Como Nami esperaba, Amber Village resultó ser un sitio pequeño, compuesto principalmente por casas bajas de uno o dos pisos, con techos planos y paredes encaladas en blanco. Sin embargo, tenía un cierto aire pintoresco que, sumado a la alegría natural de sus habitantes, hacía la visita algo más agradable incluso en sus circunstancias. Robin y Chopper enseguida anunciaron que querían buscar la librería del pueblo, momento en el que Nami vio su oportunidad de libertad.
—Yo… tengo que ir a un recado personal en esa dirección —señaló, habiendo avistado un cartel que parecía pertenecer a una botica a escasos cincuenta metros de distancia—. ¿Nos buscamos luego?
—Oh, vale. ¿No prefieres que te acompañe? —preguntó Chopper con candidez.
Nami disimuló su impaciencia como pudo, sonriendo exageradamente a su compañero peludo.
—No, no. Estad tranquilos. Es… una cuestión algo privada. Ya me entendéis.
Como esperaba, Robin la escrutó con interés durante unos segundos que se hicieron eternos. Por suerte, al cabo de ese tiempo, su rostro se relajó y se volvió hacia Chopper con un gesto más afable.
—Vamos, Chopper. Luego Nami nos alcanza, ¿vale?
La última pregunta iba dirigida claramente a la pelirroja, pero esta trató de camuflar su ansiedad bajo un gesto neutro.
—Claro, ahora nos vemos.
Nami los vio asentir y darse la vuelta para enfilar una calle opuesta a la suya, charlando como si aquel fuera otro día más de turismo por el Grand Line. Aun así, mientras se alejaba hacia su destino, Nami todavía creyó sentir los penetrantes ojos azules de Robin clavados en su nuca hasta el momento en que dobló la primera esquina. En ese instante, la joven sintió de repente que le flaqueaban las piernas y se apoyó en el fresco muro, obligándose a recuperar la calma por todos los medios.
«Vamos», se dijo mentalmente mientras se erguía para seguir caminando. «Esto te pasa por acostarte con un novato que tampoco sabe cuándo tiene que parar…».
En honor a la verdad, sabía que el hecho de no haber tomado precauciones suficientes era culpa de ambos y de beber de más, pero se negaba a admitirlo en voz alta. Además, y a pesar de lo nublado de sus recuerdos, Nami juraría que todavía podía sentir con claridad los dedos curtidos de Zoro ascendiendo por su piel, con más dulzura de lo que la joven hubiese imaginado nunca en alguien como él. Sobre todo, si se tenía en cuenta que a lo único que el peliverde parecía profesar amor y mimo era al cuidado de sus espadas.
Sin embargo, ni siquiera tratar de compararse a sí misma con un objeto para quitarle importancia, y volcar así la culpa sobre Zoro, ayudó a rebajar los escalofríos de placer que recorrían su espalda cada vez que una escena de la noche anterior volvía a su mente.
Considerando su única y desagradable experiencia en el pasado, lo de la velada anterior había sido como comparar la noche y el día. Donde en un caso había rechazo, náuseas y oscuridad; en el otro había calidez, ternura y una profunda complicidad. Quizá para alguien más experimentado podría haberse considerado un encuentro muy básico y hasta insulso, o eso creía la joven. No obstante, a solas con Zoro entre las sábanas, para ella cada beso, caricia en la piel y roce íntimo de aquel tímido chiquillo encerrado en un cuerpo escultural, había sido como abrir una pequeña ventana a un mundo nuevo y maravilloso, cargado de sintonía física y emocional. Un universo donde en realidad todo era posible y que algo en su cuerpo y su mente quería seguir explorando sin descanso.
Sin embargo, Nami sentía que algo no estaba bien en todo aquel sueño lleno de arcoíris y unicornios. Su relación con Zoro, quisieran o no, era la que era casi desde que se conocieron, y la navegante estaba convencida de que no podían dar más pasos como ese sin comprometer la dinámica general del Thousand Sunny. ¿Qué haría Sanji si se enterara? ¿Aceptaría Luffy una relación entre camaradas sin más? Nami, en el fondo, apreciaba a todos sus compañeros por igual, quizá exceptuando a Robin por ser mujer y tener más confianza para según qué cosas, pero ahora…
—Buenos días, señorita. ¿Qué deseaba?
Con un respingo, Nami volvió a la realidad. Casi sin darse cuenta, sus pasos la habían llevado al interior del establecimiento que buscaba tras separarse de Chopper. El interior estaba apenas iluminado por la luz solar que se filtraba por algunas ventanas escasas del pequeño edificio de planta única. Afortunadamente, en ese momento el último cliente se marchaba, por lo que la joven pudo respirar hondo y explicar al boticario en voz baja:
—He tenido un accidente esta noche y necesito una solución urgente.
