"Harry Potter y los Secretos del Legado Perdido"
Summary:
"Harry Potter y los Secretos del Legado Perdido" sumerge a los lectores en una exploración profunda de los misterios del mundo mágico. Harry descubre que sus padres guardaban secretos antiguos que podrían cambiar su comprensión de la magia. Enfrentando desafíos que van más allá de las aulas de Hogwarts, descubre verdades que ponen a prueba su coraje y revelan la verdadera naturaleza de sus enemigos y aliados.
Disclaimer:
Este fanfiction es una obra de ficción creada por y para fans, basada en el universo de "Harry Potter" de J.K. Rowling. Esta historia es de carácter no comercial y no está asociada con J.K. Rowling, Warner Bros., o cualquier entidad relacionada con la publicación o producción de la saga "Harry Potter". Este trabajo se realiza sin fines de lucro y solo para entretenimiento.
Capítulo 1: Una Visita Inesperada
El amanecer en Privet Drive era como cualquier otro. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas, llenando la pequeña habitación bajo las escaleras con un resplandor cálido. Harry Potter, un niño de casi once años, estaba ya despierto, mirando el techo lleno de telarañas. Había aprendido hace mucho tiempo a no esperar sorpresas en su vida, especialmente no en la casa de los Dursley.
La vida diaria de Harry era un ciclo monótono y predecible. Cada mañana, antes de que el reloj marcara las seis, ya estaba en pie, listo para cumplir con las tareas que le asignaban sus tíos. El día comenzaba con preparar el desayuno para la familia Dursley, una tarea que realizaba con rapidez y eficiencia, sabiendo que cualquier error resultaría en gritos o peor.
El desayuno de los Dursley era una escena que Harry conocía bien. Vernon Dursley, su corpulento y malhumorado tío, leía el periódico con una expresión de desdén permanente en su rostro, lanzando de vez en cuando comentarios sarcásticos sobre el clima, el gobierno o cualquier cosa que considerara "anormal". Petunia Dursley, su tía, una mujer delgada y huesuda, pasaba el rato limpiando meticulosamente la cocina, buscando imperfecciones invisibles que corregir. Dudley, el primo de Harry, era la viva imagen de la glotonería y el capricho, siempre quejándose de que la comida no era suficiente para él, a pesar de su sobrepeso evidente.
Para Harry, su vida con los Dursley era una constante cadena de injusticias. Mientras Dudley recibía todo lo que quería y más, Harry se conformaba con la ropa vieja de su primo y con la comida que quedaba después de que los Dursley se habían servido. Su habitación era la alacena bajo las escaleras, un pequeño espacio oscuro que apenas le permitía estirarse por completo. Pero, como Harry había aprendido a lo largo de los años, quejarse solo empeoraba las cosas.
Vernon Dursley era un hombre grande, de cuello corto y bigote espeso, cuyo rostro se tornaba púrpura con sorprendente facilidad, especialmente cuando algo no iba según sus estrictas expectativas. Su mundo era pequeño, limitado a su casa, su trabajo en la fábrica de taladros y su familia, y no toleraba nada que perturbara esa burbuja de normalidad que se había esforzado tanto por mantener.
Petunia Dursley, en cambio, era todo lo contrario. Delgada como un palo y con un rostro alargado que siempre parecía estirado por una sonrisa tensa, vivía en un estado de nervios constante. A pesar de su aparente fragilidad, era el pilar del hogar, asegurándose de que todo estuviera en perfecto orden. Su mayor orgullo era su hijo, Dudley, y su mayor vergüenza, Harry. Siempre había algo en su voz que sugería un disgusto profundo hacia su sobrino, como si su mera existencia fuera una mancha en su vida perfectamente ordenada.
Dudley, el consentido hijo único, era una versión más joven de su padre, tanto en tamaño como en temperamento. Era el tipo de niño que haría cualquier cosa para salirse con la suya, y casi siempre lo lograba. Su relación con Harry estaba marcada por la crueldad y el abuso. Para Dudley, Harry no era más que un saco de boxeo, alguien a quien culpar cuando las cosas no iban bien, y a quien ignorar el resto del tiempo.
Harry había aprendido a sobrevivir en este entorno hostil siendo invisible, haciendo su trabajo en silencio y sin causar problemas. Sin embargo, a pesar de los años de maltrato, Harry no había perdido por completo su espíritu. En lo más profundo de su ser, guardaba la esperanza de que algún día su vida cambiaría, de que había algo más allá de la opresión de Privet Drive. Sin embargo, esos pensamientos eran fugaces, rápidamente sofocados por la realidad de su existencia.
En este ambiente, Harry había aprendido a aceptar su lugar en el mundo, o al menos eso creía. Pero las cosas estaban a punto de cambiar de una manera que ni él, ni los Dursley, podían imaginar.
Era un día aparentemente normal en Privet Drive, al menos tan normal como cualquier otro día para los Dursley. Vernon estaba a punto de salir para el trabajo, su cara ya adquiría un tono rojizo por alguna nimiedad que lo había molestado durante el desayuno. Petunia estaba en la cocina, secando una vez más la encimera que ya estaba perfectamente limpia, mientras Dudley protestaba porque su cereal no tenía suficientes chispas de chocolate.
Harry estaba en la cocina, terminando de fregar los platos. No esperaba nada fuera de lo común. Sin embargo, justo cuando Vernon estaba por salir por la puerta principal, alguien tocó el timbre.
