Un vasto mundo

Hacía frío, tanto frío que aquella pequeña flama podría apagarse en cualquier momento a merced de las congeladas llanuras de Rusia. Su sangre goteaba desde su brazo derecho, que manchaba su ya rojo traje, fundiéndose en el mismo. Mientras sus ojos, poco a poco cerrándose, veían casi en su totalidad oscuridad, filtrándose solamente unos débiles rayos solares, que penetraban en sus irises amarillas.

Su cabello rojo ya ni siquiera podía mecerse a merced del viento, enterrado al igual que su cuerpo en la nieve. La tormenta no paraba, los sonidos se alejaban. Y mientras Rusia en toda su fuerza amenazaba con ser su tumba, sus pensamientos divagaron hacía más allá del final. Sus ojos no se cerraron todavía, porque incluso en su maltrecho estado, ese derrotado hombre se aferraba a la vida tanto como podía.

Una vez peleó por un sueño. No era producto suyo, no podía serlo. Él fue bendito por el Altísimo, que desde los cielos le concedió potestad sobre sus dones. Desde que nació, tuvo un poder por sobre el de todos los demás, pero aún con eso, nunca se le dejó olvidar porqué y a causa de quién era así de fuerte.

Ese brazo derecho suyo, arrancado desde su raíz, yacía a unos cuantos metros de su ser, ya enterrado por la nieve para nunca más ser visto. De él nacía su poder, el de la Santa Derecha. Cualquier milagro del cristianismo podía ser imitado, cualquier enemigo podía ser vencido... e incluso así, ahora estaba allí, esperando el final.

Si se le dio ese brazo por alguna razón, si Dios le concedió ese don con algún fin, si su destino era más que morir enterrado en nieve y sangre, entonces aquel hombre solo podía rezar por una respuesta ante la muerte.

Su boca se movió débilmente, por impulso, por costumbre. Una oración recitada desde su infancia hasta su adultez se formaba en sus labios, para morir siquiera antes de dar forma a una voz. Incluso si su propia existencia era una blasfemia, ni siquiera buscaba el perdón en esos momentos, y ya había aceptado que moriría, él deseaba una respuesta.

"Escúchame, óyeme, respóndeme, ¿Por qué fue así? ¿Qué querías de mi?" Tal vez si aún tuviera fuerza, algo así habría sido gritado hacía los cielos, pero ya no era posible siquiera llorar en silencio.

Su corazón siguió anhelando, su alma rogando. Puede que eso fuera algo reservado para los santos y piadosos, que vivieron sus vidas acorde a las palabras de su Padre Celestial; pero incluso si él fue el más grande entre todos los herejes, y el más horrible entre todos los blasfemos, lo cierto es que jamás dejó de creer.

Todo su plan fue basado en fe ciega. Toda su confianza fue depositada en ese sistema perfecto forjado en el Génesis. Por eso ahora, incluso si para cualquier otro serían súplicas desesperadas, su alma sabía la verdad, esas eran peticiones sinceras, tanto como lo serían las del más santo entre los hombres.

Al final, nada cambió. El viento azotaba, la nieve le cubría cada vez más. Y cuando la inescrutable oscuridad de la muerte casi lo devoró todo, una pequeña luz se vio, la cual fue acompañada por una voz. Sí podría ser descrita de alguna forma, sería con la palabra "claridad"; cualquiera que la escuchará, sin importar su condición, juraría por su vida que esa voz era real.

Su boca tomó un último suspiro de vida, y allí con sus pupilas abiertas, sus iris doradas contemplaron los cielos. Ahí, finalmente y sin previo aviso, aquella flama que brilló repentinamente ante la muerte, se apagó bajo las inclementes llanuras de Rusia, donde ni siquiera la lucha desesperada era permitida. Pero, entonces... ¿Por qué su última expresión no fue de enojo o tristeza?

