Capítulo 1. La tristeza de las cosas

(el ciruelo florece;
el ruiseñor canta;
yo estoy solo.

—kobayashi issa)

—¡Juro que traté de detenerla, Comandante!

El grito de Nattokozo sobresaltó a Rikuo, que descansaba de la comida a lado de su abuelo en la sala de estar. Nurarihyon, que bebía una copa de sake, giró con tranquilidad su cabeza a la puerta que, segundos después, se abrió estrepitosamente. Los pasos rápidos de Nattokozo continuaban oyéndose, cada vez más cerca. Frente a ellos se postró una mujer vestida de blanco y con cabellos largos de color negro y mirada rojiza. A Rikuo le sorprendió como su energía demoniaca le hacía sentir ardor en los ojos.

—Al parecer tu nieto es pésimo estando alerta, Nurarihyon. ¿Tan bien están las cosas en el Clan Nura para que todos están tan despreocupados? —dijo la invitada sin anunciar.

El Primer Comandante Supremo se rio ante el comentario y dio unas palmadas en la espalda a su nieto, que se encontraba aun sopesando la situación. Rikuo afirmó en su cabeza, concediéndole la razón a aquella mujer, y se limitó a continuar observándola, sonrojado por la pena que causaba su distraimiento y la extrañeza que le causaba ella.

—No te dirijas así al Comandante Supremo, mujer —renegó Nattokozo enfadado, entrando a la sala y saltando para obtener atención—. ¡Comandante, Tercero… juro que traté de detenerla, pero…!

—Soy mujer, pero también un ayakashi de un nivel y edad superior a los tuyos. Háblame como se debe. Mi nombre es Setsura, maldita escoba insolente —dijo la susodicha con una expresión de infinita molestia. Bajó la vista para mirar al pequeño y le sonrió con maldad—. ¿Acaso Nurarihyon y su protección te han hecho inmune a mi aliento de hielo, estúpido espantapájaros…?

Nattokozo sudó frío y corrió a la espalda de su comandante.

—Setsura, para —interrumpió Nurarihyon, que dejó su copa—. Nattokozo, sal de la habitación. Basta con mi nieto y conmigo para atender a esta amorosa y linda dama —agregó, con obvio sarcasmo.

Nattokozo salió de la habitación enojado, pero no con su comandante, sino con Setsura. Desde que la vio entrar a la casa le había pedido que esperara para ser anunciada, como dictaba el protocolo. Sin embargo, ella se negó desde el primer momento, arremetiendo contra cualquiera que se le pusiera enfrente, dejando a varios de sus compañeros congelados por el pasillo. El pequeño ayakashi suspiró con resignación y cerró la puerta de papel, dejándolos solos. Caminó hacia el patio, renegando. Allá su comandante, allá el Tercero. Él, de igual manera, no quería tener nada que ver con aquella mujer de las nieves. Desde hacía mucho tiempo, su presencia solo había indicado problemas.

—Bueno, Setsura. Gusto de verte. Me alegro de que estés igual de enérgica y cruel que siempre. ¿Sake? —preguntó el anciano.

Ella negó. Continuó de pie, mientras que ellos continuaron sentados. Rikuo la miraba desde abajo. La luz del sol contorneaba su figura y la sombra ocultaba su rostro, pálido, donde brillaban sus ojos color rubí.

—No vengo a hablar contigo, Nurarihyon —dijo, y volteó a mirar a Rikuo—. Si no con tu nieto, hijo de Rihan —al pronunciar el nombre del Segundo, su voz se suavizó por un momento, justo como sus ojos—. Tercero, le tengo una petición que le ruego me acepte.

Rikuo, que se encontró absorto ante la apariencia de Setsura, tan blanca como la nieve, despertó de su letargo.

—¿En qué le puedo servir, señorita Setsura?

Setsura se rio, con una pizca de alegría que trató de disimular.