El sonido fue sorprendentemente fuerte y resonante, como si el visitante supiera que su presencia sería inesperada. Vernon, con una expresión de irritación evidente, abrió la puerta bruscamente, dispuesto a despachar a cualquier vendedor o vecino curioso que pudiera estar allí.
Pero lo que encontró no fue ni un vendedor ni un vecino. En la puerta, parada con una postura imponente y digna, estaba una mujer alta, de cabello negro recogido en un moño severo, con una túnica de aspecto algo anticuado pero majestuoso. Sus ojos, agudos y penetrantes, escrutaban a Vernon con una intensidad que lo hizo retroceder ligeramente. Había algo en su porte que indicaba que no era alguien a quien uno pudiera despachar fácilmente.
"¿Qué desea?" gruñó Vernon, sin molestarse en ocultar su disgusto.
La mujer lo miró con una mezcla de paciencia y autoridad. "Buenos días, señor Dursley. Soy la profesora Minerva McGonagall," dijo en un tono que no admitía interrupciones. "Estoy aquí para hablar con el señor Harry Potter."
El nombre de Harry pareció cortar el aire como un cuchillo. Vernon y Petunia intercambiaron una mirada alarmada. Harry, que había estado escuchando desde la cocina, se asomó, sintiendo una mezcla de curiosidad y aprensión. Nunca había visto a esta mujer antes, pero algo en su presencia le decía que las cosas estaban a punto de cambiar.
Vernon recuperó rápidamente su compostura, o al menos lo intentó. "No tenemos nada que ver con ese... ese... asunto," dijo, con un tono que intentaba ser firme pero que traicionaba su nerviosismo.
"Lo lamento, señor Dursley, pero no es algo que esté abierto a discusión," replicó McGonagall con frialdad. "El señor Potter ha sido aceptado en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y estoy aquí para asegurarme de que reciba la información necesaria."
"¡No irá a ese lugar!" espetó Vernon, su rostro volviéndose aún más rojo. "¡No vamos a permitir que se mezcle con esa gente! Ya lo hemos mantenido lejos de eso, y así seguirá siendo."
La resistencia de los Dursley era palpable. Vernon intentó objetar, hablando de lo "anormal" que era la magia, mientras que Petunia, mucho más consciente del mundo que describía McGonagall, parecía dividida entre el miedo y un resentimiento reprimido. La mención de Hogwarts hizo que el rostro de Petunia se tensara aún más, como si estuviera reviviendo viejos recuerdos que había tratado de olvidar.
McGonagall no se inmutó ante los gritos de Vernon. Sus ojos se dirigieron a Petunia, como si reconociera en ella una chispa de comprensión. "Señora Dursley," dijo, su tono más suave pero no menos firme, "usted sabe tan bien como yo que este es el lugar al que Harry pertenece. Rechazar su derecho a conocer su verdadero origen sería un error que podría tener consecuencias serias."
Petunia apretó los labios, y por un momento, pareció que iba a decir algo, pero se contuvo. Harry, que hasta ese momento había permanecido en silencio, no pudo evitar dar un paso adelante.
"¿Qué está pasando?" preguntó Harry, con una mezcla de confusión y esperanza. Nunca nadie había hablado de él con tanta determinación.
McGonagall giró hacia él y, por primera vez, su expresión se suavizó ligeramente. "Harry," dijo con una voz cálida, "he venido para entregarte tu carta de aceptación a Hogwarts. Es hora de que sepas la verdad sobre quién eres y de dónde vienes."
Vernon abrió la boca para protestar, pero McGonagall lo silenció con una sola mirada. Ella sacó un sobre de su túnica, un sobre de papel grueso y amarillento, con un sello de cera que llevaba un escudo con una gran "H" en el centro.
"Esto es para ti, Harry," dijo McGonagall, extendiendo el sobre hacia él.
Harry lo tomó con manos temblorosas, sin apartar los ojos de la elegante caligrafía que adornaba el sobre. Su nombre estaba escrito allí, junto con "El Armario Bajo las Escaleras," la dirección que siempre había odiado. Pero el hecho de ver su nombre en ese sobre, escrito con tanto cuidado, le dio una sensación de importancia que nunca antes había experimentado.
Al leer la dirección, McGonagall frunció el ceño, su expresión se volvió severa mientras miraba a los Dursley. "¿El armario bajo las escaleras?" repitió, su voz más fría que nunca. "¿Es allí donde ha estado viviendo?"
Petunia y Vernon intercambiaron una mirada nerviosa. "Él… él tiene un lugar en la casa," dijo Petunia, tratando de sonar despreocupada. "Es solo que… bueno, Dudley necesitaba la otra habitación…"
McGonagall enderezó los hombros y miró a Vernon con ojos que parecían perforar su alma. "El señor Potter no vivirá un día más en ese armario," declaró con firmeza. "Este trato es inaceptable, incluso para ustedes."
Los Dursley quedaron en silencio, abrumados por la presencia y la determinación de la profesora. Harry, por otro lado, sentía una mezcla de emociones: sorpresa, alivio y una creciente admiración por esta mujer que lo defendía.
McGonagall le entregó la carta a Harry, dándole tiempo para procesar lo que estaba sucediendo. "Lee la carta, Harry," dijo, su tono más suave, pero aún firme.
Harry abrió el sobre lentamente, sacando un pergamino enrollado. Desenrolló el pergamino y comenzó a leer en silencio. A medida que sus ojos recorrían las líneas, su expresión pasó de la confusión al asombro y finalmente a una mezcla de incredulidad y emoción.
