Esa mañana, me costó dar con el paradero de mi primo. La noche anterior, intenté informarle sobre mis fructíferos avances. El cómo la misión encomendada por él, me llevó a encontrar, a nuestra carta magna. El as, bajo la manga. Un tierno y sereno ancianito, llamado Wang Fu. Que estaba dispuesto sin repercusiones, a ayudarnos. De manera desinteresada, según él. Obviamente lo dijo de los dientes para afuera. A toda persona honrada que preste servicios por la causa, se le debe pagar una cuantiosa suma de dinero. En cuanto puso un pie en el gran palacio, demostró fascinación por la magnificencia de la arquitectura y parte del inmobiliario. Su casa era bastante humilde, confieso. Mas no restada en sitio. Cavilé que la gente de su nación pernoctaba en viviendas más bien reducidas. Él sabía muy bien cómo sacarle partido al exiguo espacio.

Le entregué un cuarto amplio en el ala oeste de la mansión. Con una cama cómoda, un ventanal amplio y pulcro, de vista a los jardines traseros. Artículos de aseo. Bacinica y tina de bronce. Y un enorme escritorio que mandé a traer del poblado, exclusivamente para sus anotaciones. Acompañado del gran librero de roble, hacia un costado.

—Le complace su cuarto ¿Maestro?

Le pregunté, de manera hospitalaria. No me respondió. A cambio, examinó cuidadosamente el lugar, de semblante reflexivo. Y solo se limitó a regalarme una sonrisa apacible. Es un hombre que impone mucho respeto ancestral, a pesar de ser tan bajito. Luka soltó sus maletas, a la altura de una silla. Se acercó a la lumbrera y miró hacia afuera. Asumí que no tocaría nada respecto el tema, por el hecho de prácticamente haberlo secuestrado. Lo siento. Se que suena déspota de mi parte. Pero no puedo darme el lujo a estas alturas, de permitir que se negara. Por lo que, si deseaba profesarse ofendido o molesto con mi actitud, me haría personalmente cargo de su ira.

De acuerdo. Dado que no me reprochó nada, tomé la palabra.

—Bien. Mañana tendremos más tiempo de presentarle a todos los integrantes de la familia. De momento, hay algunas cosas que tiene que saber —carraspea Fathom—. Los señores de este lugar, son Adrien Agreste y su esposa, Kagami Tsurugi. Si se los topa, solo baje la cabeza y salúdelos con respeto. Los horarios son muy estrictos aquí. El desayuno se sirve a las 8:00. El almuerzo a las 13:00. El té y merienda a las 17:00 y la cena a las 20:00 —relata—. Lo demás, ya queda entorno a alguna celebración o cosas similares. La letrina está saliendo por el pasillo, a la derecha. Se le asignará una moza para preparar sus baños. Y si desea salir del castillo, será Luka Couffaine quien se encargue de ensillar su caballo. Todo esto, previa autorización mía. ¿Algo que desee acotar?

—Si —murmura el anciano, tocándose la barba—. La cama.

—¿Qué sucede con ella? —inquiere el inglés, preocupado— ¿No le gusta?

—No está en el lugar donde debería.

—¿Disculpe? —parpadea—. No…entiendo.

—El equilibrio perfecto para conciliar el sueño, es con el respaldo hacia la pared y no contra la ventana —revela—. Las energías deben confluir de manera armoniosa, sin afectar mis chakras. ¿Puedo moverla?

Sus ¿Qué? ¿Qué me cuenta…? —despabila— ¿Eh? Cl-Claro que sí, maestro —asiente—. Puede hacer los cambios que requiera en el lugar. Es su cuarto, después de todo.

—Perfecto —acata Fu, desvalijando sus pertenencias—. También quisiera pedir un par de maceteros. Hay algunas plantas que deseo poner. Imagino que eso no será problema ¿Verdad?

—Ningún problema —consciente Graham de Vanily, templado—. Con gusto se la mandaré a pedir. En cuanto haya terminado de desempacar y organizar todo, vendré por usted para mostrarle el laboratorio. Está en la planta baja.

—Gracias. Y buenas noches —se despide el varón, en una reverencia cortés.

No estaba del todo seguro que significaban las "reverencias". Pero me recordó mucho a las actitudes que tenía Kagami. No dudé en responderle de igual forma. Aunque no tuviera contexto de su significado, aún. Tras salir del cuarto, regresé con Luka al vestíbulo. Comimos algo y cada quien se disipó, en sus habitaciones. Lo siguiente que pasó, es harina de otro costal.

Caballerizas. Amanece. 10:22AM.

—¿Se puede saber en donde está todo el mundo? —berrea Félix, mosqueado—. Llevo una hora en esto.

—Le pregunté a los guardias apenas me levanté esta mañana —expone Luka, cepillando a uno de los jamelgos—. Dijeron que Adrien y Kagami salieron a cabalgar. Los vieron por los viñedos.

—¿Y Emma?

—Con ellos —agrega, removiendo el sudor de su frente—. Fueron los tres. Al parecer, Adrien le regaló una yegua a la niña. Por temas de su cumpleaños, comentó.

—¿Emma está de cumpleaños? Me lleva el diablo —farfulle Fathom, malogrado—. Imagino que Marinette estará al tanto.

—La señorita Dupain-Cheng aún…—musita—. No desea salir de su cuarto.

Dios. Lo que menos quiero, es que se pierda una celebración como esta. ¿Qué debería hacer? —repasa el monje, pesaroso—. De acuerdo. Ensíllame uno de esos. Los voy a alcanzar.

—Por supuesto —obedece Couffaine, armándose de riendas, cincho y estribos— ¿Deseas que te acompañe?

—No. Tu quédate. Alguien debe velar que Marinette esté a salvo y en cuanto a las prisioneras —demanda el anglicano—. No quiero que hagan nada estúpido.

—¿Qué hay del anciano?

—¿Qué pasa con Fu? —exclama el rubio, cogiendo guantes y fusta.

—¿No me pedirás que lo vigile también? —propone el peliazul, asegurando los correajes de cuero, a la panza del animal—. Mas que mal, es un extraño aquí. ¿No temes que haga algo raro?

—No seas tan paranoico —bufa el ojiverde, montando el corcel de un brinco—. El maestro Fu está aquí para ayudarnos. Es un hombre recatado y decente. Apégate a lo que te he encomendado. Si lo ves recorrer el lugar, déjalo —añade, taloneando—. Pero no te separes mucho de él.

—Si…—le ve partir, azorado—. Como digas…

[…]

—¡Papá! ¡Mira esto! —chilla Emma, jocosa. Carga consigo un pequeño panal de abejas— ¡Las encontré haciendo su casita en aquel abedul!

Campiña de los Agreste. A esa misma hora.

—Emma, por favor ten cuidado con ellas —advierte Adrien, apabullado—. Pueden picarte y provocarte mucho dolor.

—No seas tan alarmante, papi. Traigo mitones y morrión —carcajea la menor, entretenida— ¿Crees que podamos hacer miel con ellas?

—Mhm…lo veo algo improbable, cariño —bosqueja el Agreste, preocupado—. Nuestra familia no se dedica a producir tal néctar. Somos vitivinícolas ¿Lo recuerdas? Hacemos vino. De muy buena calidad.

—Ya sé. Pero no es mala idea dedicarnos a otras cosas también —sugiere la rubia, contenta— ¿No crees?

—B-bueno…yo…

—Su hija se muestra afanosa por producir miel a escala, Adrien —comenta Kagami, galopando hacia ellos. Desciende. Se quita los guantes— ¿No le dará una oportunidad?

—No estoy negándome a tal cosa, querida —explica el galeno, ruborizado—. Es solo que…no tengo mucho conocimiento sobre el tema. Imagino que, para elaborar tal producto milenario, hace falta estudiar a fondo el mundo de esos bichitos.

—Las abejas no son bichos, papá —determina Dupain-Cheng, entusiasmada—. Son insectos. Que, al igual que las hormigas, evolucionaron a partir de himenópteros aculeados.

—¿Perdona…? —no se entera de que chucha le dijo.

—¡Jajaja! —carcajea Tsurugi. Maravillada y al mismo tiempo, complacida con tal explicación—. Se quedó corto, cariño. No me diga que le amedrenta el conocimiento.

—¿Cómo dice eso? Jamás —reformula el varón, admitiendo su ignorancia en total humildad—. Lo cierto es que el termino me descolocó. Pido una disculpa de ante mano.

—No pasa nada. No sea tímido conmigo —Kagami le frota la nuca, regalándole un toque cariñoso entre sus cabellos. Acto seguido, se arrodilla frente a la menor—. Dime una cosa, pequeña. ¿Te gustaría realmente crear miel? Y no hablo en términos biológicos solamente. Me refiero a poder producirla masivamente y entregarle al mundo, tal producto —propone—. De cara a que todos en el reino, endulcen sus mesas con él.

—¡Me encantaría, Tsurugi-san! —revela la pequeña Agreste—. Es más, quisiera también poder tener una granja de caracoles.

—Mire eso, Adrien —asiente la japonesa, bosquejándole una mueca altiva a su marido— ¿Ya la escuchó? Emma es sin duda una visionaria —se gira a la chica— ¿Sabías que la baba del caracol, genera antisépticos naturales? Algo así como medicina para el cuerpo y el alma.

—Wow…no sabía que eso existiera —expresa sorprendida, la niña.

—¿Qué cosa? —pregunta la nipona, divertida— ¿Lo de los antisépticos?

—No. Me refiero. Al "alma" —sentencia Emma, encandilada con su comentario— ¿Realmente si existe?

—…

Kagami comprime los labios. Ninguno de los presentes; distingue que pasa realmente por su cabeza. Solo puede asentir en respuesta, aunque no del todo cómoda. Sin duda, algo le ha abrumado en tal pregunta. Se levanta. Observa a su esposo. Y declara.

—Creo que usted y yo, tenemos una conversación pendiente sobre eso.

—Le ruego no me mire así —murmura Adrien, azorado—. Emma pasó muchos años viviendo con mis padres. No olvide que son católicos.

—Bueno. Pero entonces —frunce el ceño— ¿En dónde estuvo usted?

—¿Disculpe? —planta, el francés.

—No soy católica. Porque no creo en ese Dios horrendo y castigador —aclara Emma. Bastante consciente de lo que comentan los mayores—. Por favor, no especulen cosas de mí. Si bien mis abuelos me intentaron meter en la cabeza muchas ideas, yo desde muy jovencita, me rehusé a creerlas —revela, depositando sobre el pasto, el panal—. No soy tan tonta. Se sacar conclusiones por mí misma. Antes, tuve un amigo. Se llamaba Emilio. Era una iguana. Y falleció de una manera extraña. Yo le hice un entierro. Y Nathal-…

—Nathalie no es un referente de nada, mi niña —interrumpe Adrien, avergonzado—. Por favor, no la menciones más.

—Nathalie es mi amiga, papá —rebate Emma, molesta— ¿Ahora no puedo mencionarla?

—Y-yo, n-no-…

—…

—…

Silencio sepulcral en el ambiente.

—Emma. Lo que pasa, es que-…

—¡Primo! —aúlla Félix, cabalgando hacia ellos a lo lejos— ¡Por fin te encuentro!

Que pésimo momento —descubre Adrien, cabizbajo.

Joder. ¿Así es como me van a empezar a recibir? Porque como pretendan hacerme la ley del hielo o restarme de esta historia. De plano y lleno lo digo. Me largo. Tomo todo y me piro. ¿Qué cojones pasa? Tironeé de las cinchas de mi caballo, arrojándome al suelo con ímpetu. Hay ciertas cosas que debo comentarle. Aunque no negaré que me llamó muchísimo la atención, notar la escena de ver a Kagami mucho más cercana a Emma. ¿De qué me perdí? Adrien es su padre biológico. ¿Qué mierda haces, cabrón? Lo aparto hacia un lado, jalando de su antebrazo.

—¿Qué pasa?

—Nada. Todo normal —revela Adrien, malogrado— ¿Qué quieres?