—Oh, Tercero. Veo que sacó lo encantador de su padre —señaló, con ambas de sus cejas en alto y una mirada seductiva, que cambió cuando vio al anciano— y no lo imbécil de su abuelo. Me alegro de darme cuenta, al menos así puedo saber que mi hija ha estado en buenas manos. No como yo —escupió con veneno, aun viendo al Primer Comandante, que tomó otra copa de sake para mostrarse indiferente ante sus palabras, aunque escuchando con atención—, que seguí a su abuelo, inútilmente, y sólo fui presa de falsas y tontas ilusiones. Con su padre fue igual, pero él al menos no era un pervertido… todo el tiempo.

Rikuo se sintió incómodo, pero rio de todas maneras. Él también pensaba que su abuelo era un poco imbécil, por lo que negar las palabras de la mujer sería incorrecto de su parte. Además, el recuerdo de su padre lo confortó con sobremanera. Rikuo sabía que si aquella mujer, Setsura, había estado a lado de su padre, no debía tener malas intenciones. No sabía con qué razón o fundamento, pero siempre había confiado en el juicio de su padre.

"Ella sirvió a mi padre durante toda su vida…" pensó el joven. "Pero no entiendo por qué no sigue aquí, como Aotabo o Kubinashi. Sé que es una mujer de las nieves, pero su apariencia es fantasmal más allá de su origen demoniaco."

Setsura, más tranquila, se sentó enfrente de ambos hombres. Acto seguido hizo una reverencia dirigida a Rikuo, quien la analizaba en sus adentros.

—Las yuki-onna de mi clan siempre estarán al servicio del Clan Nura. Yo, Setsura, he servido a dos de sus comandantes; y mi hija le ha servido a usted, Tercero, desde que se proclamó como heredero de Clan. No obstante, la presencia de Tsurara es requerida en las montañas con brevedad.

Rikuo trató de comprender sus palabras, tal vez con más lentitud de la necesaria. Comenzó a sentirse algo ansioso ante lo dicho. Setsura era madre de Tsurara. Las yuki-onna vivían en las montañas. Tsurara debía ir a las montañas.

Rikuo estaba a punto de preguntar el porqué, pero Nurarihyon lo interrumpió.

—Mi nieto no te notó. ¿Es que acaso tu miedo se encuentra debilitado, Setsura? —inquirió el anciano con la mirada fija en la mujer. Ella permaneció en silencio, con la expresión rígida—. Te conozco desde que éramos jóvenes, mujer. Sé cómo es tu miedo, y hela los huesos de los presentes que están a tu lado.

"Su miedo. Eso es cierto; yo no lo sentí. Ella es una ayakashi tan antigua como mi abuelo… debería sentirlo… ¿por qué no está? Hay algo, lo veo, pero está muy disipado, como si…" reflexionaba en silencio Rikuo.

—No me llames por mi nombre, anciano —replicó ella—. Mi miedo, además, no te concierne.

Nurarihyon sonrió, complacido por causar una reacción conocida en ella, sin embargo, su sonrisa pronto desapareció, dejando su rostro ensombrecido.

—Setsura…

—Cállate, Nurarihyon. Si crees que te debo el más mínimo respeto, estás muy… —espetó la mujer, sin terminar la oración.

—Estás muriendo, ¿verdad?

Ella no respondió inmediatamente.

A través del papel de la puerta corrediza, la luz del atardecer los acarició a los tres, en aquella noche de verano especialmente calurosa.

"Setsura está muriendo" pensaba Rikuo caminando por los pasillos, en dirección a la habitación de Tsurara. Él tendría que ser quien le daría la noticia. Pasó una mano por su cara, con toda su expresión enaltecida por la angustia que le causaba el gran deber de comunicarle algo tan horrible a uno de sus amigos. Sin embargo, tampoco le parecía correcto que alguien además de él o su madre se lo dijera. Después de todo, Rikuo la conocía desde que tenía memoria, y había sido cuidado por ella desde ese entonces. Rikuo le debía la vida, y estaba seguro que ella daría la suya por él cuantas veces fuera necesario.