"Querido señor Potter, nos complace informarle que ha sido aceptado en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería...," murmuró, leyendo las primeras líneas en voz alta antes de que su voz se apagara.
Miró a McGonagall, luego a los Dursley, que observaban la escena con expresiones de horror y disgusto. No sabía qué decir. Todo lo que creía saber sobre sí mismo, sobre su vida, se estaba desmoronando y reconstruyendo en algo completamente nuevo.
McGonagall asintió, como si entendiera perfectamente lo que estaba pasando por la mente de Harry. "Eres un mago, Harry," dijo con firmeza pero con suavidad. "Al igual que tus padres lo fueron. Y ahora, es hora de que vengas a Hogwarts, donde aprenderás a controlar y desarrollar tus habilidades."
Harry no sabía qué pensar. La idea de ser un mago, de ir a un colegio especial donde aprendería magia, era algo que ni en sus sueños más locos se habría imaginado. Pero al mismo tiempo, una chispa de esperanza se encendió en su interior. Una chispa que le dijo que tal vez, solo tal vez, había encontrado un lugar al que realmente pertenecía.
Harry permanecía inmóvil, sosteniendo la carta que acababa de leer, como si al soltarla todo lo que acababa de descubrir se desvaneciera. Sus manos temblaban ligeramente mientras su mente luchaba por procesar la información. Hogwarts, magia, sus padres... todo parecía sacado de uno de los cuentos que solía leer en secreto cuando era más pequeño, antes de que los Dursley se los quitaran.
"Soy un mago," pensó Harry, una y otra vez, como si la idea fuera demasiado increíble para ser cierta. Había pasado toda su vida pensando que era diferente, pero nunca había imaginado que la razón pudiera ser algo tan asombroso. Las palabras de McGonagall resonaban en su cabeza: sus padres también eran magos. La idea lo llenaba de un calor que nunca antes había sentido, una mezcla de orgullo y conexión con unas figuras que hasta ahora solo habían sido sombras en su vida.
A pesar de todo, una parte de él todavía se aferraba a la incredulidad. Los Dursley siempre le habían dicho que era "raro," que no encajaba, y él había llegado a aceptar esa narrativa. Pero ahora, con esta nueva información, todo lo que creía saber sobre sí mismo y su lugar en el mundo estaba siendo cuestionado.
"¿Es todo verdad?" murmuró finalmente, con una voz apenas audible. Su mirada vacilante se posó en McGonagall, buscando alguna señal de que esto no era solo un sueño.
McGonagall, con una expresión que mezclaba paciencia y comprensión, asintió. "Sí, Harry. Es todo verdad. Eres un mago, y tus padres también lo eran. Hogwarts es el lugar donde aprenderás a dominar esa magia, donde podrás descubrir quién eres realmente."
Las palabras de McGonagall parecían tener un peso propio, como si cada una llevara consigo una promesa de algo más grande, algo que Harry no podía comprender del todo, pero que sentía en lo profundo de su ser. "¿Mis padres?" preguntó, su voz temblando ligeramente. "¿Ellos también fueron a Hogwarts?"
"Así es," respondió McGonagall, con una suavidad en su tono que no había mostrado antes. "Tu madre, Lily, fue una de las brujas más talentosas de su generación. Y tu padre, James, era un mago excepcional, conocido por su habilidad en la magia y su valentía. Ambos eran muy queridos en el mundo mágico."
Harry sintió un nudo en la garganta al escuchar estas palabras. Nunca había sabido mucho sobre sus padres, solo lo que los Dursley le habían dejado saber, que no era mucho y generalmente era negativo. Saber que sus padres habían sido personas importantes y respetadas, que habían sido como él, le daba una sensación de pertenencia que nunca antes había experimentado.
"¿Por qué no... por qué no me dijeron nada?" preguntó, más para sí mismo que para McGonagall. "¿Por qué nunca supe nada de esto?"
McGonagall suspiró, sabiendo que esta era una pregunta compleja de responder. "Los Dursley no querían que supieras sobre el mundo mágico," explicó, con una nota de pesar en su voz. "Creían que manteniéndote alejado de todo esto, estarían protegiendo su idea de normalidad. Pero no era justo para ti, Harry."
Harry miró a McGonagall, sus ojos llenos de preguntas. "¿Qué les pasó a mis padres?" preguntó, sintiendo que necesitaba saber más, aunque al mismo tiempo temía la respuesta.
La profesora dudó por un momento, considerando cómo responder. "Murieron protegiéndote," dijo finalmente. "Fueron asesinados por un mago oscuro llamado Lord Voldemort, alguien que trajo mucho dolor y sufrimiento al mundo mágico. Pero gracias a ellos, sobreviviste. Y eso es algo que nunca debes olvidar."
El nombre "Voldemort" envió un escalofrío por la espalda de Harry, aunque no comprendía del todo por qué. Pero al mismo tiempo, la idea de que sus padres habían muerto protegiéndolo le llenó de una mezcla de tristeza y gratitud. Nunca los había conocido, pero sentía una conexión más fuerte con ellos ahora que nunca antes.
"¿Y qué voy a hacer en Hogwarts?" preguntó, tratando de cambiar el tema a algo que pudiera manejar más fácilmente. "¿Voy a... aprender a hacer magia?"