—Como que ¿Qué quiero? —Fathom se simular sentirse ofendido—. Vale. Entonces no te importa lo que pasó con la misión. Que pérdida de tiempo. Me regreso.

—¡Oye! ¡Basta! —el Agreste lo retiene de las muñecas, alterado—. Ayúdame ¿Quieres?

—¿Con que? —le transfiere su primo—. Te veo muy jovial disfrutando de una mañana amena con tu esposa y tu hija.

—Con un demonio, Félix —protesta el galeno, abochornado— ¿Qué no distingues que me profeso fatigoso? Llegaste en un minuto pertinente. No digo que no te necesite. Solo estaba intentando lidiar con mi paternidad ausente.

—Te pasa por no ser responsable, primo. Pero descuida. No vine a cuestionar aquello —Graham de Vanily le da una palmada violenta en la espalda, bromista—. Encontré a nuestro eslabón perdido.

—¿De qué hablas? —murmura, escapando de otras versiones.

—Anoche te busqué, tontorrón —susurra el monje, sin levantar sospechas de nadie—. Pero ya no te voy a preguntar en dónde estabas. Es más que obvio.

—Félix, quiero que sepas que es imperativo que mi relación con Kagami de frutos.

—No especules cosas, Adrien —se defiende su contrincante—. Tu eres libre de hacer lo que se te plazca con Tsurugi. Es tu mujer, por todos los apóstoles. Solo te pido que cuando sea muy urgente, estés apto para hacer un alto a tu sentimentalismo y te enfoques en lo que es realmente importante —advierte el británico—. Imagina te tienen que avisar de una revuelta o una guerra. ¿Qué vas a hacer? ¿Decir que estabas haciéndole el amor a tu esposa?

—Vale. Ya entendí —concede el galo, derrotado—. Admito que soy nuevo en esto ¿Ok? No nací para ser un líder.

—Como sigas repitiendo eso, te voy golpear —lo zarandea, de vuelta—. Sin embargo, debo retomar lo que me convoca ahora.

—Dame detalles. Caminemos —sisea el Agreste, de manos traseras—. Finge venir por otra cosa. Mi mujer no sabe nada.

—Así que decidiste ocultarle el avance del suero a tu propia esposa —farfulle Fathom, negando con la cabeza—. Bueno, tu sabrás por qué haces las cosas. Lo cierto, es que sí. Lo encontré. Su nombre es Wang Fu. Se hospeda ahora en palacio. Es lo que nos faltaba, primo. Es la clave de todo. Está dispuesto a trabajar en la cura. Siempre y cuando, le prestes ingresos monetarios por ello.

—Especifica a que me enfrento —prorrumpe el francés—. Ahora mismo eres mi mejor consejero. No confío en nadie más. Ni si quiera en ese anciano.

—Deberías hacerlo en Kagami —le amonesta.

—Félix…—exhala el conde, derrotado—. Vamos…

—Al grano —recula Félix, liquidándolo con la mirada—. El maestro Fu nos aportará con esto. Pero es imperioso que me ayudes a controlarlo y mantenerlo trabajando en el laboratorio. ¿Lo pillas?

—Lo pillo —acata del francés—. Ahora vete de vuelta. Coge el caballo y espérame en el castillo. Regresaré en cuanto me desocupe en la campiña.

—¡Ah! Por cierto…—Graham de Vanily se gira hacia las mujeres—. Supe que tu hija está de cumpleaños hoy.

—Si. Así es. ¿Puedes creerlo? Lo rápido que crecen…—suspira el galeno, conmovido por la ternura que le ofrece la escena—. Le regalé una yegua mansita, en su honor. Aunque ahora mismo esté más entusiasmada con los paneles de las abejas. Siento que de alguna forma…dio un estirón —ríe, jovial—. Siendo tan pequeña, ya está pensando en la economía familiar. Desea que hagamos miel para el poblado.

—No es tan pequeña como parece ¿Sabes? —le advierte su primo, jocoso—. A esa edad, yo ya estaba recibiendo entrenamiento militar y tú, ayudando con el fundo.

—Es verdad. Pero Emma es una mujercita —comenta Agreste, sobándose la sien—. Debería estar más enfocada en otra clase de estudios.

—¿Qué tiene que ver eso? —protesta el inglés, extrañado—. Me sorprende que tengas esa clase de pensamientos. Te creí un hombre más liberal.

—¿Qué tiene de malo? —profesa el galo, jugueteando con un par de espigas de trigo—. Solo soy un padre preocupado por el futuro de su hija.

—Si, pero Emma no se ve que sea la clase de chiquilla que aspire a pasarse la vida sentada bordando o leyendo poesía —manifiesta el monje—. Ha demostrado todo lo contrario.

—Aún le falta madurar —desvía la mirada.

—Primo, no te engañes. Se que buscas lo mejor para ella —sugestiona el británico, tomando el hombro de su familiar—. Sin embargo, no olvides de quién es hija. Ni con quién te casaste ahora.

—Félix. Lo que menos quiero es poner en peligro la vida de Emma —masculle el doctor—. Mi prioridad ahora es cuidarla.

—Protegerla y coartarla no son la misma cosa. Tu mejor que nadie, sabe lo que es vivir bajo las sombras de un progenitor autoritario.

—Gracias. En verdad te agradezco tus aprensiones sobre el tema —descuece el varón, apartándole la mano de manera hosca—. Pero te rogaría no involucrarte tanto. Ni si quiera tienes hijos. No sabes de lo que hablas.

—¿Y tú sí? —chista Fathom, maleado—. Estuviste alejado de ella durante años. Tu relación fue tan intermitente como la mía con el idiota de Colt. Por favor, vete con sensates. No caigas en cosas de las cuales te puedas arrepentir luego.

—¿Acaso te mandó Marinette a decirme todo esto? —le reprocha.

—¿De qué hablas, tonto? Ella ni si quiera ha dejado su cuarto —Félix le increpa, molesto—. Te recomiendo no pasarte obras teatrales que no son ciertas. Y por lo demás, es el cumpleaños de Emma. ¿Has pensado en ella, si quiera?

—En estos momentos, Marinette está muy inestable como para acercarse a alguien. Eso incluye a nuestra hija —dictamina Adrien, caminando de regreso—. Lo siento mucho, pero no podrá verla. Es una decisión tomada y no está en discusión.

—Nunca imaginé que volverte señor de estas tierras, te convertiría en un déspota —exhala Graham de Vanily, desencantado—. Ten cuidado, primo. El poder, si no se maneja con altura de mira, te puede pasar la cuenta. Nos vemos.

Tsk… ¿El poder? ¿Qué poder? No siento que haya cambiado tanto. Solo estoy ejerciendo mi posición como fui criado —piensa, mientras divisa como su compañero se aleja a caballo. Fingiendo que nada ocurre, regresa a las muchachas—. Será mejor que continuemos el recorrido. Aun nos falta ir a ver el ganado bovino y el aserradero. Quiero que conozcas estas tierras, como la palma de tu mano. Algún día, serán tuyas.

—¿Por qué tío Félix no puede acompañarnos? —consulta mermada, la menor.

—Tío Félix tuvo que hacer unos encargos en el pueblo —falsea el rubio, despeinando a su pequeña—. Pero no te preocupes. Nos alcanzará para el almuerzo. Ven conmigo. Te ayudaré a subirte a tu caballo —la toma en brazos.

—No me gusta esta silla —reclama la ojiverde, frustrada— ¿Por qué no puedo montar como tú?

—¿Eh? ¿Qué tiene de malo esa silla? —responde el conde, confundido—. Está diseñada de esa forma para que las señoritas puedan cabalgar sin estropearse el vestido.

—Es incomodo. Tengo que ir prácticamente con la columna curvada —refunfuña la rubia—. Quiero cabalgar de piernas separadas.

—Emma. Eso…no es posible, cariño —pronuncia Adrien, en una sonrisa nervuda—. Las mujeres montar así. Y los varones de esta forma. ¿Lo entiendes? Así debe ser.

—¿Quién lo dice? ¿Es una regla? ¿Y cómo Kagami? —la apunta. Quien está claramente, de piernas separadas sobre su corcel—. Mamá también. Zoé igual. Si ellas pueden, yo también puedo.

—Es cierto, Adrien —bufa Tsurugi, bastante estimulada con la entretención que le brinda la jovencita—. No sea injusto con la niña. Ella puede montar como guste.

—Óigame —el hombre fulmina a su cónyuge—. No me-…

—Es más. Estoy harta de usar vestidos. Siempre me incomodaron —gruñe Dupain-Cheng, rasgando violentamente el velo de este; hasta separarlos—. Así me siento más cómoda. Puedo correr a gusto y escalar árboles. Hoy es mi cumpleaños. Y exijo usar pantalones cómodos.

—E-Emma, cariño. Yo-…

—Que excelente decisión, pequeña Agreste —exclama grácil, la japonesa—. Conozco a un muy buen sastre en el poblado que encantado te hará las prendas que gustes.

—¿De verdad? —brinca la heredera, ocurrente— ¡Yo quiero ir y elegir!

Kagami…tú…—Adrien frunce el ceño, ensañado con su mujer.

—¿Qué le pasa, Adrien? ¿Acaso una abejita le picó la cara? —ríe Tsurugi, jalando las riendas de su jamelgo— ¡Hora de retomar el paseo!

Pero es algo, que sin duda dejará en el tintero.

[…]

—Vengo del poblado y…traje lo que solicitaste…

Si bien no he logrado poder ver a Marinette, directamente a los ojos. Es Luka, quien ha estado actuando de intermediario entre ambos. Por el momento, es el único que tiene permitido entrar al cuarto en donde permanece recluida. Hubiese sido descuidado de mi parte, pretender que una madre abnegada como ella, no recordara un día tan especial como este. Así que, bajo sus órdenes, Couffaine me entregó una carta que demandaba un presente humilde en son de la velada.

Envuelto en una caja de madera y adornado con un sobrio listón azul, deposité el regalo a los pies de la puerta.

—Lo dejaré aquí. Si está bien para ti —advierte Félix, melancólico—. No fue fácil conseguirlo, eh. Espero no se arranque…

—No te preocupes, amigo. Yo personalmente se lo daré —asegura Couffaine, fisgoneando el interior de aquella cajita, por uno de los orificios—. Wow. Félix. ¿Estás seguro que es esto lo que le gustaría a una niña?

—No lo sé, Luka. No conozco del todo las complacencias de Emma —exhala Fathom, divertido—. Pero si Marinette dice que sí. ¿Quién mejor que ella, para asegurarlo? Le creo.

—Vale. No te preocupes. Ahora mismo voy a-…

Un portazo nos alerta. Provenía del primer piso de la casona. Pisadas van y vienen. El guardia balbucea cosas. La frecuencia vocinglera de Emma, correteando por las escaleras. Mierda. Viene hacia nosotros. Empujo a Luka del pecho y le hago una mueca de muerte, con el dedo. Velozmente, se apresura a esconder el mini cajón. Me mira. Luego el suelo. Se desespera. Lo cacheteo. ¡Despabila, estúpido! Desaforado, abre la puerta del cuarto y desliza el regalo hacia el interior, con el talón del pie. Cierra. ¡JUSTO A TIEMPO!

—¡Ah! ¡Tío Félix! ¡Luka! —chilla Emma, agraciada— ¿Qué hacen ahí? Parecen estatuas.

—¡N-no! ¡Nada de eso, pequeña! —exclama Couffaine, turulato—. Pasa que estoy con…eh…huh…mh…

—Luka tiene sabañones —acomete Félix, de la nada.

—¿Sabañones? —pregunta la Agreste, liada— ¿En las manos?

¿Qué mierda? —Luka le sigue la corriente— ¡Y en los pies también! —no sabe ni que dijo.

—Auch…bueno…eso debe de doler mucho —murmura Dupain-Cheng, sobándose la mejilla derecha—. Si es así. Será mejor que no te acerques mucho a él, Tío. Los sabañones son contagiosos.

—¿Lo son? —Fathom finge demencia y obedece, caminando hacia ella— ¡Entonces tampoco debes acercarte tú, jeje! ¿Vamos? Supe que es tu cumpleaños y acabo de regresar del poblado con un presente para ti. ¿Te gustaría verlo? —relata, en lo que fulmina al compañero por el rabillo del ojo.