Iba tan distraído que no se dio cuenta de que el atardecer estaba a punto ya de acabar, para darle paso a la noche. Dejó salir un suspiro antes de que su figura youkai apareciera, quien a su vez también suspiró, dándose cuenta de que él tendría que ser quien daría las malas noticias.

—Tsurara —llamó una vez que estuvo en la puerta.

Se escuchó un "¡ya voy, ya voy!" en tono alegre y en poco tiempo se encontró cara cara con Tsurara, quien mostró una gran sonrisa desde el momento en que se dio cuenta que era él quien llamaba a su puerta. Rikuo se sentía más aliviado en su forma youkai, con la que tenía más oportunidades de ocultar sus verdaderos sentimientos. No obstante, en cualquiera de sus formas, Rikuo se sentía culpable por romper esa expresión contenta.

—¡Amo! Me alegro mucho de verlo —dijo exaltada y sonriente. Ella lo observó durante unos segundos y frunció el ceño—. ¿Qué pasa? Tiene una expresión rara. ¿Quiere pasar?

Rikuo pasó, sin decir nada. Se sentó en el centro de la sala y Tsurara hizo lo mismo.

—¿Amo? —inquirió la mujer de las nieves.

"Necesito a Tsurara en las montañas, Tercero. Lo que dijo Nurarihyon es verdad: estoy muriendo, y mi poder demoniaco está muriendo junto conmigo —Rikuo recordó lo dicho por Setsura, ante su petición, mientras respiraba para tranquilizar sus nervios—. Mi hija debe reemplazar mi lugar en las montañas y ordenar nuestro clan. Yo sé que ella forma parte de tu pandemonio, pero también es una mujer de las nieves, y debe tenerle respeto a su gente. ¿Sabes por qué Tsurara es tan débil…? ¿Por qué yo estoy tan débil…? Por nuestra alianza con ustedes, el Clan Nura, que le tiene especial cariño a los humanos.

"Las yuki-onna, como lo debes haber escuchado en las leyendas, somos espíritus asesinos. El sentimiento que nos trajo a la vida es el odio, el rencor, la decepción. Vivimos a través de la sangre de hombres corrompidos, lujuriosos, violentos, que no saben cumplir sus promesas, o que usan a las mujeres para su satisfacción personal. Matamos para seguir viviendo, para alimentar nuestro poder. Pero eso acabó cuando tu abuelo se enamoró de Yohime, ¿no es así? Y cuando tu padre desposó a esa humana, tu madre… Wakana. Nosotras seguimos, actualmente, su propósito de paz entre demonios y humanos. El clan de yuki-onna de las Montañas nevadas ya no quiere pelear. Hemos peleado a lo largo de varios siglos: a lado de distintos líderes, dentro de distintos pandemonios; pero eso ya ha acabado, y seguir este trato de paz entre youkai y humanos ha sido a beneficio de ello, aunque hayamos perdido nuestro poder a cambio. Sin embargo, ninguna yuki-onna ha sobrevivido sin cumplir su deber, mínimo, una vez. Tsurara necesita regresar a las montañas, ser instruida por mí y convertirse en una ayakashi adulta, con todas las cargas y sangre que conlleva."

Rikuo suspiró, antes de comenzar a hablar.

—Hoy recibimos una visita —comenzó a decir. Tsurara lo miraba fijamente, con toda su atención sobre él. Él no pudo evitar sonreír ante eso, aunque tuviera que informarle algo tan poco grato—. De tu madre, Setsura.

Ella se sorprendió, dando un salto desde su lugar.

—¿Mi madre? —preguntó confundida—. Ella… ¿qué hace aquí? ¡Ella no viene desde que me dejó al cuidado del Comandante! Dice que esta casa le quitó más de lo que hubiese deseado y que jamás volvería… —añadió pensativa.

