Todo lo que le importaba a Lord Austria-Hungría Germania de los Cárpatos era su posición en la vida. El hombre no estaba interesado en otra cosa que no fuera hacer gala de su título y su riqueza. Bastaba con tratarlo durante un instante para comprobarlo. A Lord Austria-Hungría siempre podía encontrársele en su despacho, el mejor vino en mano, leyendo una vez más el Libro Imperial. No hace falta aclarar que ése era el único que abría. Particularmente, Lord Austria-Hungría encontraba muy de su agrado releer la vida de su ancestro Lord Austria, alguien de suma importancia en su linaje y con quien compartía nombre de pila. Después de las páginas dedicadas a su ilustre antecesor y casi tocayo, Lord Austria-Hungría gustaba de pasar al final del libro, en específico a su propio capítulo. Una vez ahí, todo el orgullo pasaba a un segundo plano.
El contenido del capítulo no era motivo de vergüenza, no del todo. Lord Austria-Hungría había hallado una buena esposa. Lady De Germania de los Cárpatos había sido el pilar de su familia y la guardiana de su fortuna, en suma una buena matriarca. La mujer, dueña de una belleza deslumbrante y de todas las cualidades propias de una dama, había sido su objetivo para desposarla desde que la conoció. No se equivocó, ella se desempeñó magníficamente como ama y señora de la Casa de Germania. Sin embargo, no pudo sobrevivir lo suficiente para darle un hijo, ni para prevenir que las tendencias de su esposo a dilapidar la herencia familiar lo arruinaran. A su muerte, lo único que quedó fue el consejo de su entrañable amiga, Lady Francia Galia, y un trío de jóvenes de las que esperaba alianzas dignas de su linaje. De esto último en particular no podía estar tan seguro.
Sus hijas no habían logrado hasta ese momento enlaces dignos de ellas. Siendo su hija mayor, Hungría no podía aceptar rebajarse a cualquiera. La prioridad de ella era asegurar que la herencia y la sangre familiar quedara con su misma línea de descendencia. Eso era más fácil de decir que de hacer. Con treinta años encima, Hungría no había contraído matrimonio. Tampoco podía ser vivo ejemplo de la creencia común de que a su edad suele renovarse la frescura de los primeros años de la adolescencia. No se podía asegurar que su edad le estuviera haciendo algún favor. No cuando su primo, el señor Alemania Germania, el heredero por derecho, había despreciado toda llamada para su integración a la familia principal. Se había negado a entablar toda conexión con ellos. Su atrevimiento era insultante. Hungría estaba ofendida, más bien, indignada, por su comportamiento. Y tenía razón de estarlo. Se esperaba que ella se comprometiera con él y así mantener la línea directa de herederos de la familia lo más intacta posible. En su lugar, el señor Alemania había preferido casarse con una mujer sin casta, ni linaje, ni fortuna, declarando que no tenía intenciones de tener algo que ver con algún Imperio o su hija. Hungría había sido criada estrictamente bajo las creencias y el orgullo de su padre, no había manera de que no encontrara degradantes las acciones de su primo.
