Capítulo 190. Navegando entre tinieblas

En los primeros minutos de viaje, los más angustiosos, Makoto encontró a Soma conversando con Nico y Retsu. Parecían haber conectado, los tres, así que enseguida empezó a dudar de si era el momento adecuado para cumplir su palabra.

—¡Señor Makoto! —exclamó Nico, irguiéndose de pronto.

—¿Señor? —preguntó Makoto, viendo que los otros también se cuadraban. Soma sin poder evitar soltar una risa—. No estoy pasando revista. Descansen —terminó por añadir, sintiendo que era el tipo de cosa que Azrael diría. Demás estaba decir que los tres obedecieron. Por supuesto, él era el señor Makoto—. Solo he venido a… —Miró por un par de segundos a Retsu y Nico, recordando la batalla que sostuvieron—. Tengo un mensaje de tu padre, Soma. Me lo dio antes de que nos separáramos.

—¿Y ahora me lo vienes a dar? —cuestionó Soma, quizá aburrido ya de fingir ser un buen soldado—. En unas horas me lo dará él en persona, así que despreocúpate.

Eso sería lo mejor. Incluso si había pasado mucho desde que llegó a la Tierra hasta ese momento, no parecía tener mucho sentido dar ahora ese mensaje. Él mismo le había dicho a Ban que debía decirlo él, su padre, no otro.

—Ban está orgulloso de ti —dijo Makoto, no obstante—. Quería que lo supieras.

Por un momento, Soma se limitó a verlo con los ojos bien abiertos.

—Vaya, ¿eso es todo? Pensaba que sería algo importante —rio Soma, pasando la mano por el rostro—. Todo en orden por aquí, señor Makoto, siga pasando revista.

Makoto frunció el ceño, callando la risa del muchacho antes de que empezara.

—Que sea la última vez que me llamáis señor Makoto. ¡Soy Makoto a secas!

Y así, se fue, sintiendo que ya había cumplido su palabra.

Pasó toda una hora antes de que los nuevos argonautas se hicieran a la idea de que el viaje era seguro. En todo ese tiempo, un sinnúmero de cuerpos celestes colapsaron ante los ojos de todos, merced del poder combinado de Ofión de Aries y Kanon de Géminis, quienes emplearon los restos para ampliar el canal más allá de la insondable oscuridad. Para impedir que el agua del canal, una nereida ungida con la plata, se desbordase, cada ampliación se cerraba con un muro de piedra que era derribado en la siguiente ampliación, que nunca sucedía antes de que Triela de Sagitario hiciera su trabajo de reconocimiento. Cada ida y vuelta de la Silente cortaba la respiración de quienes solo podían atestiguar tan valiente gesto; ningún otro en el barco se sentía cómodo solo viendo la oscuridad más allá del sol, mucho menos se planteaban internarse en ella. Quizá era por eso, por saber que contaban con alguien capaz de superar el miedo mismo, el ejército se fue llenando de seguridad a lo largo de sesenta minutos de reloj.

Entretanto, Lisbeth de Cincel Negro, asistida por Michelangelo de Escultor negro y diez voluntarios de Hybris, reunían los mantos sagrados más dañados, así como las herramientas que emplearían para restaurarlos. Nadie dijo nada respecto a los recursos que poseían: había sido imposible localizar a los verdaderos santos de Cincel y Escultor, y los caballeros negros del barco servían al Sumo Sacerdote, era normal que tuvieran ciertos privilegios. De los medios que iban a emplear, el más valioso era la sangre de un santo de oro que no tenía mucho que hacer salvo estar ahí. Garland se había ofrecido para ayudar al renacimiento de todas esas estrellas. Solo que la tensión del momento había retrasado el trabajo. Lisbeth, sobre todo, estaba muy nerviosa.

Cuando todos se relajaron un poco, al mismo tiempo que el resto de santos de oro y Aqua de Cefeo seguían formando el camino, Garland de Tauro se desgarró las muñecas. Una con el canto de la mano, la otra con los dientes, bañando en una cascada carmesí el tótem de Orión, un gigante de plata destrozado, sin vida.

—Es inútil —dijo Lesath, negando con la cabeza.

—Ajá —convino Makoto sin prestarle demasiada atención. Tenía los ojos, abiertos como platos, fijados en el santo de Tauro.

—¿Qué estás mirando? —dijo el tranquilo Gran Abuelo, con una cara llena de violencia. Venas hinchadas, ceño fruncido y unos dientes manchados de sangre fresca.

—Yo… —Makoto tragó saliva. Varios de los tripulantes se iban retirando de la cubierta con el propósito de descansar. Cristal, caballeros negros, santos de bronce y plata… Algunos incluso pudieron fingir que la escena no les revolvía el estómago—. ¿Por qué hace… haces… todo esto? —¿Era él un igual de ese hombre?

—Para reparar los mantos sagrados —respondió Garland, como si fuera la cosa más obvia del mundo. Cosa que era cierta, en realidad.

La sangre de Garland caía sobre el manto de Orión, que Lisbeth miraba en silencio, sosteniendo con fuerza las herramientas para ocultar el temblor de las manos. Makoto no estaba asustado, aunque sí le hipnotizaba ese noble sacrificio envuelto en tal salvajismo. Para restaurar la vida del manto de Orión, Garland tendría que sacrificar un tercio de ese líquido vital que perdía sin hacer ni una queja, aunque aquello lo debilitaría, aunque al final de ese viaje les esperaba la más dura de las batallas.

—Eres muy valiente —decidió Makoto.

—Lo que soy es muy inmortal —replicó Garland—. Juraría que ya te lo había dicho.

Que las heridas del santo de Tauro se cerraran en ese preciso instante, cortando el flujo de vida, dio tal fuerza a las palabras de aquel que Makoto retrocedió, espantado.

—¡Todo el mundo es inmortal hoy en día!

—Así es, Mosca —dijo Garland con una sonrisa afectuosa que por efecto de la sangre pareció feroz—. ¡Así es! Venga, niña, es hora de trabajar.

Tras el sobresalto que le produjo ver a Garland chocar palmas, Lisbeth se puso manos a la obra, llamando a gritos a su padre aunque lo tenía pegado a ella, también asustado. El par de herreros solo dejaron de temblar cuando se pusieron manos a la obra.