"¿Sabes por qué soy tan débil…? Les tienen especial cariño a los humanos…"

—Vino por ti, Tsurara —respondió quedadamente, cruzando sus brazos dentro de su haori. Rikuo se detuvo unos segundos para mirarla, sin hablar, hasta que de su boca salieron palabras que consideró adecuadas—. Debes de cumplir con tu deber de yuki-onna y ser su sucesora. Ella anunció su próxima muerte.

A Rikuo le parecía curiosa la manera en que podía notar los cambios de ánimo de su compañera. La temperatura en la habitación cambió ante sus palabras, haciéndose fría. Tsurara, ciertamente, aún no sabía controlar sus poderes, y mucho menos sus emociones. Lo podía sentir a través de su piel encrespada por el frío. Nunca antes se había percatado de ello, pensó, viéndola comenzar a llorar y escuchando como pequeños pedazos de hielo caían al suelo. Tomó su mano, acercándola a él. Aquello jamás había sido un inconveniente para el Clan Nura, sin embargo, Rikuo se dijo, él y su pandemonio debían hacerse más fuertes, con Tsurara incluida. Por ella misma, sobre todo. Él aún no poseía el gran poder de su abuelo o el de su padre, pero estaba determinado a alcanzar su límite respecto a ello. No la dejaría ir por esa razón, por supuesto que no, dado que las palabras de Setsura lo habían dejado más pensativo de lo que podría haber llegado a imaginar. No se trataba de la obtención de poder.

"Convertirse en una ayakashi adulta, con todas las cargas y sangre que conlleva."

Era algo que Tsurara debía hacer para crecer. Develar y obtener su propio poder para protegerse. Ella, algún día… tendría algo más que defender además del Clan Nura. Como su familia, a su futuro compañero, a sus futuros descendientes. A su propio clan de yuki-onna.

Algo cayó dentro del pecho de Rikuo, extendiéndose hasta cada uno de sus hombros, haciendo su cuerpo pesado. Él sonrió para sí mismo, con tristeza. Tsurara viviría mucho más tiempo que él, sabía. No siempre podrían jugar al guardaespaldas que termina siendo rescatado. Algún día él no podría protegerla, ya sea por ser muy viejo o por su propia muerte.

Antes de ser el heredero del Clan Nura, Rikuo recordaba ser un simple humano. Pese a encontrarse rodeado de youkais y ayakashis y ser el nieto del Primer Comandante Supremo, él pensaba que era libre. Tenía amigos humanos, iba a la escuela; era un chico normal que tenía una familia extraña. Cosa de, como lo había visto siempre, de detalles. Sin embargo, la muerte de su padre y los recuerdos que se desencadenaron en la pelea contra Hagoromo Gitsune ya no le permitían volver a pensar en vivir de aquella manera. Esa libertad comenzó a verse como una prisión, ya que verse como un humano común era una forma de velar lo que estaba enfrente suyo. Él no era común: era el heredero del pandemonio de Nurarihyon, por su sangre corre sangre de demonio en las venas, y su familia está conformada por distintos seres, desde humanos hasta ayakashis.

Para Rikuo nunca había sido fácil nombrarse como lo que era, un youkai. Hacerlo lo hacía parte de un grupo de individuos conocidos por su maldad. Pero viendo a Tsurara llorar y entendiendo las palabras de su madre, y rápidamente recorriendo sus peleas hasta ese momento, Rikuo sabía —lo había aprendido a golpes —que por más que intentara renegar esa naturaleza asesina, destructora y ansiosa de poder, él nunca podría vencerla. Intentarlo sería engañarse, ser más débil.

