre. Todo era cuestión de tiempo y yo estaba dispuesta a esperarlo. Era paciente. Mi virtud sería recompensada.

Con todo, me entraba la inseguridad de vez en cuando y la angustia me invadía con frecuencia. Temí más de una vez perderlo debido a que había otras jóvenes con quienes se relacionaba, las cuales no compartían las mismas limitantes conmigo. Ellas tenían permitido todo lo que yo no. Por tanto, me esforcé lo mejor que pude por dejarle claro, por recordarle constantemente, que yo no lo había olvidado y que seguía interesada en él. En mi desesperación llegué a rezar por las noches pidiendo a Dios por un buen marido, claramente lo hacía pensando en que no habría mejor prospecto que México. Confiaba que Él, que todo lo sabe, me entendía a la perfección y escucharía mi plegaria. Resulta contradictorio hasta para mí, pero estaba segura de que eso era lo último que necesitaba. Con la bendición del Señor sería suficiente lo poco que podía hacer para entonces, pues un malentendido era imposible. No me cabía la menor duda de que México no ignoraba nada con respecto a mis sentimientos. Consideré, y aún me mantengo en eso, que fui bastante demostrativa y clara en cada cosa que hice o dije. Todo eso me hace pensar que era más que obvio que estaba desesperada por asegurar que él esperaría por mí. Mi obstinación, o sería mejor llamarla desesperación, escalaba vertiginosamente y nadie, ni siquiera yo, la reconocía. Cada día me levantaba con el objetivo de no apartarlo de mis pensamientos o, si esperaba encontrarlo, planear tener algún tipo de interacción casual con él. Quería pasar el resto de mi vida a su lado y eso sólo podía lograrlo asegurando que yo, y no otra, me convertiría en su esposa. No podía confiarme demasiado, pero estaba segura de que estaba dejando en claro, discretamente o no, mi posición. Me convencí que eso sería suficiente, o al menos lo sería hasta que pudiera hacer algo más explícito y directo. No fue necesario que me molestara. La propuesta llegó sin que yo me esforzara demasiado, aunque no ocurrió como había imaginado. Eso no me impidió recibir la noticia con gran placer e ingenua sensación de triunfo. Me dije que tanta formalidad sólo era motivo de consideración y respeto a mi persona y a mi familia, que era descabellado pensar que se tratara de auténtico desinterés.

Para ese entonces, no me cabía duda de que México había hablado con su padre y que éste había considerado pertinente conectar con la familia de la chica en cuestión, es decir, yo, por obvias razones. Por eso era él, y no México, ausente en todo momento, quien había hablado con mi padre. A mí no me importó otra cosa mas que el hecho de que por fin me convertiría en su esposa. Mi sueño se hacía realidad con anticipación, ni siquiera tendría que preocuparme por presentarme adecuadamente en sociedad. Mi debut en sociedad fue mero convencionalismo. Lo único para lo que sirvió fue para anunciar nuestro compromiso y hacerlo oficial. Para mí fue un alivio no tener que esperar mucho tiempo para comprometerme, ni preocuparme por posibles pretendientes indeseados. Me casaría pronto. Y lo más importante, al fin México y yo podríamos actuar sin reservas el uno hacia el otro, porque incluso pronto estaríamos casados. Aún me lamento por ser tan ilusa. El cambio no terminaba de llegar y no tardé mucho en darme cuenta del error que había cometido al imaginarme explicaciones muy elaboradas de lo que, muy probablemente, siempre fue más que evidente. Mi marido no cambió de actitud tras la celebración de nuestro matrimonio. Es más, me pareció que la acentuó a tal punto que resultaba vano, y estúpido, seguirme engañando. La única noche que pasamos juntos fue la noche de bodas. Cuando quedó claro que aquella ocasión había sido suficiente para que yo le diera un heredero, tuvo razón suficiente para no volver a tocarme, ni pensar en mí otra vez.

Al principio no quise reconocerlo. Asimilé con dificultad y a marcha forzada esa dura realidad. Primero creí que yo había fallado en algo, por lo que empecé a buscar la manera de arreglar el inconveniente y ganarme de vuelta el afecto de mi esposo. Creí que todo se resolvería con una compensación. Sólo tenía que saber qué deseaba o qué le hacía falta a él para poder tranzar un plan de reconciliación. No podía dejar de ser lo que había sido antes de casarme, pero podía mostrarme dispuesta a abrazar otro estilo de vida. Sería difícil deshacerme de años de educación esmerada, pero la situación en que me encontraba requería una especie de supervivencia de la cual era consciente en un grado poco claro. Me di cuenta de que mostrar que no respaldaba a mi familia y mis antiguas amistades sería la mejor manera para ganarme el favor de México e impedir que mis cuñados pudieran acusarme de algo imperdonable. Disponía de los medios para varias opciones. En primer lugar, podía muy bien causar desventajas significativas a sus enemigos. Sólo tenía que jalar algunos hilos de los que creía todavía disponer. Tiraría de ellos lo suficiente para tener acceso al resultado deseado. En segundo, sabía los puntos débiles de mi propia familia, por lo que podía, de ser necesario, apoyar los planes de personas como Serbia. Y, por último, gozaba de cierto control sobre la correspondencia que llegaba a nosotros. Estaba en mis manos desviar algunas cartas que bien podrían favorecer a mi familia de ser respondidas en modo afirmativo. Así no sólo favorecería a mi marido, sino que dejaría claro que reconocía a quién debía mi lealtad en el instante en que ingresé en otra familia por matrimonio. Ésa, en particular, era una opción tentadora. Por supuesto que eso no sería suficiente, jamás lo sería. Debí de haberlo anticipado, pero en ese momento aún no acababa de comprender en qué me había metido.