Hasta el último de los presentes en cubierta desviaron la mirada, exceptuando a los laboriosos santos de oro y quienes los acompañaban vigilantes: Tetis, Gestahl e Ícaro. De pronto no importaban los ruidos del espacio, sino el de las herramientas celestes trabajando el metal sagrado. Esa era la primera vez que verían cómo trabajaban los herederos de la herrería Mu. Entonces, veloz como pocos, Mera de Lebreles rodeó a los trabajadores como un ejército de cincuenta amazonas. A lo largo de toda la segunda hora, mientras Lisbeth y los demás trabajaban sin prestar atención a nada más, Mera mantuvo esa barrera a prueba de curiosos, poniendo tan esfuerzo en ello que ni quienes habrían podido ver más allá de ese truco de velocidad lo hicieron.

—Lo que siempre ha sido un secreto, debe seguir siéndolo —murmuró Gestahl Noah.

Iniciada la tercera hora, Mera se tomó un descanso sin decir ni una palabra, todo lo contrario a Lesath. El santo de Orión, hasta ahora lleno de una aparente indiferencia, descruzó los brazos y saltó, boquiabierto, hacia el tótem.

—Impecable —decía Lesath—. ¡Impecable! ¡Joder! ¡Impecable! ¡Joder! ¡Te besaría ahora mismo! —Como estaba viendo el tótem desde todos los puntos posibles, parecía que se estaba refiriendo al restaurado manto de plata, el cual al mínimo contacto vistió al santo de Orión, reluciente como la misma luna.

Aun así, Lisbeth se apartó, diciendo:

—Puedes besar a mi padre, si quieres.

—¡No cojeo de ese pie!

—Joder —gritaba Lesath, ilusionado como un niño. Si había escuchado a los herreros, no lo demostró al abrazarlos con fuerza—. Os quiero, joder, ¡sois unos grandes! —Los voluntarios, de pie frente a otros mantos sagrados pendientes de reparar, retrocedieron algunos pasos—. ¡Vuelvo a sentirme vivo! ¡Podría aplastar una mosca con un dedo!

—Sí… bueno… tu manto… está… bien —decía Lisbeth con dificultad, hasta que pudo zafarse del abrazo—. Ahora falta que tu cuerpo lo esté. Ocho horas de sueño.

—¿Qué descaradas son las amazonas de Hybris, eh? —preguntó Lesath a Michelangelo, cuyo rostro enrojecido por la presión apenas reaccionó—. Hablándome de cómo debe estar mi cuerpo como si… —En media frase, bostezó—. A lo mejor sí que necesito dormir. Pasé toda la noche espantando moscas.

Tras soltar a Michelangelo, que no tuvo la menor vergüenza en respirar como si hubiese estado a punto de ahogarse en el más profundo de los océanos, Lesath de Orión bajó a los camarotes bajo cubierta dando zancadas y bostezando. Nadie podría recriminar la alegría del santo de plata, en verdad el manto había revivido.

—¿Puedes…? —Lisbeth no se atrevía a hacer la pregunta. En parte por miedo al enorme santo de Tauro, en parte por respeto por lo que había hecho.

—Mi cuerpo inmortal se recupera de cualquier tipo de daño —respondió Garland—. Incluyendo la pérdida de sangre. Creo que podremos restaurar diez mantos más. O…

—¡Diez mantos están bien! —le interrumpieron Michelangelo y Lisbeth.

Para Makoto era evidente lo que pensaban: si aquel hombre se debilitaba más de lo necesario solo para restaurar un puñado de mantos de bronce y de plata, en la batalla que vendría contarían con un santo de oro menos.

«Nunca podremos dejar de pensar así —reflexionó Makoto—. El oro siempre brillará más que la plata y el bronce, a pesar de las excepciones.»

En lugar de repetir el proceso, Lisbeth comenzó a inspeccionar los mantos sagrados que no estaban muertos, aunque sí dañados. Se sentía segura de poder restaurarlos. Los portadores de estos, confiando en aquella herrera, se retiraron, tranquilos. Les siguieron varios tripulantes más, hasta que solo quedó un tercio de los nuevos argonautas sobre cubierta. Zaon de Perseo en popa, Marin de Águila y Joseph de Centauro en babor y estribor, cada uno respaldado por un nutrido grupo de caballeros negros a los que Ícaro inspeccionaba solo de reojo, orgulloso del valor que mostraban como guardianes. Tetis, la nereida, se apartó de proa, donde seguían el Sumo Sacerdote y los santos de Géminis y Aries, trabajando sin descanso y recibiendo los informes rutinarios de la santa de Sagitario, para observar con sumo interés cómo Garland de Tauro bautizaba otro manto.

—¿Cómo te volviste inmortal? —preguntó la hija de Nereo—. Tus nuevas heridas cierran sin dejar cicatriz. Las viejas, aunque las hubo, han desaparecido.

—¿Y a ti qué te importa? —respondió Garland. Luego, como sintiendo en la nuca la mirada desaprobadora que le dedicó su lugarteniente, Zaon, añadió—: Estoy maldito. Dejémoslo así. Dejaré de renacer el día en que sea un buen hombre.

—Pues pórtate mal. —Tetis se encogió de hombros—. Nos viene bien un inmortal cuando estamos por desafiar a otro.

—¿Es una proposición? —Garland sonrió, aunque sin ganas—. ¿Qué buscas aquí?

—¿Y a ti qué te importa?

—Exacto, a mí qué me importa.

Sin decir nada más, Garland siguió insuflando de vida el manto sagrado. Esta vez, una escuadra de caballeros negros protegía la privacidad de Lisbeth y los voluntarios, aunque al ojo parecían demasiados guardianes. Tetis no se había acercado al santo de Tauro solo para molestarlo, estaba generando una ilusión simple, aunque efectiva, para proteger el secreto de la reparación Mu.

—Demasiados esfuerzos —renegó uno de los caballeros negros—. Vamos a morir.

—¡Cállate, idiota! —dijo otro, dándole un coscorrón.

—¡Hombres! —gritó Kazuma, el oficial al mando de los caballeros negros que respaldaban a Zaon de Perseo. Todos se cuadraron al momento—. La vista al frente. Atrás dejamos con exactitud la misma oscuridad a la que nos adentramos.