—¡¿De verdad me tienes un regalo?! ¡Si! ¡Quiero verlo! —lo sigue, entusiasmada.

—Fiuf…eso estuvo cerca —suspira aliviado, el ojiazul. Aunque no del todo convencido, de que fue lo que se inventaron. Se mira las manos, preocupado— ¿Y qué mierda son los sabañones? Creo que tendré que leer sobre eso…

—Luka…—Marinette le llama desde el interior—. Ven, por favor.

—¡Ah! S-si —asiente, jalando la manilla—. Voy…

A esa misma hora. En el salón.

—Adrien. ¿Se quiere calmar, por favor? —advierte Kagami, colgando su capucha sobre el perchero—. Me pone nerviosa que se mueva así.

—¿Qué pretende, Kagami? —desentona el rubio, sirviéndose un trago de whisky— ¿Por qué osa en desobedecerme delante de mi propia hija?

—¿Qué cosas dice, marido? —contesta serena. Y un tanto enternecida con su actitud—. No he hecho tal cosa. Por el contrario, fui muy obediente. Emma exigió algo y yo solo se lo di.

—Sabe muy bien a lo que me refiero. No quiera verme cara de tonto —la reprende, tomando un sorbo—. Creí que habíamos quedado en un acuerdo usted y yo. No pasarían estas cosas. Dijo que tomaría en consideraciones mis sentimientos.

—Lo hago. Estoy muy consciente de que le preocupa el bienestar de su hija —relata Kagami, templada—. Busca hacerla feliz ¿No? Es lo que hice esta mañana. ¿Acaso no ha visto como sonríe ahora con sus nuevos pantalones?

—Eso…—farfulle, atragantado con sus propias palabras. Sabe que tiene razón—. Nhn…eso no es de lo que hablo…

—¿No cree que es muy temprano para beber? —consulta.

—No —contradice, bebiendo otro trago en el proceso—. Y por lo demás, eso lo decido yo.

—No se ponga así. No logrará nada bueno —sisea Tsurugi, con voz acaramelada—. Se ve muy lindo cuando se irrita y no puedo si no, fascinarme.

—No busco fascinarla ¿Sabe? Realmente estoy molesto.

—Ya. Pero…vamos —Kagami desvía la mirada, sutilmente ruborizada—. No estamos precisamente en ese plan ¿O si…?

—B-bueno…yo…—Adrien hace una pausa prolongada. Repasando los pormenores de la escena, sin duda no hay forma de que sus demandas sean tomadas en serio. Su cónyuge no muestra una actitud belicosa como él. Por el contrario. Y para que haya una pelea, se necesitan dos. Completamente desarmado, se deja caer sobre el sofá—. Vale…lo siento. Tiene razón…

—Oiga. Venga, deme eso —la joven guerrera se sienta a su lado, quitándole de la mano aquel vasito que portaba con galantería—. Dimos un gran paso esta mañana ¿No cree? Lo de salir a recorrer juntos las tierras. Se comportó muy juicioso. Y déjeme decirle, que me gustó mucho cabalgar a su lado.

—¿Lo dice en serio? Es que era el cumpleaños de Emma, y-…

—Fue una estrategia muy bien planeada —esboza la peliazul, tomando sus manitos con ternura—. Era si no, el momento más idóneo. Me siento más cercana a usted…

—Pareces caerle muy bien a Emma —expresa el galeno, con un tinte carmesí en las mejillas—. Se ve que te tiene estima.

—No sabe lo mucho que significa eso para mí —admite abiertamente, la samurái—. Parte de este proceso que llevamos a cabo, no solo se limita a nosotros dos. Es muy transcendental, poder tener una sana relación con su familia también.

—Bueno, hasta el momento sin duda se ha ganado el aprecio de mi hija y de mi primo. Aunque…—sisea el médico, cabizbajo—. No pueda decir lo mismo de mis padres. No sabe cómo me hubiera encantado que las cosas se hubieran dado de manera distinta.

—No hay salvación para sus padres, Adrien —reniega Kagami, apartándose con desazón—. Eso no es debatible ni transable. Aunque si me pregunta, aun me queda alguien por conquistar.

—Se perfectamente a lo que se refiere y no deseo desalentarla, pero…—extravía la mirada, injuriado—. Lo siento. Se ve casi imposible. Marinette es una mujer…mhm… ¿Cómo decirlo

—¿Orgullosa?

—No. Desconfiada —aclara—. Lo cual, en estos tiempos, no es para nada una desventaja. Es natural, ha pasado por mucho dolor. Perdió a sus padres. La alejaron de quien más amaba. Rompieron su mundo.

—Marinette y yo, no somos tan distintas —Kagami se levanta del sofá, caminando hacia el ventanal del salón—. Puede que no le haga sentido ahora. Pero de cierta forma, empatizo con su malestar. El sufrimiento, es el mismo al final del día. Cuando lo único que aqueja, es la perdida. Sea de quien venga.

—Kagami…—susurra Adrien, derrotado—. Usted…

—¡Papá! —interrumpe Emma de sopetón, cortando el hilo de la conversación— ¡Papá! ¡Mira lo que me regaló mi tío Félix! —le enseña, blandiéndola al aire— ¡Es un florete!

—¿Qué demonios? —Adrien da un salto, espantado— ¡Félix! ¡¿Por qué mierda le das a Emma una espada?!

—Hey, calma las aguas primito —se excusa el inglés—. Es un florete. ¿No sabes la diferencia? No tiene filo ni punta que lastime.

—¡Es un arma! —ladra el francés, colérico.

—¡No lo es! —aúlla la menor, agitándola de lado a lado; cual guerrera— ¡Seré una espadachina profesional! ¡Un samurái! ¡Como Kagami-san!

—Válgame, que la diosa Inari que me escuche —exclama la japonesa, briosa—. Jovencita. ¿Te interesan las artes nobles?

—¡MUCHO! —exclama Dupain-Cheng, apuesta y gallarda— ¡Quiero aprender! ¿Me enseñaría a ser una guerrera como usted?

¡NO! —sentencia su padre.

—Si. Por supuesto —acepta la fémina.

—¡Pero-…!

—Primo, primo, primo —carcajea Fathom, jalándolo vehementemente hacia un costado del salón—. Vamos, no seas tan obtuso. Deja que Emma aprenda el ilustre devenir de la sabiduría francesa. ¿No eres un patriota, acaso?

—¿Disculpa?

—Esgrima, primo —revela Graham de Vanily, ocurrente—. Mujeres y hombres por igual, deben practicar y manejar tal habilidad. Está de hecho, en los estatutos del rey. ¿O qué? ¿Acaso también te vas a negar a las tradiciones ancestrales de tu propia cultura?

—¿Qué dices? Yo no-…

—¿Sabe esgrima, Adrien? —consulta Kagami, festiva.

—Por supuesto que sé de esgrima, Kagami —aclara el galeno, atormentado—. Es casi un deporte nacional. Todos debemos conocerlo.

—Bien. Entonces no le molestará que Emma lo aprenda por igual —determina Tsurugi—. Pequeña guerrera. Seré yo quien personalmente, te de clases de tal panegírico.

—¡¿En verdad me enseñara?! —sus ojitos se iluminan, como dos faroles.

—Por supuesto. Una mujer gallarda y virtuosa como tú, debe ser versada de semejante arte —esclarece la mujer—. Ve por tus cosas y encontrémonos en el patio. Armaremos un campo de entrenamiento ahí.

—¡Si! ¡Yupi! ¡Este es el mejor cumpleaños de toda mi vida! —chilla Emma, abrazando a su padre entre tanto— ¡Gracias, papi! ¡Prometo ser la mejor esgrimista del reino!

—De-De nada…cariño…—murmura Adrien, turulato—. Dios… ¿Qué puedo hacer? No es como que-…

—Joven Agreste —uno de sus guardias personales, interviene la conversación—. Lady Emilie solicita su presencia en calabozo.

¿Mi madre? —carraspea—. Ejem. Lo siento. Me niego a visitarla. Ya lo hemos hablado. Y no titubearé ante eso.

—Con todo respeto, señor…—añade el hombre, preocupado—. Está muy enferma. Puede que quizás, no sobreviva la noche.

—¿Qué…?

[…]

—Por fin te dignas a venir, niño —tose Emilie— ¡Cof! ¡Cof! Que milagro…

Calabozos. 19:10PM.

—No imagines cosas, mamá. Solo vine porque me dijeron que estas muy enferma —aclara el hijo, rehuyendo de su mirada con vergüenza— ¿Qué es lo que te aqueja?

—Dolor…—declara.

—Eso todos lo sentimos. Se más específica, por favor —demanda.

—Te has convertido en todo lo que juraste destruir, Adrien Agreste —se mofa Lila, en un costado de la celda—. Mírate. Solías repetir que despreciabas a quienes tenían poder y actuaban de forma cruel. Y eros aquí. Profesando la misma escoria de la que a regañadientes, odiabas.

—Dios. No te soporto ¡Guardias! —exige. Dos hombres ingresan al instante—. Por favor sean amables de llevarse a esta impúdica mujer de mi vista.

—¿A dónde la llevamos, señor? —consulta uno de los soldados, incrédulo—. Kagami-san dijo que-…

—¡No lo sé, joder! ¡Lejos! ¡Denle un baño o algo! —berrea el Agreste, cubriéndose la nariz con actitud nauseabunda—. Apesta a rebaño viejo.

—¡¿Cómo te atreves, pedazo de mierda?! —Lila es escoltada contra su voluntad, fuera del lugar— ¡Te vas a pudrir, Adrien! ¡El eclipse se acerca y serás víctima de su poder! ¡Entérate!

¿Eclipse? ¿De qué mierda habla? Que bruja... —exhala, frustrado. Al menos le alivia saber que están solos por fin—. Disculpa eso. Ahora dime, que pasa.

—Velo por ti mismo —Emilie le enseña un pañuelo ensangrentado—. Llevo un par de días tosiendo esta cosa. No sé qué me pasa. Tu eres el especialista aquí. Dame tu diagnóstico.

¿Qué significa esto? —el medico coge el trozo de género, estupefacto— ¿Desde hace cuánto?

—Un par de días solamente.

Mierda. Esto es…—eleva los ojos, examinando las ventanas y paredes. Solo para ese entonces, se percata de lo que sucede—. Mamá. Este lugar está corroído por el moho. Hay indicios de humedad por todos lados. El suelo parece ennegrecido y hay restos de ratas comiendo las sobras. ¿Qué mierda está pasando aquí?

—¿Qué más podría estar pasando, hijo? —se encoge de hombros, desahuciada—. Es el trato que tu querida esposa nos ha dado.

Es paupérrimo. Indigno. Mi madre tiene el cabello opaco. Se ve que no se ha dado un baño decente en semanas —traga saliva, intranquilo— ¿Has pasado frio?

—Frio, hambre, sed, falta de higiene. Todo lo que puedas pensar —explica la fémina—. Ya ni si quiera sé qué día del año o mes, es hoy.

—Kagami dijo que te mantenía a salvo —declara el conde, injuriado—. Con buenas condiciones.

—Supongo que te mintió, Adrien —declara la rubia—. No ha habido un solo día, en que no… ¡Cof! ¡Cof! —se retuerce contra el suelo— ¡Buagh! —vomita.

—¡¿Madre?! —espantado, se arroja a ella. El charco de sangre sobre el suelo, le alerta de una clara enfermedad que muy bien conoce y trató en el pasado—. Mamá…puede que…tengas…

—Neumonía —lauda su madre.

—Si…eso pienso —farfulle el varón, descalabrado—. Mamá…no puedes seguir en estas condiciones. Es tiempo de que salgas de aquí.

—Kagami no me va a liberar. ¿Sabes? —sisea la fémina, endeble.

—No. Y yo tampoco —comprueba, elevándola por el cuello—. Pero eso no quiere decir, que me reste de tus cuidados. Por supuesto que te irás al exilio. Actualmente, es lo mejor para ti.

