Se les veía siempre de la misma manera. En esa formación que nunca rompieron pese a su cercanía. Ella caminaba al frente, erguida y altiva, con ese andar propio de los soberanos. Detrás, a respetuosa distancia, él la seguía. Su porte delataba que no había nacido soldado, pero su atavío decía otra cosa. Inspiraba entre miedo y respeto. Aunque nunca hubiera desplegado todo su potencial, nadie dudaba de su destreza en las armas. Todos sabían que era el hijo de un clan que vivió sólo para la guerra. Eso bastaba para evitar que alguien se acercara a ella. Eran la sobrina del rey y su guardaespaldas, para los lugareños, los miembros de la corte y algunos miembros de la familia real. Pocos, realmente muy pocos, veían algo más allá de esa fachada jerárquica. Ellos no se molestaban en corregir impresiones. Al final del día, él rendía cuentas al capitán de la guardia y eso dejaba clara la posición que ocupaba. En ocasiones, el tío de ella lo mandaba llamar y entonces quedaba claro que seguía latente su importancia. Como en esta ocasión, tuvo que dejar su puesto para cumplir una misión especial.
— ¿Y bien, Soldado?
Él reprimió una mueca antes de responder. Fue llamado en cuanto regresó de su pequeña misión especial.
— Ya comenzaron la invasión de los territorios vecinos, Su Majestad. Puedo decir que hay pocos sobrevivientes de las casas gobernantes resistiendo en pie de lucha. Cada vez se desplazan más al este. El tiempo se agota y la tensión va en aumento entre algunos de sus tributarios y vecinos. Habrá un ataque en cualquier momento. Procederán de la misma manera, así que recomiendo que actúe cuanto antes. Puedo encargarme de la defensa —respondió sin ceremonia, pero con un deje de respeto en su voz.
— Concedido. No quiero que descuides a mi protegida ni un segundo, entonces, Soldado. Me encargaré del resto. Bien, puedes retirarte... Ah, Metztli, no olvides que nada, y me refiero a nada de esto y de otros asuntos debe llegar a oídos de mi protegida. ¿Entendido? —la advertencia era innecesaria.
— No dude de eso, Imperio Francés. La señorita Imperio es prioridad ante todo. No podría olvidarlo —aseguró antes de retirarse.
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Se suponía que ella no debía saber nada, pero escuchó lo suficiente para quedarse intranquila.
— Dime, Metztli, ¿qué es lo que mi tío no quiere que sepa? —preguntó ella directamente en la primera oportunidad que tuvo.
Desde de que escuchó parte de lo que él habló con su tío, su entrenamiento se intensificó. Si ella creía que estaba en condiciones de defenderse, él le ha dejado claro que ella no sobreviviría en el campo de batalla, ni durante un pestañeo. Aceptó la instrucción sin protestar ni cuestionar nada, pero la tensión iba en aumento con cada día que pasaba. Ella notaba la preocupación en los rostros de su familia, de los miembros del imperio, de él. Así que no resistió más tiempo, necesitaba saber qué los amenazaba. La oportunidad se le presentó irónicamente en un día espléndido. Hizo la pregunta una tarde de verano mientras entrenaban. Nunca había usado su nombre con tanta confianza. Él notó el cambio en cómo se dirigió a él. Se puso en guardia. Pese a la confianza que se tenían, desde que se puso a su servicio, ella jamás lo dejó tan claro en sus palabras.
— ¿Aparte de una guerra que nadie puede ignorar a estas alturas? Creo que Su Majestad la subestima, pero no es mi lugar informarle, Señora —respondió él—. Le debo a su padre el silencio que me he impuesto. No deseo ser malagradecido.
— Hay otras cosas,Metztli. Si yo me quejo, quedarás como uno —amenazó ella.
— Creo que ahora entiendo. Supongo que yo era igual o peor en mi tiempo —ella lo miró con fingida ofensa—. Deseo que usted nunca pase por las mismas dificultades que yo, Señora. ¿O debería llamarla Austria?
Ella intentó no desviar la mirada. Nunca olvidó que Metztli también nació como hijo del soberano, de un Tlatoani. Lo fue hasta que los extraños, que llegaron por mar, acabaron con el reino de su padre y se apoderaron de todo. Su guardaespaldas logró escapar después de fracasar en una campaña decisiva en defensa de los suyos. No volvió a saber de sus amigos, familia, ni conocidos. Tan sólo supo que sus súbditos obedecían a otro señor que no era su padre y que ni siquiera vivía entre ellos. Era altamente probable que Metztli fuera lo único que quedaba de la familia gobernante mexica. Un mito consolador para aquellos que aún soñaban con la gloria pasada.
— La curiosidad me mata —confesó más tranquila.
— Yo tampoco lo sabía —advirtió él antes de confesarle el secreto—, no hasta que llegué —la miró con intensidad—. Nuestros padres habían acordado casarnos y, así, unir nuestros dominios.
— ¿Habían? —algo en el interior de ella se quebró.
— A causa de las circunstancias que contribuyeron a la caída de mi familia y del imperio que dominaba, no quedaba mucho para considerar el acuerdo en pie. El tío de usted desea no correr con la misma suerte —agregó Metztli sin alterarse—. Accedí a anular el compromiso a cambio de su protección.