No fue la primera vez que un oficial del antiguo Hybris hubo de levantar los ánimos. Mientras unos reparaban, otros vigilaban y los demás creaban un camino, a la vez que Makoto paseaba, indeciso, de un lado a otro de la cubierta, las tinieblas de más allá de las estrellas los rodeaban más y más. Era la luz del Apolo lo que los alumbraba, pero, si se retrasaban tan solo una hora, si todo fallaba tan solo una vez, ¿qué ocurría?

«Moriríamos —se respondió Makoto—. Moriríamos todos.»

Esa certeza le hizo entender por qué tantos hombres valientes se habían retirado a descansar, y también le hizo darse cuenta de por qué él era incapaz de hacer lo mismo.

xxx

Sentía un acceso de nostalgia al pasear entre los camarotes del Argo Navis Negro, como si aún fuera un miembro de la división Andrómeda listo para informar a la jefa de alguna misión resuelta. Una tontería, claro: Lesath de Orión pasó el último año de existencia efectiva de esa parte del ejército de Atenea conviviendo con la buena gente de Bluegrad, sin ningún objetivo a la vista hasta que empezaron a ocurrir problemas como aquel primero que no supo resolver. Después, la cacería de brujas y los seis meses en coma de aquella en que recaían todas las sospechas. ¿Quién habría imaginado que algo así concluiría con Akasha, Tejedora de Planes, como Suma Sacerdotisa?

Nadie más que la propia Akasha. Para Lesath era evidente, incluso si nadie más se quiso dar por enterado, que las decisiones arriesgadas tomadas por la santa de Virgo se tomaban previendo el juicio y condenación de todos los involucrados. La consecuencia lógica de algo así era ofrecer un cabeza de turco, y si la mártir resultaba ser una de los doce santos de oro a las puertas de la mayor guerra del milenio, el Santuario tendría que torcer las reglas una vez más. Sí, todo era evidente ahora que se tenían todos los datos, pero, si de verdad Akasha lo había previsto, la muy hija de su madre merecía su título. Era lista como el mismo diablo de los cristianos.

«Si ella era el diablo, ¿qué fui yo? —Tocaba las paredes de madera mágica según caminaba, preguntándose si habría cambiado algo de haberse unido a los argonautas—. ¿Qué pregunta? Soy del diablo. Por el bien de los demás.»

Uno de los camarotes estaba abierto de par en par, para facilitar la ventilación sin duda. Minwu de Copa, incansable, examinaba al debilitado Grigori de Cruz del Sur. Lesath solo los vio de reojo, y aun así, en un lapso tan breve de tiempo, pasó de una mueca despectiva a una sensación de asco para sí mismo. Si él no hubiese provocado a Makoto, ese rato de combate habría servido a todos para descansar un poco, de verdad.

«Déjate de tonterías —se dijo Lesath cuando ya dejó atrás el camarote—. Si no hubieses provocado a Makoto, no contaríamos con el mejor de los santos de plata. ¡Y tú también te has hecho fuerte! ¡El trabajo dignifica al hombre!»

Pero él quería descansar. Si seguía viendo camarotes ocupados, se echaría en el mismo pasillo como un mendigo cualquiera. Por el camino se encontró con Mera de Lebreles, llena de una furia tan fría que Lesath se apartó de inmediato, olvidándose de saludarla. No sabía si era por algo que había visto, o por la muchacha de Hybris que la seguía a todas partes, sin máscara para ocultar esa cara resuelta y admirada. Fuera cual fuese la razón, pisaba la madera con tal fuerza que bien podría estar matando cucarachas, lo que hablaría muy mal del trabajo de los habitantes del archipiélago Fénix. ¡Ninguna cosa del espacio exterior os detectará, ninguna garantía para las cosas de la tierra! Qué bueno que tenían a tan diligente perro de caza con todo y ave de presa.

«Es águila. Como Marin. E Hipólita. —Lesath sintió un estremecimiento. Primero, los caballeros negros tenían armaduras más resistentes, después la oscuridad de estas desaparecían. ¿Cuánto faltaba para que santos y sombras fueran iguales?»

Junto al enésimo camarote cerrado había, cómo no, una de esas sombras. Kazuma de Cruz del Sur Negra, con cara de pocos amigos, soltaba cansados suspiros cada que la puerta que custodiaba temblaba por fuertes golpes. Habría dado un aspecto muy digno de no tener migas de pan en la barbilla.

—¿A que está bueno? —preguntó Aerys, quien también estaba por ahí.

—El pan siempre es bueno —dijo Kazuma, tratando de formar una sonrisa que se tornó en gesto iracundo cuando la puerta volvió a temblar—. ¡Malditos mocosos!

—Calma —dijo Lesath, tomando el pan que Aerys le ofrecía. Siguió hablando mientras se lo zampaba—: Te dará un infarto.

Kazuma abrió la boca para reprenderlo, quizá con alguna genialidad como que el santo de Orión podría ser su padre, pero entonces la puerta estalló al paso de un muchacho. Lesath agarró la cabeza de Soma en pleno trayecto y lo arrojó de vuelta al cuarto sin el más mínimo cuidado, donde lo vio caer a los pies de la santa de Pavo Real.

Nico de Can Menor y Retsu de Lince estaban también ahí, llenos de moratones.

—Bianca pidió que le diera una lección a su hermano —contestó Pavlin con sencillez.

—¡Si no piensan dormir, montón de imbéciles, no ocupen el camarote! —gritó Lesath, importándole un comino que llenara el suelo de migas en el proceso. Lo cierto fue que todos se cuadraron, reconociendo la voz de mando. Y eso incluía no solo a Pavlin, sino también a Soma. El hijo de Ban debía estar más confundido que el propio Lesath con ese manto de bronce del mismo color que el de su padre.

Él habría podido sacarlos en ese momento a patadas. Sin embargo, algún extraño sentido del deber le impelió a seguir patrullando. Aerys y Kazuma, quien sacudía la cabeza como un padre frustrado, lo siguieron. No tenían nada mejor que hacer.

A poco de llegar al fondo del pasillo, se encontró de nuevo con Mera, la sombra de Águila y las cucarachas invisibles que pisaban todo el rato.

—¿Te estás ocupando del pasillo de babor? —preguntó Mera con formalidad.