La situación en que me encontraba era un problema que superaba cualquiera de mis suposiciones. Lo capté hasta que mi marido permitió que Estados Unidos de América de Gran Bretaña y no-sabía-cuantos-lados-más se alojara por tiempo indefinido en el mismo hogar que yo había ocupado sola sin intrusiones de ningún tipo por varios año. Fue hasta ese momento que realmente comprendí que algo no marchaba bien entre nosotros. Mi marido había tenido aventuras, claro que las había tenido, al igual que había tenido varios hijos bastardos que acogía bajo estúpidas excusas tras la muerte accidental de las madres. Lo que jamás había hecho era insultarnos de esa manera, a mí y a nuestro hijo. Así fue, incluso Möxter tuvo que convivir bajo el mismo techo con una mujer que su padre había traído sin justificación aceptable, ya que ningún tipo de parentesco podía excusar su presencia, seguramente permanente, en nuestro hogar. Lamentablemente es casi seguro que la muy cínica siga ahí, invadiendo el hogar y la mesa de mi hijo. Ese hecho colmó mi paciencia. Podía haberle disculpado otras infidelidades, otras afrentas, lo que fuera, pero ésta no. Ésta me dañó muy particularmente. Ambos, mi marido y ella, parecían felices y no lo ocultaban, eso me resultaba demasiado doloroso. Siempre creí que él era frío y distante, porque jamás lo vi tratar a alguien con algún tipo, por pequeño que fuera, de calidez. Al menos no hasta que la trajo a ella. Entonces confirmé lo que ya sospechaba: que yo no era suficiente para él, o que en realidad nunca hubo un nosotros. Fue en ese momento en que sentí todo el peso de la certeza de que no había sido suficiente lograr que él me hiciera su esposa. Ya había intentado luchar por conservar su afecto a toda costa y estaba fracasando. La aparición de ella me impediría si quiera pensar en intentarlo. Si ya me había percatado desde que nos cansamos que yo no era alguien importante para él, jamás vi a alguien que lo fuera, ni siquiera sus hermanos lo parecían. Tampoco había visto alguna vez, y con tanta claridad, a alguien más como mi reemplazo. No quería perder mi lugar a su lado y la única manera en que ella me podría reemplazar era precisamente conmigo fuera de la escena. En ese momento juré tomar seriamente medidas drásticas en el asunto. Me encargaría yo misma de que esa situación no continuara. No soportaría el abandono, porque sería fácil obtener un divorcio de Vaticano con la negociación adecuada. Antes muerta que divorciada, pero no caería sin dar batalla. No obstante, en ocasiones, la verdad me hizo flaquear en mi resolución. ¿Alguna vez había tenido el amor de mi marido? Al principio me gustaba pensar que sí. Después, ya no fue tan fácil afirmarlo. No cuando pude ser testigo de cómo él la trababa a ella. En ese momento no pude seguirme engañando por más tiempo. Fue ahí que empezó mi auténtica desgracia, porque fue en ese momento que comprendí lo estúpida que había sido. ¿En verdad lo había amado como para soportar tanto? Fue ahí que me di cuenta de que las otras no habían sido amenaza alguna, que yo tampoco lo era para ella, pero ella sí que lo era para mí. Fue cuando me decidí a que, pasara lo que pasara, debía cumplir con mi palabra a cabalidad. Mi desgracia fue que nunca tuve a la suerte de mi lado.

— ¿Sohn, crees que tendré éxito en lo que me propongo? —le pregunté a Möxter aquel fatídico día, justo antes de la puesta en marcha de mi plan.

No sé qué esperaba de él, que era sólo un niño. Ciertamente no esperaba una bendición, aunque tampoco esperaba la respuesta que me dio.

— Siempre que sea para el bien, Madre, no me cabe duda de que triunfará sin obstáculos —su afirmación fue un presagio, fue mi sentencia a la pena capital.

No obstante, me mantuve firme pensando en lo penoso que me resultaba ver esa sonrisa reservada para alguien que no era yo. Él no se molestaba en guardar las apariencias, ni siquiera en simular alguna consideración para conmigo, su esposa. Todo era distinto con ella, porque de ninguna manera le daría el nombre de amante. Conmigo era otra historia. Esa atención y cariño que le prodigaba a aquella mujer era todo lo que hubiera querido para mí y todo lo que él nunca me daría. Estaba segura de que hubiera dado la vida misma con tal de que él me dirigiera la mitad de lo que destinaba para ella. Siempre esperé a que me dirigiera esa mirada tan cálida cada vez que se encontraba conmigo, pero todo eso estaba reservado para otra. Necesitaba que ella, ese obstáculo que parecía infranqueable, desapareciera. ¿Qué podía salir mal? Ya lo había hecho otras veces.