Él conocía la naturaleza de los youkais. La mayoría habían nacido de odio, siendo asesinados en sus vidas anteriores y regresado como demonios para tomar venganza. Kubinashi, sin cabeza, había llegado a ser poderoso a través del odio que sintió luego de su muerte. Aotabo cargaba la culpa de ser un asesino, aun con esa sonrisa afable. Kurotabo, sabio y protector, también poseía esa misma naturaleza. Tsurara no era la excepción, él lo sabía, aunque su personalidad fuese cálida, bondadosa y humilde. A Rikuo Nura no le importaba la fuerza, ni el poder, pero Setsura había sido clara al respecto: ninguna yuki-onna podría sobrevivir sin haber cumplido su deber como demonio, que era matar.

Él no podía negarle eso. Tenía un cuarto de sangre youkai y eso, aunque fuese una mínima parte de su ser, necesitaba ser liberada. Su parte demoníaca necesitaba tomar las riendas del Clan, como lo habían hecho su abuelo y su padre. Él, en su sangre, y también su futura descendencia, tenían la obligación de perdurar el deseo de su abuelo y proteger a los más débiles. Con Tsurara, como yuki-onna, pasaba lo mismo, sin embargo…

—Ella está aquí, Tsurara —le murmuró, siendo su voz apenas audible entre el llanto de ella—. Me pidió darte la noticia antes de que la vieras.

—Pero, amo… —le dijo en voz baja, sollozando— no siento su miedo. Madre tiene un miedo que congela, aunque sea el verano más caluroso de todos. Amo, no lo siento. ¡Si su miedo no está, ella tampoco! —chilló con desesperación, apretando la mano que Rikuo le había extendido.

Él había podido negarse. Pudo haberle dado una respuesta negativa a Setsura y ahorrarle el golpe de realidad a Tsurara, su más fiel seguidora, compañera y amiga. Pudo haber dicho que no necesitaba aquello, que él la protegería. Pudo haberlo hecho como Tercer Comandante Supremo y con su fiel pandemonio. No obstante, Rikuo tenía una sensación en el pecho que se lo había impedido. Se decía a sí mismo que no podía ser egoísta, por más que quisiera, porque sabía que, aunque Tsurara supiera el estado y la petición de su madre, si él le decía que no fuera, ella se quedaría.

"¿Ella podrá ver que…" un pensamiento lo asaltó. En realidad, pese a no decirlo y negárselo a sí mismo, él no quería que se fuera. Después, Rikuo apartó esos pensamientos, sintiéndose equivocado al tenerlos, y apretó aún más la mano de ella. "No seas egoísta, Rikuo Nura."

Ella se quedaría. Rikuo lo sabía. Ante cualquier indecisión vista en su cara, ella se quedaría. Por él.

Tsurara lo miró con lágrimas congeladas pegadas a sus mejillas. Su nariz estaba roja, justo como sus ojos; y mantenía la boca entreabierta, tratando de respirar lentamente. Parecía estar a pasos de tener un ataque de pánico. Rikuo sentía la desesperación que la abrumaba: después de todo, Tsurara era un libro abierto y se conocían desde que él tenía seis años.

Diez años. Ése era el total de tiempo que se conocían. Sin contar que habían luchado y reído juntos. El poder no importaba realmente. Ese peso en el pecho no era egoísmo. No podía ser egoísmo. El peso le impedía también respirar y él también comenzaba a abrumarse. Su estado youkai no parecía marcar diferencia en aquel momento. Rikuo se extrañó, se asustó por ello. El instinto youkai de su sangre parecía no servir de nada.

Tragó saliva, mordiéndose la boca por dentro. "No debo mostrar debilidad. Ella lo verá y decidirá no ir. Tengo que recomponerme. No es egoísta mostrar mis emociones, pero no es el momento."

—Su miedo está disipado. Está desapareciendo, Tsurara —contestó en voz baja, lo más estable que pudo. Se dio cuenta que hablar lo calmaba, por lo que continuó—. Ella me pidió que te diera la noticia para que la asimilaras, después tomaras una decisión y fueras a verla. La señorita Setsura quiere llevarte a las montañas para entrenarte y dejar las cosas arregladas en su clan de yuki-onna para poder morir en paz. ¿Lo entiendes, Tsurara?