La que podría darle algún consuelo a Lord Austria-Hungría era su hija menor. Consuelo poco satisfactorio siendo honesto. Trieste había aceptado desposar al hijo mayor de la segunda familia importante de la región. Algo casi de esperar si se consideraba que la suya era la más rica e importante y que tan sólo se trataba de la hija menor. Reino de Italia ofrecía una buena alianza y reafirmación de la posición ya ostentada. Lord Austria-Hungría podía contentarse con escribir el nombre de su yerno al lado del de Trieste sin asomo de vergüenza. El Libro Imperial no se vería manchado con esa ligera disminución del estatus de su hija. Eso ya era algo. De hecho, era más de lo que podía esperarse, ya que Lord Austria-Hungría no esperaba nada más, aunque le quedara su segunda hija
Austria había sido una jovencita preciosa en su adolescencia. Tantas expectativas causó desde muy joven que su padre le puso el mismo nombre que su ancestro favorito. Sin embargo, los años pasaron, Austria no supo aprovechar sus años de gloria y ahora no quedaba de ella más que el aspecto enfermizo de un físico deteriorado. Lord Austria-Hungría jamás le perdonaría que hubiera rechazado una propuesta de matrimonio como la de Reino de Italia. Afortunadamente ahí estaba Trieste para salvar el honor de la familia. ¿Cómo se atrevía Austria a dejar pasar una oportunidad así? Más aún, su padre estaba molesto porque no volvió a tener otra oferta igual o mejor. ¿Qué podía esperar de ella ahora que tenía ese aspecto tan decadente? Lord Austria-Hungría no volvería a ocuparse de ella. Sus hermanas tampoco lo harían. Desde ese momento fue como si ella ya no existiera para la familia. No hacía falta preocuparse por ella. Con una hija casada y su hija mayor de apoyo, lo único que debía preocupar a Lord Austria-Hungría eran las medidas que debía aceptar para evitar que las deudas le arrebataran su propiedad y su título, incluso si eso significaba tener que rentar la casa ancestral de los Germania a un nuevo rico cualquiera que quisiera darse aires de grandeza.
— Un arrendatario —se pudo escuchar decir a Lord Austria-Hungría más de una vez con desdén—. Debería sentirse afortunado de que le permita instalarse aquí.
Austria y Lady Francia eran muy amigas. Austria no podía tener otro prospecto de madre que superara la consideración que le tenía a la amiga de su difunta madre. Ella y su padre jamás contemplaron la idea de casarse, pese a que ambos eran viudos. En cambio, ambos habían permanecido como amigos muy cercanos. Lady Francia se encargaba de las hijas de su amiga y era la principal consejera tanto de su padre como de Austria. Ése había llegado a ser un obstáculo en ciertas circunstancias, ya que Lady Francia guardaba demasiado respeto a la jerarquía y a las buenas costumbres. Tal tendencia a veces la cegaba en su buen juicio. Como en esos momentos en que Lady Francia protestaba tan indignada como su padre a la solución propuesta por el abogado de éste de tener que rentar el hogar de los Germania de los Cárpatos a quien ella decorosamente llamaba un plebeyo con suerte. Austria, la mejor dispuesta a no dejarse llevar por esas cosas, no encontró inconvenientes a tales medidas. Las deudas de su padre tenían que ser saldadas de alguna manera, incluso si eso implicaba dejar su hogar temporalmente. Lo único que la dejó un poco incómoda fue el nombre del posible arrendatario.
— ¿Conociste a Imperio Mexicano Aztlán, verdad, Austria? —le preguntó su padre con toda la intención de acreditar la honradez del posible arrendatario. Pese a que confiaba en la palabra de su abogado, no deseaba tener que pasar por esto. A la vez tampoco deseaba exponerse ante sus iguales en plena desgracia, así que no le quedaba de otra que estar más que seguro de poder confiar en cualquiera—. No puedo creer que un título sólo digno de los de nuestra clase sea tan fácil de conseguir en esta época. Menos aún que haya caído en manos de alguien tan común como él. En tiempos de nuestro padre fundador, las cosas eran distintas.
Austria ignoró la opresión en su pecho y contestó tranquilamente. Su padre no tenía idea del dolor que su discurso le causaba. No tenía porqué enterarse en ese instante ni algún día. Además, podía estar segura de que hacía referencia claramente a otro Imperio Mexicano. No se podía permitir confundir nombres descuidadamente.
— El Reverendo Aztlán vivió una temporada en la Quinta cerca de aquí. Tengo una buena impresión de él. Incluso Lady España podría dar buenas referencias de él, era el protegido de su padre, Lord Hispania —respondió Austria con voz trémula que se esforzó a corregir sin mucho éxito.
— Creí que era militar —masculló su padre.
— Imperio Mexicano Aztlán es su hermano —se apresuró a aclarar Lady Francia en un intento por ahorrarle un mal sabor de boca a su ahijada—. El joven Segundo Imperio Mexicano se marchó a probar suerte en la milicia una vez su hermana contrajo matrimonio y su hermano, Primer Imperio Mexicano, llevó a su esposa a vivir en un mejor hogar.