—Hijo…—jadea la mujer, entumecida—. No importa finalmente que pase conmigo. Tienes que cuidar de Emma. Prométeme…que la custodiarás de todo mal. De toda doctrina nociva que pueda perjudicarla. Emma es una señorita. Una mujer de bien ¡Cof! —tiembla, febril—. Que no tome armas, por favor. Te ruego la conviertas en una damisela acorde a nuestra familia. Yo no… ¡Cof! ¡Cof!

—Estoy muy pendiente de Emma, mamá. De verdad que lo hago y lucharé por ella —manifiesta el galeno, elevándola de pies y brazos—. Pero no te dejaré aquí. Eso es infame. Ven conmigo. Ven —la carga— ¡Guardias! ¡Abran!

Adrien escolta a Emilie hacia el ala norte de la casona. Ha decidido arbitrariamente cuidarla. Tratarla y mejorarla, de tal forma que pueda irse sana del reino. Tras salir del cuarto, uno de los soldados lo ataja, cuestionando sus métodos. Sin embargo, el joven amo no está dispuesto a tomar en cuenta ni un solo comentario que inquiete su prudencia. No va a permitir, que su honra sea amancillada por agrios juicios. Demanda que todo aquel, que demuestre un rechazo a su vehemente autoridad, salga de palacio. Y no vuelva. De cara a un castigo severo. Algunos escoltas no profesan tal jurisdicción. Se reúnen, bajo el manto nocturno. Con animosidad de comentarle de esto a Kagami Tsurugi.

Iracundo, Adrien ordena que una enfermera del poblado recurra a palacio con urgencia. Se topa con un inocente Luka, quien desconoce todo agravio. Será el, quien salga en búsqueda de esa sanitaria. Sin tener contexto, de nada.

El reloj de pared marca las 21:05PM. Adrien yace de pie contra la mampara que resguarda a una Marinette, recluida. No golpea. Ni si quiera la llama por su nombre. Tan solo solicita sin miramientos, que le abra ella o derribará la puerta a la fuerza. Mermada, accede a sus exigencias. Le permite entrar. Y es ahí, donde se ven las caras en son de una conversación áspera y agria.

—Que valeroso de tu parte querer venir a verme en persona, Adrien —profesa Marinette, paseándose por el cuarto— ¿No temes que te coma?

—No lo hiciste con mi primo. ¿Por qué lo harías conmigo?

—Es verdad —revela la mujer— ¿Por qué lo haría contigo? Si a él lo amo y a ti te detesto. ¿Tiene lógica?

—Mucha —rezonga Agreste, fulminándola con la mirada—. No soy gusto complaciente de tu exquisito y delicado paladar.

—Te lo concedo —manifiesta la fémina, empuñando sus manos, molesta—. Estoy sumamente irritada con tu presencia. Pero en efecto. Como no me gustas, no te quiero ni saborear. Tragarte sería un desperdicio —añade, jadeante— ¿Qué carajos quieres, hijo de puta?

Sigue irascible. Es normal. No me lo tomaré personal. Menos mal que nadie ha venido a verla o podría insultar sin quererlo… —exhala el varón—. Kagami le está enseñando el arte de la Esgrima a nuestra hija.

—Ah. ¿De verdad? Pues, me alegro —declara—. Es justo lo que necesita aprender.

—¿Cómo es que te pone contenta algo como eso? —le contradice el rubio—. Emma es una niña de bien. Es muy peligroso que se ande exponiendo de esa manera.

—Por favor, no seas tan exagerado —se mofa la peliazul, encogiéndose de hombros—. Yo a su edad ya sabía cazar y montar a pelo.

—Eran otros tiempos, Marinette.

—En eso tienes razón, Adrien. No existían esas cosas horrendas deambulando por ahí —sisea Dupain-Cheng, con altivez—. Ahora con mayor razón, es imperativo que aprenda de jovencita a defenderse.

—Si estoy trabajando arduamente en encontrar una cura para ese mal, es precisamente para que Emma tenga un futuro próspero en el cual no tenga que tomar las armas —sentencia, mosqueado—. Y por lo demás, es una damisela.

—Lo que faltaba. El comentario del año —ríe Marinette, en actitud soberbia—. Te recuerdo que tú eres hombre y hasta hace muy poco, ni si quiera sabias blandir una puta espada de cartón. Así que no me vengas con argumentos del maldito neolítico. Porque en eso, jamás tendrás mi apoyo.

—Nunca sentí que contara con él, de todas formas —musita, agraviado.

—¿Qué tienes? —farfulle suspicaz, la fémina—. Tú no eres así. No te conocía esta faceta. ¿Quién te está influenciando?

—¿De qué hablas? Nadie me manipula.

—Si que lo hacen. Eres demasiado predecible, Agreste —masculle, de forma incisiva—. Ya dime quien fue. ¿Félix? Lo dudo. Él tiene en alta estima a las mujeres ¿Kagami? No creo. Es un samurái. Y por lo demás, fue su idea el de que Emma luchara. En tal caso, solo se me ocurre una persona capaz de hablar semejantes estupideces. Fue Emilie ¿No es así? —propone—. Esa vieja arpía.

—Mi madre solo busca lo mejor para Emma —declara—. Es su nieta, después de todo.

—Tu madre, Adrien. Tu jodida madre, solo quiere adueñarse de nuestra hija ¿Cómo es que aún no abres los ojos? ¡Después de todo lo que sabemos! —le increpa, furibunda—. Te lo advierto. Quiero lejos a esa mujer, de la crianza de nuestra hija.

—Pierde cuidado —explica—. Mi madre se irá pronto al exilio.

—Esa bruja es capaz de todo, incluso viviendo en otro continente —revela—. Pero vamos. ¿Por qué has venido realmente? Hoy es el cumpleaños de Emma. Y se dé buena fuente, que liberaste a Emilie del calabozo. ¿Qué buscas?

—Mi madre pescó tuberculosis —ilustra el rubio.

—Tu madre merece la muerte —rumia, rabiosa.

—Ya. Pero no así —desenreda el hombre—. Vine porque quiero que Emma te tenga presente en su vida.

—¿Perdona? —blasfema.

—Le tienes un regalo ¿No? —desvela.

—…

—No te calles. Ya me enteré —exterioriza el chico de mirada esmeralda—. Dámelo. Se lo entregaré por ti.

—¿Qué enfermedad le inventaste a Emma para que no podamos vernos?

—Cólera —arguye Adrien, desolado.

—Fascinante —Marinette rueda los ojos, sarcástica.

—Era eso o decirle que su madre intentó comerse a su tío —declina el muchacho.

—Yo no quis-…

Lo hiciste, Marinette —refuta, alterado—. Y ya basta de este show pobre. No es fácil para mí, seguir manteniendo esta farsa. Deja de pensar que me encanta engañar a mi hija. Me siento mal ¿Ok? ¡Me siento de la mierda! ¡Ya dame el presente!

—Aquí lo tienes, estúpido —Marinette se lo enseña, deslizando la caja por el suelo—. Ya no me alces la voz. Llévaselo y dile que viene de mi parte.

—Gracias. Que amable —lo recoge del suelo—. Por cierto, mi madre estará bajo mi supervisión. Restando eso. Quiero que sepas, que estoy a nada de conseguir la cura. Félix es un hombre muy indulgente y trajo consigo a un erudito en el tema. Se ha comprometido con la causa.

—No dudaría ni por un segundo de Félix —sisea Marinette, regresando a su cama—. Es un hombre increíble. Un caballero. Un chico correcto. Confío en él.

—Como me hubiera gustado que confesaras confianza así en mí, en el pasado —revela Adrien, caminando hacia la salida—. Supongo que fue mi culpa.

—No. No fue tu culpa. Fue la mía —manifiesta la peliazul, menoscabada—. No te amé lo suficiente. Esa es mi pecado.

No me-…

—¡Joven Agreste! —interrumpe Luka, hostigado—. Lo requieren en el salón. Le ruego venga y asista.

—Voy. Sin duda. Solo que estaba terminando aquí, un tema —propone el Agreste, desaforado—. Encontraré la cura. Te la daré. Dalo por hecho.

—Espero sea antes del eclipse —insinúa.

—¿Qué eclipse? —parpadea, estupefacto.

—¿No te enteras? —propone.

—Disculpa, pero no —. Lila mencionó algo similar. ¿De qué hablan? —despabila— ¿Qué pasa?

—Está en el calendario —Marinette le muestra el solsticio—. Se viene el eclipse de primavera. Uno del cual, es mejor no mirar directamente. Porque traerá consecuencias.

—¿Es algo más bien religioso o de plano pagano? —pregunta el ojiverde, intranquilo—. No quiero llenarle la cabeza a Emma de más cosas extrañas. Suficiente tuvimos con la locura que hizo Chloé.

—Ni idea. Solo sé que un evento astronómico como ese, no trae nada bueno —advierte—. Sobre todo, si se da una vez cada 100 años y encima a plena luz del día.

—Veo que pasaste realmente mucho tiempo con los aldeanos —exhala el varón, caminando hacia la puerta—. Se te pegaron algunas de sus locuras.

—Eran mi pueblo, Adrien. Algo que tu debiste hacer, por lo demás —expresa la aristócrata, esbozando un mohín agrio—. Pero preferiste jugar a los doctores.

—Que chistosa eres —rumia, sardónico el galeno—. Le daré tu abrazo a Emma. Y no te preocupes, no sospechará nada. Ahora que mi madre también está enferma, es la ocasión ideal. Luego ya podrás recuperar el tiempo perdido.

A pesar de mantener aquel semblante maduro y prudente entorno a su mal, Marinette profesa un sentimiento de culpa y profunda soledad. En su pecho, se ha anidado la desesperación. Que infructuosa, no logra mermar. Sus ataques de ira son cada vez más recurrentes y reducir el daño colateral de lo que pueda causar, es inminente. Las cicatrices se han expandido ahora por toda su espalda, pecho, hombros, piernas. Ha comenzado a experimentar los primeros cambios se aquella sed infinita.

Una vez a solas, se tira contra la cama y se toma la cabeza. Ahogar un sollozo inocuo, es a lo único que puede apelar. Ha perdido parte de sus uñas. Supura yagas que le carcomen la dermis, al sentarse. Y cada vez que desliza sus dedos sobre la melena, desprende parte de su cabello en el proceso.

—Date prisa, Adrien…—sisea acongojada—. No puedo, perecer aún…

[…]

—¿Qué está pasando? —espeta el joven Agreste, de regreso al salón— ¿Por qué este escándalo?

—Esta mujer está solicitando asistir a la ceremonia de la joven Emma, señor —señala uno de los guardias, estrujando violentamente el brazo de la prisionera—. Dice que fue la propia señorita, quien la mandó a llamar.

—Ya se lo expliqué un montón de veces, Adrien —protesta Kagami, mosqueada—. Pero no entiende con palabras.

—¡Ya les dije que Nathalie es mi amiga! —chilla la rubia, descalabrada— ¡Ella tiene que asistir!

—Emma. Ya te lo dije. Nathalie no está en condiciones de socializar con nosotros —el conde fulmina a la sirvienta, importunado—. Está acusada de cargos muy graves. Y la ley dicta, que debe permanecer en el poste.

—¡Ya sé lo que hizo Nathalie, papá! —insiste la ojiverde— ¡Pero solo pido que hagan una excepción! ¡Solo por hoy! Será un par de horas, solamente. Al menos hasta que pueda probar el pastel.

—Dios, hija. Te has vuelto muy caprichosa últimamente —proclama su padre, azorado—. Tienes que entender de una buena vez, que hay reglas aquí. No puedes ir por la vida desobedeciendo a tu antojo.

—Jamás he sido una persona desobediente, padre. Tus palabras me ofenden —le endosa Dupain-Cheng—. He pasado prácticamente toda mi vida acatando órdenes y preceptos que nunca me agradaron. Sin chistas. A regañadientes. Ya me cansé. Merezco algo de respeto y consideración a que mi voz sea escuchada.

