Cuando Jotaro Kujo salió de su habitación ya estaba vestido con su uniforme azul, pero con la gabardina desabotonada como era costumbre. De piel clara, alta estatura y hombros anchos, su cabello negro era lo único que se podía considerar estándar para un adolescente japonés de diecisiete años. Sus ojos verdes, mandíbula fuerte y cejas marcadas, eran rasgos heredados de la familia Joestar. Su madre, Holy Joestar, tenía el cabello rubio, labios rosados y unos ojos grandes de color cielo. Era ella quien ahora servía un desayuno que abría el apetito tan sólo con mirarlo. Si bien el desayuno tradicional japonés llevaba arroz, sopa de miso y encurtido de verduras, su madre no siempre se regía por lo convencional. No porque no tuviera tiempo de prepararlo, sino porque le gustaba combinarlo con otras cosas propias de la comida americana. Algo a lo que Jotaro ya se había acostumbrado desde niño.
— Tengo noticias de tu abuelo.
— ¿Pasó algo malo? —la pregunta salió de él casi automática. La desazón producto de esa pesadilla volvió en atisbos a su pecho, no podía entenderlo del todo, pero se sentía similar a un mal presentimiento. Cuando se fijó en su madre, en su ilusionada sonrisa, supo que no tendría sentido que se tratara de una mala noticia. Deshizo su gesto preocupado, aunque sabía que ella alcanzó a notarlo—. Olvídalo —se llevó un trozo de tofu a la boca—. ¿Vendrá de visita?
— ¡Así es! —exclamó emocionada—. Me dijo que su vuelo llegaba pasado mediodía. Quizás cuando vuelvas de la escuela, él ya esté aquí —aseguró con una sonrisa—. Voy a preparar una cena deliciosa.
— ¿Acaso viene por Navidad? Ni siquiera termina noviembre.
— No lo creo, no vendría sin mamá —se llevó la mano al mentón—, pero ya que no nos visita desde hace tanto tiempo, estoy muy feliz, cariño.
Aunque le parecía extraño, le bastaba ver a su madre así de contenta. Sus abuelos maternos vivían en Estados Unidos y aunque los visitaban siempre que podían, era a su abuelo Joseph al que veían con más frecuencia porque aprovechaba sus viajes de negocios. No obstante, después de su cumpleaños número trece, el tiempo entre cada visita fue alargándose más y más, siendo casi dos años desde la última vez que vio a su abuelo. Se sintió traicionado, pensando que a veces las personas no estaban allí simplemente porque no querían estar. Así que se guardó todo lo que sentía y continuó como si nada hubiese alterado la cotidianidad que era su vida. Su abuela Suzie, en cambio, nunca se perdía un cumpleaños, un aniversario o cualquier celebración. Incluso solía viajar tan sólo para estar junto a su único nieto, disfrutar de una salida al cine, un restaurante o un concierto. Jotaro sonrió con cariño al recordarla.
Terminado el desayuno, preparó sus cosas y agarró su portafolio de cuero negro. Estaba cerca del portón de la entrada cuando escuchó que llamaban por él.
— Ya te he dicho —su madre se puso de puntillas para alcanzar su mejilla y plantarle un beso de despedida—, oye, no es necesario —alejó el rostro y frunció el entrecejo.
— Lo haré de todas formas —como otras veces, no le molestaba que él se quejara al respecto.
Jotaro no necesitaba voltear para saber que ella se quedaría de pie en la entrada hasta verlo doblar la esquina. Continuó por el camino que tomaba todos los días, pensando en que la visita de su abuelo le importaba mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Y es que, por muchos años, Joseph Joestar llenó ese vacío causado por las constantes ausencias de Sadao Kujo, su padre. Por otro lado, su madre, la persona que más le importaba en el mundo, siempre estuvo allí para él, sentía su atención, sus cuidados y su cariño incondicional. No obstante, había cosas que una madre no podía acaparar por cuenta propia. Y mientras crecía, mucho era lo que sucedía a su alrededor: las riñas en el colegio, el mudarse de casa, la relación con su padre y con su abuelo. Su madre siempre le preguntaba cómo le había ido, él no quería preocuparla, así que se limitaba a responder 'todo bien' con la misma sonrisa tenue y el mismo tono templado. Se acostumbró tanto a mentir, que en la actualidad consideraba una pérdida de tiempo el explicar cómo se sentía.
Ni bien llegó al colegio, ya podía escuchar ese ruido tan fastidioso. Las chicas chismorreando y armando alboroto por cualquier estupidez. Era cierto que se podía ser un mar de hormonas a los diecisiete años, pero no justificaba esas declaraciones de amor, cartas, regalos o todas esas ridiculeces que había presenciado tanto de chicas hacía chicos como viceversa.