— No dudes de que esto lo hago por un gran bien, mein Sohn. Aun así, no creo que sea prudente que sigas mis pasos. Nada bueno sale de tener el alma corrompida —me despedí de mi hijo depositando un beso en su frente.

Ignoré el escalofrío que recorrió mi espalda al salir de esa habitación. Me alejé planeando lo que haríamos más tarde, aunque no sabía que ésa sería la última vez que nos veríamos. Ésa fue la última imagen que Möxter tendría de mí y ésa es la última que yo tendré de él. Lo abandoné en esa habitación completamente a su suerte sin querer ni saberlo, creyendo que volvería a él, victoriosa. Salí al encuentro del destino creyendo que por fin obtendría la paz que tanto anhelaba, pero lo único que recibí fue la muerte. Irónicamente la única paz que obtendría. Porque, en efecto, estaban avisados, ella estaba prevenida. La ejecución de mi propósito sólo tuvo una falla: la traición. De otra manera jamás hubiera terminado así. Estaba dispuesta a todo, menos a ser la receptora de mi propio veneno. Mientras me debatía en dejar este mundo con dignidad, mi verdugo adquirió un rostro y un nombre particulares: Querétaro.

La fina porcelana se resbala de entre mis manos con una lentitud desesperante al tiempo que siento el ardor bajar por mi garganta. El recipiente se estrella contra el suelo en un sonido claro y definido, como si fuera la última señal que puedo recibir del mal augurio del que ya sospechaba. No sabría decir cómo me siento al respecto. El adormecimiento comienza a entorpecer mis movimientos y no puedo formular pensamientos muy elaborados. Me duele la cabeza y tengo náuseas. Intento dar un paso, pero mi equilibrio me falla. Busco con dificultad algo con lo que sostenerme. Quisiera poder ver qué ocurre a mi alrededor, pero me cuesta trabajo ver con nitidez. Los rostros de mi marido y de su acompañante, los únicos testigos de mi último aliento, pierden definición en una multitud de manchas de colores sin forma definida. Tampoco puedo discernir algún sonido por el pitido insensate en mis oídos. Lo que sea que ambos estén diciendo se pierde en un balbuceo incomprehensible. Si pudiera, diría que los efectos no se han hecho esperar. No puedo quejarme del proveedor. Mientras me sumerjo vertiginosamente en la oscuridad, una sensación de impotencia me invade. Impotencia, frustración y rabia son lo único que identifico en medio de la conmoción que me produce mi propia caída en desgracia. Cada vez es más difícil mantenerme en pie. No deseo saber a qué se debe, si a mi estado emocional o al físico. Me queda claro cómo mi cuerpo se entumece poco a poco, queriendo torturarme a detalle. Cada vez siento menos y escucho menos, a tal grado que la escena ante mí se desvanece sin que yo pueda hacer algo por evitarlo. A duras penas logro ser consciente de que me precipito al suelo, pero nunca llego a sentir el golpe...

Permanezco en la oscuridad poco tiempo. De súbito algo me impulsa hacia adelante y no tardo en incorporarme con renovadas fuerzas, como si hubiera descansado toda una noche. Tal es la brusquedad con que me he erguido que debo permanecer un momento quieta para no caerme... de la cama en la que me encuentro arropada. Mis ojos se abren de par en par escaneando la habitación al reconocer las sábanas de seda teñidas de un tono crema muy suave. No logro detenerme como me gustaría en los detalles, todo me da vueltas y estoy muy confundida. Lo último que recuerdo es la sensación de adormecimiento recorrer mi cuerpo hasta quedar exangüe. Estaba en presencia de mi marido y de ella, pero estoy segura de que ninguno de los dos se preocuparía lo suficiente por mí como para cuidarme, mucho menos para traerme... de vuelta a casa. Porque eso es lo que parece aunque no sé a dónde he venido a parar exactamente. Ciertamente no estoy en territorio Aztlán, lo sé porque este color me resulta familiar y no pertenece a la casa de mi marido. Resuelvo que he de estar demasiado conmocionada como para alucinar vívidamente cosas como éstas. No es para menos, recuerdo el cúmulo de emociones venírseme encima y aplastarme cuando me di cuenta de que había sido descubierta. Lo fue a tal nivel que me resultó difícil pensar claro, aún me agobia un poco pensar en eso. Fue humillante, pero intento sacudirme ese sentimiento y centrarme en evaluar mi condición actual.