La pregunta hizo que McGonagall sonriera levemente, una sonrisa llena de orgullo y anticipación. "Sí, Harry. En Hogwarts aprenderás a hacer magia. Aprenderás a lanzar hechizos, a preparar pociones, a entender las criaturas mágicas y mucho más. Será un lugar donde podrás explorar tus habilidades y descubrir todo lo que eres capaz de hacer."
Harry asintió lentamente, sus pensamientos aún arremolinándose en su mente, pero una chispa de emoción empezaba a encenderse en su interior. Hogwarts sonaba como un lugar increíble, un lugar donde podría dejar atrás todo lo que conocía y empezar de nuevo, como alguien completamente diferente.
"Y no estarás solo," añadió McGonagall, notando la mezcla de emociones en el rostro de Harry. "Hogwarts es un lugar donde harás amigos, donde estarás rodeado de personas que te apoyarán y te ayudarán a crecer. Es un lugar donde pertenecerás, Harry."
Esas últimas palabras resonaron en Harry de una manera que pocas cosas lo habían hecho antes. "Pertenecer." La idea de encontrar un lugar donde no fuera una carga, donde no fuera tratado como alguien inferior, era tan poderosa que Harry apenas podía contener la emoción que comenzaba a surgir en su pecho.
McGonagall, al ver la expresión de Harry, se dio cuenta de lo mucho que estas palabras significaban para él. Sintió una punzada de tristeza por todo lo que Harry había tenido que soportar hasta ahora, pero también una esperanza renovada por lo que estaba por venir.
Mientras Harry procesaba toda esta nueva información, McGonagall volvió a reflexionar sobre la decisión de Dumbledore. Tal vez el director había pensado que al mantener a Harry alejado del mundo mágico, lo protegería de la fama y de los peligros que conllevaba ser "El Niño que Vivió." Pero viendo ahora cómo vivía, McGonagall no podía evitar sentir que habían cometido un error. Harry había sufrido mucho, y aunque pronto estaría en un lugar donde sería cuidado y educado, los años que había pasado con los Dursley no podían ser simplemente olvidados.
"Vamos a cambiar eso," pensó con determinación. "Hogwarts será el hogar que siempre debió tener."
Finalmente, Harry alzó la vista de la carta, sus ojos brillando con una mezcla de asombro y determinación. "Quiero ir," dijo, su voz firme a pesar de todo. "Quiero aprender a hacer magia."
McGonagall sonrió, satisfecha con la resolución de Harry. "Entonces, Harry, prepárate para un nuevo comienzo. Hogwarts te espera."
Antes de que Harry pudiera responder, McGonagall se giró hacia Vernon y Petunia, que habían estado observando la escena con una mezcla de temor y desagrado. Sus miradas se encontraron con la de McGonagall, y la frialdad en sus ojos les hizo saber que su paciencia tenía un límite.
"La situación de vida de Harry debe rectificarse inmediatamente," dijo McGonagall, su voz tan firme como el acero. "No puedo permitir que vuelva a vivir en un armario bajo las escaleras. Desde este momento, se le proporcionará una habitación adecuada, con las comodidades básicas que cualquier niño debería tener. Esto no es negociable."
Vernon abrió la boca para protestar, pero McGonagall lo cortó de inmediato. "El bienestar de Harry ya ha sido comprometido durante demasiado tiempo," continuó. "A partir de ahora, recibiré informes regulares sobre cómo se le trata en esta casa. Y les advierto, cualquier indicio de maltrato será reportado inmediatamente a las autoridades mágicas."
Petunia, temblando ligeramente, asintió sin decir una palabra. Sabía que McGonagall no era alguien a quien pudieran desafiar sin consecuencias. Vernon, por su parte, parecía a punto de explotar, pero el miedo a lo que McGonagall podría hacer lo mantuvo en silencio.
Harry, que había escuchado cada palabra, sintió una oleada de gratitud hacia McGonagall. Nunca antes nadie había intervenido en su favor de esa manera. Aunque aún estaba asimilando todo lo que había aprendido sobre el mundo mágico y sobre sí mismo, saber que ahora tenía a alguien de su lado lo llenó de una nueva esperanza.
McGonagall se giró hacia Harry una vez más, su expresión volviendo a suavizarse. "Nos veremos pronto, Harry. Prepárate para un nuevo comienzo."
Con esas palabras, se dirigió hacia la puerta, dejando a los Dursley congelados en su lugar, y a Harry con la certeza de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
Después de la partida de McGonagall, Harry se quedó en la pequeña cocina, aún sosteniendo la carta de Hogwarts, como si fuera un amuleto que lo protegiera de la realidad que había conocido hasta ese momento. Los Dursley, por su parte, parecían más perturbados que nunca. Vernon se había marchado a su habitación con el ceño fruncido, y Petunia, aunque aún temblorosa, había comenzado a recoger el desorden en la cocina con movimientos automáticos.
Harry, sin embargo, sentía algo diferente en su interior. Era como si una puerta se hubiera abierto en su vida, dejando entrar una luz que nunca antes había visto. La realidad de lo que acababa de aprender comenzaba a asentarse en su mente, y con cada minuto que pasaba, la idea de ser un mago y asistir a Hogwarts se volvía más real y más emocionante.
Por primera vez en su vida, Harry sentía que tenía un propósito, un lugar al que pertenecía. Los Dursley ya no lo definían; ellos eran solo una parte de su pasado que pronto dejaría atrás. Una chispa de emoción comenzó a crecer en su pecho mientras pensaba en el futuro que lo esperaba, un futuro lleno de magia, descubrimientos y, lo más importante, la posibilidad de ser alguien diferente, alguien que no estuviera relegado a una alacena bajo las escaleras.
