La mujer detuvo su caminar, el bolso que colgaba desde su hombro se deslizó por su brazo y apoyó una mano en el gran umbral de madera, Ina corrió para agarrarla antes de que se estrellara contra el suelo. Vio que la yedra que sobresalía desde su nuca desaparecía, sus iris se perdían hacia arriba y su cabeza caía hacia un lado.

— ¡Hey! —sacudió su hombro—. ¡Señora Joestar!

No le importó decir su nombre. La mujer respiraba jadeante y antes de tocarle la frente supo que tenía fiebre. El simple hecho de seguir ahí era arriesgado, llevarla a su casa era demasiado negligente, pero no podía dejarla tirada en media calle. Así que se las arregló para cargarla, pasando su brazo por debajo de la flexura de sus rodillas y recargándola contra sí. Debía ser su casa, era la residencia a la que iba a entrar antes de desvanecerse. Cruzó el recinto que básicamente era un jardín y entró en la primera estancia que encontró.

«Que puertas de mierda». Se las arregló para abrir la puerta corrediza y entró en lo que parecía ser una sala de estar.
Dejarla allí era todo cuanto podía hacer. Sin embargo, ya encaminada hacia la salida, una idea cruzó por su mente, una que cualquiera calificaría como oportunista. «Alguna identificación… siempre es mejor estar segura», repasó para sí. Además, si ya había llegado hasta esas instancias, le parecía un sinsentido irse con las manos vacías. Quizás encontrara otra información útil. Después se inventaría algo, como que encontró la cartera en la calle, quería devolvérsela y dio con su casa. Se alzó de hombros. Giró sobre sus talones, se agachó y hurgó en el bolso hasta dar con la cartera. En el preciso momento cuando vio lo que parecía una credencial, por supuesto en japonés, percibió el peso inequívoco de una mirada y el cómo la sala se oscureció de repente. Alguien estaba en el umbral de la puerta.

Cuando se volteó, se puso de pie de un brinco. Era un joven que seguro pasaba el metro noventa de estatura. Su imponente imagen y sus facciones estilizadas lo hacían lucir como el monumento de un centro cívico. Sus ojos acusadores se fijaron en la cartera, y dedujo que él ya había dado su veredicto.

¡Kuso dorobō-me! —no sabía nada de japonés, pero por como escupió las palabras supuso que se trataba de una maldición o como mínimo, un insulto.

— Espera, yo no-

Sus palabras quedaron a medias cuando el rostro del muchacho se contrajo en una inquietante mueca de ira y repulsión, todo en cuanto vio a la mujer tendida en el piso. Su mirada amenazante la hizo retroceder por simple cautela.

¡¿Anata wa naniwoshita?! —no esperó respuesta y se abalanzó sobre ella.

Esquivó su agarre y se hizo a un lado. Era obvia su desventaja física, sabía que debía usar el entorno a su favor. Cuando él aventó un puñetazo, ella se agachó justo a tiempo para que su puño hiciera un agujero en la puerta de papel. Él se liberó sin mucho esfuerzo y quiso darle otro golpe, pero Ina retrocedió rápido para luego avanzar y dar un pisotón contra la parte trasera de su rodilla, haciéndolo postrarse y quedando expuesto. Era su oportunidad, arrojó un golpe que en otros casos hubiese dado en el ángulo de su quijada, pero que ahora se veía detenido por un agarre enérgico alrededor de su muñeca.

— ¡¿Qué demonios…?!

Él sonrió con suficiencia. Una mano de color morado tiró de ella con mucha firmeza y la arrojó contra la puerta corrediza ya dañada. El dolor se agolpó en su espalda baja, desparramándose aparatosamente con madera y todo. Trató de escabullirse, pero el muchacho la tomó por el cuello de la camisa sin darle tiempo a nada.

— ¡E-Espera…!

— ¡¿Quién eres?! —demandó ya en su idioma—. ¿Otro títere de DIO? ¡Responde!

Fue cuando sus pies empezaron a abandonar el piso que el miedo gatilló violento en su interior. Su ira se manifestó en la figura humanoide de color azul, ahora erguida detrás de su atacante, quien apenas notó la presencia milésima de segundos antes de que el puñetazo lo hiciera rodar sobre la grava del jardín, soltándola irremediablemente.
Él la consideraba una amenaza, se recompuso a prisa y se puso de pie. A su lado estaba esa musculosa figura humanoide de color violeta. Tenía el cabello largo y oscuro que se difuminaba en la separación de éste con su rostro. Una sombra más oscura se pintaba sobre sus ojos y nariz, y una cinta metálica adornaba su frente. Notó unas líneas doradas onduladas desde cada brazo hasta el frente de su torso y más allá hasta sus piernas. Vestía una bufanda corta y circular, hombreras con diseño en espiral, guantes largos con refuerzos en los nudillos, protectores de rodillas y codos, un taparrabos y botas cortas. En lugar de algo malvado, parecía más un espíritu guardián.

