Caminaba por las calles de la capital con el aliento contenido. Estaba furiosa. Esto era la capital y podía sentir la agitación, el miedo y la desesperación a su alrededor. No podía imaginarse cómo estarían otras ciudades, menos aún las provincias. Los rostros bañados en llanto se mezclaban en su mente con los bañados en sangre y vendajes de los primeros heridos en combate. En los últimos meses incluso había podido atestiguar el arribo de los primeros caídos. El olor a pólvora de ese asalto primero acompañaba a los soldados que regresaban a casa. El escenario era demasiado para ella. También lo era para sus hermanas, pero cada una resolvió de manera distinta que no podían quedarse bordando junto al fuego a la espera que los hombres de su familia y del reino entero les resolvieran la existencia o cayeran en el intento.

Señorita, su Alteza ha vuelto con malas noticias. Su Majestad manda que usted y sus hermanas no salgan de Palacio.

Las palabras le cayeron como balde de agua helada. Eso sólo podía significar una cosa. Las negociaciones habían fracasado. No había un acuerdo. Irían a la guerra sin más. El conflicto había comenzado por una tontería. Una definición de fronteras para la redistribución de los recursos disponibles que medio mundo quería tener bajo su poder, misma que había generado desacuerdo porque nadie veía a su entera satisfacción cada división propuesta. El desacuerdo pasó a querella y terminó desembocando en el desentierro de más de un siglo de ofensas y perjuicios de ida y vuelta. Lo que escaló a una serie de escaramuzas aquí y allá, que produjeron la muerte de varios diplomáticos de cada bando, la ruina o masacre de algunos poblados fronterizos… Al final, si su hermano había vuelto con las manos vacías, nadie quiso hacerse cargo de indemnizar los daños. La tontería, como ella la consideraba, había llegado a transformarse en una declaración de guerra en la que ya nadie se detendría en formalismos o disimulaciones de ningún tipo. Ya no sería una franja de tierra qué reclamar diplomáticamente. Sería, más bien, una guerra por ocupar el territorio de los demás alegando la defensa de un pasado que ya carecía de sentido y de claridad. Le resultaba evidente la amenaza que enfrentaban. El reino de su padre no estaba en condiciones de pelear una guerra y salir victorioso, en especial si ésta se prolongaba por tiempo indefinido. Había altas probabilidades de que cayera en manos del enemigo, y con él todos sus habitantes sin excepción. En otras palabras, caerían su padre y sus hermanos, su familia, su gente, sus ciudades, ella misma y todo lo que ella consideraba valioso. Así que, por supuesto que México nunca pensó verse en esta situación, pero siempre supo que estaba preparada para hacer algo más que lo que sus hermanas se propusieron.