Ella asintió ante su pregunta, una vez que dejó de llorar. Apartó su mano unida a la de él y la colocó en su pecho, donde Rikuo escuchaba su corazón bombeando con brutalidad y precipitación.

—Amo… —lo llamó.

—¿Sí? —su voz sonó más grave de lo habitual. Él se sorprendió, justo como ella, pero con rapidez Rikuo se aclaró la garganta—. Dime, Tsurara.

—¿Podré regresar, amo? ¿A vivir aquí y a servirle?

Rikuo la miró con sorpresa, no pudiendo evitar abrir los ojos desmesuradamente. Su corazón reaccionó como un puño golpeando su pecho. Latió dos, tres, cuatro, siete, diez veces tan rápido que su cerebro se atontó. Lo paró cuando pudo y se cubrió la cara con una mano, dejando escapar una sonrisa que él sintió como boba y le revolvió el estómago, proporcionándole una sensación parecida a la de mariposas revoloteando. Se rio pausadamente, con un tono afable pero cubierto de una especie de desesperación, como esas risas incómodas que tiene la gente en los funerales que, ante situaciones difíciles, liberan al cerebro de la presión.

"No te vayas, Tsurara" dijo en su mente, con la boca bien cerrada. "No me dejes".

Tsurara no entendió la sonrisa, por lo que, angustiada, se acercó más a él. Ambos quedaron frente a frente, a pocos centímetros de distancia. Ella esperaba su respuesta, pero él mantenía el silencio, como si estuviera dentro de sus pensamientos.

—¿Amo…? ¡Oh, amo! —Tsurara dejó salir un grito, al verlo abalanzarse sobre ella.

Rikuo la tomó de la cintura y la levantó, quedando ambos hincados. Ella lo miró con asombro, sin moverse ni un ápice. La observó durante algunos segundos y no supo si lo decidió o fue mero impulso, pero tomó su mano, aun tomándola de la cintura, y la acercó a sí. Rikuo la abrazó, apretando con fuerza su cabeza contra su pecho, ya que Tsurara era más pequeña que él. Rikuo sintió el aliento helado de la yuki-onna a través de su haori, medio abierto, y su piel se encrespó. Pensó que había sido parte de un reflejo causado por el frío, pero volvió a sucederle cuando Tsurara, de manera tímida, correspondió el abrazo y cruzó sus brazos por su espalda. Su temperatura era fría, pero Rikuo se encontró reconfortado por aquella sensación de frescura similar al mármol.

—Yuki-onna tonta —murmuró. Su voz, grave, tenía un tono tierno. Tsurara, desde el momento en que se encontró aprisionada por sus brazos, se había sonrojado; por lo que las palabras de él sólo incrementaron el calor de sus mejillas—. Tú siempre tendrás aquí un lugar al que regresar. El Clan Nura es también tu clan, también es tu casa. Siempre serás parte de mi pandemonio. Tú, Tsurara… —Rikuo pausó su discurso para bajar la cabeza y buscar los ojos de la youkai— siempre tendrás un lugar, aquí, conmigo. Lo prometo.

Tsurara quiso hablar, pero se quedó muda ante las palabras de Rikuo. ¿Es que acaso había prometido aquello? Sintió escalofríos ante la mirada fija de Rikuo, su amo, el comandante supremo y el objeto de su amor. ¿Ella, en realidad, era correspondida? ¿Aquella promesa era la que ella había tanto estado esperando? No, se respondió mientras las lágrimas comenzaban a caer de nuevo por sus ojos, derritiéndose al caer al suelo, ante su tristeza. No podía ser.

El amo Rikuo siempre había estado enamorado de Kana Ienaga, aquella humana. Justo como su madre se lo contó, las yuki-onna siempre habían estado maldecidas a amar y no ser correspondidas. Ellas no eran mujeres, eran monstruos que odiaban a los hombres que les prometían amor. Eran criaturas que aguardaban en las sombras esperando a atacar a hombres deshonestos. Cuando una de ellas lograba amar, era considerado un milagro ser correspondida. Ella no podía ser la excepción ni partícipe de aquel milagro.

