Con Ben durmiendo como un bendito en su cunita, Bella salió al balcón y se apoyó en la barandilla. El contraste entre los cuidados jardines con piscina y las

zonas de ocio con la playa privada de arenas blancas, el mar de un intenso azul y el paisaje de colinas agrestes que rodeaba la casa era fantástico. Si antes había considerado Nueva York como un

lugar paradisíaco, ahora le parecía sobrecogedor. Dudaba mucho que fuera capaz de olvidar alguna vez aquel impresionante sitio.

Solo había visitado la isla en una ocasión. Eduardo la había invitado a su fiesta de cumpleaños en la casa de su abuela, mucho más sencilla y pequeña que aquella mansión, y también mucho más tradicional. Bella se apartó del balcón y se dejó caer sobre la cama. Ya entonces Eduardo había estado engañándola, lo que no comprendía era con qué intención. Habría deseado que estuviera allí para preguntarle. Necesitaba tener una respuesta, por nimia que fuera, una que le permitiera volver a creer en él y en lo que habían compartido.

Quería recordar al Eduardo cariñoso y amable, aquel que la hacía reír y sentir como una princesa. Atesoraba en la memoria al

Eduardo de aquella primera noche en la que hicieron el amor en su cumpleaños. Allí mismo, en el jardín, en la diminuta casita de madera en la que él había vivido tantas cosas importantes durante su infancia y que a ella le había parecido un lugar mágico y perfecto.

Bella cerró los ojos con un suspiro. Había hecho lo imposible por integrarse con los numerosos invitados del cumpleaños sin demasiado éxito. Ahora comprendía el porqué.

No solo era porque fueran griegos, era porque ella no pertenecía a su mundo.

Después del desagradable incidente que tuvieron con su hermano, Eduardo apenas se movió de su lado. Ni siquiera supo cómo habían llegado a perderse de vista, pero lo encontró alejado de los demás, sentado en un tronco al borde del jardín, contemplando la playa o quizá el horizonte. Estaba tenso, lo notó en el mismo momento en el que lo abrazó desde atrás.

-¿Sabes? Cuando era pequeña, soñaba con casarme con mi príncipe azul, pero como me daban muchísimo miedo las madrastras y las reinas malas de los cuentos, llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era secuestrar a mi príncipe para que se viniera a vivir conmigo a mi casita del bosque. Aunque tampoco me importaría que la casita en realidad fuera del príncipe. - Le mordisqueó la mandíbula-.

¿Y sabes otra cosa más? -No esperé a que me contestara. - Hay algo que quiero compartir contigo.

Aun recordándolo ahora en retrospectiva, no estaba segura de qué fue lo que la incitó a actuar de aquella manera. No fue algo premeditado. ¿Podían haberle influido los tres o cuatro cócteles que se había tomado? Se había quitado el chal de seda y encaje de los hombros y lo había usado para taparle a Eduardo los ojos.

-Ven. -Lo rodeó y lo cogió de la mano para ayudarlo a levantarse-. Confía en mí.

Eduardo titubeó, pero acabó siguiéndola, permitiéndole que lo guiara a través de los árboles, lejos de los invitados y la música, hasta la pequeña casita de madera que su padre les había construido de pequeños a él y a su hermano; y que, como le había confesado aquella tarde al enseñársela, había sido su refugio en algunos de los momentos más duros de su vida. Era algo que a ella le había parecido tierno para un

hombre de su edad, y era precisamente por eso por lo que quería añadirle un recuerdo bueno a aquel lugar.

-Ahora agáchate y ten cuidado con no darte un golpe. Imagina que eres Alicia entrando en el País de las Maravillas

-bromeó al ponerle la mano en la cabeza para que no se hiciera daño.

Ella lo siguió. El diminuto espacio, que los obligaba a ir encorvados, era mucho más oscuro de lo que había previsto y apenas le permitía distinguir la silueta de Eduardo. Incluso estando de rodillas, él tuvo que permanecer algo inclinado para que su cabeza no chocara con el techo. Ella se arrodilló frente a él y le acunó la mejilla.