—Primo…solo será por esta ocasión —musita Félix, al oído de su familiar—. Vamos ¿Qué te cuesta? Ya luego tendrás todo el año para hacer a tu antojo. Además, Emma solo conoce parte de la historia. No toda. Culparla de pagar los platos rotos ahora…es ridículo.

—Con un demonio, Félix —suspira Adrien, consecuente—. Como me hagas arrepentirme de esto y salga mal, te juro que te irás a dormir a los establos.

—Gracias. Que considerado —ríe Fathom, almidonado—. Como si realmente me importara eso. He dormido los últimos 8 años casi en la mierda misma. Actualmente, dormir entre animales se me hace más cómodo que con humanos —recula, guiñándole el ojo a su pseudo sobrina—. Todo arreglado, cumpleañera. Nathalie se quedará al pastel.

—¡Muchas gracias! —salta la menor— ¡A todos!

—Solo espero se comporte acorde a la ocasión y no haga nada estúpido —decreta Tsurugi, con voz agria—. A la primera actitud rara que te pille, te irás de azotes al poste. ¿Oíste?

—Fuerte y claro, Tsurugi-san —sisea Sancoeur, sumisa—. Si me permiten asearme, se los agradecería mucho. No estoy en óptimas condiciones de presentarme así.

—Si, sí. Claro. Guardias —demanda el terrateniente—. Llévenla a darse un baño y ropa limpia. Nos vemos acá en 30.

—Si, joven Agreste —asiente el soldado—. Camina, traidora —la espolea de los pies.

—Mamá no vendrá ¿Verdad? —pregunta entristecida, la heredera.

—No. Sigue muy enferma. Al igual que tu abuela. Pero… ¿Qué crees? —indica su progenitor, signante—. Ella no olvidó darte un presente en tu honor. Y me lo ha entregado para que lo veas —le enseña la cajita—. Dice que Feliz cumpleaños. Que te ama mucho. Espera que sea de tu sumo agrado.

—¡Wow! ¡¿Para mí?! ¿Qué es? —hurguetea dentro de los agujeros—. No puede ser. Imposible. ¿Será…? —suelta el listón, levantando la tapa que lo recubre— ¡Es maravilloso! ¡Muchas gracias, mamá! ¡Jajaja! ¡Siempre quise tener una como esta!

—¿"Una como esta"? —el mayor no se entera— ¿Qué es?

—¡Una boa de cola roja! —Emma levanta al reptil sin mayores miramientos, envolviéndolo rápidamente entre sus brazos y cuello— ¡Miren! ¡Salúdenla! ¡Holaaaa!

—¡Puta madre! —Adrien se entiesa.

—¿Qué demonios? —Kagami también.

—¡Kyagh! —grita una de las sirvientas, escapando espantada— ¡Es una serpiente! ¡Satán está en esta casa!

—¡Sabía que era una mala idea! —chilla Luka, descalabrado— ¡Te lo dije, Félix!

—¿A mí que me ves, idiota? Jajajaja…—carcajea Graham de Vanily, festivo con la escena—. Es inofensiva. No tiene colmillos. Fue criada en cautiverio. Descuiden.

—¡¿Tú sabias de esto y no hiciste nada?! —le increpa su primo, furibundo.

—¡Pero si a Emma le encantan los reptiles! —bufa el inglés, entretenido— ¿O no, pequeña?

—¡Los amo tanto! ¡Es tan suavecita y dócil y linda y escamosa! —exclama briosa, la rubia. Masajeando su extenso y largo organismo membranoso—. Su nombre será, Bufanda. Bufanda, la boa.

—Jm…bueno, al menos el nombre le queda de perilla —bufa la japonesa, escondiendo una mueca febril tras el puño—. Si parece una bufanda alrededor de tu cuello.

Me cago en todo. Dios, Marinette. ¿En que estabas pensando? —expele vencido, el mayor—. Bueno. ¿Qué se le va a hacer? Si Emma es feliz con ella…yo soy feliz también. Es hora de servir la cena. Traigan los platos —demanda.

Hacía mucho que no asistía a una celebración de cumpleaños tan amena como esta. Bueno, no es que pueda confesar que participé de muchas. Ahora que lo pienso, por lo regular eran bastante sosas. Opacadas, por una elite colectiva que finalmente utilizaba esa clase de eventos para chismear, cerrar negocios y escrutar con autoridad, futuras parejas para sus hijos. Sin si quiera tomar en consideración sus aspiraciones. Niños que aún se hurgueteaban la nariz, en busca de mocos secos. Se imaginarán, lo desconectados que estaban de la real orientación aristocrática. Nada tenían que ver en el asunto. Por esos años, debo de haber ido a… ¿Cuatro, cumpleaños? Quizás me esté incluso extralimitando en el número. Lo cierto es que yo crecí sin amigos. No era como que pudiera ejercer escribir arbitrariamente, una lista de invitados cuantiosa; a considerar en tal festividad. Los nobles eran quienes organizaban todo. Los participantes, sin duda eran peregrinos de sus corrientes políticas y aspiraciones económicas. Y nos obligaban a interactuar entre sí, vistiendo ridículos atuendos castrenses. Perpetuamente odie mi cumpleaños. Curiosa forma de admitir, lo inverosímil que me resultó mi venida al mundo. Colt era un perro despiadado, que se la pasaba ebrio todo el tiempo. Seguramente, como una manera solapada de escapar de tales tertulias empalagosas. Y mi madre como siempre, una mujer indulgente y sumisa, aparentando imágenes de buena compostura y roce social. Fingía en todo momento. Algo que no logré hacer nunca.

La mayoría de los chiquillos, eran crueles conmigo. Solían hacer comentarios ásperos respecto a la manera en cómo me desenvolvía. Las niñas, sobre todo. Que me examinaban de pies a cabeza, como si fuese un inadaptado. Algo fuera de serie. Frívolos entes, subyugados al mismo ritmo de sus progenitores. Me enseñaron a corta edad, lo que era saber simular caerles bien. Lamentablemente y para el pesar de Colt, no adquirí la habilidad de imitar algo que no era. Si tuviera que confesar mi propia empírica humanidad, sería la de ser sincero ante el mundo. Soy como soy. Siempre lo fui. Nunca renegué de mi naturaleza. Fue por esa misma razón, que mi progenitor aborrecía mi forma de ser. Y me tachó de "monstruito". Endosándome pecados que nunca cometí. Faltas agraviantes, como el de espantar personas. Ser un chico "raro" y difícil de tratar. Inadmisible de comprender. Imposible de…amar.

Colt Fathom se encargó de recalcarme hasta sus últimos días de aliento, que solo el demonio sería capaz de fijarse en mí. Y profesar afecto hacia mi persona. Convencido de tal irrisoria declaración, me enfoqué en mi madre. La única alma en la faz de la tierra que manifestó con dientes y uñas, lo que era amarme. Aceptarme, con la complejidad de mi morfología. Sugestionado, crecí así. Y me vi persuadido de impúdicos deseos carnales. Di riendas sueltas a mis afanosos deleites por las mujeres. Hice lo que quise. Sin medir consecuencias. Hasta que conocí a Chloé Bourgeois y bueno…lo demás, es historia contada.

Que, por cierto, aun no sé en donde está. ¿Qué fue de esa mujer?

—¿Te sientes bien, Félix? —pregunta Nathalie a su lado.

—¿Eh? S-si…claro que sí. Todo bien —carraspea Fathom, tomando un sorbo de su copa de vino—. Un momento. ¿Por qué me diriges la palabra? Tú y yo no deberíamos hablar. No olvides que solo eres una invitada más.

—No hace falta que me trates así —sisea, melancólica—. Conozco muy bien mi lugar. Es solo que te vi algo extraviado…

—Es chistoso que lo menciones ahora, Nathalie —berrea Félix, agraviado—. No te tembló la mano a la hora de apuñalar a mi madre.

—No quise hacerlo…—admite Sancoeur, cabizbaja.

—Claro que si lo quisiste —farfulle el británico, frunciendo el ceño—. Por favor, no me vengas con falsas modestias ahora ¿Quieres? Un poco de dignidad, por respeto al cumpleaños de Emma —tose, fingiendo comodidad—. Te ruego, no me hables más.

—Félix, yo a ti poco te conozco. Por no decir, casi nada —revela la mujer, desorientada—. No seas tan obtuso. ¿Qué necesidad tendría de querer matar a lady Amelie? ¿O a ti? No son peligro para nadie. Entiende —revela—. Me la encontré hurgueteando en el laboratorio de Gabriel. Emilie me dio órdenes de seguirla. ¿Cómo es que-…?

—¿Qué dices? —chasquea la lengua, incomodo—. Me parece impertinente que desees blanquear tus actitudes justo ahora. No caeré en tal juego.

—No pretendo eso. Solo que entiendas, que tal como expliqué ese día en las barracas…—murmura la ex ama de llaves—. Fueron mis órdenes. Yo no-…

—Ya déjate de tus estupideces ¿Quieres? —gruñe rabioso, Graham de Vanily. Acto seguido, le estruja el antebrazo derecho con potestad—. Se muy bien que fue lo que pasó esa noche. A ti te vale mierda recibir mandatos de Emilie. Lo viste conveniente para ti, porque Gabriel y mi madre tienen sentimientos entre sí. Lo hiciste de celosa y de enferma —añade, enajenado—. Ya cállate y no intentes nada.

—Fé-Félix…—balbucea Nathalie, adolorida—. Emma está mirando…

No está mirando ni mierdas —sentencia el monje. Murmura entre labios, el nuevo devenir de ambos—. Escúchame bien y con atención. A partir de ahora, si quieres vivir, trabajaras para mi ¿Me oyes? Kagami no te tiene incluida en su plan de exilio. Pretende matarte. Pero no me sirves muerta —relata—. Sabes demasiado y a diferencia de ella, no deseo silenciarte.

—¿Qué deseas que haga? —considera—. Soy todo oídos…

—A mi Tío no te acercarás más. Vete olvidando de ese amor enfermizo que sientes por el —determina—. Pero si te quiero de mi lado, para que Emilie salga sana y salva del país. Temo por otra clase de represalias que no tengan que ver con Kagami.

—¿De qué hablas…? —no se entera.

—Tiempo al tiempo. Ya te contaré. De momento —le reprocha—. Dime que puedo confiar en ti.

—Puedes contar conmigo —asiente, arrojada.

—Bien. Con eso es suficiente —Félix la suelta, fingiendo risas y melodramas; retorno a la velada—. Vaya. Ya se nos hizo bastante tarde y el pastel estaba muy rico. ¿Emma desea algo más?

—No, yo…—inquiere Emma, desencajando un amplio y sonoro bostezo—. Estoy algo cansada, tío. Me quiero ir a la cama.

No sé si era parte del plan de los invitados. Pero en cuanto todos escucharon aquello, se levantaron de la mesa casi unánimes. Dispuestos a despacharla a su cuarto. Que malos actores son, chicos. Solo querían acabar con esto y mandarla a dormir. En fin. No los culpo. Yo era cómplice de la parafernalia. Adrien, robando fibra como amo y señor de la provincia. Deja sus alimentos y bebidas a medio consumir. Y se dispone a tomarla en brazos, demarcando.

—Iré a acostar y arropar a mi hija. Ustedes pueden pasar al brandy —exclama, templado y con su hija en brazos—. Ya los alcanzo luego. Por favor, continúen. Ven conmigo, cariño.

—Buenas noches, amigos. Gracias por venir —balbucea una lánguida y adormecida Emma, envolviendo tiernamente el cuello de su padre—. Hasta mañana…

¡Hasta mañana, señorita Emma! —cascabelean todos, al unísono.

Silencio sepulcral en el ambiente. Una vez a solas.

—Reporte de lo que pasa en mi reino —demanda Kagami, trasladándose hacia el salón. Coge una botella de whisky y sirve tragos para todos—. Siéntense y escúchenme con atención. Tienen un minuto para decirme que mierda pasa. No quiero mentiras, porque mi esposo ya me adultera suficiente de la realidad. Lo que menos busco, es problemas con él. Lo que se hable aquí —sentencia—. Se queda aquí. Monje —lo fulmina con la mirada— ¿Qué pasó con aquel comiso?

