10. Los Vongola

La mansión de Tsuna se encontraba alejada de la ciudad, del ruido, de los callejones llenos de turistas, más allá de las carreteras, en lo profundo de los bosques. Nadie podía llegar ahí por sí solo. Debía ser llevado por alguien de la famiglia. Nadie fuera de esta sabía la ubicación exacta del lugar.

Cuando Gokudera pudo visibilizarla desde la ventana del auto, cuando bajaban de la montaña que ocultaba el lugar, la contempló como cada vez que la veía en sus cada vez más reducidas visitas: con asombro, con un sentimiento de estar observando la magnificencia de siglos y siglos de mantenimiento, renovación y de mentes brillantes centradas en causar un impacto por su belleza a quien la mirara.

Construida con un estilo mediterráneo y alrededor de una piscina ovalada, la mansión era inmensa y esplendorosa. Brillaba con su blancura entre los árboles del bosque y por el agua clara y sus azulejos exóticos que la pintaban. En sus sin fin de arcos, se veía la sombra de la profundidad y de lo desconocido. Las flores, las enredaderas sujetas a los pilares que adornaban el patio, las estatuas de mármol blanco, la fuente del león que simbolizaba al Primo Vongola, el jardín cuidadosamente podado, el laberinto que daba a todas las estatuas de los anteriores líderes…

La familia de Gokudera era rica, pero no a ese nivel. Ahí se ocultaban y guardaban siglos de riqueza.

Cuando rodearon la mansión y bajaron, Fran estacionó en la entrada. Todos bajaron del auto y de inmediato estiraron sus extremidades luego del largo viaje de tres horas desde la ciudad. El edificio se irguió sobre ellos, alto y esplendoroso, con sus cuatro pisos y su sin fin de ventanas cuidadosamente cerradas por cortinas oscuras que reflejaban limpieza. Gokudera sabía que tenía un piso más, incluso: el subterráneo, donde estaba la servidumbre, tanto la que mantenía la casa en pie como la que protegía a Tsuna en su día a día.

El silencio que los abrazó cuando llegaron era premeditado y engañoso, ya que, en realidad, aquella mansión albergaba movimiento día y noche, cada hora, minuto y segundo.

—Se ven horrendos, compañeros —una voz burlona los recibió entre el denso silencio, irrumpido por los pájaros que vivían en los árboles—. ¿No recibieron el memo del Décimo? ¿O es que… nunca les llegó?

A Gokudera le tembló el ojo cuando vio quien se dirigía hacia ellos. Era Mukuro Rokudo, el bastardo encargado de la vigilancia y logística de la mansión Vongola.

Lo conocía por ser un tramposo y un hijo de puta, pero ya tenía varios años en los que había probado su lealtad a la familgia de Tsuna.

También era un hitman, como Reborn. Se especializaba en atacar desde las sombras, con movimientos ilusorios y engañosos, siempre de sorpresa y con un índice de efectividad del cien por ciento.

Por supuesto, Gokudera lo detestaba.

—El pendejo de Bakadera hizo enojar a Tsuna —espetó Viper— y por uno la llevamos todos, al parecer.

Skull estaba muy ocupado preguntando por sus maletas a Fran y a Mammoth ("¡Quiero cambiar mi outfit! ¡Este estilo no va con la ocasión!" chillaba) para participar en la conversación. Viper comenzó a caminar hacia la entrada de la casa y desapareció, y Gokudera encendió un cigarro, al que le jaló con fuerza, tanto que sus mejillas desaparecieron por un momento.

Mukuro le sonrió, aún de forma burlona.

—Sí, la noticia corrió rápido. Incluso Chrome piensa que eres un pendejo, Hayato —bufó. El susodicho sintió que el temblor del ojo se traspasaba a su ceja: Chrome Dokuro nunca decía nada malo de nadie—. Vengan, estamos a punto de comer. ¡Skull! —su tono fue de regaño y en su rostro se mostró una microexpresión de molestia, aunque continuaba con su expresión de burla.

—¿Sí, Mu?

—No me llames así, idiota. Deja de preocuparte por tu equipaje. El servicio de vigilancia tiene que revisarlo antes de dártelo. ¿Es que es muy difícil de explicar eso, Fran, o tú también eres igual de pendejo que Hayato?

—Eh, señor Rokudo… no hay porque ser grosero… —su habla era lenta y perezosa. No parecía ofendido por lo dicho por Mukuro a pesar de su comentario.

—Fran es todo un lelo, Mukuro —suspiró Mammoth—. Ni hablar del chico vaca. ¿Puedes decirle a I-Pin que lo recoja?

Mukuro alzó una ceja, interrogante. No había visto a nadie además de Viper, Gokudera, Skull y su equipo.

La mujer pequeña sonrió de forma malvada y se rio entre dientes.

—Es el asistente. Lo dejaron en el maletero del auto por pendejo. Debe haberse desmayado por el calor… dejó de patear a una hora de la mansión.

Un brillo de picardía iluminó los ojos inexpresivos de Mukuro.

—Viejas costumbres no mueren, al parecer, ¿no crees, Mammoth? —acomodó los guantes que le cubrían las manos y habló por teléfono brevemente. Colgó—. Vamos. Tsunayoshi nos está esperando. Quiero ver la cara del idiota de Hayato cuando se encuentren.