Con todo, debe admitir que se siente muy diferente a como lo hacía la primera vez que salió al campo de batalla. No, no se trata de que la princesa que fue hubiera muerto después de haber convencido a su padre de que le dejara pelear al mando de un cuerpo armado en vista de que no tenía suficientes hijos varones para dirigir todas sus huestes. Obviamente su padre se negó a aceptar, pero Perú y Colombia intervinieron a su favor. Incluso, Chile se ofreció a protegerla de ser necesario. Argentina, Bolivia y el resto podían quedarse tras los muros de las fortalezas para atender a los heridos, pero si necesitaban un cuarto lugarteniente, México bien podía serlo. Estaba preparada para el cargo. No, la guerra no la había cambiado en absoluto. Ésa no era la razón de su extraña sensación. Tampoco lo era su cargo. Como lugarteniente de su padre en una de las divisiones más importantes del ejército del reino se sentía dispuesta a sacrificarlo todo por la patria. Sin embargo, tuvo que aceptar presentarse como si tuviera un rango menor para despistar al enemigo. Eso no le impidió avivar esa inconformidad que la empujó a proteger la libertad de su hogar y le satisfacía que sus subordinados la respetaran por eso, pese a sus circunstancias. Se sentía particularmente satisfecha con que ellos hubieran superado su inicial aversión a que ella los dirigiera en la refriega y pudieran pelear codo con codo sin detenerse a cuestionarla, tal y como lo harían junto a cualquiera de sus hermanos. Así que ésa tampoco era la razón detrás de seguir sintiendo esa misma sensación de no tener algo claro. No le hacía falta Chile, quien ya no tenía que protegerla. Ella había demostrado que podía lograr lo mismo que él y el resto. Lo mismo daba: hacía prisioneros, derribaba enemigos, frustraba asaltos. Tomaba parte de lo que hubiera que tomar parte sin vacilar. Hubiera podido llegar al final de la guerra con un historial impresionante de victorias y avances cruciales a favor de su bando de no ser por un único inconveniente. La auténtica razón de su incomodidad. La sensación de sentirse diferente al resto, descubierta por la única persona que no debía de haberlo hecho, provenía del enemigo, de un solo jefe militar enemigo en particular. Uno del que no se atrevió a comentar con nadie por temor a ser retirada del campo de batalla. Uno cuya existencia sus propios soldados guardaron como el más íntimo de los secretos. México quiso maldecir su suerte, pero sabía que no debía hacerlo. De su mera presencia al frente de la cuarta gran división dependía que no hubiera un mercenario o un inexperto con un alto rango militar en su ejército. Su determinación hubiera continuado sin vacilar de no haber sido por aquella primera vez que él la notó y su valor vaciló. Desde entonces, uno de los generales del ejército enemigo tomó un gusto extraño por pelear contra ella en cada oportunidad que tuviera lugar. La seguía sin falla y la encontraba sin importar un último cambio de planes en su movimiento. Fue entonces que se sintió descubierta, al grado de la paranoia. Era como si ese general hubiera estudiado cuidadosamente sus planes y maniobras para luego predecir su siguiente movimiento y poder encontrarse con ella, sin excepción, en la siguiente batalla.

Al principio no quiso inquietarse, mucho menos darle demasiada importancia. Era de esperar que hubiera alguien lo suficientemente sagaz y hábil como para ir más allá del análisis básico de las tácticas de guerra del enemigo. Lo inquietante fue que nunca pensó que pudiera ser tan predecible. Se tranquilizó pensando que tenían la intención de encontrar un punto débil y que estaban analizando a todos los cuerpos armados por igual. Los líderes siempre serían un blanco evidente. Pero no tardó en darse cuenta de que el objetivo era únicamente ella y temió en serio que hubieran descubierto su secreto. Temió más por la tontería que pudiera cometer su familia si la atrapaban que por ella misma. El reino no se merecía capitular o humillarse por su princesa. Porque en su calidad de princesa del reino que intentaban invadir, era obvio esperar que fuera un objetivo a eliminar. Las probabilidades de que quisieran dejar sin herederos a la familia gobernante eran altas. En ese caso, no debía de preocuparse, morir no resultaría terrible si lo hacía con honor y en el campo de batalla. Lo que le preocupaba era que pudiera tratarse de otra cosa. Que, si llegaban a verle utilidad como moneda de cambio o algo peor por ser ella, al enemigo le interesara más hacerla una prisionera. Y, aunque no tenía que acobardarse, había sido criada para considerar algunas cosas imposibles de soportar. La deshonra de ser rebajada por el enemigo era una de ellas y suicidarse traería consecuencias. Para evitar complicaciones, había prometido a su padre dar retirada inmediata, sin importar qué, si notaba o mínimamente sospechaba de algo tan raro como esto. Sin embargo, otra vez por su orgullo y el de su pueblo, siguió saliendo a pelear como había hecho desde hacía años, fingiendo que no ocurría algo alarmante. Y ese día no fue la excepción.

— Nos volvemos a encontrar, Águila Rapaz —la saludó él con el mote que se ha ganado a pulso por el emblema que lleva engastado en la armadura.

