Capítulo 89

La desolación de Marie Christine

Tras llegar a su habitación en el Palais-Royal, la favorita del primo del rey de Francia cayó de rodillas sobre el suelo y empezó a llorar amargamente; la indiferencia de André la había sacudido por completo y no sabía cómo sobreponerse a ello.

Durante mucho tiempo había aparentado ser una mujer fuerte, y en las charlas que sostenía con los intelectuales que luego se convertirían en los representantes del pueblo, derrochaba inteligencia, prudencia y elocuencia, sin embargo, muy en su interior se sentía vulnerable y deseaba fervientemente refugiarse en los brazos de un hombre que la proteja y la ame por quien era: una mujer frágil y de noble corazón a la que la vida le había arrebatado todo.

En medio de su dolor, ni siquiera tenía las fuerzas suficientes para reclamarle a Dios que la haya despojado de la única esperanza que le quedaba, porque eso era André para ella, la esperanza de que incluso después de tanto sufrimiento era posible encontrar la felicidad al lado de alguien que la alejara de aquella vida vacía que tenía al lado de uno de los aristócratas mas influyentes de Francia. ¡¿Cómo levantarse ahora?! La única ilusión que la había sostenido durante todo ese tiempo se había hecho pedazos, porque era claro que ni siquiera su belleza había despertado el interés de su amigo de la infancia.

Y mientras pensaba en ello sumergida en su sufrimiento, Marie Christine escuchó unos pasos acercándose y, de inmediato, aseguró la puerta para que nadie pudiera verla en ese estado.

- ¿Madame? ¿Se encuentra ahí? - escuchó decir desde el pasillo.

Era Louise, quien, echándola en falta, había ido a buscarla; los invitados seguían en la casa y ella era la anfitriona por lo que debía sobreponerse y seguir adelante, fingir ante los demás que todo estaba bien... ¿¡Pero cómo!?.. Las fuerzas la habían abandonado en aquel momento.

No obstante, se levantó, y tras mirarse en uno de los espejos de su habitación y comprobar que su maquillaje estaba completamente arruinado, se dirigió a su tocador para intentar retocarlo mientras sus lágrimas seguían rodando por sus mejillas.

- ¿Madame? - insistió Louise.

Entonces, desde el interior de su habitación, Marie Christine se dirigió a ella.

- Mi querida Louise, necesito unos minutos antes de regresar con nuestros invitados. Por favor, ¿puedes encargarte de todo mientras tanto? - le preguntó a su sirvienta intentando disimular su desolación, y tras unos segundos de silencio, Louise volvió a dirigirse a ella.

- Por supuesto, mi señora. - le respondió.

La sirvienta había percibido un tono extraño en su voz, pero estaba decidida a obedecerla; su ama había preparado ese evento con un gran esmero y debía asegurarse de que todo seguiría por buen camino. Entonces, tras permanecer ahí por algunos segundos, emprendió su retorno a la planta baja.

Tras escucharla alejarse, Marie Christine volvió a secar sus lágrimas y respiró hondo. No podía abandonar a sus invitados, ellos no se merecían un desplante de su parte. Entonces, anteponiendo una vez más al resto antes que a ella misma, tomó el "poudre pompon" que se encontraba sobre su tocador para aplicar los polvos blancos que cubrirían su tristeza.

...

Mientras tanto, en su despacho, el Duque de Orleans leía cuando uno de sus sirvientes llamó a su puerta.

- Buenas tardes, amo. Vine a preguntarle si se le ofrece algo. - le dijo el hombre de mediana edad que había llegado a buscarlo.

Entonces, el primo del rey de Francia dirigió su mirada hacia él.

- Jean Luc, ¿dónde está Marie Christine? Ya debería haber venido a contarme como va todo en el salón principal. - le respondió el primo del rey algo enojado, lo que puso nervioso a su sirviente.

- Eh... Debe estar por llegar, mi señor. Seguramente está coordinando con el ama de llaves algún tema relacionado con el evento. - le dijo a su amo con la voz temblorosa.

- Bueno, sí, eso debe ser. - le respondió el duque, entonces, su sirviente volvió a dirigirse a él.

- Si no se le ofrece nada, mi señor, regresaré a mis obligaciones. - mencionó.

