ĒTERU
Capítulo LVIII
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Moroha permanecía en la sala de su casa. Como cada noche se acompañaba de la luz amable de una lamparilla y de los libros que había aprendido a atesorar gracias a uno de sus hijos. Tenía uno de estos libros entre sus manos, uno de los borradores escritos por su hijo Takeshi.
… Toga, cuyo nombre significa 'colmillo que combate', es descendiente de Ikazuchi, cuyo nombre significa trueno, que a su vez se dice es descendiente directo de Susanoo, la deidad primaria de la tormenta el rayo y los mares. Su símbolo es el rayo y quienes se saben descendientes de esta deidad suelen portar algún objeto con ese símbolo como muestra de orgullo por su linaje y un medio para advertir a otros sobre la energía que los ha concebido. Ikazuchi dio vida a Toga junto a una de sus esposas, Ichijin, que a su vez era descendiente de la deidad del viento, Fujin, también conocido como Futen. De Toga nacieron dos hijos. El primero fue Sesshomaru, cuyo nombre significa 'pacto perfecto', youkai concebido con su esposa Uranai, daiyoukai descendiente de Uchuzo, cuyo nombre significa cosmos y quien a su vez se dice desciende de Kunitokotashi, deidad nacida de los juncos entre el cielo y tierra. De Sesshōmaru, nacieron dos hijas hanyou, Towa y Setsuna, cuyos nombres significan 'eternidad' y 'momento', mellizas concebidas con una humana llamada Rin de quien no se conoce la ascendencia. El segundo hijo fue InuYasha, concebido con su esposa Izayoi, princesa humana que se cree descendiente remota de Suijin, deidad protectora de las aguas, la maternidad y el parto. De InuYasha, cuyo nombre significa perro demonio, nació Moroha, su nombre significa 'dos fuerzas'. Esta hija fue concebida con una sacerdotisa humana, también conocida como la sacerdotisa del tiempo, Kagome, cuyo nombre significa 'la que lleva la luz', de quien ha sido difícil conseguir ascendencia.
Se detuvo al final de aquel párrafo y acarició con la punta de los dedos el nombre de sus padres. El cuadernillo estaba escrito con pincel y tinta, del modo en que se hacía durante el tiempo en que fue recopilada aquella información. Recordaba que por entonces se tomó la afición de su hijo como un medio de distracción, jamás llegó a pensar que conseguiría tal cantidad de reseñas sobre su familia. Leer estas páginas la había ayudado durante la época más solitaria y ver los nombres escritos de su madre y padre la ayudaban ahora que notaba en el corazón cierta pesada melancolía. Decidió que era momento de dejar el libro en su sitio habitual y terminar con la mezcla de hierbas para elaborar un aceite para el dolor de espalda que le enseñó Kaede sama hace unos siglos y que Moroha había puesto en práctica con diferentes miembros de su familia. En esta oportunidad se lo había ofrecido a su bisabuelo Hisao, y aunque el anciano no lo sabía, ella continuaba cuidando de su familia a través de él.
Puso el libro en su lugar y se acercó a la cocina. Comenzó a buscar en la estantería en que conservaba los macerados de aceite de diferentes hierbas y un par de frascos con hierbas secas. Agregó los concentrados que había comenzado a usar hace un par de siglos, mejorando así las preparaciones dadas por Kaede y agregó alguna raíz. Se detuvo en el momento en que se disponía a separar las medidas que iba a utilizar. Alguien venía, lo notaba en el aire que le acercaba un aroma conocido y añorado.
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InuYasha pudo ver el Goshinboku durante el último salto que dio por entre los tejados de los edificios. Estaban a poca distancia del Templo, el árbol que resaltaba por entre los demás fue un aviso de ello. No obstante, ese no era su destino. Kagome, que se mantenía a su espalda, se sostuvo de sus hombros con algo más de intensidad en tanto él descendía sobre el tejado de la antigua casa en la que vivía su hija.
—Ya estamos aquí —Kagome verbalizó ese pensamiento en medio de un suspiro. InuYasha podía comprender claramente las emociones que en este momento experimentaba su compañera.