-Sé que es algo tonto e infantil, pero me haría mucha ilusión que me hicieras el amor aquí.

Eduardo tardó tanto tiempo en responder que temió que fuera a negarse. No lo hizo. Con suavidad, le recorrió el contorno del rostro con el reverso de sus dedos y le quitó a tientas las pinzas del cabello, dejando que su melena le cayera sobre los hombros. Al terminar, se enrolló un mechón de cabello entre los dedos y lo deslizó entre ellos como si quisiera recrearse en su sedosidad.

De alguna forma y con aquellos gestos tan sencillos, consiguió convertir aquel momento en algo mágico. Cuando al fin se inclinó hacia ella y la besó, lo hizo con una pasión como nunca lo había hecho ni jamás volvió a compartir con ella.

Sin un solo sonido o palabra, se sintió deseada y valiosa. Eduardo se tomó su tiempo en prepararla. Usó su chaqueta para tenderla sobre el suelo. La desvistió despacio, saboreando cada tramo de piel que iba dejando al descubierto, deshaciéndose del vestido y su ropa interior antes de bajar la cabeza para explorarla con su boca.

Sus manos se aferraron a la tela de la chaqueta mientras alzaba las caderas en un intento desesperado de ofrecerse a él. Consiguió

volverla loca con la delicadeza con la que su lengua atizó su clítoris incrementando su sensibilidad con cada lametazo, con cada presión y con el calor de su boca

cuando lo rodeaba con sus labios. Sus terminaciones nerviosas se desbordaron hasta que ella acabó explotando entre gemidos y

jadeos. Antes de que la última ola de placer amainara, él se situó en su entre sus piernas y la embistió, arrancándole un grito ante la

inesperada intrusión. Eduardo se puso rígido sobre ella y dejó de moverse, probablemente, sintiéndose culpable por haber olvidado que era virgen. Por un momento, Bella temió que fuera a retirarse y marcharse. Lo rodeó con las piernas y lo besó en los labios.

-Ya pasó, solo fue la impresión -murmuró.

Él le devolvió el beso y si pensaba que era maravilloso lo que había ocurrido hasta ese momento, Eduardo le demostró que podía ser aún mejor. Le hizo el amor despacio, con ternura, con cada beso y cada caricia enfocados a producirle más y más placer. Sus besos fueron tan dulces y profundos que le llegaron al alma y se quedaron para siempre grabados en su mente, y así fue como la llevó al orgasmo una y otra vez hasta que también él cayó sudoroso y exhausto sobre ella.

Se abrazó a él conmocionada con todo lo que la había hecho sentir y vació su corazón.

-Era yo la que pensaba hacerte un regalo y, al final, me lo has hecho tú a mí. Te amo, Eduardo. Gracias por regalarme un recuerdo tan hermoso. Nadie más que tú podía hacer que este momento fuera tan especial. -Sudoroso y aún pulsando dentro de ella, Eduardo se puso rígido-. ¿Ocurre algo?

Él apoyó la húmeda frente contra la suya. Acabó soltando un profundo suspiro, sacudió la cabeza y, saliendo de ella, recogió la ropa para marcharse sin pronunciar ni una sola palabra.

Incapaz de creer que la hubiera dejado sin decir nada después de lo que habían compartido, Bella se quedó allí, vistiéndose con dedos temblorosos. Al rato, Eduardo regresó con una almohada y una manta para taparla y la abrazó durante el resto de la noche. Se negó a volver a hacerle el amor, pero el amanecer juntos la compensó con creces.

Bella se abrazó. ¿Cuánto tiempo había pasado ya desde aquello? Algunos meses después, se casaron y se trasladaron a vivir a

Canada y ahora estaba sola, sin tener muy claro con qué clase de hombre llegó a casarse y por qué la había engañado como lo hizo.