- Espera... - interrumpió el duque.

- ¿Sí, mi señor?

- ¿Se encuentra aquí la Brigadier Jarjayes? - preguntó el primo del rey.

- Sí, llegó hace unos minutos. - le respondió Jean Luc.

- Entonces me gustaría saludarla. - le dijo Felipe de Orleans.

- Enseguida la acompañaré hasta aquí. Con su permiso. - agregó el sirviente.

Tras ello, caminó hacia el salón donde Oscar y André se encontraban, y al llegar, buscó a la hija del Conde Regnier y se acercó a ella.

- Perdone, Brigadier Jarjayes. ¿Puedo hablarle un momento? - le preguntó el sirviente dándole a entender que quería decirle algo en privado.

Entonces, la hija de Regnier se apartó del grupo de personas con el que estaba conversando para aproximarse a él.

- ¿Si? - le respondió, entonces el sirviente del duque volvió a dirigirse a ella.

- Mi amo, el Duque de Orleans, desea saludarla en su despacho. Por favor, ¿podría acompañarme? - le preguntó.

- Por supuesto, deme un segundo. - le respondió Oscar, y Jean Luc asintió con la cabeza.

Tras ello, la heredera de los Jarjayes caminó nuevamente hacia los delegados del Tercer Estado con los que había estado hablando, y al llegar, se dirigió a ellos.

- Perdónenme señores, pero debo ausentarme un momento. - les dijo.

Entonces, André la miró intrigado, y antes de que Oscar regrese con el sirviente, él se disculpó también y la apartó con delicadeza para hablar con ella en privado.

- Oscar, ¿qué pasa? - le preguntó.

- El Duque de Orleans desea saludarme en su despacho. No tardaré, André. - le dijo.

- No me fío para nada del duque. Iré contigo. - le respondió André.

Oscar no opuso resistencia, y es que el nieto de Marion tenía justificados motivos para preocuparse; ella ya había caído en una trampa en ese mismo lugar cuando, engañada por un hombre que se hacía pasar por un sirviente del duque, se dirigió a la bodega donde el primo del rey guardaba sus vinos y ahí fue secuestrada por los cómplices del Caballero Negro en el tiempo en el que Bernard consideraba una enemiga a quien por esas épocas ocupaba el cargo de comandante de la Guardia Real.

Tras recorrer un largo pasillo, Jean Luc, seguido por Oscar y André, se detuvo frente a la puerta del despacho del primo del rey, pero antes de llamar, se dirigió a la heredera de Regnier.

- Brigadier Jarjayes, la anunciaré. - le dijo.

Entonces, Oscar asintió con la cabeza y enseguida se dirigió a André.

- Estaré bien. - le dijo al nieto de Marion sonriendo, entonces, él la miró fijamente a los ojos.

- Aquí te espero. - le respondió.

Tras ello, Oscar ingresó al despacho y Jean Luc se retiró tras despedirse cortésmente de André dejándolo solo y a la espera del retorno de la mujer que amaba.

...

Mientras tanto, Bernard caminaba por el salón principal del Palais-Royal con una copa de vino en las manos escuchando las conversaciones de sus camaradas. Por aquel entonces había dejado de representar al bandido más famoso de Francia, sin embargo, no podía dejar de ser quien era, un vigilante perpetuo que se había impuesto a sí mismo la obligación de velar por los intereses del pueblo. No obstante, todo parecía indicar que ahí no había nada de qué preocuparse. El ambiente que se vivía en la residencia del duque era bastante animado; ninguno de ellos parecía ser el tipo de persona que tuviera un interés distinto que el de servir a Francia.

...

Por su parte, y tras haber maquillado su tristeza y retocado su peinado, Marie Christine se dirigió a las escaleras hacia la planta baja. Su corazón estaba quebrado, pero no tenía más alternativa que seguir atendiendo a sus invitados; tenía que asegurarse de que la pasen lo mejor posible.

Tras descender, caminó por los largos pasillos que la dirigían hacia el salón principal. Iba decaída, con la mirada en el suelo, tan triste que su desolación era evidente. No obstante, estaba lista para enfrentar el próximo acto en el teatro de su vida

Entonces, levantó la mirada, y nuevamente se paralizó al encontrarse cara a cara con André, quien frente al despacho del duque, esperaba a su amada Oscar François.