En cuánto bajaron del tejado al camino de losas de piedra que había en el pequeño jardín interior, Kagome y él pudieron ver a la mujer mayor que habitaba el lugar y que parecía esperarlos bajo la luz tenue del atardecer. Kagome y ella se miraron por un largo instante, e InuYasha decidió que su sitio en este reencuentro era el de un observador. Pudo percibir el olor salino de las lágrimas de su compañera cuando éstas comenzaron a humedecerle los ojos y escuchó el modo en que pronunciaba el nombre de su hija.
—Moroha…
Cada sílaba era una emoción contenida y resguardada en el corazón.
Kagome notó que sus sensaciones se acrecentaban ahora que tenía frente a ella a esta mujer que conocía, sin embargo ya no podía ver del mismo modo que cuando se la encontró en este tiempo. Se sentía absurda por no haber notado antes el parentesco que las unía. Se había estado reprochando ese hecho desde el mismo momento en que supo que se trataba de ella. Aun así había decidido dejar los sermones a sí misma quizás para más adelante.
—Okāsan.
La voz de Moroha era la de una mujer adulta, no obstante la entonación con la que dijo aquella única palabra fue la de una niña que Kagome pudo leer como solitaria y anhelante de afecto. Como madre sólo necesitó ese impulso para dar los pasos que las separaban y abrir los brazos para que su hija, su niña, su pequeña, se refugiara en el lugar de descanso que ella debía ser. Kagome, que se sabía fuerte, dejó que las lágrimas cayeran cuando pudo sentir los brazos de Moroha rodearla. Todo el amor que sentía por ella se derramaba por medio de caricias de su cabeza sobre la de su hija y la firmeza de su abrazo.
InuYasha observaba la escena y notaba el modo en que las emociones se revolvían dentro de él. Sentía un enorme alivio al ver junta a su familia, no obstante, le era imposible olvidar que la Moroha que tenía ante él no llegó a conocer a sus padres. Cerró el puño con fuerza y notó que las garras amenazaban con romper la piel de la palma dándole un ligero alivio a la ira que contenía por aquella realidad. Decidió que en este momento, hoy, serían una familia del modo en que este instante se los permitiera y que luego seguirían buscando la manera de que esto jamás existiera en el pasado del que venían.
—¿Por qué no me lo contaste? —fueron las primeras palabras que Kagome le dijo a su hija, después de ese primer abrazo.
Moroha le sonrió con cierto travieso desenfado que le recordó mucho a InuYasha ¿Siempre había estado ese parecido ahí o era que en este momento la mujer se permitía ser ella misma?
—Vamos a tomar un té —Moroha dijo aquello con tono conciliador y Kagome notó que le tomaba la mano para dirigirla al interior de la casa— Otōsan ¿Vienes?
InuYasha se sorprendió al escuchar nuevamente ese apelativo. Asintió con un sólo gesto y siguió a ambas mujeres al interior de la casa.
Kagome conocía el espacio, ya había estado aquí antes, y percibía el mismo tipo de energía que entonces. Ahora podía comprender la sensación de soledad antigua y sabiduría que tuvo en aquel momento. Observó a Moroha que caminaba dos pasos por delante de ella y tuvo la necesidad de preguntarle muchas cosas, no obstante recordó las breves palabras de InuYasha antes de llegar al lugar.
Ella no podrá contarte todo y debes respetar eso —había sonado categórico.
Miró a su compañero que venía a un paso de distancia. Parecía tenso, quizás temiendo que ella en su necesidad de conocimiento apabullara a su hija con sus dudas. No lo culpaba, sus emociones la estaban avasallando más de lo que desearía.
Entraron a la cocina y el espacio le resultó completamente familiar. Rememoró parte de la pequeña conversación que había tenido con Moroha el día en que estuvo aquí tomando el té con ella, sin saber que se trataba de su hija.
—¿Vives sola?
—Sí, hace años
—Tienes muchos libros y me parece que todos antiguos.
—Sí, mi línea familiar es antigua y los libros que has visto han permanecido por mucho tiempo con nosotros.