—Digamos que sí —dijo Lesath.

—Bien, así puedo limitarme al pasillo de estribor —dijo Mera, saludando con una inclinación a Aerys y Kazuma. No le molestaban los caballeros negros, al parecer, pero se negaba a mirar de cualquier manera a la muchacha sin máscara.

—Es una cuestión de honor —dijo Kazuma, leyendo la situación.

—Oh, sí, el patrullaje es muy digno —añadió Aerys, no leyendo nada en absoluto.

Al final del pasillo, más o menos por debajo de la popa, se encontraron la escena más inesperada y por tanto la más lógica que podrían encontrar.

—Hola, subcomandante —dijo Bianca, congelada desde los pies hasta el cuello, con los brazos extendidos tal que estuviese crucificada—. ¿Qué tal?

Kazuma tenía los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a disparar, aunque nada tenía que ver con ello el encanto de Can Mayor. Llevaba la máscara, como todas, así que no era fácil verla como una mujer. Se sabía que lo era, pero no se pensaba demasiado en eso. No, el caballero negro estaba espantado de que algo tan propio de una chiquillada infantil les pasara a los intachables santos de Atenea.

Y eso que aún nadie le explicaba nada. Se notaba que era uno de los Cazadores de Hybris, tenía buen ojo para leer el ambiente.

—Informe… —dijo Lesath, muy serio y tratando de no reírse.

—Le dije a Pavlin que Nico no había besado nunca a ninguna mujer —explicó Bianca, inconsciente de lo rojo que se volvía el rostro de Kazuma. De nuevo, no por libido, sino por vergüenza ajena—. Le propuse que ella le diera una lección.

—Después te congeló —entendió Lesath.

Bianca negó con la cabeza.

—Me dijo que ella tampoco había besado a ningún hombre y que no había ninguna vergüenza en eso. Que eran guerreros y… —Un acceso de risa, breve e intenso, le hizo callar—… que… —Otra risa—… le daría… —Otra—… le daría la lección.

Lesath se acarició el mentón, pensativo.

—Pues lo que les está dando a los tres mocosos son unos buenos azotes. Estoy seguro de que te entendió que querías una lección de técnica combativa.

—¡Me entendió a la perfección! —exclamó Bianca, riendo—. Entendió mi broma pesada. La cargó con esos brazos suyos y me la devolvió, cambiada para menores de siete años en un envoltorio de… Ah, no sé nada de películas para niños, alguna empresa que haga dibujos animados. El caso es que yo le pedí que me congelara, por los viejos tiempos. ¡No deberíamos perder las formas así! Vamos a vengarla, no a morir.

—Puedo entender a Pavlin —dijo Kazuma, puro auto-control—. La vida de un guerrero es dura, no hay nada indigno en querer alejar a quien quieres de…

—Hablamos de besos, no de amor —le interrumpió Bianca—. Yo he besado a muchos hombres y solo he amado una vez. Son cosas distintas. Deber, placer y amor.

Previendo que habría un choque de opiniones entre el caballero negro y la santa congelada, Lesath dio una sonora palmada a la espalda de Aerys, metiéndole en la conversación con una pregunta cargada de mala intención:

—¿Y qué hay de ti? ¿Has dado tantos besos como Bianca?

—Pues no —respondió Aerys—. Ninguno.

—Parece que entre nosotros tres solo yo puedo competir con ella —celebró Lesath con descaro. Si Kazuma se lo tomaba mal, que le echara limón.

Pero no se lo tomó ni bien, ni mal, sino que se le quedó mirando, extrañado.

—¿Has besado a muchos hombres? —dijo Aerys—. Vaya.

—Es algo muy griego, según dicen —murmuró Kazuma, carraspeando.

Se hizo un silencio durante un rato, el tiempo que tardó Lesath en entender cómo se había metido él solito en su propia trampa. Después, el santo de Orión rio a pleno pulmón. También lo hicieron Bianca y Kazuma, mientras Aerys los miraba a todos como si se hubiesen vuelto locos. Cosa que era, de hecho, cierta.

Ojalá hubiesen seguido así un rato más. Ojalá Lesath, desinhibido por la falta de sueño, hubiese tenido más tacto al hacer la siguiente broma.

—Con lo desastrosa que eres, Bianca, no me explico cómo sigues obedeciendo una norma que ahora es opcional. ¡Piénsalo! Sin la máscara podrías dar todos los besos que quisieras. A lo mejor si besaras a Pavlin conseguirías que se enfade de verdad.

Según iba comentando, bajaba le tono de voz, pues advertía el crujido del hielo. Lo bastante frío como para destruir un manto de bronce, era de una resistencia comparable a los Hielos Eternos de Siberia, y Bianca lo estaba quebrando no con alguna técnica elaborada, ni un golpe preciso que rompiera los átomos que lo componían, sino con la mera acción de los músculos. Aquello era señal suficiente para adivinar lo enfadada que estaba. De no haber dado un salto hacia atrás a tiempo, las garras recién liberadas que arrojó sobre su cuello le habrían rajado la garganta.

—¡No me jodas, maldito! —exclamó Bianca, placándole entre pedazos de hielo. Pronto lo tuvo contra la pared, en todo sentido—. ¡Jamás renunciaría a la máscara!

—Aunque la odias —dijo Lesath.

Llegados a ese punto, tenía que ir hasta el final.

—¡Pues claro que la odio! —gritó Bianca. Si Kazuma y Aerys no habían encontrado una razón para evitar intervenir, la tenían ahora—. La detesto. Cada gota de sangre que se ha vertido en nombre de esa maldita ley, la maldigo. ¿Y qué con eso? ¿Cómo podría darle la espalda a los barrotes que yo misma acepté? ¿Cómo podría hacerlo si ella vivió con este peso todo su vida? ¡Odio todo esto, Lesath de Orión, ser santo de Atenea no es lo que esperaba que fuera! Pero ella, ella iba a cambiar tantas cosas. —La voz empezaba a quebrársele por el llanto, así que respondió con ira, golpeando el impecable peto de Orión sin que quien lo portaba reaccionase en lo más mínimo—. ¿Por qué sigo obedeciendo una ley maldita, dices? Porque sigo el camino fijado por la única diosa a la que alguna vez le importamos algo. Porque lo que diga un cantamañanas al que ahora todo el mundo llama Su Santidad no me sirve ni para limpiarme el culo.