Lo sabía. Sabía que Kagami ya tenía muy en claro de los pasos de Adrien. Comienzo a sospechar que finge ignorancia, frente a la que no tiene ¿Por qué no me sorprende? Mi primo es un idiota ingenuo…—exhala Félix, aceptando su trago y lo degusta, en el proceso—. No soy ningún traidor. Quiero dejarlo muy en claro frente a los asistentes. Si voy a hablar, quiero que-…

—Al grano, Duque de Hastings —berrea Tsurugi, sentándose frente a el—. Dime ya. ¿Quién es ese nuevo invitado sorpresa que alojamos en el ala oeste?

Era crónica de una muerte anunciada —exhala el caucásico—. El suero avanzaba. Pero nos falta más conocimiento sobre el tema. Es por eso que indagué a fondo y traje al maestro Fu.

—Preséntalo frente a mí —demanda la japonesa.

—No puedo —niega.

—¿Cómo que no pue-…? —Kagami se paraliza.

—Buenas noches, patrones Agreste —interrumpe abruptamente, el anciano—. Si deseaban conocerme, era cosa de invitarme a la velada.

—Disculpe, señor —recula Luka, liado—. No puede salir de su cuarto sin autorización.

—¿Cómo? —Wang se minimiza en su lugar.

—Con todo respeto, Fathom. No te ofendas —protesta la japonesa—. Pero ¿Este anciano quién es?

—Su nombre es Wang Fu. Ya te lo dije —repite el británico—. El nos va a aportar lo que nos faltaba para crear el suero final.

—¿De qué forma? —carraspea Kagami, no convencida.

—Tengo lista la formula, señora —advierte el anciano, levantando un trozo de papel en el aire—. Vamos a llevarla a cabo en el laboratorio y terminar con esto ¿Sí?

—¿Usted de verdad acabará con este mal? —berrea recelosa, Tsurugi.

—Sin duda —determina el chino—. Vengan conmigo al sótano. Les mostraré.

Era de no creer. ¿Realmente Fu pudo dar a parar con la cura real de este virus, en torno a la sangre de Kagami? No. Hubiese sido muy tonto especular tal sandez sin al menos comprobarlo de propia fuente. Le pedí a Luka que se apostara en la entrada, simulando ser una atalaya con patas en caso de que viniese algún intruso. Durante la celebración de cumpleaños, me encargué de dejar al maestro en sus labores peregrinas, con algo de resquemor. Y es que no es fácil asumir tranquilidad, a sabiendas de que una de esas cosas infectadas descansa amarrada a una camilla. Nuestra sorpresa fue mayúscula, al percatarnos que dicho monstruo ya no se encontraba ahí.

—Maestro… ¿En dónde está?

—¿El que? —berrea Tsurugi, desorientada— ¿El que, pregunté? ¿Acaso están sordos?

Por unos instantes, mi compañera cae presa del violento recelo. Empuñando una hoja corta, refuta.

—¿Qué mierda tenían en esa camilla, anciano? —vocifera la samura— ¡Habla de una vez!

—¿No ñe gustaría preguntarle por usted misma? —sisea Wang, invitando a su "novedoso" compañero a la reunión—. Adelante, muchacho. No seas tímido.

—…

—…

Esto…tiene que ser una puta broma. Lo veo. Y no lo creo. No logro procesarlo. Boquiabierto, alcanzo a bajo el alero de un estante, como una silueta menuda y escuálida rebrota desde penumbra. Es…un humano. Tan solo un muchacho. Sano y salvo. Tan claro como el día más soleado de todos. Viste harapos sueltos, envueltos en una especie de manta vieja. Tez oscura, cabello muñido y ojos saltones.

—Atrás —advierte la nipona, en posición defensiva—. No des un maldito paso más.

—Tranquilos, es inofensivo —aclara el chino, impasible.

—¿Puede hablar…? —consulta Graham de Vanily, pasmado.

—Claro que puede. Solo está un tanto desorientado aún, pues no fue fácil la transición —explica el octogenario—. Vamos, jovencito. Preséntate con los señores. No te harán daño, descuida.

—Mi-mi nombre es Max —murmura el varón, timorato—. Un placer…conocerlos…

—Dios bendito de todos los reinos —balbucea el rubio, depositando un beso sobre su rosario—. Es…real. Realmente puede hablar. Y caminar. Está…

—Curado —asiente el peliblanco, jocoso—. Aunque estuvo medio arduo poder suministrar en equilibrio el porcentaje de las sustancias. Y en un principio, presentó perdida de la coordinación motriz. Sin embargo, logré compensarlo con algo de su propio tejido muscular. He elaborado dos sueros —revela Fu, exponiendo dos tubos diferentes—. El verde, es el que regenera las células muertas que atacan el sistema nervioso central. Lo testeé en cuatro ratas y finalmente, opté por decantarme con el espécimen. Lo llamo, el hombre 0. Con paciencia y fe, me atrevería a aseverar que Max es tan solo el primero, de muchos.

—Esto es…increíble —parpadea la guerrera, finalmente relajando el semblante—. Usted es un genio.

—Le agradezco el halago, jovencita. Es una manera romántica de decirlo —ríe brioso, el mayor—. Sin embargo, sería producente darle dicho crédito al señor Agreste. No lo hubiera podido conseguir su fórmula. Todo el conocimiento, se encontraba ya impreso. Solo era necesario encontrar las medidas perfectas.

—¿Mi esposo, lo hizo?

—¿Su marido es el señor Gabriel Agreste? —examina el hombre—. Es lo que firma el documento.

—¿Eh? N-no…él es…—la peliazul desvía la mirada, apretando los labios.

Se lo que debe de estar sintiendo Kagami en este momento. De seguro le da tirria tener que admitir, que fue mi tío quien lo consiguió —. Este…—interrumpe Félix, templado—. No. Gabriel es el padre de Adrien, mi primo.

—Pues espero poder conocer muy pronto en persona, a tal eminencia —exclama jovial, Wang—. Si no hubiera sido por sus años de estudio, me hubiese resultado imposible llevar a cabo tal proeza. Los documentos que dejó el joven Adrien, eran inexactos y muy inverosímiles.

—Vaya olvidándose de tal idea, anciano —masculle Kagami, injuriada—. Gabriel Agreste es un criminal de estado. Y será exiliado del reino para nunca volver.

—Oh…bueno. Es una lástima poder oír algo así de, semejante persona —murmura Fu, cabizbajo—. No me imagino de que crimen tan cruel se le acuse.

—Técnicamente el creó el virus —determina Tsurugi.

—¿En verdad hizo tal cosa? —repasa el canoso, ensimismado—. Es curioso que haya podido conseguir hacerlo, ahora que lo menciona.

—¿Por qué lo dice? —le reprocha la fémina— ¿Acaso piensa que es un santo o algo así?

—No, para nada. No me mal interprete, señorita —relata el asiático, suspicaz—. Es que parte de los ingredientes del virus, incluyen una gran cantidad de Tetrodotoxina. Una potente neurotoxina que se encuentra solo en pulpos rojos, platelmintos y peces globos. Todos ellos, oriundos solamente en costas japonesas. ¿Me explico?

Kagami ha enmudecido de una manera tan jodidamente incriminatoria, que dejar en la palestra ideas sospechosas sobre una obvia intervención de su parte, es irrazonable. Aun así, no está dispuesta a someterse de lleno, a un juicio sin tentativas de prueba. Ella sabe muy bien cómo defenderse. No le tiembla la mandíbula a la hora de responder, a sus impensadas insinuaciones.

—Tenga mucho cuidado con lo que osa proponer, anciano —farfulle, fulminándolo con la mirada—. Gabriel bien pudo haberse hecho con esos ingredientes de manera clandestina. Es un hombre de negocios y un hábil mercader de puerto. Por algo está siendo enjuiciado y mi ley, se hace respetar en estas tierras.

—Le pido una disculpa de ante mano, Tsurugi-san —Wang emite una reverencia sutil, en total sumisión—. No volverá a pasar algo como eso por mi mente. Se lo aseguro. De momento, tenga usted. Dado que es una mujer de sentimientos puros, sabrá usar muy bien este valioso suero —se lo entrega.

—No. No quiero tener nada que ver con el —rechaza la nipona, dándose media vuelta—. Entrégueselo al monje. El sabrá qué es lo mejor para el reino. De momento, me retiraré. Aunque no sin antes, advertirle una cosa. A los dos —añade, oportuna—. Este muchacho, "Max". No lo quiero ver deambulando libre por todos lados. Se mantendrá bajo vigilancia hasta asegurarme, de que no representa peligro alguno. Por lo demás, es negro.

—¿Qué tiene que ver eso ultimo? —Félix no se entera. Flaquea, ensimismado—. Descuida. Yo me encargaré…

Una vez a solas.

—Joven Fathom —expresa el mayor, intranquilo—. Se lo que debe de estar pensando. Permítame poder al menos hacer un par de pruebas más en otros sujetos. Le aseguro que, en menos de 24 horas, podré tener listo un nuevo y mejorado suero.

—Nada de eso, maestro —veredicta Graham de Vanily, quitándose la toga—. Si busca conejillos de laboratorio, ya encontró uno nuevo. Venga ya —se desnuda, del torso hacia arriba. Se recuesta sobre la camilla—. Haga lo suyo.

—Jovencito, yo no-…

—El suero es seguro —exclama Max, ofreciéndose arteramente como un oblicuo lacayo—. Estire el brazo y déjeme ver esa vena.

—¡Kanté! ¿Qué haces? —Fu le regaña, atajándolo—. No. Es demasiado pronto.

—El hombre presenta claros síntomas de homeostasis recesiva, maestro —declara el moreno—. Mírelo. Se extiende desde el ombligo hasta el hombro. Si no lo tratamos ahora, puede que comience a experimentar hambre, sed y caída del cabello. Le ruego me deje ayudar. Quisiera aportar mis conocimientos sobre el tema.

—Pero-…

—Vinimos buscando cobre y encontramos oro ¿Eh? —bufa Fathom, extendiendo el brazo—. Haz lo que tengas que hacer. Inyéctalo. Estoy dispuesto a todo.

—¿Por qué arriesgas la vida de esta forma? —escudriña el anciano, pasmado.

—¿Qué vida, maestro? —decreta el rubio, desesperanzado—. Nada me importa más en este plano, que sanar a mis seres amados. No escatime en culpas ni dudas. Hágalo. Ya —demanda—. Es una orden.

—De acuerdo…—acepta Fu, desanimado—. Kanté, tráeme la aguja intravenosa del 2,9. Es la más gruesa.

—¿Resistirá? —consulta el menor—. Le advierto que es muy doloroso el asunto. Se va a retorcer en el proceso.

—Nuestro señor Jesucristo toleró cosas peores. Portando los estigmas de Dios. En manos y pies —proclama el anglicano, sumido en la indulgencia misma. Cierra los parpados—. Yo aguantaré más.

—Es un hombre de fe. Haz lo que pide —sentencia Wang, amarrándolo de tobillos y muñecas—. Tome. Muerda esto. Le ayudará a mitigar el dolor —le ofrece un trozo de madera, empapado en licor. Acomodado entre sus dientes—. Adelante, Max. Procede.

Cerré los ojos. No porque le tuviera miedo a tremendo grosor de aguja. Si no, porque no deseaba calentarme la cabeza en menudencias. Si terminaba muerto o vivo, era lo de menos. A conciencia, sabía que ese muchacho se había curado. Rehabilitado de tal mal. No era ningún super hombre ni mucho menos un enviado de los cielos. Con humildad, asimilé mi más pueril calidad humana y me dejé dosificar por tal disolución. Fu, era testigo fehaciente de todo el asunto. Anotó, benévolamente cada reacción tanto adversa como caritativa en mi anatomía. En lo que, dicha intríngulis recorría vertiginosa por mis venas. Al principio, no percibí cambio alguno en mí. Pero conforme regulé mi respiración, inequívocamente sufrí un paro cardiaco azorado; que me robó el aliento. Era tal y como indicó Max. Me enrosqué, de lado a lado. Sintiendo el ataque indiscriminado de mi propio ser, robándome el aire.