Esa noche, cuando se acostó en su pequeña cama (en su nueva habitación, que Petunia había preparado a regañadientes en uno de los cuartos vacíos), Harry no pudo evitar sonreír en la oscuridad. Por primera vez, estaba ansioso por lo que el mañana le traería.
Al día siguiente, justo después del desayuno, McGonagall regresó, tal como había prometido, para llevar a Harry a comprar sus suministros para Hogwarts. Los Dursley se mantuvieron a distancia, claramente incómodos con la presencia de la profesora y con el hecho de que Harry se iría pronto.
Harry se despidió de los Dursley sin demasiadas palabras, una mezcla de alivio y satisfacción llenándolo mientras salía por la puerta principal acompañado por McGonagall. No tenía intención de mirar atrás; su mente ya estaba completamente enfocada en lo que estaba por venir.
McGonagall condujo a Harry hacia una calle cercana, donde un coche negro de aspecto sobrio los esperaba. "Este coche nos llevará a Londres," explicó McGonagall mientras abría la puerta para que Harry entrara. "Debemos llegar al Callejón Diagon antes del mediodía para asegurarnos de que tengas tiempo suficiente para todas tus compras."
Durante el trayecto, Harry miraba por la ventana, observando cómo las calles familiares de Little Whinging se transformaban en los bulliciosos paisajes urbanos de Londres. Había algo en ese viaje que se sentía simbólico; como si con cada kilómetro que dejaban atrás, Harry también estuviera dejando atrás la vida que había conocido hasta ahora. La excitación en su pecho crecía con cada minuto que pasaba.
"El Callejón Diagon es uno de los lugares más antiguos y mágicos de nuestro mundo," comentó McGonagall, rompiendo el silencio mientras el coche avanzaba. "Allí encontrarás todo lo que necesitarás para tu primer año en Hogwarts."
Harry asintió, demasiado nervioso para decir algo. Aún no podía imaginar cómo sería ese lugar, pero estaba seguro de que sería diferente a cualquier cosa que hubiera visto antes.
Finalmente, el coche se detuvo frente a un edificio que, para el ojo inexperto, parecía un pub viejo y algo destartalado. "Aquí estamos," dijo McGonagall mientras bajaba del coche. "El Caldero Chorreante."
Harry siguió a McGonagall hacia la entrada del pub. Desde afuera, el Caldero Chorreante no parecía nada especial; de hecho, parecía el tipo de lugar que la gente común evitaría. Sin embargo, cuando McGonagall empujó la puerta y entraron, Harry sintió como si estuviera atravesando una barrera invisible entre dos mundos.
El interior del pub era oscuro y ligeramente polvoriento, pero estaba lleno de un ambiente que Harry no podía describir del todo. Había algo acogedor en el aire, algo que hablaba de historias antiguas y secretos compartidos. Las pocas personas que estaban dentro levantaron la vista al ver a McGonagall entrar, y varias de ellas la saludaron con respeto. Harry notó que algunos también lo miraban con curiosidad, pero antes de que pudiera procesarlo, McGonagall lo guió hacia la parte trasera del pub.
"Por aquí," dijo McGonagall, llevándolo hacia una pequeña puerta que daba a un callejón estrecho y empedrado. "El Callejón Diagon no es visible para los muggles. Necesitamos abrirlo de una manera especial."
Harry observó con creciente expectación mientras McGonagall sacaba su varita y se dirigía hacia una pared de ladrillos al final del callejón. "Presta atención, Harry," dijo. "Este es un truco que te será útil en el futuro."
Con un movimiento preciso de su varita, McGonagall tocó una serie de ladrillos en la pared, creando un patrón específico. Harry contuvo el aliento cuando, después de un momento de silencio, la pared comenzó a moverse, los ladrillos separándose y girando como si tuvieran vida propia. En cuestión de segundos, lo que antes era una simple pared se convirtió en una entrada arqueada que revelaba un pasaje hacia un lugar lleno de luz y vida.
"Bienvenido al Callejón Diagon," dijo McGonagall, mientras la puerta mágica terminaba de formarse y un mundo completamente nuevo se desplegaba ante los ojos de Harry.
Harry dio un paso adelante, y lo que vio lo dejó sin aliento. El Callejón Diagon era una calle bulliciosa y vibrante, llena de tiendas de todos los tamaños y formas, cada una con su propio carácter y encanto. El aire estaba impregnado de aromas exóticos y sonidos mágicos que Harry nunca había experimentado antes. Las personas iban y venían, algunas vestidas con túnicas de colores brillantes, otras con atuendos más sobrios, pero todas parecían formar parte de un mundo que Harry había estado anhelando, aunque nunca lo supo.
Había vitrinas llenas de libros con cubiertas doradas, montones de ingredientes extraños y maravillosos, varitas que parecían brillar con luz propia, y animales mágicos que Harry solo había visto en los sueños más salvajes de su imaginación. Todo era tan fascinante y abrumador que Harry no sabía dónde mirar primero.
"Es... increíble," murmuró Harry, incapaz de apartar los ojos del paisaje que tenía delante. Sentía que había entrado en un sueño, un sueño en el que finalmente se sentía en casa.
McGonagall, notando la expresión de asombro en el rostro de Harry, esbozó una sonrisa complacida. "Y esto es solo el comienzo," le dijo. "Tienes mucho por descubrir, Harry. Pero primero, vamos a hacer nuestras compras."