Su cuerpo estaba en el salón de clases, pero su mente no. No estaba seguro qué decir o cómo recibir a su abuelo para cuando lo viera, y para cuando la jornada escolar terminó, había decidido que no iría directo a casa. «No todavía». Durante el último año, hizo un hábito holgazanear saliendo de clases. Al principio sólo fue caminar por calles concurridas o pasar el rato en las máquinas de arcade. Sin embargo, un día de octubre mientras se celebraba el Día de Brujas, el guardia de un bar debió pensar que su uniforme escolar no era más que un disfraz. Después de todo, Jotaro era bastante alto y, a razón de sus genes, de mejor complexión que la media. Le sacó provecho ese día y los días que le siguieron, empezó a frecuentar lugares que no estaban permitidos para estudiantes, mucho menos para menores de edad.
Cuando su madre le reclamó por qué llegaba tan tarde, le dijo que sólo andaba por ahí, una respuesta que no la dejó tranquila. "Puede pasarte algo, ¡la calle siempre es un peligro!", recalcó lo más preocupada y enojada que le había visto jamás. Pero en el fondo, a Jotaro le importaba muy poco las consecuencias de lo que hacía o si su madre le reclamaba, así como no le importaba gritarle de vuelta si ella seguía insistiendo. Y aunque aceptaba que era una mierda como hijo, no le apetecía abordar una discusión de ese tipo con su abuelo, si es que ya estaba en casa.
Caminaba por callejones conocidos, con una lata de cerveza a medio terminar en una mano y su mochila en la otra, colgando desde su hombro. Estaba oscuro y una de las luminarias empezó a parpadear, algo en sus entrañas lo alertó. Al girarse, dos sujetos salieron de entre las sombras, quizás desde los recovecos de los postes de luz. Los reconoció, eran unos don nadies. Su vida de gamberro daba sus frutos, y es que los lugares que frecuentaba estaban llenos de bravucones a los que les ardía oír sus verdades. Más si salían de la boca de un adolescente en forma de comentarios sarcásticos.
— ¿Lejos de casa, Jojo?
Incluso esos vándalos lo llamaban por su apodo. La primera sílaba de su nombre y la última de su apellido. No eran necesarias las palabras. No era su primera pelea y estaba seguro que tampoco sería la última.
Bajó el portafolio, le dio un último sorbo a la lata y se preparó. A pesar de ser un dos contra uno, se sentía muy seguro de sí mismo. Osado y astuto. Al primer sujeto le aventó el portafolio directo a su aguileña nariz. Al segundo le escupió la cerveza que aún tenía en la boca, dándole tiempo para asestar un potente puñetazo en la cara, acción que repitió con el primer tipo. Con ambos quejándose sobre la calzada, vio a otro hombre de camiseta blanca acercarse amenazante. No lo conocía, pero intercambió un par de golpes con él, era muy hábil y rápido. Debieron pedirle ayuda considerando que, en su último encuentro, Jotaro no tuvo problemas en patear sus traseros. De repente, sintió un fuerte agarre por detrás. Un tipo forzudo, de su altura, lo inmovilizó entre sus brazos y el otro aprovechó para darle un fuerte golpe en la mandíbula. Furioso, Jotaro echó la cabeza hacia atrás, pero su sorpresa fue no escuchar el crujido de huesos rotos.
— No te servirá de nada esta vez.
Como si la socarrona sonrisa no bastara, empezaron los puñetazos. Sintió el sabor metálico de su propia sangre, golpe tras golpe. Por más que forcejeaba no lograba soltarse. No querían noquearlo, sino más bien lastimarlo.
— ¡¿No que muy valiente?! —el golpazo le sacó el aire de los pulmones—. ¡¿Qué mierda te has creído?! ¡Basura!
Notoriamente aturdido, vio la hoja afilada brillando bajo las luces artificiales de la calle. Sólo entonces, el disparo de adrenalina atravesó su pecho. Se zafó del fortachón y a continuación su ira salió explosiva a través de sus puños. Se sintió más poderoso que nunca, embriagado por una fuerza sobrehumana que lo recorrió de pies a cabeza. Un torbellino de emociones del que únicamente fue consciente cuando vio a todos sus contrincantes en el piso, retorciéndose de dolor.
Escuchó una sirena de policía a lo lejos y vio que el sujeto de camiseta blanca no se movía, al acercarse notó la sangre salir de sus oídos y se imaginó lo peor. Su corazón seguía latiendo a prisa y por unos segundos se sintió ajeno a su alrededor, similar a sus recurrentes pesadillas. Miró sus manos y entendió que la figura morada que salió de su cuerpo y se proyectó a la par con sus puños no fue su imaginación, fue algo real. «¿Un espíritu maligno?», se preguntó confundido. Fue un ente que se movió por sí solo, quizás motivado por su ira, pero que lo había salvado. No obstante, no pudo controlarlo. Y era eso último lo que lo hacía dudar de sí mismo. «Puede lastimar a quien sea… a un inocente…», y la imagen de su madre cruzó por su cabeza.
Cuando llegó la policía, dijo que se trató de una riña callejera. Iba a pasar la noche en la celda de la estación, pero no le importaba. No confiaba en aquello que vio.
Y que sabía, seguía en su interior.