—¡Está funcionando! —advierte el afrodescendiente— ¡Solo un poco más! ¡Las marcas, retroceden!

—¡Félix, resista! ¡Un poco más! —señala el chino, aterrado— ¡Ya casi…!

Perdí…la consciencia. Me desmayé. Ya no supe nada más, de lo que pasó a continuación. El resto, es historia que se cuenta.

[…]

—Lady Emilie —farfulle Luka, intranquilo con su presencia— ¿Qué hace levantada? ¿N-no se supone que estaba enferma con neumonía?

—Estoy mejor ahora. Gracias —la mujer pasa de su presencia, con altivez—. Necesito ver a mi nieta.

A la mañana siguiente. 10:20AM.

—Lo siento. Pero eso no es posible —advierte Couffaine, haciendo de escudo humano para evitar que continue caminando—. No puede deambular libremente. Tengo órdenes estrictas de vigilar su porvenir.

—¿Si quiera sabes de que día se trata hoy? —chanta.

—Disculpe. Pero si —miente el peliazul, aturdido—. Es pentecostal. Usted está a portas de ser excomulgada. Por favor, no me haga recurrir a la violencia. Le ruego con vehemencia, que vuelva complaciente a sus aposentos —añade, sujetando el pomo de su espada—. Haga caso, le suplico.

—Por lo mismo. Como me van a expulsar de mi propia religión, me veo en la obligación de hacer lo que guste, como pagana que seré —la señora Agreste lo empuja hacia un costado, reanudando su salida—. Largo. ¿En dónde están todos? Es el primer día de primavera. Se acerca el eclipse. ¿Qué pasa en esta casa?

No entiendo nada de lo que me dice —espabila el ojiazul, embarazado—. No intente engañarme. No caeré en artilugios extraños. Vuelva —desenvaina, amenazador—. A su cuarto. Ya.

Silencio sepulcral en la escena. Emilie divisa que Wang Fu, brota desde una escalera que da al sótano. Ha reconocido la ruta. Es el camino que le lleva directamente hacia el laboratorio de su esposo. Es cosa de sumar dos más dos para cavilar, lo que allí se desentierra. Impetuosa, cruza el umbral de cara a descender hasta tal habitación. Luka la sigue detrás, apremiante. Insiste en retenerla. Aunque hasta el momento, sea solo de amenazas verbales. La rubia, divisa una jeringuilla sobre el escritorio. Seguido de una formula contundente, que muestra pruebas incuestionables de un trabajo perfecto. Cabal, se hace del suero y recrimina al soldado. Apelando a una inocente caminata matutina.

—Ah…tienes razón, joven caballero —sisea la ojiverde, escondiendo la muestra entre los pliegues de su camisola—. Solo vine porque quería comprobar si mi nieta estaba aquí.

—Este no es un lugar para usted. Por favor, vuelva —solicita el hombre, agraviado—. Venga conmigo.

—El sol ya casi se pone en el alba —murmura la señora Agreste, subiendo las escaleras en retorno—. Será mejor que vigile a las caballerizas.

—¿Por qué? —cuestiona el varón, preocupado.

—Porque —relata la mujer, suspicaz—. Los eclipses afectan a los caballos. Eso todo el mundo lo sabe.

—¿Como dice? —se espanta, el menor— ¿Los trastorna o algo así?

—Los vuelve locos —desentraña la muchacha, ávida de conocimiento ancestral—. Será mejor que procure resguardarlos. No vaya a ser cosa que se escapen mientras este eclipse se suscite. Como tal cosa pase, lo van a culpar a usted de semejante ineptitud. ¿Es usted un caballero improductivo?

—¡Soy un caballero muy producente, señora Agreste! —se entiesa el peliazul, severo— ¡En seguida iré a resguardar a los caballos!

Pff…bien dicen que, aunque la mona se vista de seda, mona queda. Este sujeto seguirá siendo un torpe herrero. Pero ahora que tengo esto…—Emilie empequeñece los ojos, sujetando entre sus dedos la jeringa—. Si lo que me contó Lila respecto al estado de Dupain-Cheng, es cierto…—alza la vista al segundo piso—. Esta es mi oportunidad.

Emilie Agreste, sin duda tenía un plan en mente. Alojado en alguna parte de su fascinante imaginación, había concluido que, para poder escaparse de las garras del exilio, debía recurrir a forjar aliados potencialmente eficaces que la apoyaran. ¿Y qué mejor momento que aprovechar la distracción de todos, que visitar a su nuera y limar asperezas del pasado? Ya no tenía nada que perder. Su suerte, estaba echada. Regresó a su habitación, agazapada al interior de este; como quien esperaba un juicio final. A eso del medio día, el sol ya tocaba su punto más álgido en el horizonte del reino. Pero poco a poco, conforme transcurrían los minutos, de la oscuridad misma germinaba el brote de un evento astrológico sin precedentes. Escuchó tras la puerta, un par de sirvientes y moradores, deambular timoratos por la casa en semi penumbra. Adrien y Kagami se aproximaron a ir por Emma. Quien, de forma insistente, exigía ser testigo visual del acontecimiento.

Los pobladores se reunieron en la plaza mayor, expectantes. En su mayoría, fieles devotos de su iglesia. Rezando entre canticos y coreando pedir por el perdón, del mal. Ignorantes, sobre todo; a la beligerancia de los astros. Por esos tiempos, circulaban muchos mitos y leyendas entorno al significado de un eclipse. El rumor se esparció como la peste, entre susurros escuetos, de paradigmas socioculturales. Frases de todo tipo, se aglutinaron fuera de las moradas.

Nuestro señor, nos ha abandonado —dijo un aldeano.

Ruego que los señores Agreste puedan protegernos de todo mal —comentó otra.

Esto es culpa de esas cosas horrendas. Entremos a casa y no salgamos hasta que pase —advertía un campesino.

Mientras tanto, en la campiña del castillo.

—Wow…esto es simplemente maravilloso. Había leído sobre los eclipses solares solo en libros —exclama Emma encandilada, en lo que envuelve a Bufanda en su cuello—. Pero verlo en persona, no se compara con su magnificencia. Nunca vi nada igual. ¿Cómo es posible que la luna se pare delante del sol? Creí que era más pequeña.

—La palabra eclipse proviene del griego "ékleipsis", que quiere decir "desaparición" o "abandono", señalando la ausencia del Sol en el cielo —explica Kagami, examinando el cielo oscurecer—. Un eclipse se produce cuando un planeta o una Luna se interponen en el camino de la luz del Sol. Aquí en la Tierra, podemos experimentar dos clases de eclipses: eclipses solares y eclipses lunares. Tiene que ver con la proyección de una sombra, más que otra cosa.

—A mí me parece simplemente algo inexplicable y nada natural —sisea Adrien, retraído.

—No sabía que fuese tan supersticioso, Adrien —bufa Tsurugi, festiva con su comentario—. Siendo usted un hombre de ciencia.

—Mis sabidurías se limitan a la medicina convencional. Todo lo que pase fuera del cuerpo, no es algo fácil de entender para mí a menos que lo estudie en profundidad —suspira el rubio, inquieto—. Al que, si le hubiese encantado estar aquí, es a mi primo Félix. El adoraba desde muy pequeño, el arte de los cielos.

—Mh…he de admitir que Duque de Hastings me parece sumamente atractivo —murmura Kagami, en tono morboso—. Desde el primer momento en que lo vi, reconocí su potencial.

—¿Como? Tsk… —protesta el Agreste, abochornado— ¿Por qué dice esa clase de cosas delante de mí?

—¿Qué tiene de malo? No me diga que está celoso —carcajea la japonesa—. Por favor, es su primo hermano.

—Jajaja papi no seas tan huraño o te volverás viejito antes de tiempo —la pequeña le jala las piernas, entretenida—. Por cierto ¿En dónde está mi tío? Quiero que venga a ver esto.

—Al parecer, se quedó hasta muy tarde bebiendo con sir Couffaine y decidió dormir más —se encoge de hombros—. Al menos, eso me dijo Luka.

—Es mejor no molestarlo…—masculle la nipona, torciendo la boca—. Déjenlo descansar. Ya podrá ver esto en otra ocasión —. Solo espero que ese suero haya funcionado…

Bah… ¿Desde cuándo tan preocupada por él? Esto ya no me huele a broma —el galeno desvía la mirada, injuriado.

—Oh…padre —Dupain-Cheng levanta las manos, boquiabierta—. Ya casi…se oscurece por completo. Que…tétrico.

[…]

—¿Qué mierda haces aquí, bruja? —le enfrenta Marinette, cubriéndose la cabeza con una capucha—. Largo de mi vista, si no quieres que te destripe aquí mismo.

—Ya veo. Es tal y como me advirtió la boticaria —revela Emilie, ligeramente retraída en su lugar—. Estás a solo un paso de convertirte por completo en una de esas cosas. Puedo ver…como parte de su mandíbula se ha comenzado a desprender del hueso.

—Ghgn… ¡Que te largues, mujer! —gruñe Dupain-Cheng, mostrando los colmillos cual bestia enajenada—. No te atrevas, a dar un paso más. Te juro que te mataré.

—¿Te has mirado en el espejo últimamente? Ya no tienes escapatoria —sentencia la condesa, trabando la puerta tras de si—. Si me matas, no saldrás viva de este castillo.

—¡Grr! ¡Arg! —jadea la mujer, estampándose el cuerpo contra las murallas— ¡GGAGH! ¡MALDITA VIEJA! ¡TU PRESENCIA ME IRRITA!

—Salivas como un perro salvaje. Jm…—esboza, satírica—. Siempre supe que eras peligrosa para mi hijo y mi nieta. Se que tu atacaste a mi sobrino. Pero descuida, no vine hasta aquí para que acabar entre tus dientes. Tengo algo…que podría aliviarte bastante.

—¿Qué mierda hablas? —berrea la ojiazul, completamente fuera de si—. Se clara de una puta vez.

—Mi hijo, logró la cura a tu mal, Dupain-Cheng —Emilie desentraña una jeringuilla de líquido verdoso, desde el interior de su vestido—. Está justo aquí, en mis manos.

¿Cómo dice? ¿Cómo es que…? ¡Arg! —Marinette intenta luchar infructuosa, contra sed de sangre—. ¡¿Cómo es que tú la tienes?! ¡¿Qué pretendes hacer con ella?!

—Nada malo. Vine a dártela…—Emilie da un paso hacia adelante, fingiendo modestia—. Todo esto, de manera muy desinteresada, por lo demás.

—¿Tu? ¿Ayudarme a mí? Ngnh…grrg…—masculle furibunda, en respuesta—. Por favor, no quieras jugar conmigo. Eso ni tú te la crees. ¿De qué forma esto te beneficiaria a ti?

—Quiero salvar a mi familia. Lo que va quedando de ella —exterioriza la mayor, frunciendo el ceño—. Lamentablemente, eso te incluye. Por ser la madre de Emma.

—Y de paso salvarte a ti misma ¿No? Arpía.

—Quieras o no reconocerlo, sigo siendo la madre de Adrien y la abuela de Emma. Eso continuará de esa forma, hasta el día de mi muerte —se próxima a su rival, decidida—. Incluso si soy exiliada a los confines del mundo. Nada ni nadie, me separará de ellos. Sin embargo, si permito que mueras, convertida en una de esas horrendas criaturas, temo que no pueda hacer las paces como corresponde.

Marinette acalla de golpe. Emilie es la última persona en la faz de la tierra, en la que podría llegar a confiar. Sus argumentos, no son para nada válidos. Y a estas alturas del partido, no tiene mucho más que perder. A diferencia de sí misma, quien ya no logra mantener la cordura ni cavilar movimientos coherentes. Ha sido una carrera maratónica el alcanzar la sobriedad y no perder el juicio. Está agotada. Sumamente exhausta. Con un hambre y una sed insaciable que la carcome por dentro. Jadeante, se debate entre aquel suero o la mirada ajada de su contrincante.