Justo en ese momento llegó un nutrido grupo de santos y sombras. Margaret de Lagarto dirigía a seis caballeros negros. Como una especie de vigilante, estaba Rin de Caballo Menor, quien tras avisar de su llegada con un carraspeo, dijo:

—Cuida esa lengua, Bianca.

—Este idiota dice que debemos quitarnos las máscaras y ponernos a besar hombres como si solo valiéramos para eso, ¿qué opina de eso la hijita del Juez?

—Que puede decir lo que quiera porque hablar es gratis. Y que no eres la clase de persona a la que le importe lo que digan de ti los demás.

—¿Quién te crees que eres para…?

—Y —añadió Rin con el dedo alzado—, que deberías cuidarte un poco. Romper el hielo después de ser congelado no es como quitarte un chicle. —Señaló los brazos, que presentaban algunas quemaduras. La ropa también tenía varios desgarrones, pegados al hielo—. Es bonito que lo lleves. Tal vez todos debimos hacerlo.

Solo entonces Lesath se dio cuenta de que Bianca llevaba el uniforme militar ideado por Akasha para las operaciones que pudieran entrar en el radar de los gobiernos del mundo. El resto, incluido el propio Lesath, había optado por sencillas ropas de entrenamiento.

—Tengo que ver a Minwu —admitió Bianca.

—¿Sabes por qué se ha enfadado tanto conmigo, Rin? —Lesath hizo caso omiso de las miradas acusadoras de algunos. «¿Tú no aprendes, verdad?» «Ya está arreglado, deja de estropearlo todo.» «Si tienen hambre, lo mejor es comer pan.» A buen seguro que pensaban todas esas cosas, pero una vez empezado algo, había que terminarlo—. ¿Sabes por qué has soltado todo ese odio que llevas dentro hacia mí, de todas las personas? —Veloz como pocos entre los santos de plata, agarró con fuerza los brazos de la santa de Can Mayor y la inmovilizó contra la pared—. Pues yo no tengo ni puñetera idea, pero óyeme bien, mantén esa furia encendida, nos hará falta. Sabes a dónde vamos. Ishmael murió por Caronte de Plutón. Apostaría lo poco de hombre que me queda a que nuestra Suma Sacerdotisa murió por alguna de las maldades de ese bastardo. Toda esa rabia que sientes por el mundo, ponla en el caldero de tu alma, deja que se cueza a fuego lento estas horas de viaje y encájaselo a nuestro enemigo en el estómago. Yo me encargaré de que no tenga dientes para evitar tragar lo que le toca.

Ahora estaba hecho. La soltó, importándole un demonio si al verse liberada Bianca le sacaba el cerebro con las uñas.

—Gracias —dijo en cambio la santa de Can Mayor—. Subcomandante.

—Ya no soy… —trató de decir Lesath, notando que eran el centro de todas las miradas—. Ah, basta de protagonismo para mí, no nací para eso. ¿Qué quería el Lagarto de Plata de este lado del barco, el mejor, el más tranquilo de todos?

Margaret se le quedó mirando un momento, hasta que al fin dijo:

—Les decía a estos amables señores…

—¿Ese no es el que le lanzó los trastos a la novia de Makoto? —preguntó Lesath.

El caballero negro de Cuervo sonrió, nervioso. En ese momento, quería ser avestruz.

—Es Johann —dijo Margaret—. También Ennead, Almaaz, Balazo, Fly y Eren.

Lesath no sabía qué pensar de aquel grupo. Debían ser fuertes si habían sobrevivido a la batalla en el continente Mu, sin embargo, Johann era un patán y Fly no era precisamente de los que vivían una vida austera, con aquel vientre voluminoso que acaso ocultaba una musculatura inesperada. El último le daba más confianza, y no por ser la sombra de Orión, para nada, sino porque tenía un aire de poder listo para liberarse en cualquier momento que le agradaba. Los demás estaban como de fiesta al cien por cien, Eren solo a una cuarta parte. Ni siquiera el propio Lesath era tan precavido.

—Es bueno que confraternicemos —aprobó Lesath, mirando de reojo a Kazuma.

—Señor Lesath —dijo Rin—, justo estos siete habían sido expulsados del otro lado por estar armando escándalo. La señora Mera…

—Te echó también a ti —le cortó en seco Margaret, agitando la mano ante las excusas de la santa de Caballo Menor sobre que ella solo les estaba pidiendo que bajaran la voz—. Era una conversación productiva. Mi especialidad es copiar técnicas y aquí hay… ¿Cuántos soldados? ¿Ciento sesenta? ¿Ciento setenta? Mi repertorio ya es bastante extenso —dejó entrever disparando como si tal cosa una Aguja Carmesí muy cerca del cuello de Lesath, quien fingió no darse por enterado—, pero puede mejorar más y más. Viéndome a mí imitar sus técnicas, tal vez aprendan sus debilidades.

Todos los caballeros negros asintieron, incluido Kazuma, parecía algo muy razonable.

—Si puedes copiar cualquier cosa, ¿por qué no aprendes a fermentar vino? —sugirió Lesath, quien conocía el tiempo necesario para hacerlo.

—Da la casualidad de que nuestros amigos de Hybris aprovisionaron el barco con algunos alimentos —dijo Margaret—, incluyendo una botella de vino por cada doce tripulantes. —Johann de Cuervo Negro asentía tan satisfecho que sin duda habría sido el que informó al santo de Lagarto sobre eso—. ¿Qué os parece si nos reunimos todos en una pequeña fiesta antes del almuerzo? Nada como una buena comida para hablar del delicado arte del combate —concluyó, siendo ovacionado con simples gestos.

A Lesath le parecía demasiada gente para un solo camarote, así que iba a intentar sacar a la pobre Rin del entuerto cuando Bianca se deslizó hasta Kazuma.

—¿Qué prefieres? ¿Estrujarte con siete hombres sudorosos, o acompañarme a mí a ver al médico? —preguntó la santa de Can Mayor sin el menor pudor—. Es posible que tenga que examinarme y todo. —Ni el más mínimo rastro.

—Un caballero debe… —Con un solo vistazo, Kazuma comprendió que no sentía a Bianca como una mujer. Por ahora—. Un camarada ayuda a un camarada.