Con eso, comenzó a guiar a Harry por la calle, mostrándole los diferentes lugares que visitarían. Harry la siguió con los ojos muy abiertos, sabiendo que, a partir de este momento, su vida nunca volvería a ser la misma.
La primera parada de Harry y McGonagall fue en Gringotts, el banco de los magos, situado en medio del Callejón Diagon. El edificio, con su fachada imponente de mármol blanco, se alzaba por encima de las demás tiendas, proyectando una sombra que le daba un aire de misterio y autoridad. En la puerta, dos duendes con expresiones severas montaban guardia, observando a los transeúntes con ojos agudos y calculadores.
"Gringotts es el banco de los magos," explicó McGonagall mientras se acercaban a la entrada. "Es el lugar más seguro para guardar cualquier cosa, excepto tal vez Hogwarts."
Harry asintió, sintiendo una mezcla de curiosidad y aprensión. Había escuchado historias sobre duendes, pero nunca imaginó que los vería en persona, y menos aún que interactuaría con ellos.
Al entrar, Harry quedó impresionado por el interior del banco. El vestíbulo era enorme, con techos altos adornados con lámparas de araña que brillaban con una luz cálida. Los pisos de mármol pulido reflejaban la luz, y a lo largo de un largo mostrador, más duendes se ocupaban de sus tareas, revisando documentos y manipulando montones de monedas de oro, plata y bronce que brillaban intensamente.
McGonagall lo guió hasta uno de los duendes en el mostrador. "Buenos días," saludó la profesora, con una inclinación cortés de la cabeza. "Hemos venido a retirar dinero de la cuenta de Harry Potter."
El duende, de ojos pequeños y astutos, levantó la vista y fijó su mirada en Harry, examinándolo por un momento. "¿El señor Potter, dice?" murmuró con una voz rasposa. "Ah, sí, la bóveda número 687. ¿Tiene su llave?"
Harry parpadeó, sin saber a qué se refería. McGonagall intervino, sacando una pequeña llave dorada de su túnica y entregándosela al duende. "Aquí está," dijo.
El duende examinó la llave con atención, luego asintió. "Síganme, por favor," dijo, bajándose de su taburete y guiándolos hacia una puerta lateral.
Harry y McGonagall siguieron al duende por una serie de pasillos y escaleras hasta llegar a un pequeño carruaje de hierro que descansaba sobre rieles. El duende se subió al carruaje con una agilidad sorprendente y los invitó a hacer lo mismo.
El viaje en el carruaje fue rápido y emocionante. Bajaron a gran velocidad por los túneles subterráneos de Gringotts, pasando por curvas cerradas y subidas empinadas que hicieron que el estómago de Harry diera un vuelco más de una vez. Finalmente, el carruaje se detuvo frente a una gran puerta de acero adornada con runas antiguas y símbolos mágicos.
El duende sacó la llave, la insertó en la cerradura, y con un clic audible, la puerta comenzó a abrirse. Dentro, Harry vio algo que lo dejó sin palabras: montones de monedas de oro, plata y bronce, más dinero del que jamás había visto en su vida.
"Todo esto es mío," murmuró, incrédulo, mientras observaba la enorme cantidad de riquezas.
"Era de tus padres," explicó McGonagall con suavidad. "Lo dejaron todo para ti. Este dinero te servirá para comprar todo lo que necesites en Hogwarts y más allá."
El duende esperó pacientemente mientras Harry, aún con los ojos muy abiertos, tomaba una bolsa de cuero que McGonagall le ofreció y la llenaba con una cantidad suficiente de galeones, sickles y knuts para cubrir sus compras.
"Listo," dijo Harry, aún abrumado por la experiencia. "Podemos irnos."
Mientras salían de Gringotts, Harry no podía dejar de pensar en sus padres. Se preguntaba cómo habrían sido, qué habrían hecho para acumular tanta riqueza, y cómo habría sido su vida si ellos aún estuvieran vivos.
La siguiente parada fue en la tienda de túnicas para todas las ocasiones, Madam Malkin. La tienda era acogedora, con paredes forradas de telas de todos los colores y texturas. Madam Malkin, una bruja menuda y sonriente, recibió a Harry con entusiasmo y comenzó a tomar sus medidas para las túnicas de Hogwarts.
"Vas a ser de primer año, ¿verdad?" preguntó Madam Malkin mientras ajustaba una túnica sobre los hombros de Harry. "Vas a necesitar tres túnicas de trabajo, una capa de invierno y, por supuesto, el uniforme de Hogwarts."
Harry asintió, observando su reflejo en el espejo mientras Madam Malkin trabajaba con habilidad. Aunque no estaba acostumbrado a usar ropa nueva, se sentía extraño, pero emocionante, estar de pie en una tienda donde lo trataban con tanta atención.
Después de recoger sus túnicas, Harry y McGonagall continuaron con las compras. Visitaron Flourish y Blotts, la librería mágica, donde Harry quedó maravillado por la cantidad de libros sobre magia, criaturas mágicas, pociones y hechizos. Compró todos los libros necesarios para su primer año, junto con algunos adicionales que llamaron su atención, como "Mil hierbas mágicas y hongos" y "Una historia de Hogwarts".
Luego, fueron a la tienda de ingredientes para pociones, donde los olores de raíces secas, hierbas exóticas y polvos misteriosos llenaron el aire. Harry compró frascos de vidrio, raíces de jengibre, ojos de escarabajo y otras cosas que apenas podía pronunciar. McGonagall le explicó la importancia de cada ingrediente y cómo los usaría en sus clases de Pociones.