Extiendo mi brazo izquierdo, luego el derecho sin que adormecimiento alguno me lo impida. Puedo sentir mis pies haciendo círculos bajo las colchas. Confirmo que puedo moverme sin problemas y no siento ninguna sensación de pesadez. Es más, me siento descansada, fresca y tranquila, muy al contrario de lo que experimenté mientras mi vida pasaba ante mis ojos. Nunca imaginé que la muerte fuera así de relajada. Para ser sincera, nunca me detuve a pensar seriamente en la muerte. Bueno, eso ya no importa, ahora sé qué es eso. Estoy segura. No hay modo en que hubiera podido sobrevivir a ese veneno. Sé de antemano a quién se lo encargué y comprobé en persona que era efectivo. Como ya estoy muerta, supongo que no me no me hará mal explorar este lugar, quizá pueda enterarme mejor de lo que significa estarlo. Además, podría comprobar qué tan exacta es esta réplica de la habitación que alguna vez ocupé durante mi juventud. En efecto, parece que he vuelto a mi habitación, pero obviamente eso es imposible por muchas cuestiones, entre ellas, que yo morí en casa de mi marido, no en la de mis padres. Por otra parte,... Mejor no sigo pensando. Salgo de la cama lentamente ya que dudo que mi cuerpo esté en condiciones de moverse con brusquedad. Observo a mi alrededor con mayor detenimiento y algo de cautela. No puedo evitar quedar sorprendida con la revelación. Puedo reconocer cada detalle en esta habitación. Por supuesto que ésta no es la habitación en que expiré, mucho menos la que solía ocupar en el castillo de mi marido. Me resulta tan parecida que juraría que es idéntica. ¡Qué va, es la misma! De tan solo pensarlo, se me forma un nudo en la garganta. Estoy dentro de una réplica exacta de la habitación que ocupé mientras fui únicamente la hija de mis padres. ¿Tan avergonzada estoy de mí misma que me niego a aceptar lo que hice al final de mi vida? No me enorgullezco de mi yo adulta, pero tampoco de mi yo niña, así que no comprendo la razón de venir a dar aquí. ¿Dónde está San Pedro? ¡Bah, como si mereciera el Cielo! ¿O los jueces? Sería lógico que me juzgaran para determinar si merezco purificación o el castigo eterno. ¿Quizá los ángeles? Siempre dicen que un pecador arrepentido es guiado por ellos, yo tenía mi... No merezco esa gracia, ¿verdad?

Aunque no quisiera, vuelvo a pensar en mis últimos momentos. Cuando comprendí que el plan había fallado, todo a causa de esa sirvienta traidora, sólo pude desear que él entendiera. Deseé que mi marido entendiera algo, cualquier cosa, cercana a mi desesperación. Era en vano, un deseo imposible. Nada lo inclinaría dedicarme un sentimiento así, ni siquiera para que yo pudiera morir en paz. En realidad, no podía esperar tanto de él. Mi marido nunca estuvo en condiciones de darme lo que yo deseaba recibir de su parte simplemente porque él no me amaba, más bien, me aborrecía. Siempre he tenido esa impresión. Mi muerte no le ha causado algo más que alivio, quizá alegría. Ya no estoy a su lado. Ya no hay impedimento que le obstaculice estar con ella... Supongo que mi muerte es lo mejor que ha podido pasarle con respecto a mí. Al fin estará en condiciones de ofrecerle un compromiso digno de la posición que ella tiene. Ahora podrá presentarla como su prometida, y luego como su esposa. Intento no sentirme mal por eso, no merecen mis lágrimas, ni mi dolor. Dudo que vaya a respetar el tiempo en que debe guardarme luto. ¡Qué manera de terminar! Mucho esfuerzo para nada. Mi amor hacia él nunca fue valorado ni correspondido. Lo bueno es que al fin ha acabado. En vez de irritarlo con mi mera presencia, estoy aquí, en paz, lejos de todo lo que me hacía daño. Quizá esté atrapada en mis propios recuerdos, antes de ser enviada al Purgatorio o al Infierno, pero al fin libre de mis ataduras, del dolor, del veneno. Hablando de veneno... Me reviso en busca de las señales del modo en que morí. Tras un rápido examen, me extraña comprobar que la piel de mis manos ha rejuvenecido un poco. Paso instintivamente mis manos por mi cabello y tomo entre mis dedos un mechón, me asombro al comprobar su aspecto. Luce sedoso, tiene brillo y es de un tono mucho más vivaz del que tuvo en mis últimos días. Increíble. Esta condición sólo la tuve de joven, antes incluso de comprometerme. Paso a observar la fina tela que me cubre en un intento por convencerme de que no estoy soñando. Mis manos recorren con delicadeza el camisón que llevo puesto. Esto no puede ser verdad. Independientemente de si en la muerte uno puede soñar o no, deseo convencerme de que esto es real. Debo mirarme en un espejo.