—¡Exacto! —exclamó Bianca, arrastrándolo.

El intento de la santa de Can Mayor por llevarse también a Aerys fue sofocado por Lesath, quien de forma rápida y sin fuerza le golpeó la mano.

—¡A mi amigo no te lo vas a llevar también!

La única respuesta que obtuvo fue la risa de Bianca mientras esta se dirigía, custodiada por Kazuma, al camarote ocupado por Minwu para las inspecciones.

—¿Amigo? —dijo Aerys.

—Amigo —dijo Lesath—. Un amigo no le roba a un amigo.

—¿Y qué te iba a robar?

—No importa.

Entretanto, Margaret y los caballeros negros habían arrastrado a Rin a su fiesta.

—Alguien tiene que vigilar que no se emborrachen, además, la práctica me viene bien.

Lesath le dio el permiso que le pedía de forma implícita con un cabeceo.

—¿No beberás, estimada Rin? —preguntaba Margaret, mientras se iban.

—Soy muy joven —respondió la santa de Caballo Menor—. Y vosotros solo beberéis una copa. Ni una sola gota más.

—¿De verdad importamos tanto? —preguntó Ennead—. Como para no poder emborracharnos. ¡Ese Caronte de Plutón es demasiado fuerte para nosotros!

Para cuando el caballero negro de Escudo terminó de hablar, ya estaban lejos, así que a Lesath se le escapó la respuesta de Rin. Sin embargo, podía intuir la importancia de esas amistades. Sí, Caronte de Plutón era demasiado fuerte. Los santos de oro estaban por debajo de él, los santos de plata no eran siquiera un entretenimiento y los santos de bronce tenían que morir para que siquiera los tuviese en cuenta. ¿Qué ayuda podría representar un caballero negro, o diez, o cien, frente a un enemigo de tal calibre?

La respuesta a esa pregunta, estaba en el tiempo que santos y sombras pasaran juntos. Tenían que descubrir, el uno y el otro, que la oscuridad del pasado había sido dispersada por alguna razón venida de arriba. Si pensaban en sí mismos como un ejército de doscientos santos de Atenea, en lugar de la amalgama que eran, tal vez habría alguna oportunidad. Nunca un enemigo de la diosa había enfrentado a algo así.

—¿Y ahora qué? —preguntó Aerys—. ¿Quieres…?

—¿Pan? —dijo Lesath—. No, gracias. Puedo esperar al almuerzo.

—Tú siempre pensando en el pan. Tienes que hacer algo con esa obsesión, muerto de hambre —le reprendió el santo de Erídano.

—Para ti soy el teniente muerto de hambre —dijo Lesath tras un momento inicial de sorpresa—. ¿Santo de plata, recuerdas? ¡Yo planeo las patrullas y yo las dirijo!

Aerys no se cuadró como lo hicieron en el camarote de la lección de combate, lo empezaba a conocer demasiado bien. De todas formas, obedeció, y juntos se aseguraron de que las siguientes horas pasaran sin demasiados percances, ya que no pudieron encontrar siquiera un par de camarotes libres en los que poder dormir un rato.

xxx

Las horas pasaron y lo imposible ocurrió. Fang de Cerbero se aburrió de dormir, de modo que salió del camarote en busca de algo que hacer.

Si debía ser sincero, aquello le pasaba con relativa frecuencia desde la batalla con el rey Bolverk, si es que se le podía llamar batalla a ser pisoteado como una hormiga. Sin importar las curas que le realizaran, la cara le picaba horrores y apenas podía descansar como antes, lo que le obligaba a tomar muchas y pequeñas siestas al día. De pie. Nadie podía recriminarle nada, porque él no se quejaba del dolor.

—Vino —dijo mientras paseaba entre los camarotes. Más que olerlo, lo intuía por las risas fiesteras que oía tras las puertas—. ¡Vino! Qué vulgar es la gente.

—La gente debería dormir, sí.

—¡Silencio!

Fang, que había estado mirando a otro lado, notó que tenía enfrente a Mera de Lebreles y la portadora del manto de Águila que no era Marin. La primera era quien había dado la orden, tan estricta y estirada como siempre, la otra, Yuna si recordaba bien, mostraba una mezcla de desafío juvenil, madura resolución y una pizca de dudas. Mostraba, porque no tenía máscara que le ocultara el rostro. Tampoco tenía el sentido común de comprender lo mucho que eso debía molestar a alguien como Mera.

—Si pudiera dormir, dormiría —dijo Fang después de ser escrutado unos segundos por la enmascarada—. No tengo el cuerpo para fiestas, ni para la soledad.

La santa de Lebreles no dijo nada, alzó el puño, cerrado.

—Tal vez —le interrumpió Yuna, tocándole el brazo con suavidad—, deba ir a esa habitación. Los ocupantes no están durmiendo, ni armando una fiesta.

Luego de pensarlo un momento, Mera dijo:

—Que deje el pasillo ya.

Y se zafó de la mano de Yuna como si fuera un bicho, marchando demasiado rápido. A la sombra de Águila apenas le dio tiempo a darle las señas del camarote.

xxx

—Bienvenido —saludó Cristal, sentado en la cama frente a una mesa que él mismo había construido, congelando los átomos de la estancia.

—Fang de Cerbero —dijo Noesis, quien había abierto la puerta.

El recién llegado no respondió el saludo, pues toda su atención estaba centrada en las dos tazas que había sobre la mesa, llenas de café.

—Esto sí es una bebida como mandan los dioses —dijo Fang, cuya nariz aspiraba el aroma del café como su fuera néctar del mismo Olimpo—. ¿Vino? Bah. ¿Cerveza? Bah. La mente debe estar despierta, no embotada.

—Que tú digas eso, amigo mío, me deja sin palabras. —Sacudiendo la cabeza, Noesis cerró la puerta y ofreció la única silla que había, como buen anfitrión. Fang negó el ofrecimiento, prefiriendo estar de pie, y hasta ahí llegaron las buenas formas del santo de Triángulo—. ¿Trajiste una taza de más, Cristal? —preguntó tras sentarse.

El guerrero azul rebuscó en una bolsa que tenía al lado hasta encontrar una, que puso sobre la mesa. Con sumo cuidado, tomó la cafetera y vertió el café en la taza, que ofreció a Fang con una sonrisa. La cara de felicidad de aquel le parecía simpática.