Finalmente, llegó el momento de comprar su varita, y McGonagall lo llevó a Ollivanders, la tienda más famosa de varitas mágicas.
Ollivanders era una tienda pequeña y algo polvorienta, pero había algo en ella que transmitía una sensación de antigüedad y poder. Las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de pequeñas cajas de madera, cada una con una varita diferente.
El señor Ollivander, un hombre anciano de ojos brillantes y cabello blanco, apareció de entre las sombras, observando a Harry con una curiosidad evidente. "Ah, el joven Harry Potter," dijo con voz suave. "Sabía que este día llegaría."
Harry lo miró con asombro. "¿Cómo lo sabe?"
Ollivander sonrió misteriosamente. "Recuerdo cada varita que he vendido, señor Potter. La varita elige al mago, recuerde eso. Ahora, veamos cuál es la varita adecuada para usted."
El proceso de encontrar la varita adecuada fue complicado. Harry probó varias varitas, cada una con diferentes núcleos y maderas, pero ninguna parecía adecuada. Algunas lanzaron chispas descontroladas, mientras que otras no hicieron nada en absoluto.
Finalmente, Ollivander sacó una varita de una caja en lo alto de un estante. "Esta," dijo con reverencia, "es una varita muy especial. Madera de acebo, once pulgadas, con un núcleo de pluma de fénix. Pruébela."
Harry tomó la varita, y en cuanto sus dedos la envolvieron, sintió una cálida corriente de energía recorrer su brazo. La varita pareció vibrar ligeramente, como si estuviera viva. De repente, una suave luz dorada emanó de la punta, iluminando la tienda con un resplandor cálido.
"Ah, sí," murmuró Ollivander con una sonrisa de satisfacción. "Una combinación muy poderosa. La pluma de fénix proviene de Fawkes, el fénix de Albus Dumbledore. Curiosamente, otra pluma de ese mismo fénix está en la varita que le causó esa cicatriz."
Harry frunció el ceño, sorprendido por la revelación. "¿La varita de... Voldemort?"
Ollivander asintió solemnemente. "Así es. Es curioso cómo las varitas hermanas pueden tener destinos tan diferentes. Pero no se preocupe, señor Potter. Usted tiene la capacidad de forjar su propio camino."
Harry miró la varita con nuevos ojos, sintiendo la conexión especial que tenía con ella. "La tomaré," dijo con firmeza.
Ollivander asintió, colocando la varita en su caja y entregándosela a Harry. "Cuídela bien," le aconsejó. "Lo acompañará en todas sus aventuras."
Después de salir de Ollivanders, Harry y McGonagall continuaron caminando por el Callejón Diagon, comprando los últimos suministros necesarios. Fue entonces cuando Harry escuchó una voz nerviosa a su lado.
"¡Oh, lo siento, casi me tropiezo contigo!"
Harry se giró y vio a un chico de su edad, de rostro redondeado y cabello castaño claro, que parecía estar constantemente al borde de un ataque de nervios. Estaba acompañado por una mujer mayor, de expresión severa pero con un aire de protección maternal.
"No te preocupes," dijo Harry con una sonrisa. "¿Estás bien?"
El chico asintió rápidamente, aunque parecía un poco avergonzado. "Sí, gracias. Soy Neville, Neville Longbottom."
"Harry Potter," respondió Harry, extendiendo la mano.
Neville la tomó con un apretón rápido, y Harry pudo ver que había algo tímido pero genuino en él. "Es mi primer año en Hogwarts," añadió Neville, como si quisiera confirmar que tenían algo en común.
"El mío también," dijo Harry, sintiendo una extraña camaradería con Neville. "¿Estás emocionado?"
Neville asintió, aunque con cierta inseguridad. "Sí, un poco nervioso también. Mi abuela dice que tengo que hacer que la familia se sienta orgullosa."
La abuela de Neville, que había estado observando con interés, intervino. "Neville aquí es el último de los Longbottom. Estamos seguros de que hará honor a su nombre en Hogwarts."
Harry sonrió. "Estoy seguro de que lo harás bien," dijo, intentando animar a Neville.
"Gracias," murmuró Neville, con un poco más de confianza.
Después de intercambiar algunas palabras más, los dos chicos se despidieron, prometiendo encontrarse en el tren a Hogwarts.
Como última parada, McGonagall llevó a Harry a la tienda de mascotas, una tienda bulliciosa llena de jaulas con todo tipo de criaturas mágicas. Había gatos, sapos, ratas y, por supuesto, lechuzas de todos los tamaños y colores.
Harry recorrió la tienda con curiosidad, observando las diferentes criaturas mientras McGonagall explicaba las ventajas de tener una lechuza como mascota. "Una lechuza no solo es una compañera fiel," dijo, "sino también un medio de comunicación muy útil en el mundo mágico."
Finalmente, los ojos de Harry se posaron en una lechuza en particular. Era de un blanco puro, con grandes ojos dorados que lo observaban con una inteligencia y serenidad que lo cautivaron al instante.
"¿Qué tal esta?" preguntó Harry, acercándose a la jaula.
McGonagall asintió con aprobación. "Una excelente elección. Es una lechuza nival, muy leal y confiable."
Harry sintió una conexión inmediata con la lechuza, como si supiera que sería su compañera en las aventuras que estaban por venir. "La llevaré," decidió.