— Debí suponer que enviaría a un usuario. ¿A quién si no? Pero cometiste el peor de tus errores —él empezó a acercarse—, me has hecho enojar.

Estuvo sobre ella en un abrir y cerrar de ojos. Y aunque en primera instancia pudo bloquear la ráfaga de golpes de su espíritu morado sabía que no podría seguirle el ritmo durante mucho tiempo.

— ¡ORA! ¡ORA! ¡ORA! ¡ORA! ¡ORA! ¡ORA! —eran sus gritos de batalla.

Al término de su embestida, cayó sobre lo que parecía un estanque. Su espalda rompió unos adornos de bambú y demás, pero ahora tenía una pequeña oportunidad. Simuló frustración y se arrastró hacia atrás, con el único propósito de que él siguiera acercándose. Cuando puso los pies dentro del agua, una sonrisa pícara se dibujó en su rostro y él sintió de inmediato el cambio de temperatura. De un momento a otro, no pudo seguir avanzando.

— ¿Hielo?

Usaría uno de sus viejos trucos, el remolino de escarcha envolvió al espíritu morado dificultando su visión, esos pocos segundos fueron suficientes. Aprisionó al muchacho con lanzas de hielo que salieron desde el agua. Lo tenía allí, de rodillas, iba a darle el golpe final, pero un grito aterrado se lo impidió.

La señora Joestar estaba apoyada contra uno de los pilares de madera a la salida de la sala en donde quedó desmayada. Su expresión de angustia la perturbó, lo suficiente como para hacerla dudar. Y en un mundo en donde el dudar pasa factura, Ina aprendería que los puños del espíritu enemigo eran más duros que el mismísimo hielo.


Cuando su madre fue a la comisaría, no estaba sola. Su abuelo y un amigo de éste, Muhammad Avdol, la acompañaron. Este último le demostró que no era el único poseedor de un espíritu. Él también proyectó uno desde su cuerpo, una figura humanoide con la cabeza de un ave. Tenía la parte superior del cuerpo muy musculosa y sus piernas cubiertas de llamas ardientes. Sus manos tenían garras en vez de uñas y llevaba pulseras oscuras en ambas muñecas. Avdol le explicó que se los conocía como stands, que eran la fuerza espiritual de una persona que se manifestaba físicamente, pero que sólo otro usuario de stand podía verlo.

Luego, los cuatro fueron a un café cercano, y Joseph utilizó su propio stand para demostrar su punto. No era como el de Avdol, ni siquiera tenía un cuerpo, eran unas enredaderas espinosas de color púrpura que salían de sus manos. Su habilidad era producir fotografías psíquicas usando cualquier artefacto electrónico o digital. Allí mismo, destruyó una cámara para sacar una fotografía y cuando la reveló también relató la historia entre la familia Joestar y el hombre llamado DIO. Una enemistad que había persistido por generaciones, al punto de afectar a los descendientes de los Joestar. De hecho, era el motivo por el que ahora tanto Joseph como Jotaro podían manifestar un stand.

El día siguiente fue todo menos rutinario. Esa mañana, un estudiante intentó matarlo en la enfermería de la escuela, y a pesar de ser un usuario de stand, pudo vencerlo. Lo hubiese dejado allí inconsciente, pero ya que el muchacho señaló servir a DIO, Jotaro lo llevó a casa para que su abuelo lo interrogara; no obstante, una vez allí y ya que el chico no despertaba, Avdol lo revisó. "Ya es tarde… morirá en un par de días", sentenció decepcionado. Se llamaba Noriaki Kakyoin, recordó Jotaro. Era un joven de complexión delgada y estatura media. Vestía un uniforme escolar parecido al suyo, pero de color verde oscuro y con la gabardina abotonada de manera prolija. Si bien tenía rasgos finos como los japoneses, su cabello rojizo delataba su ascendencia extranjera. "DIO lo controla, miren aquí en su frente… ", su abuelo le hizo a un lado algunos mechones rojos por encima de su frente y dejó a la vista un repulsivo injerto de carne que parecía latir al ritmo de su corazón. "Sólo es un muchacho que tuvo mala suerte", recalcó casi con pesar.

Jotaro no se consideraba un buen hijo, ni un buen nieto, ni siquiera un buen alumno. Más de un estudiante y profesor lo tacharía de mal ejemplo, de grosero y hasta de violento, pero incluso él podía reconocer la verdadera maldad cuando la veía. El tipo de maldad que usaba a los débiles para su beneficio y que luego los pisoteaba cuando ya no los necesitaba. Ese tipo de maldad era la que DIO representaba, la que le repugnó desde sus entrañas y que le impidió aceptar que Noriaki Kakyoin no tuviera otra opción.

Determinado a quitarle esa porquería, Jotaro lo arriesgó todo, tomó su cabeza con ambas manos y se valió de la precisión de su stand para agarrar el injerto y sacarlo poco a poco. Cuerdas de carne salieron del parásito, se clavaron en sus manos y sintió cómo se abrían paso por debajo de su piel, como quemaduras de hielo, pero estaba decidido a terminar lo que empezó. En última instancia lo sacó de un solo tirón. Sin ninguna consecuencia perjudicial para el chico.