Todos nos movíamos de un lugar a otro en aquel edificio de gran tamaño, que no llegaba a ser magnífico, estando eclipsado por el gigantesco castillo de nuestros señores, que se alzaba en la lejanía. La nieve ese día caía menos de lo usual. La luz del Sol recién salía, y mientras su luz se filtraba por las ventanas y teñía en dorado las habitaciones, las voces recorrían cada esquina del lugar. Unas eran felices, otras estaban alarmadas, pero allí todos teníamos un mismo fin.

En una de las habitaciones, una de los nuestros, estaba dando a luz. Uno nuevo habría de nacer, un acontecimiento poco común, esto por las limitantes impuestas por aquellos a quienes servíamos. Por eso todos mirábamos atentos, deseosos de que todo saliera bien. Yo mismo corrí hasta llegar a la puerta de su habitación, se me había llamado para ayudar y yo acepté con entusiasmo.

Una vez abrí la puerta, me tuve que agolpar entre el grupo allí presente. En frente de nosotros, había una cama donde reposaba una mujer. Su cabello era castaño, sus ojos eran tan violetas como las amatistas mismas, y su tez era tan enfermiza que parecía que en cualquier momento... podría morir.

Me acerqué lentamente, allí a mi lado no se encontraba nadie, ni siquiera el padre que debería haber estado y rehuyó de toda responsabilidad, mientras el resto mantuvieron distancia por respeto. Se me pidió que asistiera al nacimiento, y así hice. Me acerqué, y vi a la madre contorsionarse de dolor para poder darle paso a esa nueva vida.

El primero en sostener a ese niño fui yo, el primer contacto que tuvo aquella pequeña criatura fue el mio. Mis ojos se toparon con los suyos, esos ojos dorados al igual que la luz solar que teñía el lugar. No rió, no lloró, ese bebe no emitió sonido alguno. Su mirada revisaba el entorno, su semblante exudaba tranquilidad.

Las manos temblorosas de la madre se extendieron, y fue allí donde le entregué a su hijo. Por unos momentos, bañados por el Sol y las contenciones de respiración, todos miraron con expectación.

La madre llevó su frente hasta la de su hijo, riendo, sonriendo, tosiendo, respirando con dificultad. Mientras la madre se encontraba alegre y su hijo en una indiferencia casi antinatural, sus ojos violetas se reflejaron en los dorados del niño, él cual no reaccionó con sonidos, sino que levantó su mano derecha hasta la mejilla de su madre, como si deseara alcanzarla.

Los labios de aquella frágil mujer se movieron lentamente, pero ruido alguno no llegó hasta nuestros oídos. Un último suspiro fue dado, y allí, la madre que lo sostenía en sus brazos, vio su rostro por primera y última vez, el rostro de aquel por quien dio su vida.

—Ese recién nacido... —dijo tranquilamente una mujer de cabello blanco y ojos rojos —¿Dices que no posee circuitos mágicos pero aún así emana una extraña magia de su cuerpo? ¿Es siquiera eso posible?

—En condiciones normales, no, no es posible —respondió seriamente una mujer de características semejantes a la anterior—. Una vez los sistemas de seguridad se activaron, yo y otros miembros de la familia entramos en el Edificio de los Sintonizadores, no encontramos nada más que a ese bebe. Una vez lo inspeccionamos, no se encontró nada especial. Incluso si esa magia desconocida emanaba de él, no poseía ninguna capacidad visible para ejercerla.

Ambas se quedaron calladas unos momentos, los ojos de una miraban hacia el techo pensando sobre ello, mientras que los de la otra se cerraban en señal de concentración. La respuesta a la que llegaron tras un par de minutos fue certera: "No hay explicación".

—¿Y la cabeza de la familia no se ha pronunciado al respecto? Según me contaste, eso sucedió ayer.

—Nada hasta ahora. Simplemente se nos ordenó tomar al bebe para estudiarlo. Dado que la madre murió, se interrogó al padre, pero parecía no saber y no querer saber nada. Actualmente, ese niño debería estar resguardado en alguna habitación, a espera de algún juicio —la mujer suspira—. Realmente no entiendo nada, esto ni siquiera califica de extraño, es directamente antinatural para todo lo que un mago entiende.

