Esto va para ti, Addalicruz. Me encantó tu participación en la dinámica.

SITUACIÓN #1

Un militar y una monja. Austria ayuda a México en tiempos de guerra. Se convierten en amantes.


Aquel amanecer en las montañas fue igual que cualquier otro, como en cualquier otra cumbre escarpada en la que hubiera puesto el pie. La diferencia radicó para él en que no reconocía ningún árbol, ninguna roca, ningún pico. Todo le resultaba tan extraño y a la vez tan familiar. Tan reconocible y a la vez tan extraño. La nieve había cubierto todo con su manto blanco hasta donde alcanzaba la vista. No había ni un alma en los alrededores. Supuso sin esfuerzo de que cualquiera en su sano juicio no estaría fuera exponiéndose a un clima tan inclemente. Cualquiera salvo él. Maldijo por lo bajo mientras intentó continuar su camino. Estaba solo en un país extraño, lejos de su hogar y de los suyos. Sólo las huellas de sus botas acompañadas por rastros irregulares de un color carmesí intenso delataban que alguien se encontraba en las inmediaciones. Estaban en pleno invierno. Estaba herido. Eso era evidente y probablemente moriría por desangrado en las próximas horas, de ser mala su suerte. Pero, por encima de todo, estaba de misión. De misión en una causa suicida y en solitario. Nadie de su escuadrón había querido venir a hacer lo que él consideraba un deber moral y solidario.

Bien, los héroes mueren de pie. Ya había visto a varios preferir eso a vivir de rodillas, pero nunca pensó que a él le ocurriera. No después de haber sobrevivido a la incursión que significó regresar al campo minado del que había escapado sólo por rescatar a su prima. No después de haber servido en los refuerzos que intentaron proteger, al menos para él, un desconocido pueblo. Algunos le agradecieron, otros tantos le acompañaron. Había tenido compañeros de armas. Había tenido apoyo. Nunca estuvo solo. No como en ese momento que languidecía patéticamente en tierra de nadie, bajo el más despiadado invierno.

"Non, non, mon cher. No hables de máximos si nunca has vivido lo que es bueno. Nadie sabe lo que es el invierno hasta que conoce al Général Hiver."

Ese veterano, del que aprendió tantas cosas, lo hubiera mandado a callar en ese momento. Pero él no estaba ahí. Nadie estaba ahí con él. Por molesto que le hubiera parecido su compañía en su momento, su recuerdo le resultó reconfortante en medio de su desesperación. Pudo reconocer cuánto le hacía falta su viejo amigo. Supuso que, dadas sus circunstancias, no tendría oportunidad de volver a su sepulcro una vez más. De inmediato una pierna le falló y se desplomó sobre la fría nieve. Soltó un improperio. ¿Había dicho algo acerca de morir de pie? Todo apuntó en un instante a que no sería así. No sería un héroe, pero al menos moriría con algo de dignidad. Se arrastraría hasta encontrar un buen sitio para yacer por siempre. Lo había hecho tantas veces en más de una operación que requería de discreción y cuidado que sus brazos ya estaban acostumbrados. Gracias a Dios tenía ambos intactos todavía.

Así que, pese a sentirse completamente derrotado, no se detuvo ni un momento. No cuando a lo lejos podía escuchar el paso precavido de alguien sobre la nieve. Pensó aliviado por un momento que no estaba solo. Quiso reírse de sí mismo. ¿Estaba tan desesperado que se inventaba que en realidad alguien podría salvarlo? Probablemente inconscientemente se estaba preparando para morir no tan miserablemente. Quizá sólo estaba facilitándose las cosas. Podría irse en paz creando un escenario menos crudo. Temoaya y el resto seguramente se estaban revolcando en sus tumbas con su situación. Si hubieran podido decirle algo... Qué bueno que era otra la persona que estaba con él en medio de la nada. Eso no podía ser un alivio para él, con todo lo era. Debía de saberlo mejor que nadie. De cualquier manera, fuera lo que fuera, no se detuvo. Continuó arrastrando su cuerpo sobre la nieve. Tendría suerte si su rastro, cada vez menos fácil de disimular, no se le atravesara a algún depredador en el camino.