Kagome sentía que aquellas palabras conseguían un nuevo significado en este momento.
—¿Qué té prefieren? —Moroha hizo la pregunta en tanto llenaba una tetera con agua.
Lo que quieras —fue la respuesta al unísono de ambos compañeros. Moroha sonrió ante ello.
Kagome tenía el pecho comprimido por el anhelo de cuidar y proteger a una hija que tenía ante sí como una adulta y esa idea generaba una contradicción que la inquietaba. Una profunda sensación de pérdida se instaló dentro de ella. Sus pensamientos le decían, irracionalmente, que había perdido su oportunidad de cuidar de la niña que tuvo que dejar con pocos meses de nacida. Se llevó la mano al pecho y oprimió la tela de la camiseta que llevaba en un gesto muy propio. Notó la mano de InuYasha sobre el hombro y lo miró atrás y hacia arriba. Pudo leer la comprensión de él y entendió que su compañero ya había estado en esta misma situación el día en que descubrió que Moroha aún vivía en este tiempo.
—Prepararé gyokuro, hoy es una noche alegre —decidió Moroha, quizás como un modo de quitar al momento la tensión que estaba teniendo.
Kagome asintió con un gesto y un sonido complacido, en tanto tocaba la mano que InuYasha aún mantenía sobre su hombro. Respiró de forma profunda y buscó la serenidad que necesitaba. Entonces observó las raíces y los aceites que Moroha tenía sobre la mesa.
—¿Ibas a preparar algo? —aquella simple pregunta consiguió centrar a Kagome. Ella conocía los ingredientes expuestos y para qué servían.
—Sí, un aceite para ojisan —Moroha respondió con naturalidad.
Kagome comprendió que esta era la vida que su hija había formado. Ella querría que fuese de otro modo, con padres presentes que le hubiesen dado todo el amor que merecía, además de hermanos y una familia de la que no tuviese que ocultarse. Sin embargo, lo que se desea de la vida y lo que ella da no siempre son lo mismo. Se recordó que debía soltar las expectativas y la frustración, para mantenerse en el presente y de ese modo disfrutar de este tiempo con su hija.
Tomó uno de los frascos pequeños y lo abrió para oler el contenido.
—Este es aceite de gaulteria —hizo aquella declaración con total seguridad.
—Lo es —Moroha había puesto el té y se giró hacia ella para prestar la atención adecuada.
—Y cómo lo consigues. Huele muy bien —Kagome parecía sorprendida.
—Se destila la hierba. En este tiempo lo puedes comprar ya hecho —Moroha comenzó a explicar—, aunque yo sigo haciéndolo por mi cuenta.
—¿Cómo? —quiso saber Kagome.
—Ven, te lo enseñaré.
InuYasha observó la sonrisa en Moroha y algo extraño se produjo en ese momento. De pronto pareció como si madre e hija hubiesen cambiado de lugar. Él se recordó que después de todo Moroha acumulaba más experiencia de vida que Kagome. Las observó interactuar y por primera vez, desde que Kagome había exigido venir a ver a su hija, InuYasha sintió que se podía relajar. Resultó tan evidente para él que reposó la espalda en el umbral de la puerta y pudo descansar el cuerpo de la tensión.
Ambas mujeres pasaron por su lado y él las siguió con calma.
—Ya veo —Kagome expresó, poco después, al conocer el sistema de destilación que tenía Moroha en una pequeña habitación en la que también secaba las hierbas que recogía—. InuYasha, observa bien esto, quizás Tessei nos pueda elaborar algo similar.
—¿El hijo del herrero? —InuYasha hizo la pregunta con total incredulidad. Kagome respondió con un sonido afirmativo mientras continuaba observando el pequeño alambique— ¿Tú has visto el tamaño de las ollas que hace ese chico?
Kagome lo miró como si considerara sus palabras en tanto buscaba un recuerdo en su mente.
—Es cierto —Kagome tenía que darle la razón a su compañero. El chico del que hablaban no era capaz de hacer un trabajo fino como el que tenían delante, ni siquiera cercano.