El eclipse de primavera, está completo. El día, se ha hecho noche de un segundo a otro. Todo en la habitación, es oscuridad. Solo un haz de luz blanca que mantiene una vela; se conserva expuesta sobre la cómoda.

—¿Qué otras opciones tengo? —balbucea la condesa, derrotada.

—Exacto. ¿Qué otras opciones tienes? —sentencia Emilie, entregándole el objeto sobre la palma de la mano—. Adelante. Hazlo.

—¿Cómo sé que es seguro usarla? —reverbera la fémina, descalabrada— ¿Al menos ya la probaron en alguien más?

—Por supuesto que si —falsea la señora Agreste—. En realidad, no tengo la menor idea. Pero según lo que alcancé a leer, la usaron en un sujeto que jamás antes escuché nombrarse —la alienta—. Hazlo rápido. No tenemos tiempo. Esta oscuridad…no trae buenos augurios para el reino.

Marinette sintió en ese momento, que ya ni neuronas sanas le quedaban vivas para continuar pensando; de forma analógica. El conexo resuelle del infame virus, se expandía raudo por sus venas, limitando su manera de escuchar y hablar. Con la garganta entumecida y los dedos torcidos, dudó solo unos segundos más en usarla. El tiempo se agotó.

—A la mierda. Al menos si voy a morir, que sea intentando sanarme de esta porquería —decretó.

Dupain-Cheng se descubrió el brazo. Pescó la jeringa, retiró el casquillo que resguardaba la aguja con los dientes y la dejó caer enterrado el objeto contra la piel. Para finalmente, presionar el líquido con el dedo pulgar. Estaba hecho. Todo el suero, directo al torrente intramuscular. La soltó.

—Ya está —sentenció Emilie, en una sonrisa solapada—. Está hecho…

—¿Qué se supone que sigue ahora? —consulta Marinette, aturdida— ¿Qué va a pasarme?

—Nada malo, realmente —la rubia se encoge de hombros, satisfecha. Para finalmente declarar—. Tan solo…te vas a morir.

—¿Qué? —espeta la condesa, estupefacta— ¡Un momento! ¡No me-…! ¡Arg! ¡AHH! ¡DIOS! ¡¿Qué mierda es esto?! —se arroja al suelo, retorciéndose de un lado a otro, en agonía— ¡Maldita perra! ¡Sabía tramabas algo malo!

—¡Tienes que resistir, Marinette! —chilla la mayor— ¡Es parte del proceso! ¡Para poder vivir, debes matar a ese bicho! ¡Muere de una vez! ¡Y renace!

—¡Esto…es muy doloroso! ¡Me duele! —clama al aire, enroscándose contra su propia anatomía—. N-no puedo…respirar. Siento que me ahogo. Me falta el aire —. Ahh…ahh…ahh…—jadea, apretándose el pecho con ambas manos—. Mi corazón…me va a estallar ¡Gnh! —. Me está dando un paro cardiaco. Voy a morir. Sin duda, voy a morir.

Mierda. Realmente no sé qué estoy haciendo. Es natural que esto ocurra ¿No? Espero sobreviva…—la señora Agreste coge un paño y lo remoja en agua. Corre hasta la muchacha y lo esparce por sus labios—. Muerde esto. Rápido. Traga lo que puedas.

—E-Emilie…—balbucea, a duras penas—. N-no puedo…más…me voy a…

—¡Marinette! ¡Piensa en Emma!

Todo, se desvanece a su alrededor.

[…]

—La luna…—expresa Adrien, sorprendido—. Se disipa…

—¿Ya acabó? —consulta Emma, impaciente— ¿Eso fue todo…?

Las campanas del poblado resuenan a lo lejos. Kagami logra divisar desde lo alto, como humo y focos de fuego se dispersan entre la ciudad.

—¿Qué mierda está pasando? —Tsurugi junta el entrecejo, molesta.

—¡Tsurugi-san! ¡Señor Agreste! —un aterrado Luka los aborda—. Fuego. Mucho fuego en la urbe. Varias viviendas, están en llamas justo ahora.

—¿Un incendio? ¿A esta hora de la mañana? —refunfuña la japonesa—. Esto tiene que ser una broma. ¿De cuantas casas estamos hablando?

—Unas 10, por lo bajo —explica Couffaine—. Ya mandé a reunir a los soldados.

—¿Qué demonios? —Adrien se paraliza ante la noticia— ¿Cómo es posible? ¿Todas al mismo tiempo?

—Si, Adrien —admite el peliazul— ¡Es una locura!

—Bien hecho, caballero —Kagami le da un golpe en el hombro— ¡Traigan cubetas y toneles de agua! ¡Bajaremos a ayudar! ¡Desaten a los burros de carga!

Esto es…—Agreste ataja a su esposa, malogrado— ¡Kagami! ¡Espere! Temo que esto no sea solo una coincidencia casual.

—¿A qué se refiere? Especifique, por favor.

—Una situación de lo cual aún no hemos podido hablar abiertamente. Pero…—confiesa el ojiverde, apremiado por el tiempo—. Algo similar nos ocurrió en Flandes. El castillo de Zoé Bourgeois se incendió por completo. Fue algo…intencional.

—¿Qué insinúa? —reclama Kagami, embrollada— ¿Está diciendo que esto fue a propósito? ¿Quién haría algo así?

—No lo insinúo. Estoy seguro —declara—. Y temo que, por la magnitud de los sucesos, no sea necesariamente a causa de una sola persona. Hay más gente involucrada. Algo así, como una organización.

—No es una organización —interrumpe Emma. Quien fue testigo de los hechos, en el pasado—. Digamos las cosas por su nombre, padre. Es una secta.

—¿Una secta? —Tsurugi traga saliva, empalidecida por el relato— ¿Pero de que mierda estamos hablando?

—No es momento para dar detalles —Adrien coge su sombrero—. Primero debemos salvar a los aldeanos. Luego con calma, le explico. ¡Vamos! Luka, lleva a Emma de vuelta al Castelo. Y asegúrate de despertar a mi primo. Solo él puede cuidarla. No confio en nadie más.

—Como usted ordene, Adrien —acata el soldado, tomando la mano de la menor—. Ven conmigo, pequeña.

Adrien y Kagami, montan caballos y dirigen huestes con abundante agua. Todo esto, en dirección hacia la urbe. Al llegar ahí, el caos se desata a todas direcciones. Los aldeanos corren despavoridos, desesperados en busca de agua dulce. Tsurugi es quien lidera las tropas por el norte, mientras que Agreste se aleja para atender a los del sur. Coordinados, se presentan frente a los pobladores y con ímpetu de gallardos señores feudales, atienden heridos y rescatan víctimas de las llamas. En medio de tanta incertidumbre, la joven samurái es abordada por un par de mujeres desorientadas. Todas ellas, reconocidas trabajadoras del burdel de la ciudad.

—¡Mi señora! ¡Mi señora! —chilla la matrona del lugar— ¡La casona está en llamas y algunas muchachas siguen dentro! ¡Ayúdenos, por favor!

—¡Tranquilas! ¡Para eso he venido yo! —Kagami desciende de su caballo— ¡Soldados! ¡Traigan las escaleras, de prisa!

—¡Si, Tsurugi-san! —obedecen al unísono.

—Vayan y refúgiense en la parroquia del oeste —demanda la japonesa—. Yo me encargaré a partir de ahora.

—La parroquia también está en llamas —solloza una de las féminas, agitada— ¡Incluso el cabildo y el sanatorio arden!

—¿Cómo dices? —Kagami hace una pausa, reflexiva. Las palabras de su esposo, ahora más que nunca resuenan en su mente. ¿Algo planeado? Todo cobra, sentido—. Han atacado estratégicamente los puntos neurálgicos de encuentro. No es coincidencia. Adrien estaba en lo cierto. Es intencional. Tch…me encargaré personalmente de que los responsables paguen por esta falta de respeto —carraspea—. Bien. Entonces, corran al castillo.

—¿Señora…? —parpadea la mujer— ¿Su…castillo?

—¿Qué acaso se quedó sorda, señora? —Tsurugi la empuja con brío— ¡Que lleve a sus mujeres, le digo! ¡Les daré refugio, comida y un techo mientras tanto!

—¡B-bien! —se gira a las mujeres— ¡Vamos, chicas! Cojan sus pertenencias y vayan al castillo de Tsurugi-san —añade, advirtiendo por última vez—. Mi señora. Aún quedan mujeres dentro. Le ruego, les ayude.

—Pierda cuidado. Iré por ellas.

Armada; solo de valor y un puñado de energía femenina, Kagami se despoja de su armadura. Se invierte una cubeta de agua hasta empaparse. Remoja una pañoleta blanca, que envuelve, usando de tapabocas y corre hacia el interior del lenocinio. Que, en esos momentos, ardía en fogonazos hasta los cimientos. Los vidrios explotan escaldados, por las escoras en llamas. Cuadros, muebles y sillas, se consumen deflagrados hasta convertirse en cenizas. Revisa cuarto por cuarto. Recoveco por recoveco. No se topa con nadie. Ni nada. Hasta que divisa una de las puertas del ala norte del tercer piso, que curiosamente seguía cerrada. De una patada, rompe la mampara. En el interior, encuentra a una extraña mujer encapuchada. Permanece de rodillas frente a un altar pagano de dudosa procedencia. Todo a su alrededor, es lágrimas de fuego.

—¡Mujer! ¡Tienes que salir ahora! —aúlla la guerrera, tironeándola del antebrazo— ¡¿Qué demo-…?! —se congela, de sopetón. La ha reconocido— ¿Sabrina? ¿Qué carajos haces aquí?

—¡T-Tsurugi-san! ¡Pu-puedo explicarlo! —reclama la fémina, mermada— ¡N-no es lo que piensa!

Tras haberla halado forzosamente, algo cae y rueda por el suelo. Una vela roja, que ha teñido sus manos de un colorete fulgurante muy decidor. Kagami hace un paneo rápido por el cuarto. Estatuas deportas, monumentos pérfidos, cuadros satánicos y un aroma diabólico que se desprende de una infinidad de inciensos arcanos. ¿Qué cojones se acaba de encontrar? Frunce el ceño y la fulmina con la mirada.

—Tsurugi la cautiva contra su pecho, irascible— ¡¿Tú hiciste todo esto?!

—¡No fui yo, se lo juro! —confiesa Sabrina, aterrada— ¡Ella! ¡Ella me obligó! ¡Ella me dijo que le ayudara!

¿Ella? —cita la asiática, confundida— ¿Quién?

—Y-yo no…

¡¿Quién?! —demanda la terrateniente— ¡Habla de una vez, prostituta de mierda!

—¡Le ruego no me mate! ¡Yo solo-…!

La techumbre no da más y se desploma frente a ambas. En un movimiento digno de judo, Kagami coge a la chica y ambas salen expulsadas hacia el corredor. No es tiempo de interrogatorios. La sienta sobre su espalda, cual canguro. Y echa carrera por las escaleras. Los escalones se deshacen bajo sus pies. Pero bajo ningún puto motivo, la puede dejar morir. Es un eslabón valioso ahora. No solo por el hecho de sentir afinidad sentimental por ella. Si no, porque posee información inestimable frente a los hechos.

A eso de las 14:10PM. El eclipse se ha disipado. Todo es sol, frente al reino. Mas no en Le Mans. Que ahora mismo, se ve velada de una inmensa nube grisácea, recubriendo todo en fumarada y hollín. Kagami tose en el proceso, asfixiada. Sin embargo, no declina frente a sus demandas y recobra fuerzas, desenvainando su katana en contra de aquella trabajadora impúdica que yace en el suelo.

—Sabrina Raincomprix —sentencia la dueña de tales parajes—. Quedas arrestada por los cargos de complicidad y atentado, en contra de mis tierras. Vendrás conmigo al castillo. Y me contarás todo lo que sepas, respecto a estos crímenes.

—…

El eclipse de primavera, ha dado la bienvenida a una nueva estación. Pero ¿A que costo? Entre tanta maldad y caos mundano, la verdad, los hará libres. Porque es algo que muy pronto, está por salir a la luz…