- Monsieur Grandier... - le dijo sorprendida, y tras ello, se inclinó respetuosamente ante él.

- Lady Marie Christine. - saludó él nuevamente mientras la observaba pensativo.

- ¿Está pasando una buena velada con nosotros? - le preguntó la favorita del duque fingiendo compostura. Entonces, con una amable sonrisa, el nieto de Marion se dirigió nuevamente a ella.

- La estoy pasando muy bien, gracias. Todos han sido muy amables con nosotros. - le dijo, incluyendo en su frase a la mujer que amaba.

- Me alegro. - le dijo ella sonriendo con melancolía.

Entonces, André la observó algunos segundos en silencio. No podía sacarse de la cabeza la idea de que la conocía de algún lugar. Aquel rostro... Sus ojos... ¿Pero, de dónde? ¿De dónde? - se preguntaba.

Y sin poder resistirse más, se dirigió nuevamente a ella.

- Lady Marie Christine, discúlpeme, pero tengo la impresión de que la conozco de alguna otra parte... - le dijo.

Entonces, ella lo miró sorprendida.

- André, yo...

No obstante, cuando Marie Christine estaba a punto de revelarle al nieto de Marion su verdadera identidad, el sonido de la puerta del despacho del duque abriéndose la detuvo, y ella quedó paralizada al encontrarse frente al hombre a quien pertenecía, Felipe de Orleans, el cual salía acompañado de la hija del conde Regnier de Jarjayes.

- Mi señor... - le dijo inclinándose ante él y bajando la mirada con sumisión.

- Marie Christine, al fin estás aquí. - le respondió el duque con jovialidad, y tras ello, dirigió su mirada hacia el nieto de Marion, el cual fue identificado de inmediato por el primo del rey de Francia debido a su uniforme de la Guardia Francesa.

- Usted debe ser André Grandier. - le dijo.

- Así es, él es André Grandier, soldado de la Guardia Francesa. - le dijo Oscar.

Entonces, el primo del rey de Francia le extendió la mano para saludarlo y él respondió a su saludo con amabilidad.

- Usted y su comandante son todas unas celebridades entre los representantes del pueblo. - le dijo.

No obstante, André no respondió a sus palabras. Estaba seguro de que el duque no era una persona honorable, además, lo había descolocado la forma en la que Marie Christine se comportaba frente a él; parecía como si ante el primo del rey de Francia perdiera toda su seguridad.

Mientras tanto, ella no podía creer que estuviera de pie frente a los dos hombres que habían marcado su vida. Por un lado estaba André, su más querido amigo de la infancia, y por otro, Felipe de Orleans, un hombre al que se había entregado forzada por las tristes circunstancias de su vida.

- Su Excelencia, nosotros debemos retirarnos en unos minutos. - le dijo Oscar al primo del rey de Francia, entonces, él dirigió su mirada hacia ella.

- Es una pena, pero lo entiendo. La Guardia Francesa debe tener mucho trabajo por estos días. - mencionó el duque.

Tras ello, la heredera de los Jarjayes dirigió su mirada hacia Marie Christine, la cual parecía lamentar sinceramente que ellos tuvieran que irse.

- Les agradezco mucho que nos hayan acompañado. - mencionó la favorita del duque bajando la mirada.

Entonces, tras despedirse cortésmente de ellos, André y Oscar se dirigieron al salón para despedirse también de aquellos con quienes habían compartido la velada, entre los que se encontraban Maximilien de Robespierre y el esposo de Rosalie.

- ¿Por qué tardaste tanto en venir a verme? - le preguntó en tono de reclamo el duque a Marie Christine.

Entonces, ella dirigió su mirada hacia él.

- Lo siento, mi señor. Estuve recibiendo a los invitados en su nombre y perdí la noción del tiempo. - le dijo ella para justificarse, y él pareció tranquilizarse.

- ¿Cómo va todo? - le preguntó entonces el primo del rey.

- Muy bien. Nuestros invitados están muy contentos por haber vuelto a reunirse en el Palais-Royal. - le respondió ella.