—Un artesano podría hacerlo —Moroha sugirió.
—No tenemos de eso en el pueblo —Kagome continuó la conversación, tocando con suavidad el metal brillantemente pulido de uno de los recipientes.
—Seguro que Miroku conoce a alguno —Moroha se encogió de hombros al mencionar aquello, como si estuviese diciendo algo obvio y así lo percibió Kagome también.
—Sí, si alguien puede conocer alguno ese el Miroku.
InuYasha se mantenía asombrado por la fluidez y naturalidad con que ambas mujeres se comunicaban, además de la facilidad con la que traspasaban las barreras de tiempo y espacio sin detenerse en el lugar y circunstancias en las que estaban.
—¿Y un fabricante de armas? —Kagome dirigió esa pregunta a InuYasha y él la observó aún atónito por el modo en que la conversación había tomado tintes familiares.
—Puede —esa palabra sonó lenta, incluso cálida. A InuYasha no le importaba realmente quién podría hacer aquellos recipientes metálicos en el tiempo del que venían, sólo quería seguir escuchando más de esta conversación que los estaba uniendo.
—Sango debe saberlo —Kagome dirigió su conclusión hacia Moroha.
—Es probable —su hija aceptó.
A continuación hubo un pequeño silencio y Kagome lo miró durante ese instante e InuYasha comprendió que su compañera se estaba reservando todas las preguntas que era mejor no hacer.
—Okāsan, ven conmigo, quiero enseñarte otra cosa —Moroha le tomó la mano y Kagome pasó de notar la tensión de un toque nuevo a relajarse en él.
InuYasha se mantuvo tras ellas, con las manos ocultas en las mangas de su kosode en una actitud calma y siendo un espectador de cada paso que daban, de cada gesto de asombro o alegría. Agradecía este momento, se sentía como un alivio para la tristeza que se ocultaba profundamente en él.
Se quedó en la puerta de una nueva habitación, esta vez supo que se trataba del dormitorio de su hija. Parecía caóticamente ordenado, como el resto de la casa. InuYasha recordó que deseaba hacer una ampliación a la cabaña que compartía con Kagome y que en ella quería poner una habitación sólo para Moroha. Su compañera había estado de acuerdo, sin embargo opinó que debían esperar a que la niña tuviese algo más de edad. Por ese tiempo ambos esperaban que nada de lo que estaba sucediendo con Kirinmaru llegase hasta ellos, no obstante la estela de aquel demonio los había alcanzado.
—Toma.
Moroha le extendió a su madre un arco que tenía en un rincón de la habitación. InuYasha lo reconoció de inmediato. Kagome lo tomó en sus manos y lo observó por un instante antes de sentir la sorpresa recorrerle el cuerpo.
—Es mi arco —prácticamente musitó aquellas palabras y no dejó de observar la pieza de madera de bambú, cáñamo y ratán.
—Sí —Moroha también susurró aquella respuesta.
Kagome se quedó observando un poco más la pieza y luego miró a InuYasha.
—Mi arco —le dijo y sonrío en el momento en que él comenzaba a oler sus lágrimas en el aire.
InuYasha asintió, mostrándole una sonrisa comprensiva. Su compañera estaba desbordada de emociones en este momento.
—Pero ¿Cómo? —Kagome miró nuevamente a su hija en busca de una respuesta que le hablase del modo en que un objeto como ese había resistido el paso del tiempo.
—Digamos que lo he cuidado —Moroha se encogió de hombros—. El ratán y la cuerda ya no son las originales, aunque la base sí lo es.
Kagome asintió, reconociendo la distancia de cada hendidura que formaba el ratán en la empuñadura. Notó la energía que conservaba el arco y si se centraba un poco era capaz de descubrir el tipo de energía que había enfrentado el arma.
—Has luchado con él —confirmó, mirando a su hija que primeramente se sorprendió por lo categórica de aquella afirmación, para luego sonreír de un modo que a Kagome le recordó, nuevamente, a la sonrisa de su padre.
—Sí, lo he hecho —Moroha aceptó con cierto orgullo.