Después de tal altercado, Jotaro consideraba que no era una exageración mantenerse a la defensiva. Ejemplo de ello, estaba la desconocida que se había colado en su casa para atacar a su madre. Una vez que la noqueó de un puñetazo, Avdol y Joseph buscaron algún injerto en ella, pero no encontraron nada. La acostaron sobre una frazada en la misma habitación que estaba Kakyoin y, al igual que hizo con este último, Holy atendió a la chica y le puso una vendita en el corte que Jotaro le dejó en el pómulo.

— No tiene ningún brote —Avdol se cruzó de brazos.

— No es garantía de nada —Jotaro tenía razones suficientes para desconfiar—. ¿Y si trabaja para DIO por voluntad propia?

En cuanto finalizó su pregunta, ella despertó. Hizo a un lado la sábana y se sentó recogiendo las piernas. Quizás ya llevaba rato despierta y sólo fingía dormir.

— ¿Qué saben ustedes sobre DIO? —sentir un cobertor acolchado y cómodo en lugar de retazos de esponja sobre el concreto en un intento fallido de una cama, hicieron que Ina se preguntara por qué no estaba ya en una celda.

Uno a uno observó a todos en la habitación. El primero era una persona mayor, su cabellera y barba eran canas en su mayoría, pero su postura seguía despidiendo vitalidad y energía. Sus ojos de un azul brillante eran parecidos a los del joven. Era obvio que eran familia. De hombros anchos, mandíbula fuerte y pómulos marcados, pero estilizados. Él debía ser Joseph Joestar.

El hombre a su izquierda no tenía ni pizca de japonés, menos aún lazos de sangre con el señor Joestar. Era de piel oscura, una abundante cabellera negra a manera de trenzas y unos penetrantes ojos de color marrón enmarcados en gruesas pestañas que lo hacían ver adusto, pero sereno. Por su vestimenta, una túnica larga y holgada, podía intuir que quizás provenía del Medio Oriente.

Cuando relegó la mirada en la señora Joestar, sentada a la derecha del anciano, notó otro semblante a como la vio desvanecerse en la entrada de la casa. Su frente relajada, sus labios apenas juntos y ni rastro de palidez. Lucía tranquila, llena de vida, emanando calidez y amistad. Y por supuesto, también notó al joven que la dejó inconsciente de un solo golpe. Llevaba el mismo uniforme azul. Algunos mechones de cabello negro se escapaban de su gorra, su piel se parecía más al blanco porcelana de su madre que a ese amarillo pálido de los asiáticos. Sus miradas no eran iguales. La de ella era afectuosa y cordial, dispuesta a ayudar a quien se lo pidiera. En cambio, la de él era arisca, no apetecía preguntarle nada, menos aún pedirle un favor. Ina entendió que podía cambiar de la tranquilidad a la hostilidad en cuestión de segundos.

— Más bien, ¿qué sabes tú de él, ladrona? —preguntó Jotaro de manera tajante.

— Espera, cariño —intervino la señora Joestar—. Yo conozco a esta chica. Me mareé en la entrada de la casa, ella debió ayudarme a entrar.

— Es lo que intentaba explicar hace un rato —sólo dejó de mirar a Jotaro cuando desvió su atención hacia la dama rubia—. Disculpe, señora Joestar, ¿cómo se siente?

— Oh, estoy bien, gracias —le sonrió—. Salí con mucha prisa, y como desayuné poco creo que me-

— ¡Mamá! —Jotaro la cortó de golpe—. No deberías confiar en ella, ni siquiera la conoces —volvió la mirada amenazante hacia la chica—. Te vi con su cartera, ladrona.

— ¡No robé nada! —molesta, se puso de pie—. Sólo quería asegurarme quién era ella... mejor dicho, todos ustedes.
Más de uno la miró con un atisbo de confusión. El breve silencio fue irrumpido por el hombre canoso.

— ¿De qué hablas, jovencita?

— Sé quién es usted —habló directa—, Joseph Joestar. Sé que la señora Joestar es su hija y ese matón es su nieto —frunció el gesto en dirección al aludido—. Los he buscado durante un tiempo.

— ¿Quién eres? —Joseph se cruzó de brazos.

— Soy Ina Blinker —respondió espontánea—. Busco a ese hombre que llaman DIO, y creo que usted es el único que puede ayudarme a encontrarlo.


Hola, gracias por leer.

Quiero aclarar que son traducciones literales: "¡Kuso dorobō-me!" y "¡¿Anata wa naniwoshita?!", significan "¡Maldita ladrona!" y "¡¿Qué hiciste?!" respectivamente. Me decidí presentar mi OC, espero que sea de su agrado. Siguiendo la costumbre de Hirohiko Araki, he creado a "Ina Blinker" tomando otros dos nombres: INA como un diminutivo de la diseñadora de moda "Carolina Herrera"; y BLINKER por la banda de indie rock canadiense "Blinker the Star".