Se decía de ella que no se la notaba tan cerca hasta que era demasiado tarde para defenderse. Nunca se explicó que nadie le hubiera inventado un nombre más original, pero debía admitir que sonaba impresionante. Aunque tampoco le daba mucha importancia. No solía tener mucho tiempo para detenerse a pensar en ese tipo de cosas. Lo que tenía prioridad era relajarse o de lo contrario sólo lograría caer ante el enemigo por un error de principiante. Como en este momento que el saludo no le ayudó a concentrarse. Estaba ansiosa y su caballo lo estaba resintiendo. El pobre animal sintió claramente su agitación y comenzó a inquietarse. Intentó parar de inmediato. A ella no le convenía que su caballo se agitara sin motivo. Ya de por sí era complicado pelear a lomos de uno, no necesitaba complicaciones evitables e innecesarias. Pero no fue suficiente. Cometió un error.

A lomos de su caballo, Austria se permitió divagar un poco. Nunca supo decir qué lo tenía poseído desde que cruzó espadas con ese Capitán por primera vez. Si alguien le hubiera preguntado, sólo hubiera atinado a señalar que estaba obsesionado con él. Porque una cosa siempre tuvo segura, todo en él le fascinaba. Desde la manera en que sus soldados le seguían en combate, pasando por cómo le entendían que él tuviera que emitir aunque fuera una sola palabra, hasta su estilo excepcional e inigualable de pelea. Fuera su modo de presentarse en batalla o la peculiar manera en que se movía en ella, había algo que lo atrajo inexorablemente hacía él desde el primer encuentro. Le resultaba difícil creer que se trataba de un simple Capitán. Tanta era su atracción que nunca permitió que alguien más, Francia o Bélgica, ni el otro general invitado, Reino Unido, enfrentaran a ese joven talentoso. Sí, estaba seguro de que ese Capitán era joven, dada su complexión y tamaño. Nadie hubiera creído en lo peligroso que podía llegar a ser de tan sólo ver su silueta y la armadura con insignias reservadas a los altos mandos de menor rango. Una contradicción que en sí misma aumentaba su misterio. Dejando eso de lado, Austria barajaba dos teorías: o era muy joven o carecía de un físico impresionante, de ahí que, supuso, nunca diera la cara. Con la armadura resultaba más impresionante.

En esa ocasión, como siempre, pese a que le había dirigido la palabra, el Capitán no respondió a su saludo y se limitó a prepararse para atacar. Austria no necesito que hiciera más, le agradaba que no se detuviera en estupideces. El enemigo no dejaba de serlo sólo porque él se detuviera a ser civilizado. Austria se aferró a sus riendas en anticipación a cualquier golpe inesperado. El Capitán se lanzó contra él como de costumbre: envuelto en el más absoluto silencio, ni un jadeo, ni una respiración, nada. Todo en orden, pero había algo diferente en esta ocasión: no lo sintió tan concentrado como de costumbre. Austria no pudo evitar sentirse emocionado en anticipación a lo que pudiera ocurrir. Sería fácil desarmarlo y obligarlo a que diera la cara de una vez por todas. Sólo necesitaba ser paciente y no fallar. Al fin podría ver el rostro del Capitán que tanto le había robado el sueño. Quizá, si por fin hubiera podido acabar con él, mínimo ver su rostro, Austria hubiera podido continuar con lo suyo sin distracciones de ningún tipo. Hubiera podido ser libre de nuevo al resolver el misterio y demostrarse que el Capitán en cuestión no era tan mítico como parecía. Quizá, sólo así hubiera podido encargarse de otros asuntos y dejar de perseguir fantasmas.