Kagome regresó la mirada al arco y mientras lo sostenía con una mano, lo recorría con la otra sin llegar a tocarlo. Podía percibir la energía que poseía en este momento, así como residuos de la energía que había sido usada en él y un atisbo de lo que enfrentó.
—Este es el arco que selló a Kirinmaru —no hubo duda en aquella frase de Kagome. Moroha sonrió al escucharla y notó el pecho lleno de amor y orgullo.
—Sí, lo es —hubo seguridad en esa confirmación. Luego acercó una mano al arco para percibir la energía del mismo modo que estaba haciendo su madre—. Igual que tú sientes lo que he hecho con esta herramienta, yo podía percibir lo que habías hecho tú y esa energía me ayudaba.
—¿Has aprendido a través de él? —Kagome se preguntó si el arco le había enseñado alguna de sus técnicas.
Moroha razonó durante un corto instante.
—Supongo que sí, sí —se animó a decir, finalmente—. Un día, mientras practicaba con él apareció en mi mente la imagen de decenas de flechas energéticas saliendo de una sola, como una lluvia de saetas divinas.
—Flechas celestiales —Kagome interpretó las palabras de su hija.
—Sí, y supe que era algo que el arco conocía.
Moroha se expresó con tal certeza que Kagome no quiso enturbiar aquella sensación con sus dudas. Notó como el pecho se le hacía nuevamente pequeño para todo el amor que tenía por su hija. Se sintió orgullosa y triste a la vez, dado que ella no había podido acompañar a Moroha en su camino. Se lo había mencionado Towa y ahora lo confirmaba, no quería quitarle la sensación de estar compartiendo algo con ella, aunque Kagome no hubiese usado jamás aquel ataque. Alzó una mano y la descansó en la mejilla de piel fina y arrugada de su hija. No estaba acariciando a una anciana, ni siquiera a una mujer madura, su toque estaba dirigido al alma de aquella niña que había descubierto el mundo careciendo de la compañía de sus guías más preciados. Sintió deseos de echarse a llorar con ella y pedir perdón por todo lo que no había podido hacer. No obstante, decidió que ahora mismo sería una madre y que usaría la fuerza del pesar que sentía para seguir por el camino que la llevaría a revertir esta realidad.
—Has sido muy fuerte —le dedicó aquellas palabras a su hija y ésta respiró hondo, llenándose del poderío de aquella expresión de amor. Luego la vio parpadear rápidamente un par de veces y supo que estaba al borde de las lágrimas al igual que ella.
InuYasha observó la escena y recordó el miedo que tenía a que Moroha se pareciese a él, un hanyou con sus defectos. Se sintió aliviado al comprobar lo mucho que se parecía a su madre.
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—El baño está listo.
Moroha avisó aquello mientras entraba en la cocina, creyendo que ahí encontraría a su madre y padre, sin embargo ellos habían salido por la puerta que dirigía a la parte de atrás del jardín interior. Ella se acercó despacio para no interrumpir lo que estuviesen haciendo. Los encontró ante el farol de piedra que era parte de lo que ambos habían construido juntos en este lugar. Se mantuvo silente y observó la natural cercanía de ellos a pesar de no estar tocándose. Muchas veces se preguntó cómo sería verlos juntos y aunque había conseguido un atisbo durante la permanencia de ellos en el templo, no era lo mismo que observarlos ocupando un espacio que les pertenecía como compañeros.
—Moroha —mencionó su madre, fue la primera en reaccionar ante su presencia—, acércate.
Esa petición debería ser maravillosa para su corazón, y aunque estaba feliz, ella ya no era la niña que había anhelado a sus padres. Tenía el recuerdo de aquella necesidad visceral, sobre todo cuando el mundo parecía ensañarse y hacer más dura y evidente su soledad. No obstante el tiempo le había enseñado a vivir con ello y podría decir que se había acostumbrado. Miró la mano que su madre le ofrecía y se acercó a ella porque podía sentir el modo en que la mujer necesitaba de la fortaleza que le daba este reencuentro. Moroha era capaz de reconocer que la melancolía que llevaba dentro era parte de algo que no se podía satisfacer con este momento, su pesar era la suma de todos los instantes de desamparo y profunda tristeza. Sin embargo, tocar la mano cálida de su madre hacía que esa misma añoranza se adormeciera lo suficiente como para permitirle disfrutar de la felicidad de un momento nuevo. Miró a su padre, que se había mantenido muy silencioso desde que llegó y en el dorado profundo de sus ojos encontró un reflejo de su propia soledad y supo que él la comprendía. Lo que se vive no se borra con una experiencia nueva, se adhiere a ésta y crea algo diferente, le da profundidad a los pensamientos, a las palabras y a los colores que vemos en las cosas.
