CXX
Angela no asiste a clases el lunes. Ni el martes. Ni el miércoles.
El jueves, la profesora guía finalmente anuncia que la joven «se ha retirado de la escuela debido a que su padre ha recibido una oferta laboral que implica un traslado». Sus amigas, quienes aparentemente no han oído nada al respecto hasta ahora, se muestran consternadas.
Pero ¿Eleven?
Eleven siente que puede respirar con tranquilidad de vuelta.
Esta paz redescubierta debe notársele hasta en la forma de caminar, pues Henry lo advierte al instante.
—¿Ha sucedido algo? Te noto… feliz —le comenta durante la cena.
Eleven supone que no hay razón por la que no pueda compartírselo. Hace levitar el salero hacia ella mientras dice:
—Uh… ¿Recuerdas a… Angela?
Henry parece tensarse, y Eleven siente algo de vergüenza sabiendo la situación incómoda que le han causado sus actos impulsivos. No obstante, el hombre tan solo replica:
—La recuerdo. ¿Qué con ella?
—Hoy la profesora guía anunció que ya no asistirá a clases. A su papá le ofrecieron un nuevo trabajo o algo, y deben mudarse.
La noticia, al parecer, tiene el mismo efecto tranquilizante en él, pues nota cómo sus hombros, otrora rígidos, se relajan al instante.
—Debes sentirte aliviada.
Eleven deja escapar una suave risa y niega con la cabeza.
—No tienes idea.
Poe los interrumpe con un sonoro maullido que no deja lugar a dudas de su intención: desde hace unos días viene exigiendo cenar al mismo tiempo que ellos.
—Ya voy, ya voy —protesta Eleven con fingida exasperación.
Mientras se dirige a la alacena para retirar de ella una lata de atún, le da la espalda a Henry.
…
Es por eso por lo que no nota la enorme sonrisa en su rostro.
Esa noche, Henry no puede pegar ojo: una energía nerviosa recorre su ser entero y lo hace dar vueltas y vueltas en la cama.
Así debe sentirse el depredador que ha probado el sabor de la sangre tras mucho tiempo: para ser honesto, le hubo costado perdonarle la vida a Angela. Únicamente pensando en Eleven —en la expresión horrorizada que sin duda desfiguraría sus facciones al enterarse de sus actos— pudo contenerse.
Como sea, en vista de que el sueño es un prospecto lejano —si no imposible—, Henry opta por deslizarse en silencio hasta el ático.
Es aquí, después de todo, en esta otra dimensión que solo él conoce, donde puede mostrarse tal y como es: como un dios capaz de materializar sus caprichos con un chasquido de sus dedos.
Las criaturas que primeramente lo amenazaron y luego le temieron ahora responden a sus órdenes como letales perros de caza.
Pronto, se dice, pensando en Eleven, a quien apenas le quedan un par de años para alcanzar la mayoría de edad —la arbitraria línea que Henry ha trazado de modo de no presionarla demasiado— y descubrir este nuevo mundo que él ha creado con los dos en mente. Muy pronto.
En eso se halla pensando cuando se percata de una anomalía: una de las criaturas en el penúltimo estadio de desarrollo se resiste a sus órdenes. Es más: cuando Henry extiende una mano hacia ella con la intención de someterla a su control por la fuerza, la criatura retrocede y emprende la huida.
El patético intento de rebeldía le causa gracia: ¿adónde huiría en un mundo dominado por él?
Sin nada mejor que hacer y hasta entusiasmado por el prospecto de una cacería in promptu, Henry decide que la seguirá hasta acorralarla.
Inesperadamente, la criatura, elusiva, se escapa de su vista en varias ocasiones, escabulléndose entre sombras y resquicios inexplorados.
Empero, lo que empieza como un mero pasatiempo se torna algo más a medida que sigue avanzando: a medida que abandona los límites que ha explorado y el paisaje a su alrededor va mutando, tornándose más y más oscuro.
La oscuridad no asusta a Henry, a decir verdad. No, claro que no: en el pasado, la oscuridad del ático y hasta de los rincones más recónditos del laboratorio han sido su refugio, su protección.
Su hogar, incluso, durante esos periodos de soledad más amarga.
Por eso camina sin inmutarse, ignorando los truenos y relámpagos de un rojo intenso que lo acechan. Aun así, debe reconocer que esto despierta su curiosidad: hacía tiempo que no veía sus dominios con estos colores.
Y si la oscuridad y el rojo llaman su atención, su interés termina por despertarse cuando finalmente alcanza a la criatura, la cual se tambalea y emite algo similar a un chillido lastimero frente a una estructura que reconocería en cualquier lugar.
¿Es esta… mi casa?
Sí, es su casa, indiscutiblemente. O, al menos, como se vería si hubiera sido abandonada durante décadas y consumida por las lianas de esta dimensión.
Sin embargo, primero lo primero: con un leve movimiento de su cabeza, la criatura rebelde se deshace en vísceras, gotas de su sangre viscosa yendo a manchar el cristal tintado de la puerta. Segundos luego, la puerta se abre acatando una orden silenciosa de su mente.
Henry ignora los restos sangrientos desperdigados en la escalera del porche y tan solo se interna en las entrañas de la mansión, la madera rechinando bajo sus pies. En el interior hay aún más lianas: estas, no obstante, no se apartan a su paso, sino que undulan a sus pies, un siseo amenazador inundando el aire ya de por sí aciago. Henry frunce el entrecejo: primero la criatura desobediente, y ¿ahora esto?
No se molesta en recorrer el lugar: instintivamente, sabe adónde debe ir, y es así como sube las escaleras con parsimonia, decidido a no bajar la guardia.
…
Allí, en la oscuridad de un ático que se erige como un espejo empañado de su realidad, un ser grotesco, desfigurado y azotado por horribles marcas de quemadura descansa sostenido por numerosas lianas que agujerean su cuerpo como si de tubos médicos se tratase.
Aun así, algo en el monstruo lo inquieta: la imagen que tiene enfrente es familiar, después de todo. Ya ha visto esto antes, sí, eso debe ser, pues el ser se asemeja…
Se asemeja a una araña que espera a su presa.
Con suma lentitud, los pesados párpados de la criatura dan lugar a unos ojos de un enfermizo blanco azulado que van a posarse en Henry. Al verlo, el ser inspira lenta, profundamente, y deja escapar un gélido estertor.
—Sorprendente. —Aunque habla en inglés, la voz es grave y no suena humana. O tal vez podría describirse como agonizante, algo que provendría de un hombre al borde de la muerte que se esfuerza por pronunciar sus últimas palabras—. Ciertamente… sorprendente.
Henry comprende a la perfección que está en territorio desconocido, posiblemente rodeado de enemigos o —al menos— seres que se rehúsan a someterse a él por ahora.
Pero es Henry, a fin de cuentas, y es por eso por lo que coloca sus manos una frente a la otra y sonríe secamente al decir:
—Oh, el sentimiento es decididamente mutuo.