—Maravilloso —dijo Fang tras el primer sorbo.

—Es un buen café —dijo Cristal—. Cultivado por…

—Qué va, sabe a excremento de vaca —le interrumpió Fang—. Aun así, es café. Si pudiese acompañarlo con un poco del pan de Aerys, sería como volver a los viejos tiempos. Con el maestro Sneyder. Jamás habríamos sobrevivido al entrenamiento sin el mejor invento ideado por el hombre. —Alzó la taza en señal de agradecimiento—. Pero no se habla del entrenamiento del maestro Sneyder, nunca jamás.

—A mí no me importa que Retsu hable del entrenamiento —dijo Noesis—. Es duro, pero no se defiende a la humanidad desde una cuna de oro.

—La tercera taza era para Retsu, de hecho —intervino Cristal—. ¿Sabes algo de él? Se separó de nosotros diciendo que traería a Soma y algunos más.

Tras terminar la taza y dejarla en la mesa, Fang respondió:

—No tengo ni la más remota idea.

—Bueno, está en la edad de querer algo de libertad. —Noesis se encogió de hombros—. Por lo que a mí respecta, que haga lo que pueda ahora que puede.

—Aprecias mucho a ese muchacho —entendió Cristal, tomando un sorbo.

—Contaré mi historia si tú cuentas la tuya.

—Ah, ¿este es ese tipo de reunión?

El par miró a Fang, como pidiéndole permiso.

—No se habla del entrenamiento del maestro Sneyder. Nunca jamás.

—Bueno, entonces solo escucharás —dijo Cristal—. La mía es una historia simple.

El lazo que unía a Bluegrad y los guerreros azules era tan fuerte como el que unía a maestro y discípulo entre los santos de Atenea, de modo que Cristal no podía contarles de las misiones que completó como mercenario. Sí que les contó, en cambio, de la primera tentativa de golpe de Estado de Alexer, hacía ya unos veinticinco años. Los tiempos en que la URSS y Estados Unidos parecían rivales comparables estaban por acabarse, de modo que el hijo del Señor del Invierno vio la oportunidad de convertir Bluegrad en la nueva capital de Rusia. Si se apoderaban de la nación ahora que estaba débil, la Ciudad Azul controlaría la mitad del mundo.

Demás estaba decir que la reacción del rey Piotr fue la misma que la del segundo intento de golpe de Estado, cuando Alexer salió del inframundo dispuesto a cumplir su cometido. Él era, más que un hombre de paz, un hombre de su pueblo. No llenaban su corazón la sed de poder, ni la codicia, sino el canto de unos niños que no conocían el hambre, el valor de hombres y mujeres que ganaban la batalla más importante de todas, la del día a día, la bondad de un mundo que no necesitaba abandonar ni a los mayores, ni a los enfermos, por ser demasiado débiles para sobrevivir. Pero para Alexer el apoyo de su padre era un mero accesorio, no tenerlo no cambiaba nada. Haría lo que tenía que hacer, antes de que Bluegrad fuera parte de una nación destinada a desaparecer.

—Era un peligro —dijo Cristal—. Sabéis lo que hace el Santuario con esa clase de peligro. —Los dos santos asintieron, Noesis con especial gravedad.

El joven Camus de Acuario fue enviado para ejecutar al entonces príncipe Alexer. Un adolescente contra un hombre adulto, parecía excesivo, una estratagema del Sumo Sacerdote para desembarazarse de un soldado demasiado despierto, en exceso observador. Fuera esa la razón, o no, el resultado hablaba por sí mismo: Camus había nacido para ser santo de oro, ya siendo un niño vestía el manto zodiacal que superaba al resto de armaduras de la Tierra, por lo que el hijo de Piotr cayó en combate y su ejecutor regresó al Santuario como un héroe y un elemento valioso.

—El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra —dijo Fang, palmeándose la cara—. Que el príncipe nos sirva como ejemplo.

—Lo importante es que aprendió la lección —replicó Noesis—. A la tercera va la vencida. Eso también se dice mucho.

—Os equivocáis. —Cristal tomó lo que le quedaba del café, sabiéndose observado por el par—. No se trata de lo falibles que somos los humanos, ni nuestra capacidad para redimirnos o corrompernos, sino de confianza. El príncipe Alexer era mi camarada y yo hice llegar al rey Piotr sus inquietudes mezcladas con mis propios prejuicios. El resultado fue la muerte prematura de un hombre que albergaba el bien en su interior.

—Como dices, somos falibles —señaló Noesis, dejando la taza vacía en la mesa.

—Yo, por ejemplo, tengo más sueño ahora que antes de llenarme de cafeína —admitió Fang, cuyos párpados se abrían y cerraban a merced de un picor que combatía haciendo muecas, para evitar rascarse—. Todos tenemos nuestros fallos.

—Sabéis lo que quiero decir.

—Lo imagino —dijo Noesis—. Tú eres un guerrero azul, un hermano de armas para nosotros, los santos de Atenea. Los caballeros negros… Bien, nuestra camaradería fue impuesta por la Suma Sacerdotisa.

—Que está muerta —intervino Fang.

—Sí —prosiguió Noesis—. Se podría decir que con ella murió ese lazo que lo unía todo. Por eso estás aquí, Cristal, por eso está aquí Tetis. La alianza entre todos los defensores del mundo debe sobrevivir a todo esto, acabe como acabe. El caso de los caballeros negros es más complicado. Todo lo que nos unió durante la guerra entre vivos y muertos se hizo añicos durante la Semana Sangrienta. Que justo nos acompañen los que no participaron de esa matanza, bien, hace que la confianza entre santos de Atenea y las sombras esté en un punto intermedio entre la vida y la muerte.

Con ese discurso, Noesis no se ponía a favor, ni en contra de los caballeros negros que navegaban junto a ellos. Dándose cuenta de ello, Cristal dijo:

—¿Acaso tú no has cometido errores imperdonables?

—Soy humano.

—Sé que, como Lesath de Orión, no acudiste al llamado del Santuario durante la Guerra Santa contra Hades. Tampoco en la Noche de Podredumbre se supo de ti.

—Estaba expiando mis pecados.