Se desplazó como pudo hacia los pasos ficticios que escuchaba cada vez con mayor nitidez. Hizo a un lado la parte de sí que le recordaba constantemente que debía desconfiar por el simple hecho de encontrarse en territorio enemigo en plena guerra. Se aferró a la creencia de que esos pasos le traerían consuelo. Sí, lo creyó ciegamente. Quizá ésa era la última gracia de que la divina Providencia le haría objeto. La señal de que debía morir en un lugar en específico y, con eso, lo más digno y cristianamente posible. Sabía que ya no tenía salvación, que valía lo mismo quedarse parado o gastar su último aliento en sentir que llegaba a algún lado, cualquier lado, con solo sabía el Cielo quién. Una ficción deplorable a su parecer, pero tranquilizante. Así que se aferró a su primera ocurrencia para no desfallecer a mitad de su última misión: morir bien.

Cuando comprobó que sus fuerzas le abandonaban, comenzó a rezar en silencio. Bien sabía que ninguna palabra saldría de su boca en su estado, pero sus rezos no iban dirigidos a ningún ser sobre la tierra, así que daba igual. Se arrastró como pudo otro tramo. Repasó todas sus faltas y todos sus pecados. Trajo a su mente la imagen de todos sus seres queridos, sus compañeros de armas, de los enemigos que había podido conocer. Se preparó para estar en paz al momento que tuviera que expirar. Sospechó que lo haría en cualquier momento sin dejar de desplazarse. Algo le instaba a avanzar sin descanso. Algo no le permitió darse por vencido. Una fuerza inexorable y misteriosa lo atraía a unos pasos que no terminaban de acercarse. Tenía que llegar a ¿dónde? ¿a quién? Todo lo que lograba ver a su alrededor era blanco. ¿Qué podía depararle la suerte que le resultaba necesario y desesperante seguir su camino sin rumbo?

"Mexique, mon cher, est-ce que tu veux t'endormir ici ?"

"No, Francia, pero ¿qué otra cosa se te ocurre que puedo hacer?" pensó. Fue entonces que vio un par de pies ante él tan pequeños y frágiles aún dentro de esas botas. Fue lo último que pudo ver antes de que la oscuridad se lo tragara.

"Las cosas ya no son como antes."

Las palabras pronunciadas por la Madre Superiora desde la cabecera de la mesa una vez acabado el desayuno la persiguieron por varios días. Parecían resonar en las paredes de cada sala, pasillo o celda en que se encontrara. La distraían cada mañana o tarde durante sus horas de oración. La importunaban durante sus conversaciones con sus hermanas. Le amargaban todas sus comidas. La acompañaban durante sus recorridos por el jardín, desde que ya no podía salir a pasear por las montañas.

"Los caminos son peligrosos así que nuestros suministros comenzarán a escasear. Están prohibidas las salidas sin mi autorización y sólo serán permitidas aquéllas de extrema urgencia."

Sus pequeños momentos de soledad absoluta y paz le habían sido arrebatados. Sus paseos la habían preservado cuerda todo este tiempo. Especialmente, esas caminatas le habían permitido llegar a tiempo para salvarlo. Salvar a la última de sus razones para continuar en ese mundo de pesadilla. Ayudarle durante su recuperación le había traído algo más que sólo una nueva distracción y un consuelo.

"Espero que todas comprendan que las comidas comenzarán a racionarse. Los enfermos que hemos admitido serán los últimos que aceptaremos de la manera en que veníamos haciendo. Dios quiera que no tengamos que tomar medidas más severas. El convento no será capaz de socorrer a más personas sin la autorización de nuestros superiores."