- Me alegra escuchar eso. Asegúrate de que todo siga yendo como hasta ahora. - le respondió el duque, y ella asintió con la cabeza.

- Con permiso, mi señor. Regresaré con los invitados. - le dijo Marie Christine inclinándose respetuosamente ante él.

- Sí, ve con ellos. Mañana conversamos... - le respondió el duque, y tras ello, se encerró nuevamente en su despacho.

No obstante, Marie Christine quería ver a André al menos una vez más, y sabiendo que desde hacía algunos minutos él y la comandante de la Guardia Francesa se habían retirado para despedirse, subió nuevamente en dirección a su habitación, y al llegar, se dirigió a paso acelerado hacia su ventana y alcanzó a verlo en el patio del palacio mientras él subía al carruaje que lo había llevado hasta ahí acompañado de la mujer que amaba.

- "André, veo que te has olvidado por completo de mí..." - pensó la favorita del duque.

Y mientras lo observaba partir desde la oscuridad de su habitación, continuó con su reflexión.

- "Después de que te marcharas de Provenza, mis padres fallecieron... Mi hermano estaba enfermo y vinimos a París con la esperanza desesperada de encontrar una cura para sus males. Pensé que tal vez estando aquí algún día te encontraría. Me aferré a esa única esperanza durante muchos años, incluso en el tiempo en el que tuve que soportar la dura jornada que tenía en la taberna en la que trabajaba, una jornada a la que no estaba acostumbrada... Aún recuerdo esa época con claridad: todos se metían conmigo por mis modales de campesina y no paraba de cometer errores, tantos, que estuve a punto de perder el trabajo..."

Entonces, suspiró con nostalgia, y como si se encontrara frente a André, volvió a dirigirse a él a través de sus pensamientos.

- "Un día un hombre se fijó en mí y me propuso convertirme en la hija adoptiva de un noble, para ello recibí un duro adiestramiento... André, todo lo hice por mi hermano, cuya enfermedad iba empeorando día con día... Nunca me imaginé que un hombre como el Duque de Orleans pudiera fijarse en mí, pero así fue, él puso sus ojos en mí y fue así cómo llegué hasta aquí... André, mi querido André, aún así nunca renuncié a la idea de volver a verte, pero ahora que finalmente ha llegado el día que tanto había esperado, tus ojos únicamente la miran a ella..." - pensó, recordando el momento exacto en el que el nieto de Marion se acercó súbitamente a la mujer que amaba mientras ella lo miraba fijamente, y su rostro volvió a cubrirse de lágrimas.

Entonces, Marie Christine apartó la vista de la ventana. El carruaje del hombre en el que había pensado durante todo ese tiempo se había perdido en el horizonte y ella debía volver al salón con sus invitados; ya se había ausentado demasiado tiempo. No obstante, se sentía devastada.

...

Mientras tanto, ya a varios metros del Palais-Royal, André recordaba en silencio el rostro de Marie Christine y la sensación que le había provocado verla; incluso sintió un repentino deseo de protegerla cuando fue testigo de cómo ella bajaba la cabeza ante el primo del rey de Francia. Sin embargo, a pesar de que era consciente de que la favorita del duque era una mujer muy bella, no se sentía atraído hacia ella; era otro tipo de sentimiento el que Marie Christine le había despertado, un sentimiento casi fraternal.

De pronto, la voz de la mujer que amaba lo apartó de sus pensamientos.

- ¿Por qué estás tan callado? - le preguntó Oscar.

Entonces, André dirigió su mirada hacia ella.

- Podría hacerte la misma pregunta... No me has dicho nada acerca de tu encuentro con el duque. - le respondió él.

- No hay nada interesante que contar sobre ello. - le dijo ella sonriendo, y al verla, él también sonrió.

"Que hermosa eres..." - pensó André mientras la contemplaba. Junto a ella, sentía que el tiempo se detenía, que el mundo desaparecía. ¡Hubiera resultado tan fácil para él besar sus labios en aquel momento!...

No obstante, Oscar parecía distraída.

- "Los representantes del pueblo se veían muy felices... Parecían tener muchas esperanzas... ¿Será posible?... ¿Será posible que la familia real acepte trabajar de la mano de los delegados del Tercer Estado?... En ningún país de Europa se ha visto algo semejante..." - pensaba la hija de Regnier con preocupación.