Aquellas palabras las había aprendido como clave en el East Blue para obtener lo que necesitaba, pero no estaba segura de si serían efectivas en el Grand Line. Para su alivio, el dependiente la miró con clara comprensión y se ajustó las gafas antes de desaparecer en la trastienda. Cuando regresó al cabo de un angustioso minuto, llevaba un paquete en la mano que Nami reconoció, aunque con pesar. Estuvo a punto de llorar de alivio.
—Espero que sepa cómo utilizarlas, señorita —le advirtió el boticario, con seriedad en sus ojos oscuros, pero sin juzgarla.
Nami asintió con determinación.
—Tres días, tres bayas cada día, ni más ni menos —recitó en voz baja—. Si todo va como debe, al cabo de ese tiempo debería venir el período y todo volverá a la normalidad.
El boticario la escrutó de una manera que no gustó a Nami, probablemente pensando que alguien con tanta seguridad debía usar aquel remedio a menudo. Sin embargo, la pelirroja mantuvo la compostura y sostuvo su mirada hasta que el empleado apartó la suya y comenzó a empaquetar las bayas en una bolsita de tela, luego envuelta en papel marrón.
—Son doscientos doblones —pidió.
Nami apretó los dientes, pero no protestó mientras sacaba el dinero de su pequeña faltriquera y se lo entregaba al boticario.
«Esta no te la perdono, Roronoa», se prometió a sí misma. «Menos después de esto».
Cuando se despidió del boticario con una sonrisa forzada, Nami salió al sol y respiró profundamente. Recuperó la visibilidad bajo la intensa luz y miró hacia su mano, donde guardaba el pequeño paquete que podía marcar la diferencia entre un futuro y otro para ella.
—¡Nami!
Del susto, la navegante casi dejó caer el preciado remedio, pero se apresuró a esconderlo rápidamente en el bolsillo del pantalón cuando vio que Chopper, en su forma cuadrúpeda, y Robin se acercaban hacia ella.
—¡Hola, Chopper! —saludó con normalidad—. ¿Qué tal? ¿Ya habéis terminado las compras?
—Bueno, no es que hubiera mucho donde escoger, pero tenían algunos libros de medicina exótica —respondió Chopper, señalando con alegría una de sus alforjas colgada sobre el costado.
—Qué bien, me alegro —correspondió Nami, esta vez sonriendo sin demasiado esfuerzo—. ¿Y tú, Robin?
Temiendo que la inteligente arqueóloga pudiera detectar algo en su rostro, Nami ni siquiera la miró. Sin embargo, el tono de voz de la mujer morena era cordial cuando contestó:
—No he encontrado muchas cosas de arqueología, pero ya sé que en estos sitios no es donde tengo que buscar.
Nami asintió, evitando los ojos profundos y azules que parecían leer hasta el fondo de su alma, o quizás solo era su bochorno y temor residual de que alguno de los Sombrero de Paja se enterase de lo ocurrido.
—¿Te encuentras bien, Nami? —preguntó entonces Chopper—. Estás algo pálida.
La navegante tragó saliva.
—Sí, estoy bien. Sólo es un poco de acidez de la cena de anoche, se me pasará pronto. Seguro —afirmó, con la convicción más falsa del mundo.
Por suerte, aquello pareció convencer bastante a sus dos compañeros, porque ninguno replicó ni la contradijo. Aprovechando el momento justo en que le dieron la espalda, Nami se metió tres bayas en la boca y las escondió debajo de la lengua. Mientras caminaban de regreso al hotel, trató de masticarlas con todo el disimulo posible, notando cada trago de saliva y trozos de fruta como un paso más hacia la liberación… y deseando, con todo su corazón, que aquel mal trago pasara lo antes posible.


Los atardeceres en el mar siempre eran un espectáculo digno de admirar, y en el Grand Line aún más. Casi desde que habían cruzado aquella loca montaña del demonio, después de Loguetown y se habían adentrado en esas aguas, era algo que al ex cazador de piratas Zoro Roronoa le gustaba contemplar. Sin embargo, esa noche no estaba de humor. Cerró los párpados con irritación cuando un rayo traicionero del sol poniente aterrizó sobre su rostro.
«Qué asco de estancia,» pensó Zoro Roronoa por enésima vez en las últimas doce horas, tumbado en el suave césped del Thousand Sunny, girando la cabeza para buscar la penumbra que le permitiese conciliar un nuevo sueño. «¿Cuándo va a decidir Luffy que nos vamos?»