Al oírla, Austria recordó el alivio que sintió al saber qué Aztlán se había casado. De alguna manera saber que uno de los hermanos se había casado la mantuvo inquieta sin importar cuántas veces se repitió que no era asunto suyo.
— Supongo que habrán escogido a un buen hombre para su hermana. Ese cuñado suyo es quien solicita rentar nuestra casa— comentó Lord Austria-Hungría.
Austria respiró aliviada una vez más. Esta vez ante tal información. El riesgo de volver a ver a Segundo era mínima. Podía acceder a cualquier arreglo que le pidieran, pues sabía que ella no estaría aquí para recibir a los nuevos inquilinos y sus probables visitas...
— ... Así que Austria se quedará hasta que usted vuelva, Lady Galia. Mientras, Trieste podría muy bien ocupar su compañía. Hungría y yo nos adelantaremos...
Bueno, quizá no cualquier arreglo.
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Si en algo estaban de acuerdo los miembros de la familia Del Lacio, era acerca del poco entusiasmo que les causaba tener entre ellos, como miembro permanente, a Lady Trieste. Mil veces hubieran preferido a Lady Austria, pero maldecían el día en que Lady Francia había interferido para que eso fuera así. No era la primera vez que la altiva Lady Francia había interferido en una decisión de este tipo que concernía a su ahijada favorita, aunque esto era algo que sólo ella y Austria supieron.
Lady Francia había interferido en una anterior oferta de matrimonio. Hacía unos años, Austria había conocido a los hermanos Aztlán. La señorita Aztlán ya no se encontraba en casa, pero su hermano mayor aún no se casaba, ni adquiría el título, por lo que aún vivía bajo la protección de Lord Hispania. Eran los tiempos en que él acababa de ingresar al servicio del clero. Segundo tampoco tenía nada, pero ya estaba intentando escalar en la jerarquía de la milicia. Su falta de conexiones y fortuna no le importó a Austria. Ambos habían encajado perfectamente uno con el otro y eso les bastó para caer perdidamente enamorados mutuamente. Segundo no tardó en proponerle matrimonio y Austria aceptó encantada. Fue ahí que Lady Francia le hizo ver los inconvenientes de un enlace tan falto de muchas cosas que ella consideró importantes. Su familia nunca aprobaría el enlace, así que Austria, con el corazón roto, decidió romper el compromiso por el bien de él, por el bien de ambos. Segundo, desilusionado y dolido, tomó la decisión de dedicarse por completo a su vocación, aceptó misiones que antes había rechazado, siempre en consideración a ella, y salió de su vida para jamás volver. La juventud de Austria sufrió el paso del tiempo desde entonces. Su ánimo decayó bastante igualmente, al grado de no apreciar demasiado la segunda oferta que le hicieran para casarse. En esa ocasión, Lady Francia no tuvo que argumentar demasiado.
Eso no impidió que Austria se interesara por las noticias le llegaban de las Fuerzas Armadas. Gracias a ellas, Austria supo que Segundo había logrado labrarse reputación y fortuna con sus victorias. Lo que nunca pensó fue que el cuñado y compañero de armas de él fuera a rentar su hogar. Menos aún le pasó alguna vez por la cabeza que Segundo prefiriera visitar a su hermana antes que a su hermano dadas las condiciones en que la primera estaba. Nunca Austria había accedido de tan mala gana a visitar a Trieste sólo por capricho de ésta. Ya era hora de que entendiera que ya no era una Germania únicamente.
Tratar a República Mexicana y a su marido, el Capitán Estados Unidos de América Britania, fue una experiencia agradable para Austria. En realidad no la conocían y poco podían saber de su relación con su hermano. Los Del Lacio encontraron de lo más agradable su visita, por lo que los nuevos vecinos se volvieron una presencia frecuente y bienvenida en la casa que alojaba también a Austria. Eso no significó mayor inconveniente para ella, no mientras el otro Capitán, como le llamaba el Capitán Britania, no llegara. No obstante, la novedad de los nuevos vecinos no tuvo comparación con la impresión que causó la nueva adición cuando al fin se hizo presente. El hermano de la señora De Britania causó buena impresión en su familia política, más aún cuando se supo que había tenido bajo su mando a uno de los hermanos mayores. Uno especialmente problemático al que había tratado bien. Más puntos a favor no podía tener.