Habían pasado años desde que se encontró a sí misma añorando al Tercer heredero del clan Nura. Rikuo era joven, aún más que ella, y estaba segura de que podría encontrar a una mujer con la cual casarse y ser feliz. Ella, sin embargo, estaba atrapada en aquella línea, en la maldición de su raza. Como muchas otras, Tsurara solo aguardaba el momento adecuado para, de una vez, perder toda esperanza de encontrar la felicidad que trae el amor correspondido.

—Amo Rikuo, por favor —pidió, luego de morderse el labio. Hablando de esa manera, tan cerca, ella era capaz de sentir el aliento de él y su respiración en la cara. Rikuo olía al ciruelo del patio y a la noche, con una pizca de agua pura—. Permítame regresar, pero no lo prometa. Las yuki-onna no podemos tomar promesas así a la ligera. No sabe lo que está diciendo.

Rikuo iba a responderle, pero alguien abrió la puerta de la habitación de Tsurara.

Era Setsura, quien al parecer, por su postura y risa, había escuchado todo.

—¿Amo Rikuo? Tsurara, eres mejor que eso —escupió luego de un momento de silencio, donde ambos jóvenes rompieron su abrazo y se levantaron del suelo—. Este chiquillo, hijo de Rihan, me caía bien hasta este momento. Es el vivo ejemplo de su maldito abuelo y su padre —al pronunciar lo último, Rikuo sintió un escalofrío, y un frío que le heló las partes de su cuerpo que no estaban cubiertas por la tela de su ropa. Con la breve convivencia que había tenido con Setsura y aquel momento con Tsurara, se había dado cuenta que en el frío que ambas manifestaban, había también emociones. En el frío de Setsura había rencor, uno muy grande y tormentoso.

Aquella mujer era aterradora, aunque se encontrara muriendo. Su espíritu, pese a encontrarse débil, inspiraba un odio arrebatador. Rikuo sabía que no había nada peor que ese sentimiento. Ella debía estar sufriendo, no solo por su estado físico, sino por sus sentimientos.

Tsurara parecía más pálida de lo normal después de ver a su madre de aquella manera tan repentina. Se mantuvo a lado de Rikuo, sin moverse ni un poco.

—Como siempre, los Nura prometiendo cosas que no pueden cumplir —comenzó a hablar Setsura con sorna—. ¿Es que acaso son estúpidos, o las mujeres les importan una mierda? —le preguntó a Rikuo de manera directa, agresivamente—. Oh. Claro que no. Las humanas, Yohime y Watana, y la ayakashi Yamabuki —Setsura pronunció su nombre con un tono diferente, que inspiraba más respeto que el de las anteriores—… ellas sí importaban.

—¡Madre! —gritó Tsurara.

Setsura la ignoró.

—Las yuki-onna son las que no importan. Siempre fieles a lado del comandante, llenas de promesas vacías y de esperanza que no nos sirve de nada. Las yuki-onna cuidando a sus mujeres, a sus protegidos. Ayudando a extender su territorio, siguiendo sus reglas a favor de los humanos, ganando batallas para la glorificación de su poder ridículo. Protegiéndoles, sirviéndoles. Lavándoles la ropa, llenándoles la copa de sake, cocinando cosas incomibles para ustedes. ¿Por qué me miras así, Tercero? ¿No te das cuenta de los sentimientos que tiene mi hija por ti? Esta es una historia que, entre nosotros, siempre se repite. Enamoradas de un imbécil ciego…

Rikuo se quedó en silencio, como si una roca le hubiese caído encima. Tsurara sintió que esa misma roca le aplastaba el estómago. Ella se levantó y corrió hasta su madre.

—¡Madre! Para, por favor —le rogó, arrodillándose y jalando la tela de su kimono blanco. Sabía a el rumbo por el que planeaba ir su madre en aquella conversación.

