Capitulo IV

"A veces, la distancia entre el arrepentimiento y la tragedia se mide en minutos."

Tenía que correr. Cada paso era una agonía, sus piernas temblaban y el dolor se extendía por todo su cuerpo, pero no podía detenerse. El eco de sus pisadas resonaba en su cabeza, compitiendo con el estruendo de su corazón que latía con furia, como si quisiera escapar de su pecho. Sentía que el aire se volvía más denso con cada respiración, sus labios partidos por el frío y la velocidad a la que corría, faltándole el oxígeno, pero la casa aún no aparecía en el horizonte.

Mientras corría, intentaba recordar el momento exacto en que todo se desmoronó. Salieron de la escuela como cualquier otro viernes, despidiéndose de las chicas que se fueron a hacer "cosas de chicas", y luego se dirigieron a cenar una hamburguesa, que apenas pudo disfrutar. Sabía que algo estaba por suceder, lo sentía en el ambiente, como un presagio en el aire caliente que precede a la tormenta. Syaoran parecía estar esperando algo, una señal, una palabra, y Eriol lo sabía. Era como si estuviera aguardando a que él dijera lo que ambos temían.

—¿No crees que hace mucho calor, Syaoran? —preguntó Eriol mientras caminaban por el parque, intentando ignorar la sensación de inquietud que lo invadía.

Syaoran no se molestó en mirarlo para responder —Un poco... pero, ¿no te parece que es una noche aburrida? ¿Qué crees que podría animarla? —Su tono era indiferente, pero Eriol captó lo que realmente quería decir. Era un desafío, una invitación a la locura que ambos anhelaban pero que sabían, en el fondo, que los arrastraría a algo más oscuro.

Lo sabía. Sabía que Syaoran quería que él sugiriera lo inevitable, para luego poder decir que solo estaba siguiendo a su amigo en una aventura más. Y maldita sea, Eriol también lo deseaba. Sentir esa adrenalina otra vez, dejarse llevar por esa corriente que solo los dos comprendían, pero que siempre los llevaba al borde del abismo.

—Sí, es una noche aburrida —respondió Eriol, con un tono que intentaba ser casual, pero que no podía ocultar el anhelo en su voz—. Pero, ¿qué se le puede hacer?

No quería ceder, sabía que no debía ceder, pero algo en él ya había decidido, algo oscuro y profundo que siempre lo empujaba a esos límites.

La casa, por fin, apareció ante él. Aumentó la velocidad, ignorando el dolor que lo consumía, sin apartar la vista del reloj. Le quedaban 17 minutos antes de la cuarta ronda. Maldita sea la hora en que decidió darle lo que necesitaba. Llegó a la puerta y golpeó con desesperación, como si su vida dependiera de ello, porque sabía que, literalmente, una vida dependía de ello.

La puerta se abrió casi al instante. Ella ya sabía que él vendría. Con una sonrisa que le heló la sangre, lo recibió preparada, con su bolso de manta en la mano y un gorro cubriendo su cabeza.

—Llegas tarde, Eriol —dijo ella, con una voz que parecía contener la calma antes de la tormenta.