Esas palabras resonaron sin piedad en su cabeza como una sentencia de muerte. Sabía que había cometido algo peor que un error, pero algo en ella estaba renuente a reconocerlo. Jamás se permitiría admitir que se había arriesgado demasiado. Que siguió poniéndose en peligro cada vez que se encontró curando sus heridas. Que nunca podría confesar su pecado y que ni siquiera creía haber cometido uno. ¿A dónde habían ido a dar su devoción y dedicación a su Esposo desde que auxilió a ese soldado? ¿A dónde había huido su obediencia a la Orden y a la Madre Superiora? Quizá debió de haber renunciado a la misma durante el noviciado, igual que habían hecho Suiza y Liechtenstein. Quizá no debió dejarse convencer por Alemania de que aquí era donde debían estar por ser las elegidas del Señor. Si alguna vez estuvo segura de escuchar su llamado, hacía tiempo que lo había dejado de atender.

"Hermanas, les pido que se encomienden a Dios. Nos esperan tiempos difíciles."

No era para menos, ella lo entendió de inmediato. Como una de las encargadas de la enfermería, supo enseguida qué les esperaba a la mayoría de sus pacientes de recrudecer la situación. Supo sin lugar a dudas qué le esperaría a él si llegaban a enterarse. No tardó en comprender que no fue la única que recibió un golpe duro con tamaña noticia. Los murmullos se alzaron de inmediato en el comedor de la Orden, pero nadie protestó. Esos murmullos siguieron apareciendo aquí y allá, donde quiera que tuvieran la menor oportunidad. Lo seguro es que no pasarían a más. Las hermanas serían obedientes a la voluntad del Señor, pero ella misma no hubiera podido decir hasta qué punto estaba dispuesta a secundar a sus hermanas. Nunca pudo hacerlo por razones distintas a las que cualquiera podría suponer.

"Sólo deben recordar que Dios nos ha enviado a nuestro verdadero líder, el libertador de nuestra tierra. Sus enemigos son nuestros enemigos. Dios nos bendice en esa misión. Que tengan una agradable jornada."

Sonreía más desde entonces y nadie se percató que era así desde mucho antes de la declaración con optimismo dudoso de la Madre Superiora. Sus hermanas lo habían notado demasiado tarde, pero eso no les resultó razón suficiente para sospechar de ella de ninguna manera cercana a la causa real de su estado de ánimo. Ninguna de ellas comprendería su dilema ni remotamente, de eso estaba segura. Estaba sola en eso y siempre le gustó que fuera así por más tortuoso que en ocasiones le resultara.

Lo había encontrado tirado sobre la nieve teñida con su propia sangre en un estado que le pareció delatar que alguien se había ensañado con él por pura diversión. Lo que la conmovió fue su expresión de resolución y extrema concentración. Pocas veces había visto a un soldado tan conforme con su propia suerte. Le pareció entender que había hecho su servicio a la Patria de manera completamente voluntaria. Estaba fascinada, pero actuó de inmediato. Alguien así merecía una segunda oportunidad sin importar que sus manos estuvieran bañadas en la sangre de muchos otros que probablemente eran sus compatriotas. Alguien así no merecía tener esa muerte tan deplorable.

"¿No fui enviado al Infierno?"

Fue lo primero que dijo en cuanto logró recobrar la conciencia. Su pregunta la hubiera descolocado de no haberlo inspeccionado antes. En cuanto se acercó a socorrerlo, reconoció el uniforme y la insignia de las Fuerzas Armadas enemigas y comprendió que estaba jugando con fuego en el instante mismo en que decidió ayudarle. Reconoció su rango y supuso el resto sin mucho esfuerzo. No podría pedir que alguien la ayudara con un hombre así marcado como el enemigo. Resultaría evidente incluso para el más ignorante. Tuvo que improvisar para deshacerse de toda señal que impidiera que recibiera la atención y auxilio debidos para atender sus heridas. Tuvo dificultades por eso. Aún se estremece al recordar su desesperación. Todo porque se le había ocurrido que él no merecía su suerte.

"El Señor no distingue entre enemigos terrenales."