Sé a dónde correr a mirarme. En cuanto cruzo la habitación y me paro frente al espejo de cuerpo entero colocado justo al lado del armario necesito hacer un esfuerzo enorme para no caerme por la impresión. Mi sorpresa se convierte en incredulidad. Mi cabello es de un castaño oscuro que muchos confundieron en su tiempo con negro azabache. Nada ha quedado del cabello cenizo y descuidado que lucía como una adulta. Mis ojos, de un color azul violáceo, han recuperado el brillo de mis años mozos. El color luce mucho más claro y brillante que cuando la ansiedad y la angustia me consumían. Mi piel es clara, limpia y saludable. Nada que ver con la piel tan ajada y maltratada que tanto descuidé en mi obstinación por evitar la desgracia de la que no me libré. En resumen, me veo muchos años más joven y fresca. Mi aspecto es el de una niña comparado con el que tenía al morir. Más aún, voy vestida de cierta manera algo pasada de moda, pero que podría reconocer propia de mí, de esa misma época a la que mi aspecto corresponde. Entre más me observo y estudio mis alrededores, más me convenzo de que mi situación se parece a la que tuve cuando fui la ingenua y tonta hija del pater familias de la Casa Austro-Húngara. Nada que ver con mi yo en su papel de la consorte despechada del heredero, y luego cabeza, de la familia de España. Se me llenan los ojos de lágrimas. Los mejores momentos de mi vida, ahora lo sé, los viví así. No me extraña que esté recreando mis más preciados recuerdos. Quizá en el más allá, que para mí sería como el más acá, miran con otros ojos mi situación. Quizá me tengan lástima por la desesperación en que caí y por eso me es permitido ser un alma en pena decente. Quizá ésta es la calma antes de la tormenta. No me sorprendería que después de mi muerte esté condenada de alguna manera. No considero haber sufrido demasiado antes de soltar mi último aliento, así que creo que todavía me queda qué sufrir para expiar los muchos pecados que cometí. Aceptaré mi penitencia el tiempo que me sea impuesto para...

A través del espejo, un cordón de tela marrón alrededor de mi cuello llama mi atención. Me apresuro a comprobar que en verdad se trata de lo que creo que es. Tiro del cordón y tomo entre mis dedos temblorosos uno de los pedazos de tela que sellan uno de los extremos. Al comprobar que sí es lo que creo, no puedo evitar soltar un sollozo que intento ahogar lo mejor que puedo. Es un escapulario, mi escapulario. Solía llevarlo puesto sin falta desde que lo recibí de manos de un miembro de la orden carmelita. Mi propia abuela materna me había llevado al monasterio más cercano para que me fuera impuesto en su afán de que yo fuera protegida en la vida y en la muerte, de que viviera una vida tranquila y agradable. Este escapulario me acompañó a mi ingreso a la Casa de Aztlán, como prometida y futura consorte del casi confirmado heredero único e indiscutible de la familia a la que pertenecería. Era natural que no quisiera quitármelo para nada. Dado que me las vería con los hermanos de mi marido y otros enemigos, me vería expuesta a muchos peligros. Así que no podría llevar una vida así sin ayuda extra. Por esa y otras razones, no podía desdeñar la protección divina. No me lo quité nunca, ni siquiera porque me sintiera cada vez más indigna de llevarlo. No me cabe duda de que lo fui, de que lo soy. Finalmente, estuve en lo cierto, no llevé una vida tranquila y nada hice por aceptar con resignación mi destino. No fue para menos. Mi persona era blanco constante de algo más que mis cuñados y sus ideales de la perfecta hermana política. Hubo más familias en contra de nuestro matrimonio por razones que mi propia ofuscación no me permitió comprender. Sólo me queda suponer que era por cuestiones políticas. Para mí, todo se reducía a las mujeres que iban y venían de sus residencias a la mía. Ellas no eran un peligro serio. Debo reconocer que algunas de ellas ofrecían alguna ventaja que mi marido llegó a considerar, pero sabía que él no estaba interesado en ellas de esa manera, o al menos me gustaba creer constatar que así lo era. Sin embargo, no podía decir lo mismo de su supuesta aliada favorita. Constantemente tenía que protegerme de la ambición desmedida de la mayoría de sus visitas, pero con ella tenía que redoblar esfuerzos. Para lograrlo, me convencí cada vez más de que mi fe no sería suficiente y que mi marido no haría nada por protegerme. Fue así como le fallé por primera vez a la Virgen. Pese a ello, no pareció que ella me hubiera abandonado. No hasta que decidí dar el golpe definitivo. Fue entonces que comprendí hasta qué punto había manchado mi alma y no era merecedora de su gracia.

Considero que estuvo claro. De todos los planes que tracé y ejecuté para asegurar mi posición, el único que tenía que salir mal fue precisamente el que acabaría con ella. Nunca olvidaré los resultados. Jamás olvidaré el veneno expandiéndose con escalofriante precisión por todo mi cuerpo. Tampoco se borrará de mis recuerdos el rostro de mi marido. Fue muy deprimente saber que ella estaba ahí, atestiguando cómo mi vida se iba esfumando lentamente de mi cuerpo hasta el final. Resultó duro descubrir que debía morir, y que tenía que hacerlo porque simplemente me habían traicionado y delatado. Peor aún, que eso era lo que necesitaba para que mi marido se dignara dedicarme un poco de su atención y así poder reprobar mi conducta, para mirarme decepcionado. Ningún alivio significó que no me desdeñara. En estos momentos me arrepiento de haberme aferrado a él de esa manera cuando desde el principio dejó claro que no me quería, ni siquiera cerca. Tengo mucho de lo que arrepentirme y no sabría por donde empezar. Mi único consuelo es que nuestro hijo es un buen muchacho. No es como su madre, no tiene en él la misma vena de desesperación que yo. Todos reconocían y admiraban eso en él...

