25

Athena respiró profundo. Ya había visitado como diez apartamentos. Sabía que encontrar uno sería difícil, pero la búsqueda ya se estaba convirtiendo en un ejercicio frustrante. En algunos casos era por el dinero, en otros, por todo el papeleo que pedían. Dios santo, solo necesitaba un lugar para dormir, ¿de verdad era necesaria tanta burocracia? Es que hasta la Hokage la había dejado quedarse prácticamente en su casa, ¿por qué a los aldeanos les estaba resultando tan difícil arrendarle algo?

—Lady Tsunade —susurró.

No iba a mentir, su conversación le había dejado emociones encontradas. Por un lado, se sentía más tranquila, pues la Hokage había validado sus sentimientos y hasta se había disculpado. Por el otro, tenía una sensación terrible de vacío; reconocía que había sido prudente al pedirle tiempo para procesar su rechazo, pero no podía evitar extrañarla. No era como si no hablaran, de hecho, desde aquella conversación hacía unas semanas, habían cruzado palabras, no tan abiertamente como antes, pero tampoco se ignoraban o se evadían.

Miró la dirección que le había dado Ren y la comparó con el número de la puerta. Su compañero había visto un aviso de arrendamiento cerca de su casa y pensó que quizás podría tener suerte.

Inhaló con fuerza y tocó.

Una anciana, con semblante amable, abrió.

—¿Sí?

Athena se inclinó de inmediato.

—B-buenas tardes, siento mucho importunarla. V-vengo por lo del apartamento. —Se irguió.

La anciana la observó, luego sonrió.

—¡Qué muchacha tan educada! Ven, pasa. —Y se hizo a un lado.

Athena entró, pero se quedó parada al lado de la puerta.

—No te quedes ahí como estatua. Vamos a la sala.

Athena se quitó los zapatos.

—C-con permiso.

Siguió a la anciana, la cual se sentó en una poltrona y le señaló el sofá para que sentara.

—¿Cómo te llamas?

—Athena.

—No eres de Konoha, ¿verdad?

—N-no, señora. Soy de la Aldea de los Bosques.

La anciana se quedó pensativa por un momento.

—No creo haberla escuchado.

—Es una aldea muy pequeña.

La anciana entrecerró los ojos y la observó de arriba abajo.

—Veo que eres ninja.

—S-sí, pero desde hace poco.

La mujer alzó las cejas.

—¿Cómo es eso? Creí que se convertían en ninjas después de la graduación de la academia. ¿Te demoraste tanto para pasar el examen?

Athena sonrió.

—No, señora. Es que lady Tsunade me concedió la oportunidad de entrenar y realizar el examen.

Los ojos de la anciana se iluminaron.

—Algo debió de ver en ti. Lady Hokage es una mujer muy sabia.

—Lo es, sí —convino con una sonrisa soñadora.

—La admiras, ¿no es así?

Athena sintió arder sus mejillas.

—S-sí, es una mujer formidable. Además, ha sido muy buena conmigo.

—Yo la vi crecer y convertirse en una bella flor. —Los ojos de la anciana volvieron a brillar. Era evidente la devoción que sentía por la Hokage.

Athena sopesó si era prudente hacerle preguntas al respecto, pero su lado curioso ganó.

—¿Y cómo era?

La anciana la miró con picardía y luego empezó a relatarle historias de una Tsunade Senju niña y adolescente. Athena estaba embelesada, no solo por la información proporcionada, sino porque también disfrutaba de la forma en que la mujer narraba las historias; le recordaba a su abuela, las noches que se sentaban junto a la chimenea y le contaba toda clase relatos: desde los más crudos y verídicos hasta los más cursis y fantasiosos.

Después de más de una hora, la anciana pausó sus relatos, la miró con y le dijo:

—Bueno, ahora es tu turno. ¿Cuál es tu historia?

Athena la observó. ¿Qué podía decirle? No había mucho que contar y no conocía a la anciana, ni siquiera sabía su nombre.

—Vamos, muchacha —comentó la mujer—, soy un alma sola y desamparada, ¿a quién crees que le voy a contar tus secretos? ¿A mi ataúd cuando me muera?

Eso golpeó fuerte . Siempre había tenido debilidad por las personas mayores, quizás por lo unida que siempre estuvo a su abuela. Así que empezó a relatarle parte de su vida a esa anciana desconocida.


Dos días más tarde, Athena ya estaba instalada en aquel apartamento. Doña Hana —después de cuatro horas de historias y té, al fin la anciana le había compartido su nombre—, se lo había arrendado a un precio asequible; tenía un solo cuarto, pero la sala y la cocina estaban separadas y hasta tenía un pequeño balcón. Era un buen avance después de la posada y la habitación de los cuarteles.

Poco a poco, doña Hana se fue integrando a su rutina. Algunas veces, cuando llegaba de una misión, la anciana la llamaba para invitarla a cenar. Al principio, se sentía muy apenada, pero luego comprendió que la mujer también quería compañía, especialmente, porque casi no salía de casa debido a su condición física.

Athena, por su parte, comenzó a hacerle los mandados, le limpiaba la casa cuando tenía días libres y se sentaba a tomar el té para escuchar la cantidad de historias que la anciana había vivido o escuchado durante sus 70 años de existencia. No podía negarlo, era como revivir un pedazo de los recuerdos con su abuela. Por eso, el día que llegó de una misión y encontró apagadas las luces del primer piso, casi se sintió desfallecer. Usó la llave que la mujer le había proporcionado y la buscó por toda la casa. La encontró en la cama, bocarriba; cuando corrió a tocarla y notó que la anciana se movía, el alma le volvió al cuerpo.

—¿Qué le pasa, doña Hana? —preguntó Athena preocupación.

—No es nada, muchacha, a veces me canso y vengo a recostarme.

—Pero ¿le ocurre con frecuencia?

—Unas veces más que otras.

—¿La llevo a hospital?

—No. Ya he ido y no saben qué es lo que tengo.

Eso aumentó su preocupación. ¿Ni siquiera el conocimiento lady Tsunade había servido?

—No sabía que existiera algo en el campo de la medicina que sobrepasara los conocimientos de la Hokage —dijo con algo de decepción.

La anciana le lanzó una mirada fulminante.

—Ni se te ocurra dudar de las habilidades de lady Hokage. Ella nunca me ha examinado.

Athena exhaló un suspiro de alivio y se regañó a sí misma por el momento de duda y debilidad.

—O sea que si la examinara, podría hallar el problema.

Doña Hana sacudió la cabeza.

—Ya estoy muy vieja; lady Hokage tiene mejores cosas que hacer que encargarse de una anciana desahuciada.

El corazón de Athena se arrugó.

—Pero… doña Hana…

—No, muchacha, no me vengas con esas miradas y palabras suplicantes. Si deseas permanecer en esta casa, debes aprender a respetar mis decisiones.

Athena se tragó el nudo en la garganta y asintió. Su abuela también había sido así de terca, y por eso sabía mejor que nadie el precio de llevarle la contraria a alguien con esa magnitud de obstinación.

Le tomó la mano a doña Hana y se prometió al menos cuidarla y ofrecerle compañía.