La otra mujer se quedó callada por unos momentos y cruzó sus brazos, luego movió la cabeza de lado a lado.

—No creo que valga la pena pensar en ello, no es como si se pudiera hacer algo al-.

—¡Señorita Adelheid!

Su recomendación fue repentinamente cortada por la intromisión de una nueva mujer, luciendo muy similar a ellas en apariencia y forma de vestir. Dado que vino corriendo, estaba sudada, y su traje blanco igual que el de sus compañeras lucía un tanto arrugado.

—Disculpen las molestias, el señor Jubstacheit la está buscando. Es sobre el bebe el cual ayudó a traer al castillo el día de ayer, dice que es urgente, por favor sígame hasta su despacho.

—Entiendo, voy enseguida —dijo asintiendo con su cabeza y caminando rápidamente junto a su compañera hacia el lugar indicado.

—Eh... yo, yo creo que iré a hacer mis labores —la mujer con la que originalmente estaba hablando aún tenía el dedo índice alzado, esta vez acompañado con un semblante deprimido, y unos hombros decaídos.

La puerta del despacho fue abierta. Era un lugar grande, y contrario al resto del lugar, no era muy lujoso en un sentido ostentatorio, sino que se encontraba lleno de artefactos, que para el ojo ignorante serían calificadas como máquinas.

Cápsulas gigantes con su interior verde, y en algunas, con siluetas asomándose; luces antinaturales iluminando desde el techo el lugar uniformemente, sonidos y chirridos de metal moviéndose para hacer funcionar todo. En mitad de ese escenario que solo podría ser descrito como sin vida, se encontraba un hombre de gran tamaño, que era, irónicamente, conocido por crear vida.

—Señor Jubstacheit —dijo inclinándose levemente—, ¿Para que se me requiere?

El hombre aunque poseía la apariencia de un anciano, se volteó hacía la mujer y habló con una voz fuerte y clara. Su mirada seria lo decía todo, no tenía pretensión de formalidad; su palabra era ley.

—Tú participaste en la toma de contacto de ese niño el día anterior. Tal y como informaron, él no posee circuito mágico alguno; de la misma forma, también posee una magia desconocida en su interior. Incluso en nuestro aislamiento, tomé la decisión de consultar con magos del exterior acerca de este asunto. Su respuesta fue simple.

La mujer abrió levemente los ojos mientras tragaba saliva, su mirada se fijó en la de su señor, y allí, clavando su vista en aquella mirada sin vida, escuchó como su voz retumbó en el lugar.

—¡Imposible! ¡Es imposible!

Su convicción chocó con su expresión, la cual ahora le acompañó, contorsionándose para rápidamente volver a su semblante original.

—¿S-Señor?

—Las respuestas que me dieron fueron simples. Un ser humano que emita tal cantidad de "esa" magia extraña, sin circuitos mágicos, no puede existir. Va en contra de todo principio conocido y practicado por los magos, tanto de la Torre del Reloj, como del exterior. En ese caso, la conclusión es simple —Jubstacheit extendió repentinamente sus brazos de lado a lado— ¡Tal criatura no puede ser humana!

En mitad de esa sala, la figura del hombre se alzaba por sobretodo lo demás, viendo al frente, viendo todo y nada a la vez. Y con el estruendo generado por su rápido movimiento, la mujer de cabellos blancos se estremeció.

—Se desconoce todo, nada antes visto en la Casa Einzbern se le parece. Pero lo poco que se puede discernir, deja entrever una sola cosa: es poderoso. Lo que contiene esa criatura excede tanto mis capacidades, que cualquier lectura es imposible de medir.

La mujer incapaz de decidir hacía dónde mirar, volteaba sus ojos de lado a lado, respirando con algo de pesadez y atinando solo a decir una palabra.

—¿Contener?