Un llamado a mi puerta me saca de mi ensimismamiento.

— Señorita Austria, voy a entrar. Espero no le moleste, pero me preocupa que no conteste. Es momento de levantarse —anuncia una voz.

Me giro de golpe hacia la puerta. Estaba tan distraída con el recuento de mi vida que no me percaté de cuándo alguien llamó a la puerta de la habitación de mi juventud. La sensación de familiaridad no puede ser menos abrumadora. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que escuché esa voz. Clavo mi mirada en la hoja de la puerta moviéndose a la espera de que la persona que ingresa aparezca. Mi anticipación saca lo mejor de mí. Permanezco inmóvil, a la espera de poder comprobar que mis oídos no me engañan. Y no lo hacen. Justo ahí, atravesando el marco de la puerta, se encuentra mi doncella y dama de compañía, casi mi hermana y confidente. Los ojos se me cristalizan. Esto es demasiado. Ésta sí debe de ser mi antigua habitación con sus paredes de un rojo suave, cercano al tono pastel, y sus marcos blancos en las ventanas. Las cortinas de un cálido color beige. Los adornos dorados en las paredes... ¿Realmente he regresado al pasado, justo antes de que mi vida se arruinara? ¿Acaso es una especie de segunda oportunidad? ¿Merezco algo así o sólo es parte de mi penitencia?

Wien, siento haberte preocupado —me disculpo de inmediato y con voz trémula—. He tenido un mal sueño, una pesadilla para se exacta, y aún tengo presente imágenes muy vívidas. Estoy conmocionada —continúo intentando no derrumbarme. No me cuesta trabajo fingir, realmente estoy alterada, e incrédula, por estar de regreso—. ¡Qué alivio verte en este día!

Mi voz ha adquirido algo de firmeza, pero sale entrecortada de mi boca.

— ¿Necesita algo, Frau Österreich? —recibo en un tono de extrema ansiedad.

Debí de esperarlo. Viena me mira preocupada, estudiándome con detenimiento. Su reacción no es para menos. Pocas veces me ha visto así, si no mal recuerdo. Ella nunca pudo verme peor, pero eso Viena no lo sabe. Ella dejó de servirme poco ante de casarme, cuando ella misma se casó con un diplomático importante al servicio de mi padre. De tan sólo pensar en la posibilidad, increíble, pero quizá cierta, de que estoy de vuelta, siento un renovado entusiasmo por estar viva. Si nada de esto es una locura, ni estoy en el Purgatorio, eso significa que efectivamente he regresado a cuando todavía era ingenua y tonta, a cuando mi enamoramiento aún no me destruía. Eso o estoy cumpliendo con mi condena. Dadas las circunstancias, ambas cosas son creíbles. Ambas explicarían mi aspecto, la habitación, el camisón, el escapulario y la presencia de Viena.

— No es serio, Wien. Sólo necesito más tiempo para asimilar que sólo ha sido un mal sueño... Nada más —respondo un poco más animada.

Sin pensarlo demasiado, decido que esto que me ocurre es parte de mi penitencia, a la vez que segunda oportunidad. No pierdo nada con intentarlo, ni tengo derecho a disfrutar de esta situación sin hacer las cosas bien, ser sensata y no tomar decisiones por mero capricho. Para hacerlo sólo necesito saber algunas cosas y no sé cómo me las ingeniaré para no llamar la atención mientras intento enterarme.

— No dude en pedirme lo que necesite, Frau Österreich. Su salud y bienestar es prioridad —insiste Viena no muy convencida de que le esté diciendo la verdad—. He venido a despertarla anticipadamente por pedido de usted misma. ¿Recuerda?

— Lo había olvidado —admito confusión al tiempo que intento reconocer este momento de mi vida en que le pedí algo así del resto de ocasiones en que lo hice. No logro distinguir uno en particular.

— Como su señorito hermano al fin ha regresado de la Academia, usted ha expresado su intención de pasar más tiempo con él —elabora Viena, supongo, con la esperanza de animarme o recordarme los planes del día realmente—. Usted desea bajar a desayunar con él y sus invitados el tiempo que dure su estancia con nosotros, como últimamente acostumbra.

Si ya me estaba alegrando porque Viena estaba ahorrándome el esfuerzo de investigar, palidezco de inmediato al oírla.

— No, por favor —imploro lastimera—. Me temo que no puede seguir siendo así.

Si lo que Viena dice es preciso, a estas alturas ya no puedo evitar algunas cosas. Ya he cometido algunas tonterías... menores. Debo detener esto cuanto antes, antes de que sea irreversible.

— Si se encuentra indispuesta, Frau Österreich, le sugeriría permanecer aquí y yo haré que le suban el desayuno —se apresura a decir Viena alarmada—. Además de disculparla con el señorito y sus invitados.