Le respondió sin entender del todo las razones de su pregunta. Las noticias que llegaban hasta su pequeña comunidad escondida entre las montañas eran cada vez más espantosas como para querer detenerse a pensar en ellas. Cada mañana que vino después de la llegada de la primera de ellas, en el claustro se tuvo la impresión de pedir a Dios por todas las almas del mundo en vez de por unos cuantos poblados con demasiada mala suerte. Todo era un caos. Ningún lugar era seguro ni medianamente. La invasión había ocurrido tan de súbito que fue difícil planear una defensa. La monarquía cayó sin siquiera haber podido dar pelea, por más miserable que ésta hubiera podido ser. La ayuda de los aliados con los que se hubiera podido contar nunca llegaría a tiempo, en realidad muchos tuvieron la certeza de que nunca lo harían. La nación había quedado a la buena de Dios y el Altísimo tenía sus razones para permitir lo que estaba ocurriendo. Ella se santiguaba apresuradamente cada vez que se le ocurría una queja por tanto sufrimiento. No blasfemaría en contra de Él aunque no comprendiera sus motivos.

"Dudo haber merecido el Cielo. Arreglé directamente mis asuntos a falta de algo mejor, pero dudo haberme arrepentido sinceramente. ¿Quizá el Purgatorio? ¿Hay monjas ahí?"

Le hizo gracia su sinceridad. De alguna manera eso la hizo reír de buena gana por primera vez en mucho tiempo. La vida en el claustro era cada vez más sofocante. Para las monjas esta situación era particularmente estresante. El poblado más cercano se encontraba a kilómetros de distancia. Siempre habían estado aisladas y expuestas a los peligros de las montañas, pero siempre se podía recurrir a la Guardia fronteriza de ser necesario. Con el orden hecho añicos y sin restaurar, con la guerra aún sin disipar, resultaba difícil para la mayoría llevar tranquilamente su vida de clausura. Muchas novicias provenientes de buenas familias regresaron a sus hogares con la esperanza de hallar la protección que el convento jamás les aseguraría. Otras jóvenes sin muchos prospectos en el exterior llegaron buscando garantía de alimento y cobijo. Todo era un caos y la orden no se daría abasto de continuar así.

"Supongo que me lo mereceré por dejar entrar en nuestra clausura un peligro latente. Dudo que vaya a ocasionar más estragos que los que causará en nuestras provisiones."

Ninguno de los dos bandos era digno de confianza, pero la broma se le escapó de la boca sin mucho esfuerzo. Algo de él le inspiró una confianza ciega como ninguna otra persona le había causado antes. Era difícil encontrar consuelo en la fe cuando se oía la historia de poblaciones enteras de fieles creyentes masacradas, pueblos devotos reducidos a cenizas, ciudades caritativas saqueadas... Mejor no empezar con las historias individuales que la hacían pensar así de esos lugares... Sólo podía decirse que con esos casos en la mente todas las Hermanas se hacían una idea de lo que quiso hacerles comprender la Madre Superiora con su sermón. Se avecinaba lo peor de esos tiempos tan duros. Quedarían a su suerte pronto, quizá ya lo estaban y no se habían enterado.

"Así que estoy vivo..."

No entendió su razonamiento detrás de sus afirmaciones y preguntas. La particular manera en que prácticamente confirmó lo evidente en su situación la dejó helada. Ahí estaba ella deseando que viviera y ahí estaba él seguro de que correrían con demasiada suerte de lograr ver otro día nacer sin haber atravesado alguna desventura. Le había abierto los ojos de golpe y porrazo…

— Hermana Austria —una voz se dejó oír por el pasillo—. Espera, Hermana Austria.

Ella se detuvo con cautela mal disimulada a mitad de su camino. Sus preocupaciones extra-conventuales la distraían diariamente de sus faenas más comunes. Por momentos se olvidaba de dónde estaba y qué se suponía que debía hacer a cada paso. Debía tener cuidado o levantaría sospechas infundadas, pero innecesarias. Lo que menos necesitaba era llamar la atención hacia su persona y sus actividades. Se giró con mucha lentitud hacia su compañera sin mucha disposición a conversar o esperarla. Visto desde fuera, nadie la culparía o sospecharía se su actitud. Todas sabían que su labor era de las más pesadas y arduas desde que habían admitido al primer herido de guerra en la enfermería. Claro está, tenía ayudantes, pero ella sola tenía a su cargo los casos más espeluznantes. Pocas contaban con la preparación necesaria para asistirle. O eso les hacía creer. Si el resto de las Hermanas hubieran tenido más información de la Hermana Austria... Otra cosa hubieran opinado de su actuar. Sonrió de inmediato al pensar en su suerte. Eso también podría ser pasado por alto. Le reconocerían su esfuerzo por ser amable sin importar las circunstancias.