Un ataque bloqueado y un flanco descubierto en consecuencia son suficientes para hacerle perder al Capitán la visera y parte del casco. Austria nunca acabó de creer su suerte, dudaba de que ese Capitán fuera incompetente o que su armadura fuera tan frágil. Su desgracia fue que estaba distraído, eso era distinto. Eso fue suficiente para que el rostro de su mejor enemigo quedara al descubierto, o, debería decir, el rostro de su mejor enemiga. Tras la caída de un pedazo del metal que cubría su cabeza, se reveló ante Austria una cascada de cabello oscuro que se dejó caer con elegancia sobre los hombros metálicos de la armadura. Con eso también quedó al descubierto una mirada de plata y fiera que le retó a hacer su siguiente movimiento. Fascinado, Austria cometió a su vez el error de olvidarse de todo menos de ella y sus ojos plateados. Permaneció inmóvil contemplándola, absorto en su nuevo descubrimiento. Ella pudo haber aprovechado para atacar. No la hubiera culpado, quedó vulnerable. En vez de eso, ella dio media vuelta y salió disparada a donde pudiera estar fuera de su alcance. Como él no reaccionó a tiempo, a ella le dio el tiempo suficiente para ganar ventaja y emprender la huída a todo galope. Con retraso Austria salió de su estupor para salir velozmente tras ella, espoleando su propio caballo, para no perderla de vista. Estaba convencido de que no debía dejarla huir. No podía permitir que se refugiara entre los suyos. Inexplicablemente no lo pensó para ganar la batalla, mucho menos para ganar la guerra. Su amazona, Capitán ya no era un buen nombre para ella, siguió cabalgando alejándose considerablemente de él. A su paso, las tropas de su bando se hacían a un lado para dejarle libre el paso. Austria comprendió de inmediato que le sería difícil seguirla de seguir insistiendo en perseguirla tierra enemiga adentro. Le resultó increíble que no lo hubieran atacado abiertamente durante la persecución, pero comprendió que no debía forzar su suerte y arriesgarse demasiado. Por otra parte, adivinando quién era ella en realidad y sabiendo de antemano dónde podría encontrarla, optó por abandonar la persecución. No cometería la imprudencia de servirse en bandeja de plata al enemigo. Para atraparla, sólo debía ser paciente, hablar con Francia y el resto para negociar una un cese al fuego.

— Aunque me alegra inmensamente, no esperaba que volvieras tan pronto, hija. Menos aún esperaba que te pusieras a hilar.

Aunque a México le avergonzaba la situación y le hubiera gustado ni siquiera insinuar el tema, tuvo que explicar vaga, pero suficientemente, su situación. Debió hacerlo porque, en resumidas cuentas, había abandonado su lugar en el frente repentinamente y sin razón aparente. Su padre quizá lo hubiera dejado pasar de no haber sido por un detalle: en vez de unirse a sus hermanas, su hija se había dedicado a hilar en solitario las prendas que sus soldados utilizarían. Una labor a la que nunca se había querido dedicar y que en esos momentos ella misma había insistido en cumplir en silencio y sin descanso. Su padre había intentado por todos los medios posibles que le proporcionara los detalles de eso que la mantenía tan taciturna. Todo en vano. Tuvo que enterarse por su cuenta.

— Me entraron unas ganas enormes de servir de otra manera a nuestra causa, Padre. Podría decirse que comprendí que mi lugar está aquí. Mis hermanos pueden ganar esta guerra, ya he ayudado demasiado —mintió ella lo mejor que pudo.

Ni ella quedó conforme con su excusa, mas esperó que su padre la aceptara como suficiente. No deseaba tener motivos para recordar su último encuentro con el general enemigo. El mismo General que logró dejarla al descubierto y que, en vez de matarla o lo que fuera, se había limitado a contemplarla como si ella fuera una aparición deslumbrante. Lo encontraba incómodo y bastante extraño. Lo peor fue que ella misma no aprovechó para atacar y huyó como una cobarde. Para su mortificación, el recuerdo tan nítido de los ojos esmeralda de aquel hombre que por un instante la miraron con asombro y fascinación no la abandonaba.