Moroha sonrió al comprender eso y se sintió reconfortada por aún, después de los siglos de vida que tenía, encontrar una nueva forma de sentir.
—El ofuro está listo, deberían aprovechar el agua caliente —cuando dijo aquello presionó con suavidad la mano de su madre en un gesto que era una caricia.
—Debería ir, lo sé —Kagome dejó ver una diminuta sonrisa luego de aquella respuesta. Moroha la pudo interpretar como el deseo de detener los momentos para que nada cambie más allá de una respiración—. Has conservado el farol de piedra.
—Le da personalidad al jardín —Moroha quiso aligerar la sensación de melancolía que comenzaba a formarse. Su madre pareció comprenderlo porque respiró de forma profunda, para luego balancear ligeramente las manos por las que estaban tomadas.
Kagome sentía el peso de las emociones oscuras que se acumulaban en ella cuando pensaba en la soledad de su hija y en el modo en que ella había crecido sola y sin la guía que ellos estaban designados a ser. No obstante, venir hasta aquí tenía como finalidad decirle a Moroha, quizás sin palabras literales, que estaba decidida a regresar al Sengoku y que cualquier momento de carencia que hubiese vivido por la ausencia de InuYasha o ella no existiría.
—Tu padre dice que tuviste dos hijos —decidió buscar algo que las ayudase a hablar para salir de la oscuridad en que se sentía y que la iba sumiendo en la tristeza.
—Mi padre dice demasiadas cosas —Moroha pareció mirar a InuYasha de forma acusadora y Kagome pudo visionar la interacción posible entre su hija y su compañero en cualquier momento de su adolescencia.
—Tu padre dice lo que debe —InuYasha intervino y Moroha se giró parcialmente hacia él, sin soltar la mano de su madre.
—No todo —Kagome intervino—. Bien que te habías callado tu encuentro con Moroha.
InuYasha la observó y por un momento Kagome vio indignación en su mirada, como si lo estuviese traicionando delante de su hija.
—Eso es lo que acordamos ambos —su compañero se defendió.
Kagome mostró un expresivo gesto de sorpresa dedicado a ellos.
—Eso viene a decir que ambos me ocultan cosas —al decir aquello observó a su hija de modo acusador e intentó ocultar el grado de travesura que había en sus palabras.
La mirada de ambas mujeres se encontró. Moroha abrió la boca para decir algo, luego la cerró y contuvo el aire un instante para responder a continuación.
—Estás siendo una madre muy controladora —determinó y a continuación miró a InuYasha—. Está siendo muy controladora.
Todos se quedaron en silencio en medio de la ilusión que se había creado de un instante cotidiano que debieron tener. Una sensación de agrio dulzor los comenzaba a envolver y ninguno parecía querer romper del todo el momento a pesar de que amenazaba con caerse a pedazos. Finalmente fue Moroha quien tomó el impulso necesario, después de todo era la mayor entre ellos tres.
—Tengo algo de comida —comenzó a decir—, vayan al ofuro y se las llevaré a la habitación.
Hubo un silencio necesario para adormecer a todas aquellas emociones que deseaban apoderarse del momento. La rabia, el desazón, la tristeza, se hacían presente y necesitaban dar paso a la única que podía reinar sobre ellas; el amor.