— ¿Qué ocurre, Hermana Polonia? —se escuchó a sí misma responder tomando consciencia de la palangana en sus manos.

Un objeto sin importancia para la mayoría de sus hermanas en medio de muchos otros que solía llevar en sus manos, pero vital en la enfermería. ¿A qué había salido al patio esa tarde?

— La Hermana Francia me comentó acerca de uno de los últimos heridos admitidos. Dijo que se trataba de un caso grave que se estaba complicando. ¿Necesitas ayuda? —ofreció la joven Hermana con una expresión por la que su interlocutora casi sintió culpa de haberle dirigido su primera reacción.

Se contuvo. Debía pensar rápido o esto resultaría en algo más que un gesto de amabilidad típico de la Hermana Polonia.

— Es cierto que es un trabajo arduo atenderlo. Su recuperación es lenta e incierta, pero ahora se encuentra fuera de peligro. Debería resultarme fácil cuidar de él de ahora en adelante. Te agradezco mucho, Hermana Polonia, pero no creo que sea necesario. No desearía abusar de tu buena disposición para sólo distraerte de tus propias responsabilidades —escuchó la sinceridad en su voz, pero sabía que no era del todo cierta.

— ¡Bendito sea Dios! Rezaré por su pronta recuperación. Su familia ha de estar muy preocupada por no tener noticias de él. ¿Ya logró recordar quién es? Es una lástima que no haya quedado nada con qué identificarlo. No dudes en llamarme si algo se complica con él u otro paciente, Hermana Austria.

— Gracias, Hermana Polonia. Lo tendré en cuenta.

Una vez se quedó sola, ella respiró tranquila. Reprimió una maldición en contra de la Hermana Francia. No era culpa de otra que a ella se le hubiera ocurrido ayudar al enemigo. Decidió no preocuparse más por el asunto que al fin y al cabo ya había sido zanjado y se dirigió a la enfermería.

— No sé si podré en el futuro estar en paz conmigo mismo, pero no puedo verte sólo como la mujer del Señor —la saludó tan sólo entrar alguien en voz baja, casi un susurro.

— Eres un fiel creyente, pero juraría que nunca me has visto como tal. No te preocupes, yo no sé si seguir creyendo que eres un espía del enemigo o mejor preocuparme porque eres un hombre que muy seguramente le pertenece a otra —le respondió de vuelta en el mismo volumen, pero de inmediato adoptó un tono serio—. Cada vez es más difícil tenerte aislado, así que quizá esta sea tu última noche como desmemoriado sin remedio. Debes adoptar el acento de la Hermana España…

— No habrá necesidad de tomar tantas precauciones. Sé que los tuyos descubrirán el engaño más temprano que tarde. Deja de preocuparte, estoy en condiciones de hacer el viaje. No pretendo causarte más problemas de los que tu bondad hacia mí ya haya podido ocasionar. Te debo algo más que mi vida.

El tono que empleó la hizo estremecer.

— Me has dado más de lo que podría merecer —llevó su mano a su corazón instintivamente.

Comprendió con algo de temor que ella también tenía que tomar una decisión pronto. Muchas de sus hermanas la tuvieron por años como un alma caritativa dedicada al cuidado de los enfermos, cuando en realidad, sólo fue devota a un único enfermo y no por esa condición en específico. Reconocerlo la aterró y emocionó al mismo tiempo. Debía decidir lo correcto para…

— Eso no puedes saberlo.

¿Por qué de repente todo resultaba tan difícil?

~•~