Al darme cuenta del motivo de su respuesta, intento mantener la expresión más indiferente posible. ¿A cuántas cosas no recurrí para ser de su agrado, para que me notara? En el camino terminé renunciando a mí misma para hacerle saber cuán importante él era para mí. ¿Y para qué? A él nunca le importó. Me tomé muchas molestias para nada.

— Creo que será lo mejor. Gracias, Wien —accedo tras una breve pausa—. Tengo lecciones y algunos pendientes para más tarde, así que no podré ver a mi hermano para disculparme en persona. Tendrá que ser otro día.

Tengo claro que debo cuidar un poco más de mí. No es que se me haya acabado el amor de un momento a otro. Simplemente, esta vez no voy a rebajarme tanto. Si no me quiere, no insistiré. No importa cuánto me duela. Dejaré que se encuentre con su verdadero amor y yo continuaré con mi vida. Es lo mejor para esta segunda oportunidad de vivir una vida tranquila. Dañé a muchos por este sentimiento que tengo. Esta vez pretendo lograr no perjudicar a alguien y, con mucha suerte, ni siquiera a mí misma.

— En seguida vuelvo, Frau Österreich —anuncia Viena su retirada dando media vuelta.

Está muy sorprendida, y bastante preocupada, pero no comenta nada. Le agradezco en silencio su reacción. En cuanto la puerta se cierra tras ella, suelto con pesadez un suspiro.

— No pienso cruzarme en su camino —le prometo a la nada intentando sonar resuelta y tranquila.

No lamento lo dicho, pero me cuesta admitirlo. Si no mal recuerdo, he afirmado con demasiada vehemencia para mis adentros, hasta este momento al que he vuelto y desde que lo conocí, que él me parecía interesante. Seguramente no he sido discreta. Por tanto, aunque todavía no hago público mi interés en ser su esposa, ya todos aquí se dan una idea. Pues bien, mi meta en la vida puede ir cambiando de objetivo desde ahora. Tengo que ser fuerte. Lo único que lamento es haber dejado a mi hijo solo. Lamento que mi obstinación me haya cegado, pero, sin ella, Möxter nunca hubiera nacido. Es lo único bueno que obtuve de mi matrimonio y lo único que realmente perderé con mi decisión. Mi consuelo y mi alegría era Möxter y mira con qué ligereza lo abandoné.

— He decidido que desistiré en perseguirlo porque su interés por mí seguirá siendo inexistente y dudo que vaya a cambiar como por arte de magia, Möxter. Sabes tan bien como yo qué significa eso. Lo siento tanto, hijo. No le intereso, contra eso no puedo hacer nada. Lo mejor será dejar de ponerme en ridículo antes de que realmente sea lamentable —balbuceo lo más bajo que puedo—. Es por un gran bien, ¿sabes? Sólo me arruinaré en el proceso y no puedo ofrecerte una vida así de miserable. No otra vez. No fui una buena madre para ti y no deseo repetir eso. Discúlpame. Te he querido como nunca pude quererlo a él o a otra persona.

Intento no llorar. Aunque no he perdido a nadie en sentido estricto, no puedo evitar sentir que de hecho es así y que debo guardarle luto. Mi pena es grande.

— Perdón, Möxter. Eres al único que podré dañar esta vez y eres lo único de lo que no me arrepiento en mi vida anterior —sollozo—. Ojalá el Señor nos permita reunirnos de otra manera, o en otra vida. De ser el caso, prometo ser una mejor figura materna para ti.


E X T R A

Una mano se posa en mi hombro y necesito hacer un enorme esfuerzo por no girarme a golpear al imbécil que se ha tomado tal libertad conmigo.

— ¿Qué quieres Brasil?

Porque sé de antemano de quién se trata. Brasil es el único, aparte de mí, que podría tener un mínimo de interés en ella.

— La estás dejando ir, México. Yo no puedo protegerla, pero tú sí. Claro, que como vas, acabarás matándola.

Y mira que eso suena adecuado. Si le cumplo su deseo e ingresa a mi vida de esa manera en mi mundo, eso es exactamente lo que ganaré.

— ¿Y eso a ti qué te importa?

De cualquier manera ya he decidido que es preferible que se quede en su mundo, con su familia, dentro de esa vida de niña mimada que es lo único que conoce. Ahí estará lejos de cualquier amenaza. Lejos de mí, de mi retorcida familia y de nuestros aún más retorcidos asuntos. Lejos de cierta parte de la buena sociedad que es mejor que ni oiga mentar.

— Es alguien muy preciado para mí —se defiende Brasil, ¿o sólo me está tanteando?

Arrugo el entrecejo irritado. ¿Y para mí no lo es?

— Pues cásate con ella.

Lo mato si lo hace, pero es necesario decirlo. Si Perú o Colombia andan por ahí, incluso si es Chile o Estados Unidos... Cualquier compa que pueda estar escuchando no tiene que tener pretexto de ponerle una mano encima. La desgracia es que Brasil no está ayudando en nada. Me está exponiendo por estúpido empecinado.

— Sabes bien que no puedo. Sabes bien que yo tengo asuntos que atender. Espabila o la perderás —y casi murmura— como la última vez.