— Tienes razón hija, ya han recibido mucha de ti —concedió su padre con cautela.

México, quien nunca despegó su mirada del huso, se giró bruscamente hacia su padre, deteniendo de súbito su actividad. Estaba confundida.

— ¿Ha ocurrido algo, Padre? —inquirió pidiendo en silencio por que su imprudencia no le hubiera costado cara a su pueblo.

— Estás en lo cierto, hija —concedió su padre nuevamente—. Tus hermanos han recibido ayuda de ti. No fue suficiente lo que hiciste usando la espada, pese a que te arriesgaste como ellos por esta tierra que te vio nacer y su gente —su padre hizo una pausa dramática en la que se permitió sonreír—. Mas la única casi derrota que sobreviviste fue más importante que todos nuestros esfuerzos juntos.

México revivió el golpe que casi la noquea y le cuesta la existencia de no haber sido por su obstinación a no caer ante el enemigo y su duro entrenamiento.

— No comprendo, Padre —admitió México algo horrorizada, dándose una idea de a qué se refería su padre, pero sin alcanzar a comprender cómo su vergonzoso encuentro con aquel General pudo haber sido decisivo en algo.

— Deja ese huso de hilar y escúchame con atención, hija mía, que dentro de poco podrás hilar todo lo que quieras en otro hogar —México obedeció intrigada y con el corazón en la garganta—. Ha venido alguien a pedir tu mano en matrimonio a cambio de la paz —el rostro de México perdió el color. Se imaginó muchas cosas, pero no esta posibilidad. Quiso protestar, pero se lo impidieron de inmediato—. Parece que causaste una muy buena impresión en el campo de batalla. Demasiado fuerte, diría yo.

— No puede ser... Padre... No podría... Nuestra gente... Yo... Es el enemigo —balbuceó México sin lograr articular ni formular una oración coherente ni completa.

— Sí, hija, lo sé. Admito que desde el momento en que te ofreciste como mi lugarteniente, temí que la muerte o la derrota te arrebataran de mi lado, justo como al resto de tus hermanos. Por eso no quería enviarte a la guerra. Hubiera sido mejor para mí si te hubiera podido resguardarlas lejos, a ti y a tus hermanas, para alivio de nosotros —su padre lucía tan derrotado como ella—. Lo que nunca se me ocurrió es que te perdería igualmente, por una causa no tan distinta. Sabes cuán delicado es esto. No podría pedirte más valor que el que has mostrado desde el principio para hacer lo que sea necesario por nuestro pueblo.

— Padre…

— Acepta a quien te pide por esposa, hija mía. Tus hermanos, nuestra gente y el reino entero pagarán caro tanto la capitulación como la victoria de prolongarse esto... Lo sabes bien, sabes a qué me refiero con eso.

México tragó con dificultad. Era el enemigo quién la quería para Dios sabe qué. Era su vida por la de su gente y la de su familia. Sonaba descabellado, pero quizá fuera razonable. Había aceptado algo así cuando pidió salir al campo de batalla a pelear por los suyos. De aceptar, ella sellaría una alianza, lograría un acuerdo de paz y un cese al fuego al mismo tiempo. Si pensaba en que, hasta hacía poco, estaba dispuesta a morir por los suyos, ¿no debía esto resultar fácil de aceptar? Nadie más tenía que morir con este arreglo. Visto de ese modo, no quedaba más qué considerar o decidir.

— Lo haré, Padre —hizo acopio de todo el aplomo del que era capaz—. No me perderás. Él me quiere, ¿no es así? Yo quiero la paz. No hay nada más que hacer. ¿Quién desea hacerme su esposa?

Su padre le agradeció con la mirada antes de responder.

— Imperio Austriaco. El joven jura tratarte bien.

México intentó sonreír. Quiso suponer que eso ya era algo bueno en sí mismo.

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