Austria tuvo la fortuna de evitarlo durante varios días. Ya fuera por su sobrino lastimado o su propio malestar, Austria podía jactarse de no haber tenido que tratar con él, pero la suerte no le sonrió siempre. A su pequeño sobrino se le había ocurrido mejorar y le fue permitido salir nuevamente de su habitación. Liberada de su ocupación de enfermera, Austria tuvo que reunirse con el resto de la familia para tomar parte de la vida cotidiana. Eso significó que tuvo que estar presente cada vez que él fue invitado a cenar o cada vez él les hizo una visita por puro gusto. Austria aceptó apesadumbrada que la ignorara y que prefiriera la compañía de otras señoritas de la familia anfitriona. Sus omisiones o súbitas retiradas lo decían todo: no quería saber nada de ella. Eso no le impidió admirarlo de lejos. Tuvo que aguantar oír a las señoritas Del Lacio admirar al joven Imperio. Tuvo que escuchar el desdén de su hermana señalando sus defectos. La exaltación de tenerlo como invitado no era exagerada, ni la memoria de Austria le había fallado. Él seguía siendo especial. Si había cambiado, lo había hecho para bien. Era todo lo que una jovencita podía soñar: alguien con dinero, valiente, fuerte, de buen parecer, guapo y soltero. Un héroe del campo de batalla al alcance de alguna de ellas, porque, además, había declarado sus intenciones de tomar esposa lo antes posible.
Austria se había prometido no pensar más en él, pero le resultó imposible. Entendía que la hubiera olvidado, podría entender si él la hubiera odiado tras la ruptura. Aceptaba dolorosamente su indiferencia. A tal grado que podía pasar por alto algunos detalles que pudieran asegurarle lo contrario. Ella estaba dispuesta a cargar con las consecuencias de sus actos, pero no pudo desaprovechar la ocasión de desahogarse un poco. Tras una serie de malos entendidos, en el momento en que un conocido mutuo sacó a relucir un tema a fin, ella no pudo evitar denunciar su malestar. Cosa que pasó desapercibida para su interlocutor que se encargó en aclarar que los hombres tampoco podían olvidar fácilmente una verdadero amor. Ella intentó aclarar que eso sólo lo decía para cuando ya no había esperanza en dicho amor. Su interlocutor no tuvo objeción a su aclaración. Sin embargo alguien más sí la tuvo. No esperaba que Segundo la hubiera escuchado, ni que también tuviera algo que decir al respecto.
Se lo hizo saber en forma de una carta que depositó cerca de ella a la menor excusa. Para Austria el mundo se detuvo. Le costó trabajo recomponerse una vez la hubo leído. Por muchas señales omitidas lo consideraba perdido, incluso había creído que sólo ella lo seguía recordando, lo seguía amando. Sin embargo, aquí estaba la confirmación de que su agonía no era en solitario. Pese a que tenía que mostrarse como siempre frente a su cuñado y demás ocupantes de la habitación, no pudo más que sofocar exageradamente su jubiló. Esta vez podría asegurar su futuro junto a él. Quizá, en esta ocasión, su padre ya no tuviera inconvenientes de agregarlo al libro familiar, en el lugar que Austria siempre quiso que tuviera: junto a su nombre.
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Me pasó por la mente esta otra historia de Jane Austen y me prometí mínimo hacer estas escenas. Hay algo de Persuasión que no deseo atribuirle a la ship por completo, pero una parte me pareció adecuada.
Algunas situaciones se encuentren un poco fuera de lugar por cuestiones de la adaptación a la trama original de Jane Austen, espero que no hayan sido un inconveniente para la lectura de este fragmento.