Con la lechuza en su jaula y una sensación de satisfacción en el pecho, Harry y McGonagall finalizaron sus compras y se dirigieron de vuelta al Caldero Chorreante.
Aunque Harry aún no sabía cómo llamaría a su nueva compañera, sabía que había hecho la elección correcta. La lechuza lo miraba con atención, como si ya entendiera más de lo que parecía, y Harry sonrió, sintiendo que, finalmente, todo estaba encajando en su lugar.
Mientras Harry y McGonagall caminaban de regreso hacia el Caldero Chorreante, el sol comenzaba a descender, bañando el Callejón Diagon con una luz dorada que hacía brillar las vitrinas de las tiendas. Harry apenas podía creer todo lo que había vivido ese día. Su mente estaba llena de imágenes: las altísimas estanterías de Ollivanders, las luces centelleantes de Gringotts, y la cálida mirada de la lechuza blanca que ahora descansaba tranquilamente en su jaula.
Cada paso que daba lo llevaba más lejos del niño que había sido, del niño que vivía en una alacena y soñaba con algo más allá de la fría indiferencia de los Dursley. Ahora, el mundo mágico le había abierto sus puertas, y con ello, infinitas posibilidades se desplegaban ante él. Hogwarts ya no era solo un nombre en una carta; era un lugar real, un lugar donde aprendería a ser un mago, donde haría amigos, donde descubriría quién era en realidad.
Sin embargo, junto con la emoción, Harry también sentía un leve temor. Todo lo que había conocido hasta ese día, incluso con sus carencias y sufrimientos, había sido predecible. Ahora, se encontraba al borde de un precipicio, listo para saltar a un mundo lleno de misterios y desafíos. ¿Y si no era lo suficientemente bueno? ¿Y si no encajaba en Hogwarts, tal como nunca había encajado con los Dursley?
McGonagall parecía notar la mezcla de emociones en el rostro de Harry. "Es natural sentir un poco de nerviosismo, Harry," dijo mientras salían del Callejón Diagon y volvían al Caldero Chorreante. "Pero recuerda, Hogwarts es un lugar donde todos comienzan desde cero. Tendrás profesores y amigos que te apoyarán en cada paso del camino."
Harry asintió, sus pensamientos girando en torno a lo que McGonagall acababa de decir. A pesar de las dudas que persistían en su mente, una parte de él sabía que estaba destinado a algo más grande que la vida que había llevado hasta ahora. Hogwarts no solo representaba un lugar de aprendizaje, sino también una oportunidad de comenzar de nuevo, de ser alguien diferente.
Después de pasar por el Caldero Chorreante, McGonagall lo llevó a una esquina discreta, cerca de un callejón lateral. "Nosotros, los magos, tenemos varios modos de transporte," explicó mientras sacaba una pequeña llave plateada de su túnica. "En esta ocasión, utilizaremos una llave de traslación para regresar a Privet Drive. Es un objeto encantado que nos llevará directamente de vuelta."
Harry observó con curiosidad mientras McGonagall lanzaba un encantamiento sobre la llave, que comenzó a brillar suavemente. "Tócala, Harry," dijo, extendiendo la llave hacia él.
Harry hizo lo que le pedían, y en un instante sintió como si una cuerda invisible lo tirara del ombligo. El mundo a su alrededor se desvaneció en un torbellino de colores y formas, y antes de que pudiera reaccionar, sus pies tocaron el suelo firme de nuevo. Estaban de pie frente a la casa de los Dursley en Privet Drive, como si nunca se hubieran ido.
La atmósfera en la casa había cambiado perceptiblemente. La tensión era palpable, como si los Dursley estuvieran caminando sobre cáscaras de huevo, conscientes de que su relación con Harry estaba a punto de cambiar para siempre. Vernon permanecía callado, su ceño fruncido más profundo de lo habitual, mientras Petunia evitaba mirar directamente a Harry. Incluso Dudley, siempre tan seguro de su superioridad, parecía más cauteloso.
McGonagall acompañó a Harry hasta la puerta, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de despedirse. "Recuerda, Harry," dijo en voz baja, "solo faltan unos días para que partas a Hogwarts. Prepárate bien y no dudes en escribirnos si necesitas algo."
Harry la miró, sintiendo una gratitud inmensa por todo lo que había hecho por él. "Gracias, profesora McGonagall," dijo sinceramente.
McGonagall le dedicó una última mirada firme pero afectuosa antes de desaparecer por el camino. Harry observó cómo se alejaba, sintiendo que, por primera vez, alguien realmente se preocupaba por él.
Esa noche, mientras se acostaba en su nueva habitación, Harry no pudo evitar reflexionar sobre el increíble día que había tenido. Se sentía como si hubiera vivido toda una vida en solo unas horas. Todo era tan nuevo, tan emocionante, y sin embargo, tan aterrador al mismo tiempo. Pensó en la varita que había elegido, en la lechuza blanca que ahora descansaba en su jaula junto a la ventana, y en el misterioso mundo mágico que lo esperaba.
Mientras sus pensamientos se desvanecían lentamente en el sueño, una sola certeza se afianzó en su mente: aunque no sabía exactamente lo que el futuro le deparaba en Hogwarts, estaba listo para enfrentarlo. Por primera vez, sentía que tenía un destino que valía la pena seguir.
Harry cerró los ojos, con una mezcla de temor y expectación, sabiendo que su vida estaba a punto de cambiar de maneras que aún no podía comprender, pero con la esperanza de que, finalmente, había encontrado su verdadero hogar.