—Esa es la conclusión a la que he llegado. Su cuerpo no presenta anomalía alguna, es perfectamente humano hasta donde se deja ver en las comparaciones y estudios referentes a la creación de homúnculos —Su mirada se perdió en la nada, su tono era lento, cada palabra que salió a continuación de su boca, según vio la mujer, parecía ser "saboreada", más como si hablara consigo mismo que con ella—. Ese poder no forma parte de su carne, sino que proviene de su alma. El alma es distinta al cuerpo, está forma parte de un orden superior, sirve como registro de un cuerpo dentro de la concepción del mundo astral.

La mujer recuperando su compostura tosió levemente para afinar su voz, e irguió su postura lo más que pudo, terminando la explicación.

—Entonces ambos forman un solo ser, por eso ese registro puede ser llevado a cabo en primer lugar. Si una de las dos partes es anómala, el resultado no podría ser en su totalidad humano —su semblante se endureció—. ¿Planea deshacerse de él por representar un peligro?

Su señor respondió alzando levemente una ceja. La peliblanca notó como su cabeza, incluso si el movimiento fue mínimo, se ladeó.

—No. Una posibilidad ha llegado ante nosotros como un milagro. Por primera vez, desde la ultima vez que transcurrió una Guerra del Santo Grial, una nueva oportunidad real para lograr algo distinto a la derrota parece presentarse. Un poder único, un alma única. Tal vez finalmente... el sueño de la casa Einzbern podrá ser alcanzado.

Jubstacheit von Einzbern se quedó en silencio después de eso. Sus palabras no tenían fundamento más allá de la vana esperanza, pero aún así se negó a aceptar eso. El poder de ese niño no aseguraba control sobre él, no aseguraba que pudiera ser explotado, comprendido o siquiera usado en alguna forma; incluso si esa posibilidad era tan certera como tirar una moneda al aire, y rezar por el resultado deseado, tras ver a ese niño, tras analizar y percibir de primera lo que de él emanaba, sintió algo...

¿Un hombre realmente puede reconocer un milagro? ¿No lo negaría para luego moldearlo bajo su perspectiva del mundo? Tal vez otros, pero Jubstacheit sintió algo. No era un presentimiento, no era instinto, no era un sexto sentido. No, lo que sintió el señor de la casa Einzbern fue incluso más simple. Él sintió, una ilógica y reconfortante, fe.

—¡Muévanse! ¡Ya saben cual es el plan! —La voz de la mujer se detuvo, y luego, se contorsionó en un grito repentino; siguiendo su ejemplo, su cuerpo giró por los aires hasta chocar contra un muro.

Su cuerpo no se llegó a enterrar en la pared, ni siquiera creó una grieta, simplemente se resbaló hacia el suelo como si se arrastrara. Magia en forma de barrera, eso era lo que mantenía estable la habitación. Los daños no saldrían de allí, de la misma forma, los gritos que resonarían en aquella cámara aislada tampoco.

La mujer alzó la vista, de su boca salía un hilo de sangre que se escurrió en el suelo. Sus ojos rojizos se fundían entre la oscuridad, que la blanquecina y débil luz que el lugar iluminaba, no podía apartar; en conjunto, la oscuridad que se ceñía en su visión, proveniente de estar cayendo inconsciente, no hizo más que acentuar esto. Allí se forzó a siquiera mirar hacía su alrededor, buscando a sus cinco compañeras.

Tratando de avanzar, aferrándose al suelo con ambas manos y arrastrándose tal cual como una babosa lo hacía en la tierra, sus largos cabellos blancos se manchaban con la sangre que dejaba en su arrastre. Su respiración era errática, y allí, tan magnifica como un bicho, se rindió, no pudiendo siquiera patalear más.

Todo lo que pudo ver antes de caer inconsciente fue como una ráfaga de golpes provenientes de distintas armas llenaban con sus estruendos el lugar. Una gran espada, tanto como para pensar que por su peso, un humano normal no podría incluso levantarla con normalidad, brillaba cubierta por líneas rojas fortaleciéndola con magia, fue cruelmente despedazada sin advertencia.