Perderla, estoy dispuesto a hacerlo una y mil veces. Es más, creo que ya la perdí desde el primer desplante que le di y no mejoro en nada con cada desplante nuevo que le doy. Así no será como la última vez.

— No tienes derecho a mencionar a Irlanda —siseo completamente molesto.

— Yo sólo te recuerdo algunos detalles importantes, aunque no me refería a eso. Lo sabes.

— Hay un cargamento listo para su distribución. Costa Rica me va a matar si no llego a tiempo —cambio de tema.

Con eso doy por finalizada la conversación, pero muy en el fondo sé que para Brasil apenas ha comenzado. Si cree que se puede librar de la familia en que nacimos tan fácil no sé en qué mundo vive. Todos sabemos que una vez miembro, es imposible salir. Lo llevamos en la sangre. Todo se queda entre nosotros. Todo acaba cuando una bala te atraviesa el cráneo, una hoja afilada te perfora el corazón o el veneno se esparce en tu cuerpo. Punto. No hay más. Es casi imposible para los de nuestro tipo llegar a viejo.

— Piénsalo...

— Nos vemos, Brasil. Haz el favor de cuidar igual de bien a Uru.

Ella viene de una familia que nada tiene que ver con los de mi tipo. Pertenecemos a esferas distintas de la misma sociedad. Ella misma está acostumbrada a otro estilo de vida. ¿Cómo podría arrastrarla hasta acá y arruinarle la vida sólo por capricho? ¿Cómo mostrarle que su familia bien amada es igual de retorcida que la mía, incluido su hermano? Ella podrá decir estar dispuesta a lo que sea por mí. Irlanda también lo estaba... Pero sé que decirlo es diferente a vivirlo. Hay que ser realistas, la mayoría de nosotros muere joven en servicio de la patria. ¿Cómo garantizar que a ella no le va a pasar nada?

Y mira que tenía razón.

— ¿Era necesario, Austria?

Ella ya no me escucha, pero eso no me impide desahogarme y decirle todo lo que hubiera querido decirle en vida. No la protegí como debía. Permití que creyera algo que no era tan como lo veía. Todo con la esperanza que entendiera algo de lo que pasaba. No le podía decir nada. Dependía completamente de que asumiera algunas cosas y supusiera otras. Creo que al final los dos estábamos demasiado cegados por nuestras propias emociones como para entender que el otro no estaba en la misma página. Así siempre fue. No éramos iguales y quise, quisimos, ignorarlo.

— Míralo por el lado bueno, Mex, puedes decir que terminó suicidándose —comenta Estados Unidos casi complacida—. Nadie la mató en represalia o por querer encontrarte el talón de Aquiles. Además, te dejó un hijo. Debo reconocer que para lo desquiciada que estaba, le inculcó buenos valores al chico...

De tan sólo escucharla, me da jaqueca. Necesito digerir lo que acaba de pasar. Tengo su cuerpo lánguido y bañado en sangre entre mis brazos. Su expresión parece triste, refleja mucha soledad, angustia y desesperación. Ni siquiera en su muerte estuvo tranquila.

— Te voy a pedir que te largues, EUA. No deseo oírte hablar de mi esposa.

Es mi culpa, lo sé. Me hubiera gustado que las cosas hubieran sido diferentes. Ofrecerle algo mejor o haberla dejado ir, como pensé en un principio.

— Qué delicado —se mofa Estados Unidos antes de marcharse.

— Papá, deseo retirarme a vivir con la abuela.

Lo que me faltaba. No sólo perdí a su madre, también pierdo a nuestro hijo. Me preparo para darle una respuesta entre razonada y egoísta.

— No puedes, aunque quieras, Möxter. Sabes bien a lo que me refiero.

— Lo sé, Papá, pero Mamá deseaba que pudieramos vivir sin miedo —declara mi hijo, me mira serio.

— ¿Qué te da miedo, hijo? —eso me ha tomado por sorpresa.

Entendible de su madre, pero de él, que ha vivido toda su vida aquí, me sorprende.

— Enloquecer como Mamá. Tenía la certeza de que nos harían daño por ambición o en represalia de lo que hicieras, Papá.

Respiro profundo. No quiero mentirle, pero una parte de mí no desea dejarlo ir.

— Aquí te puedo proteger mejor que si te vas con la abuela —intento negociar—. Todavía no eres capaz de cuidarte como se debe. Te he visto en acción y no estás listo, saltamontes. Prométeme que completarás tu entrenamiento y te esforzarás en cada lección. Yo mismo supervisaré tu progreso. Así podré estar seguro de que nada te pasará lejos de mí.

Ganaré tiempo a como dé lugar. Hasta que yo mismo pueda seguir con mi vida. Estoy orgulloso de mi hijo, que se siente capaz de seguir con la suya. Algo en mí se siente bien de saber que Austria sí supo educarlo.

— Lo prometo, Papá —suena solemne.

Respiro aliviado. Se quedará. Se lo tomará en serio. Ése es mi niño. De la emoción, hago lo que nunca había hecho hasta ahora. Abrazo a mi hijo, lo último que me queda de ella... Lo mejor que existe de ambos.

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