—No, Tsurara —respondió de manera rotunda—. El Tercer Comandante debe saberlo. ¿Cómo es que no se ha dado cuenta? Estás llorando por tener que irte, no por la próxima muerte de tu madre. No sería la primer yuki-onna que muere, dado que todas estamos condenadas a lo mismo.

—Señorita Setsura —habló Rikuo por fin, haciéndole frente—. No entiendo de qué está hablando. Tsurara y yo… sólo…

La mujer mayor sonrió con descaro y apatía.

—Eres tan egoísta como Rihan para verlo, ¿no es así? —dijo, y volteó su cara, haciendo que su largo y ondulado cabello se moviera, quedando su vista fija a la negrura de la noche que comenzaba a pintar el cielo. Su piel blanca y fantasmal brillaba con la luz de la luna que bajaba—. Ustedes, líderes, tienen el sakazuki. Monstruos los siguen con adoración, como una promesa de seguirlos y protegerlos hasta el final de nuestras vidas. Yo lo hice con tu abuelo, y cumplí mi promesa hasta el momento en que Rihan me lo pidió. Y acepté, ¿sabes? Pero él también me prometió estar a mi lado toda la eternidad.

Dicho eso, Setsura soltó una leve risa que, lejos de ser divertida, parecía de resignación y que Rikuo sabía, porque lo notaba, ocultaba una infinita tristeza.

—Esperé años en esa montaña, una vez que me fui. Capté el mensaje cuando supe de tu nacimiento, Tercero. Mi promesa no sería cumplida, ¿y sabes que tenía qué hacer, luego de eso? ¿sabes qué hacen las yuki-onna que aman, esperan y son decepcionadas?

Rikuo se aclaró la garganta antes de responder, sintiendo sus labios temblorosos:

—Matan.

—Correcto, pequeño —se dirigió a Tsurara—. ¿Y qué pasa si no lo hacen, cariño?

—Ellas mueren de tristeza —respondió ella. Bajó la cabeza, entendiendo de qué se trataba todo, y cerró los puños.

—Ahora, Rikuo, te pido que pienses de nuevo tu promesa. ¿La puedes cumplir?

Rikuo subió al techo de la casa del Clan Nura. Estaba amaneciendo y pronto recobraría su apariencia humana. Todo avanzaría como siempre: desayunaría, se despediría de su madre y junto con Aotabo, Rikuo iría a la escuela. Todo sería como siempre, sucedería con normalidad, solo que con la ausencia de su compañera yuki-onna.

Por la puerta principal, Tsurara y su madre salían, justo como el sol. El ciruelo del patio se movía con el viento de la mañana. Los brotes de flores ya se habían abierto, y frescos, rosados y jóvenes, se desprendían de las ramas, para desperdigarse con el viento. Cuando ambas yuki-onna desaparecieron en una ventisca de nieve, algunos pétalos se fueron con ellas. Rikuo vio como Nattokozzo tomaba un pedazo de papel de entre esos pétalos y lo señalaba con él.

Y él se quedó ahí, solo, pensando en las últimas palabras que le dirigió Setsura antes de llevarse a su hija a las montañas nevadas, escuchando como todos los habitantes de la casa comenzaban a despertarse, y todo comenzaba a moverse, para comenzar la rutina.

"Todas las promesas están destinadas a romperse, Tercero. Esa es la verdadera tristeza de las cosas."

Rikuo estaba seguro que después de aquello nada sería como antes. Tsurara cambiaría. Él, pronto, también. Pero Rikuo no sabía de qué forma o cómo, ya que las palabras y las acciones se le deslizaban de las manos. Los latidos de su corazón parecían tomar un camino que nunca antes había pensado. ¿Qué tantas cosas más había negado ver? Su parte youkai, el amor de Tsurara hacia él. El joven heredero nunca se encontró más dudoso y solo que ese día.