Gokudera quiso ocultar su nerviosismo ante lo dicho, pero ante la risa de los dos Vongola que aún lo acompañaban y el silencio de Skull —quien, siempre parlachín, había decidido no hablar en ese momento de tensión—, no pudo. Tenía los nervios de punta, tanto que estaba sudando como si hubiese caminado durante un kilómetro entero debajo del sol. Por la mansión corría aire refrescante, pero a él le quemaba.

Estaba a punto de enfrentarse a la mirada suspicaz de su mánager, a la curiosa de mierda de su hermana y a la de sus antiguos amigos, que lo juzgarían como un traidor por haberse emparejado con la mujer que, desde la secundaria, era de quien estaba enamorado su mejor amigo.

Le dolía el estómago, incluso.

Cuando llegaron a la gran puerta de roble que daba al comedor, Gokudera se quedó atrás. Mukuro lo miró por el rabillo de su ojo y sonrió antes de entrar, sin decirle nada, seguido por Mammoth, que lo llamó cobarde, y Skull, que le dio una mirada penosa.

Gokudera solo necesitaba un momento. Un momento de silencio, nada más, para poder recomponerse. Jugó con sus anillos, que resbalaban entre sus dedos por sus palmas sudorosas. El cabello se le había pegado a la nuca, como su camisa.

Inhaló y exhaló con fuerza. Sus manos se hicieron puños, ante su incapacidad por regular sus emociones. No se arrepentía de haber despotricado contra los paparazzis, situación que lo había llevado a la actual.

Se arrepentía de haber cedido a la presión de generar dinero. Aquella movida solo se trataba de eso, y no sobre su música. De haber sido por su música, Gokudera tal vez se sintiera mejor, más íntegro, menos imbécil, menos desleal hacia su amigo. Podría incluso decírselo, sin sentir que el terroncito de azúcar podría hacerle una mala jugada. El dinero solo lo ayudaba a escapar de su familia, de su padre.

Pero no era una excusa, ya que siempre, desde que lo conoció, Gokudera había podido esconderse en Tsuna, su mejor amigo, y sentirse protegido. Optar por ser agradable al público tenía intenciones monetarias, y todo por su sentimiento de inferioridad, de pequeñez, ante riquezas que no eran de él y que nunca lo serían, ante una aprobación que nunca encontraría y que no sabía porqué aún continuaba buscando obtener.

Jamás haría orgulloso a su padre por su carrera musical. Eso debería liberarlo. Saber que nunca llenaría las expectativas lo dejaba sin la obligación de cumplir alguna de ellas.

Gokudera escuchaba el bullicio en el comedor y seguía sin poder moverse, mirando sus pies calzados con sus botas negras de cuero.

En su visión, aparecieron unas zapatillas femeninas de pie cerrado, de cuero blanco y con un delicado y sutil broche en el tobillo. Gokudera subió su vista y contempló a la recién llegada, sintiéndose patético por la sensación de tranquilidad que comenzaba a llenarlo.

De cabello a cabello, desde la cabeza hasta los pies.

—Buongiorno, sig Gokudera. Tanto tiempo sin vernos.

—Sig...nora —tartamudeó.

Ella soltó una risita.

—¿Estás listo para el show? —le preguntó. Su mano, pequeña, estaba recargada en la puerta, acariciando el roble.

Haru Miura sabía de la mentira. Ella, seguramente también, sabía que Tsuna era su mejor amigo. Y si como Mukuro, Fran y Mammoth, todos los demás Vongola en la mansión eran tan expresivos, probablemente también sabía el elemento más dramático de la situación. Ella también lo juzgaría...

Pero, en vez de eso, Haru le guiñó un ojo.

—La habitación está llena de gente adulta, sig Gokudera. No hay nadie dentro que no mienta. De hecho —dijo y señaló a su alrededor—, ¿no ves que estamos en un edificio construido a base de mentiras? Toda esta belleza oculta una verdad horrible, ¿no es así?

El mármol blanco y fresco ocultaba la sangre caliente derramada por los antepasados Vongola.

La sonrisa esplendorosa de Kyoko ocultaba a una mujer superficial y fría.

El encanto infantil de Haru ocultaba a una mujer rara que tenía más en común con él que con su compañera de trabajo.

—Sigue con la corriente, sig Gokudera. Aquí nadie destapará ninguna mentira, porque una vez que se descubre una verdad, todas comienzan a caer —ella buscó algo en el bolsillo de su vestido y se lo tendió.

Una liga para pelo.

Gokudera asintió en agradecimiento y se hizo rápidamente una media cola, con algunos mechones cayendo a los lados de su rostro. Aún no podía hablar, pero se sentía mucho más tranquilo.

—Ahora, en vez de parecer nervioso, te ves... —sus mejillas se volvieron rojas como fresas—. Handsome.

Gokudera volvió a sentir su rostro sudar, pero en esta ocasión obtuvo un sentimiento distinto. Le sonrió a la mujer con toda la cara, con los ojos semicerrados, y tomó el pomo de la puerta. La abrió.

—Primero usted, signora.

Siguiendo la espalda desnuda de Haru, Gokudera tomó una bocanada de aire y miró al frente, con los hombros erguidos y la barbilla en alto, para cerrar la puerta tras de sí.

¿Él, teniéndole miedo a los Vongola?

A excepción de Tsuna, todos eran una maldita bola de hipócritas.