Le siguieron en sucesión un hacha, una alabarda, y una lanza, de la primera a la última teñidas por una magia de transmutación, blandidas por magas que superaban por creces lo que un mago promedio, podría siquiera alcanzar con su esfuerzo. Todas ahora no eran mas que trozos de metal sin forma esparcidos por el suelo.

Las cuatro mujeres se pusieron en guardia. Gotas de sudor corrieron. Sino cayeron junto a su compañera al suelo, fue solo por capricho. Sin sus armas, levantaron sus puños, y con movimientos antinaturales, rodearon lo que parecía ser una pequeña silueta.

Una saltó encima, otras dos fueron por los lados, y la ultima fue por el frente. Aquella figura tal vez podría haber sido descrita, si al menos una mirada hubiera alcanzado a ser dada.

La mujer corrió de frente, sus pies se clavaron en el suelo buscando tomar cualquier impulso en el cual pudiera apoyarse. Cinco metros, esa era la distancia entre ella y su objetivo; tan cercano como unos pasos, tan lejano como la vida misma.

Vio de reojo como su compañera, que saltó por encima de la silueta, cayó bañada en sangre en una esquina; cuatro metros, su compañera que atacó por la izquierda cayó repentinamente de rodillas, como si la hubieran golpeado hasta el punto de la incapacidad; tres metros, su compañera que atacó por la derecha, fue incluso más patética en el dominio de la lucha, siendo disparada hacía el techo.

Con ese estruendo que se incrustó tan fuerte en su alma como sus propios latidos, solo quedaban dos metros, un poco más, un poco más. Corre, corre, corre, si corres un poco más podrás lograrlo, por eso mismo saltó tratando de dar un golpe propulsado con toda su fuerza. Y allí lo vio, aquella forma que ignoró en sus ansias de sobrevivir.

Esos ojos, con sus iris amarillas como el oro mismo, se toparon con los suyos. Su mirada se encontraba entrecerrada levemente, como si se encontrara disgustado. Sus propios ojos se abrieron, y mientras lo único que llenaba su visión eran los cabellos y ropas rojas como el fuego de ese... niño, finalmente se fijó en cómo su brazo derecho le apuntaba.

Un metro, eso era todo. Su mente ya no pensaba. Corre, corre. El mundo iba en cámara lenta, su puño se formó con tanta fuerza que de él salió sangre. Golpea, golpea. Dio un grito, no de furia, sino reafirmando su propia existencia. Sobrevive, sobrevive. Sus pupilas se dilataron, consumiendo con su presencia el propio rojo de su iris.

Durante un instante su mente no se concentró más que en ese brazo derecho, vio como le apuntaba, como todo el espacio además de esa extremidad se distorsionaba, como si nada más existiera. Y allí, en ese momento de extrema concentración, vio como ese brazo, esa mano, movió su muñeca. El viento se dispersó, ni un sonido fue generado... al menos ninguno que no fuera el de sus huesos rompiéndose.

No lo entendía, no lo entendía. Nada la alcanzó, nada la alcanzó. Ella corrió, ella corrió. Ella gritó, ella gritó. Ella peleó, ella peleó.

Su cuerpo ahora yacía en el suelo, incapaz de no ver nada más que no fuera al mismo. Toda la adrenalina que su cuerpo le concedió en vano, ahora pasaba factura en nombre de nada. Su cuerpo le dolía, no podía entender nada. Su respiración no fue errática, sus movimientos no fueron desesperados... Ella, había perdido, ¿No?

Un sonido más fue dado, uno más, unas palabras. Por primera vez, esa criatura, ese niño de no más de 9 años, con la voz que le correspondería a uno, habló.

—Oye, señorita Adelheid, ya terminamos, es hora de irnos.

Y allí, yaciendo junto a sus compañeras, siendo la única entre ellas que pudo escuchar esas palabras teñidas de amabilidad, cerró sus ojos, completamente derrotada.