Desde el incidente con Nami esa mañana y la huida precipitada de su cabaña, el guerrero había deambulado por los exteriores del complejo hasta encontrar el puerto. Si había un sitio donde se sentía seguro y a sus anchas, sin duda, era el barco donde todos pasaban los días y las noches cuando se hacían a la mar. Cierto era que echaba algo de menos el Alma de Merry, como todos los demás, pero su practicidad habitual había hecho que la transición al Thousand Sunny, mejoras aparte, no le costara demasiado. Además, era casi un acuerdo silencioso y tácito entre los camaradas que él se encargaba por norma de vigilar el barco, estuvieran navegando o en tierra. Así, Zoro sentía que era comprensible que su inclinación siempre fuese regresar allí, de una forma u otra.
De cualquier forma, el atribulado guerrero sentía en ese instante que el Sunny era un refugio más que nunca. Donde otras veces había calma en su corazón y su espíritu, era como si desde la noche anterior todas las emociones reprimidas hubiesen decidido salirse de su lugar; saltando, brincando y bailando a un son que Zoro creía haber dejado atrás hacía mucho tiempo.
En cuanto a relaciones sentimentales, Zoro no había mentido a Nami. En su día, en el fervor que tendría cualquier adolescente, decidió dar una oportunidad a una muchacha a la que conocía sin mayor convicción. En el fondo, Zoro no tenía interés en cultivar la relación más allá y la chica se cansó de esperar a que él le pidiese matrimonio en algún momento, sobre todo después de insistirle para acostarse una sola vez, un encuentro que tuvo poco de memorable.
Aparte de eso, había un recuerdo que asomaba a la mente del joven espadachín, incluso previo a ese, al que nunca había sabido dar sentido, pero que era tan poderoso que le provocaba escalofríos. Siempre que lo evocaba, Zoro se convencía de que en aquellos días él era demasiado joven para entender lo que era el amor. Y, sin embargo…
Sacudió la cabeza, irritado consigo mismo. El pasado no iba a volver y siempre se había jurado mirar hacia adelante, con el recuerdo de su cariño inocente y puro por Kuina acompañando su corazón en silencio, sin querer reflexionar más sobre lo que pudo haber sido o no. Lo que no esperaba era encontrarse de repente en aquella situación.
Zoro mentiría descaradamente si dijera que no había disfrutado con Nami en la cama, porque había sido increíble incluso con el alcohol de por medio. Además, su parte más básica y masculina solo podía regodearse en el hecho de haber tocado, besado y visto a la pelirroja desnuda en la intimidad, algo que aquel «rubio estúpido» no tenía. Sin embargo, lo que le dolía era precisamente que eso pudiera arruinar el vínculo fraternal que ambos habían cultivado hasta la fecha. Zoro apreciaba a Nami más de lo que demostraba abiertamente desde hacía mucho tiempo, y no quería perderla por un arrebato de pasión. Nada, ni siquiera toda la dulzura y la intimidad que compartieron sin pensar, compensaba la idea de perderla para siempre como amiga y compañera.
Pasaron otro par de días antes de que decidieran partir de nuevo. En ese tiempo, Zoro apenas pisó el hotel y sus compañeros de vez en cuando iban y venían al barco, sabiendo sobre todo que él pasaba largos ratos ahí durante el día. Algunos amagaron con preguntar e insistir para que se uniera a actividades en la playa o en el hotel, pero Zoro solo aceptaba a medias. Cuando lo hacía, su mente no conseguía estar del todo en el presente ni concentrarse en lo que hacían sus camaradas. Sin quererlo, su atención se desviaba en cuanto veía algún reflejo pelirrojo cruzando su campo de visión, con el corazón en vilo.
De cualquier forma, Nami y el guerrero no volvieron a cruzar ni media palabra incluso encontrándose de casualidad. Una voz insidiosa no hacía más que recordarle a Zoro que deberían hacer las paces en algún momento. Así, cuando llegó la hora de zarpar, Zoro quiso armarse de valor y acercarse a hablar con Nami en una ocasión que parecieron estar solos mientras aprovisionaban el barco. Sin embargo, la indiferencia de Nami, fingiendo que él no existía, enfrió su intención y casi lo hizo enfadar. ¿Acaso no habían sido ambos responsables de lo ocurrido? Deberían intentar arreglarlo, pero Zoro tampoco estaba dispuesto a humillarse; su orgullo de guerrero se lo impedía.
Lo que ninguno de los dos sabía era que, a la mañana siguiente, la situación se precipitaría de la peor manera posible, obligándolos a tomar una decisión que podría cambiar el rumbo del Thousand Sunny… para siempre.

Continuará…

¡Hola mis ratones! Muchas gracias por todas las visitas y los comentarios. Como lo prometido es deuda, después de casi dos capítulos de Nami, aquí tenéis un poco el punto de vista de nuestro querido y huraño peliverde que también tiene el corazón del revés sin saber cómo sentirse... Espero que os haya gustado y nos vemos en dos semanas con el penúltimo capítulo. ¡No os lo perdáis! ¡Se os quiere!