Moroha acarició la mano que la unía físicamente a su madre y extendió la otra para sostenerse de la manga del kosode de su padre que se había mantenido con los brazos cruzados. Éste cambió el gesto y buscó tocar la mano que se le brindaba. El silencio continuó un poco más y los acompañó mientras se acercaban y abrazaban. Moroha se llevó las manos unidas de los tres hasta el pecho. Kagome abrazó a su hija y descansó la mejilla en la cabeza de ésta e InuYasha cercó a las dos mujeres con uno solo de sus brazos. Se mantuvieron así un instante que se percibió extenso y breve a la vez.
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Kagome observaba el entorno y notaba una particular melancolía en verse rodeada de algunas de las cosas que componían su vida en el Sengoku. Era reconfortante sentirse como en casa, a pesar de saber que no era en el espacio de tiempo adecuado. Habían cenado algo luego del baño y ahora se preparaban para descansar. Podía notar el modo en que las emociones burbujeaban dentro y dormir era algo que aún tardaría en suceder.
—Se ve igual, y aun así se siente diferente —las palabras de Kagome parecían un pensamiento liberado sin que esperase para él una contestación.
InuYasha la observó, sentada en el genkan de madera que probablemente había sido reparado al paso de los años. La madera tenía un color uniforme, y el tamaño de las piezas era el correcto, sin embargo InuYasha extrañaba un par de muescas que había dejado durante un acto de pasión junto a su compañera. Disimuló una sonrisa ante el recuerdo y tomó el futón que Moroha les había dejado doblado en un rincón. Lo extendió en el espacio entre Kagome y el hogar que permanecía apagado. La cálida luz artificial de un par de lámparas los iluminaba y la daba a Kagome un tono hermoso en el pelo, aunque nada comparado con el juego de la luz del fuego que solía danzar sobre los rizos oscuros. Se sentó tras ella y deseó acariciarle el pelo en un gesto simple de cercanía, se abstuvo para no interferir aún en sus pensamientos. Se mantuvieron en silencio un poco más, ella observaba la esterilla de junco que decoraba una puerta que en este momento estaba cerrada. Más allá sólo había un paso entre la cabaña y el muro que rodeaba y una parte de la cabaña y la separaba de la siguiente propiedad.
—Hemos hecho bien en venir —InuYasha habló al paso de un momento y sacó a Kagome de su introspección.
Su compañera respondió con un sonido afirmativo y un gesto en consonancia.
—Ella parecía feliz y algo abrumada —InuYasha se refirió a lo que percibía en Moroha.
Kagome nuevamente asintió con un gesto. A continuación se giró de medio lado y lo miró.
—¿Crees que podemos encender un fuego? —Kagome notaba que le faltaba el calor que generaba el hogar encendido.
No hacía frío, en realidad, sin embargo para ella el fuego aportaba una temperatura agradable, además de la sensación de calidez que Kagome percibía como una carencia en este momento.
Esta vez fue su compañero quien asintió y se puso en pie para buscar lo necesario entre las cosas que había en el espacio.
—Moroha ha intentado que esto permanezca del modo en que lo encontró —InuYasha hizo aquel comentario mientras tomaba un par de leños de una esquina de la cabaña en la que él y Kagome solían tenerlos.
—Sí, aún están los baúles en que dejaba mis hierbas secas y la tinaja del agua —Kagome indicó a un lado y luego observó lo que había en el mismo rincón en que InuYasha encontró los leños—, y mi byobu.
La pintura descolorida que ella había puesto en aquella pantalla de madera le trajo una serie de recuerdo, entre ellos el modo en que la aislaba de la mirada de InuYasha al principio de su convivencia juntos. Se detuvo en ellos, en silencio, mientras observaba a su compañero preparar cada leño, rama y brizna para iniciar el fuego. Kagome siempre encontraba en este momento un espacio de admiración, la encantaba ver el fuego trenzarse con el dorado de los ojos de InuYasha. Él la miró, cuando consiguió que la llama se mantuviese viva y entonces Kagome, que se había acomodado sentada sobre el futón, le extendió una mano para que viniese hasta ella.