Así como Cristal relató esa pequeña parte de su pasado, Noesis habló de un santo de plata notable. El más grande en un tiempo en que Orfeo de Lira había desaparecido. Sin entrar en detalles, explicó que había sido enviado a ejecutar a un cierto grupo de personas especializado en la magia por el peligro que podían suponer para el mundo. Noesis obedeció, infiltrándose en el grupo, haciendo amigos e incluso involucrándose en un embarazoso triángulo amoroso con una mujer que, por decirlo con sencillez, movía su mundo cada que le guiñaba un ojo.

—Después los maté —dijo Noesis—. A todos. Quinientas personas.

—Déjame adivinar —señaló Fang—. Dejaste vivir a la chica.

—Ella estaba encinta —admitió Noesis—. No me atreví. Cuidé de ella y de su hijo, sin recibir nunca su perdón, yo tampoco me sentía digno de él. Cuando se lo pedí, estando ella en su lecho de muerte, me escupió en la cara. Solo entonces sentí un poco de paz.

—Porque dudaste —dijo Cristal—. Todo este tiempo, dudaste si era lo correcto o no.

—Esa gente era grande en la magia —explicó Noesis—. Poseían el poder para sellar espíritus maléficos y tenían el convencimiento de poder exorcizar al Sumo Sacerdote del Santuario, que se había negado a incluirlos en su seno. Yo fui a ver a Su Santidad después de saber el objetivo de ese grupo de magos errantes, habiendo sido instruido en la magia y descubierto un nuevo método de sellado que combinaba la magia y el cosmos. Si el representante de Atenea en la Tierra estaba poseído por algún diablo, sentía que yo mismo debía ayudarle, pues ese hombre confiaba en mí y yo confiaba en él. ¿Sabéis lo que sentí entonces, solo en el trono papal, ante él?

—Si me dices que sabías que era Saga de Géminis, te golpearé —advirtió Fang—. Porque no revelarlo te convertiría en alguien más vago que yo.

—Eso es una falacia lógica —bromeó Cristal, aunque sin sentir verdadera alegría.

—Con solo ver al Sumo Sacerdote, supe que no había nada en su interior. Ningún espíritu malvado susurrándole que tomara malas decisiones. Así que regresé a mi puesto y cumplí con mi deber. Pensé que el objetivo de esa gente, tal vez no fuera exorcizar al representante de Atenea en la Tierra, sino todo lo contrario. Esos chamanes podían sellar espíritus, así que, ¿por qué no iban a poder controlarlos? La posibilidad bastó para que mi mano matara a los ancianos, las mujeres y los niños, pero no me permitió matar a quien aún no había nacido. Quedé a un solo paso de cometer un genocidio, porque en realidad no tenía ninguna seguridad de nada.

—¿Estás seguro de que no estaba poseído? —dijo Fang—. Se sabe que algo surgió de Saga de Géminis, el usurpador, cuando lo alumbró la luz de la Égida.

—Algo, sí. El propio Saga de Géminis. La tercera constelación del Zodiaco, a diferencia de las demás, existe bajo la influencia de dos almas. Cástor y Pólux. Una piensa como un hombre, capaz de lo peor y lo mejor; la otra piensa como un dios, con la férrea convicción de poder dar al mundo lo que necesita. ¿Qué ocurre cuando el alma más débil arroja sus inseguridades a la más fuerte? La fortaleza se vuelve debilidad. Así nació un tirano incapaz de ver sus propios errores. Ese es el mal que extirpó la Égida. Ahora lo sé, pero entonces, cuando supe que quien había usurpado el trono papal había muerto suicidándose, de verdad creí haberme equivocado. Durante años, fui incapaz de decidir si había hecho lo correcto o no, si era un héroe o un monstruo.

—¿Y qué decidiste? —preguntó Cristal.

—Que era un hombre.

Sencillas palabras para una raza sencilla. Los tres podían entenderlo. Fang y Cristal, sin haber estado ahí, imaginaban a Noesis de pie frente a la mujer que amaba, sintiendo su odio recorrerle el rostro. Comprendían, como él lo comprendió entonces, que para Noesis nunca fue una cuestión de si era necesario matar a esa gente. Él, en todo momento, se había juzgado culpable. El acto en sí era para el santo de Triángulo, vil.

—Somos falibles —dijo Cristal.

—Somos imbéciles —soltó Fang, sin poder contener el impulso de rascarse.

—¿Retsu…? —preguntó Cristal.

—Sí. Como jamás le ha crecido la barba parece más joven de lo que es. A diferencia de su madre, nunca ha podido odiarme, soy todo lo que conoce. Su modelo a seguir. —Noesis esbozó una mueca triste—. Me duele más el cariño que me tiene que todas las discusiones que tuve con su madre —admitió, acariciándose la cabeza; ciertas cicatrices podían verse bajo el cabello y en el cuero cabelludo, si se prestaba atención—, supongo que la diferencia está en lo que un hombre como yo merece.

—Él te animó a volver al Santuario —adivinó Cristal.

—Así es. Para exorcizar espíritus malignos. De algún modo eso acabó en los dos encerrados en una prisión infernal bajo la acusación de acosar a unas ninfas que ni siquiera habíamos visto. —Por primera vez desde que empezó a hablar, sonrió. La respuesta gesticular de Fang podría parecer una sonrisa—. De ahí, nos enrolamos en la división Dragón, destinada a defender el mundo de las huestes del Hades.

—Zombis inmortales, monstruos de leyenda, espectros de hielo, fantasmas… ¿Esperabas tantos exorcismos en tu vida, chamán? —preguntó Fang.

—Había más maldad bajo nuestro mundo de la que jamás imaginé —admitió Noesis—. Y sin embargo, en comparación a la maldad que nos rodea ahora, no es nada.

Mientras llenaba de nuevo las tres tazas, Cristal sintió un estremecimiento. Las palabras de Noesis, ahora que sabía su pasado, tenían un aire profético.

Notas del autor:

Shadir. Por esa razón convertí estos dos capítulos (porque eran en principio dos) en uno especial, un vistazo a lo que pasa al otro lado, del mar que muchos de nuestros héroes deben cruzar para reencontrarse con sus compañeros, y del bando protagónico.

Pues cuando ninguna guerra se entiende viendo solo lo que hace una de las partes.