— ¿Cómo pudiste? —se adivinó la acusación en el rostro de Austria.
— Fue mero formalismo. En realidad, ya no tenía validez porque yo ya no era el único heredero legítimo de los Tlatoanis del norte. Ya no era alguien, menos aún alguien importante —explicó él indiferente, ella dudó que realmente lo estuviera—. Soy un fugitivo, un forastero sin uso ni beneficio para la mayoría. Perdí poder y posición hace tiempo. Estoy muerto para mis enemigos. Soy el fuego fatuo, la ilusión de esperanza para algunos de aquéllos que alguna vez fueron mi pueblo. No la conocía a usted, tampoco era mi esposa, podía hacerla a un lado fácilmente. Para cuando acordamos la anulación, no podía ofrecerle nada, por ende, no podía hacerla mi esposa. Podría decirse que su protector, el Imperio Francés, tuvo la consideración de tratarme acorde a mi extinta posición. Cualquiera sabe que no fue así, pero considero que es mejor que nada. Sigo vivo sólo para cumplir con mi último cometido. Usted no sufrió, ni sufrirá, nuestra caída. Usted podrá conseguir una mejor alianza que la proteja y que proteja a los suyos. Así todavía puede ser reina y mantener el estilo de vida que ha llevado hasta ahora.
— Sabes que eso no me importa. Sí, estoy acostumbrada a ser lo que soy —exclamó Austria—. Sé que tengo una responsabilidad con los míos. Sé que lo hiciste así porque no tenías opción. No sabíamos el uno del otro, ni sabíamos que estábamos... No deseo ser la moneda de cambio de la protección de nadie.
Ambos sabían que ella estaba reclamando algo más que eso. Ninguno había querido hablarlo, mucho menos señalarlo. Les bastaba con sentirlo claramente. Metztli aceptaba la suerte que le había tocado, incluso estaba conforme con haber sobrevivido de la manera en que lo hizo, si eso le permitiera superar el fracaso en un último intento. Pero Austria se rehusaba a creer que no había una alternativa. ¿Por qué su padre no le ayudó a recuperar su reino? ¿Por qué la alianza con su tío no le consiguió aliados para reclamar su derecho? ¿No acaso ellos eran el único otro reino igual de poderoso, aquel único otro que no necesitaba ayuda de ese tipo? Bueno, pensándolo bien, si la nación de Metztli no había sobrevivido, ¿por qué la suya sí lo haría?
— ¿Hubiera opinado así antes de conocerme, Señora? —él la desafió a contradecirlo—. Soy su guardia personal, soy extranjero, no tengo más que ofrecer que mis armas. Lo que usted quiere decirme no vale de algo en nuestra posición —ella estuvo a punto de recriminarle su cinismo, pero él se adelantó—. Lo siento, de verdad. Su tío no desea que usted lo sepa. Espero que pueda perdonarme los inconvenientes de haberle revelado esto. Es mejor que no diga ni una palabra a alguien. Quiero lo mejor para usted y eso no se lo puedo dar yo.
Por primera vez en la vida, Austria maldijo su posición, así como la suerte que los llevó a conocerse.
— No necesito seguir siendo la hija de mi padre o la protegida del Imperio Francés para estar bien y tener lo mejor —reclamó en voz baja sin mucha seguridad.
¿Acaso conoce otra vida? Por supuesto que no. Seguramente no sabe de lo que está hablando, pero tiene claro qué es lo que quiere.
— No ha conocido otra vida —recibió como respuesta.
Lo intentaría por él, no lo duda.
— Gracias a esta vida te conocí, Metztli, eso no lo cambiaría por nada. Sería insultante que no me creas capaz de algo más —protestó.
— Es gracias a estas circunstancias que la considero lo que hubiera querido para mí en esta u otra vida. Irónico, ¿no cree? —le confesó para corresponder su sinceridad.
— Metztli...
Fue la primera y última vez que él reconoció en voz alta algo que ya de por sí era evidente. Quería decirle cuánto significaba su revelación para ella, pero no encontró palabras adecuadas para hacerlo. Austria quería aprovechar y hacerle entender que ella quería intentarlo, pero él la cortó.
— No pierda su tiempo conmigo, Señora. No deseo insultarla, pero la situación que tenemos no admite riesgos de ese tipo. No quiero que por mi causa no esté preparada a tiempo para recibir al nuevo prometido que ha escogido su tío —cambió el tema incómodo por uno peor.
Austria lo miró con rabia. Eso era traición, pura y vil traición. ¿Cómo era capaz de dejarla ir de esa manera? Él era todo lo que ella quería en esta vida. ¿Que no se había dado cuenta? La ofendía diciéndole que...
— Ódieme sin piedad, yo se lo pido. Odio quiero más que indiferencia. El rencor duele menos que el olvido —pidió él—. Me gustaría que alguien me mantenga vivo sin importar mi estado real en este mundo, especialmente ahora, cuando es más incierto que permanezca.
Austria lo miró fijamente comprendiendo al instante el mensaje en clave.
— No tienen derecho. No tienes derecho —explotó expresando su dolor lo mejor que pudo, pero sabía que era inútil su esfuerzo.
Él, su Metztli, no cambiaría de opinión.
Él no volvería.
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