InuYasha observó el gesto y se acercó con docilidad. Descansó la cabeza en el regazo que le era ofrecido y Kagome lo abrazó con suavidad. La tela de la yukata que le había dejado Moroha resultaba muy suave en contacto con su espalda desnuda y él notó que el momento estaba cargado de reminiscencia y le traía las sensaciones de tantos instantes similares de ellos dos ante el fuego. Se permitió respirar de forma profunda. Se sentían maltratados por los sucesos, ambos lo sabían. Eran fuertes y podían enfrentar lo que fuese con tal de reunirse nuevamente con su hija pequeña, eso también lo sabían. No obstante, el dolor, la incertidumbre y el constante vacío en el pecho por la ausencia de una parte importante para ellos era algo que dolía. Tener hoy a Moroha era un placebo que los estaba ayudando a seguir, resultaba un recordatorio triste de una ausencia que no iban a permitir que su hija viviese.
Kagome habló con calma y suavidad, mientras enredaba los dedos en el pelo de InuYasha en una caricia distraída que a él le resultaba particularmente íntima y reconfortante.
—Cuando tenía unos diez años, y venía de regreso de la escuela, la anciana Kainuko se encontró conmigo y me preguntó si podía acompañarme hasta casa. Yo la conocía de las clases que daba el abuelo, así que acepté —InuYasha se mantuvo en silencio, escuchando el relato que parecía llevar a Kagome a un momento muy atrás en el tiempo—. De camino se detuvo en una heladería y ambas salimos de ahí con un helado, el mío era de fresa con chispas de chocolate. No recuerdo muchas cosas de ese día, no sé lo que hablamos, sin embargo recuerdo con claridad que me dijo que los helados eran el mejor invento de nuestro tiempo.
Luego de decir aquello Kagome respiró hondamente, parecía querer asentar la emoción de esa memoria, y a continuación soltó el aire con suavidad y calma. InuYasha se sintió aliviado al notar que su compañera parecía estar bien a pesar de todo. Notó que la caricia distendida que le daba en el pelo se convertía en un abrazo que llevaba consigo las hebras blancas y la mano hasta su pecho desnudo y fue ahí donde él la sostuvo. Su compañera se inclinó y dejó sobre su frente un beso que a InuYasha le pareció la caricia más pacífica que podía esperar.
—Supongo que ella tenía razón —Kagome se refirió nuevamente al relato que acababa de hacer—. Mañana iremos por un helado —le ofreció.
InuYasha sonrió en tanto era guiado por la mano de Kagome que le alzaba la barbilla con suavidad para alcanzar sus labios. Cerró los ojos y se sintió trasportado a algún momento de su tiempo, una noche cualquiera en la que ambos se cobijaban en la presencia del otro. Dejó que ella lo guiara a través de un beso dócil, lleno de un anhelo que en este momento estaba lejos de ser pasional. InuYasha notaba la caricia en el alma, del modo en que se sienten las cosas profundas que están destinadas a permanecer en el tiempo. Durante un instante se preguntó si el amor que dejamos en otro se pierde alguna vez y de inmediato la respuesta llegó a él como una vorágine a la que no podía objetar. No, el amor jamás se perdía, era una constante que rodeaba a quienes lo vivenciaban y luego, más allá de ellos, alimentaba a quienes descendían de ese amor. Pensó en su hija y en los hijos de su hija y en la vida más allá de ellos. Alzó su otra mano, la que hasta ahora descansaba en la pierna de Kagome, y la enredó en las hebras de pelo oscuro de ella. La sostuvo por la cabeza con ansia, profundizando el beso y deseando que su compañera interpretara a través de su caricia el conocimiento que acababa de comprender su alma.
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Continuará
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N/A
Hola a quienes pasan por aquí y me obsequian con su compañía en esta historia. ETERU es un trozo de mi alma y consigue explorar profundidades en momentos que parecen simples. Este capítulo en particular me suponía un reto después que InuYasha se reencontró con Moroha ¿Qué podía contar Kagome que fuese diferente? Supongo que me equivocaba, porque aquí ha aplicado totalmente lo de "cada persona es un mundo" dado que el momento se ha narrado desde las emociones de Kagome y Moroha, y la percepción de ambas.
Espero que les haya gustado.
Besos
Anyara