De pronto, el carruaje detuvo su marcha frente a la mansión Jarjayes, y André bajó de el para ayudar a descender a la mujer que amaba.

- Nos vemos mañana... - le dijo contemplándola extasiado, mientras ella se perdía en su mirada como si ambos fueran uno solo.

Entonces, el caballo relinchó distrayéndolos a ambos, y el cochero, que no era uno de los sirvientes de la casa Jarjayes sino más bien un joven que trabajaba transportando personas de manera independiente, se dirigió a André para saber si su trabajo con ellos había culminado.

- Caballero, ¿es este nuestro último destino? - le preguntó.

- No, Nicolás. Aún necesito que me lleves al cuartel militar de Versalles. - le respondió André, quien le había preguntado su nombre apenas lo contrató, y el cochero asintió con la cabeza.

Tras ello, la hija de Regnier volvió a poner su mirada en André.

- Nos vemos mañana... - le dijo mirándolo tiernamente, y tras ello, caminó hacia el interior de su casa.

Tras comprobar que Oscar hubiera ingresado a la mansión, André subió de vuelta al carruaje que lo había transportado hasta ahí, y siguiendo sus indicaciones, el joven cochero tiró de las riendas de sus caballos para encaminarse a su nuevo destino.

Mientras tanto, desde la ventana de su habitación, el conde Regnier de Jarjayes observaba entristecido cómo el hijo de Gustave Grandier abandonaba su mansión, una mansión en la que había vivido desde que era un niño. ¿Cómo era posible que las cosas hubieran llegado al punto de que él no se sintiera cómodo ni siquiera para pasar una noche ahí? - se preguntaba sintiéndose culpable.

Regnier no había advertido cuánto valoraba al amigo de la infancia de Oscar hasta ese instante; André había sido como un hijo para él, y solo en ese momento comprendía cuánto le dolía su distanciamiento. Sin embargo, ¿podría el nieto de Marion perdonar sus ofensas? El general no lo sabía, pero anhelaba con todas sus fuerzas revertir la situación que los había llevado a ese punto.

Entonces, caminó hacia su cama y se acostó nuevamente. Su esposa dormía apaciblemente, y al observarla, recordó la charla que sostuvo con ella luego de darse cuenta de que lo que sentía André hacia la última de sus hijas era correspondido por ella. No estaba dispuesto a interponerse en la felicidad de su heredera ni en la felicidad de André, no obstante, sabía que su relación los ponía en riesgo a todos si se exponía públicamente, por lo que debía buscar la forma adecuada de apoyarlos.

Y mientras pensaba en ello, cerró los ojos, y al cabo de unos segundos, se quedó profundamente dormido mientras que su hija, ya en su habitación y preparándose para dormir, recordaba con emoción las palabras que el hombre que amaba le había dicho luego de que ella insistiera en la idea de que la favorita del duque no le quitaba los ojos de encima.

"No importa quién sea o cómo sea la mujer que me mire... Yo solo tengo ojos para ti, Oscar."

En ese instante, recordó lo profundamente enamorada que estaba de él y se dio cuenta de lo afortunada que era al sentirse completamente correspondida.

...

Unas horas más tarde, después de despedir al último de sus invitados, Marie Christine subió a su habitación y encendió las velas de los candelabros que descansaban sobre la fina madera de la mesa cuidadosamente labrada que ahí se encontraba. Luego, se dirigió a su tocador, abrió un pequeño cajón y sacó de el una pequeña y delicada bolsa de terciopelo, el cual contempló con tristeza durante varios segundos.

Después, caminó hacia la ventana desde la que había observado a su más querido amigo de la infancia, abrió la bolsita que llevaba y vertió su contenido en la palma de su mano: eran las semillas que André le había obsequiado como recuerdo de despedida; las había recolectado del mismo árbol bajo el cual Christine lo esperaba cada tarde con la esperanza de evocar la villa de Provenza de la que se apartaba a la temprana edad de seis años.

De pronto, su sirvienta entró en la habitación y, al notar la expresión pensativa y taciturna de su ama, se acercó a ella.

- Mi señora, ¿qué lleva en las manos? - le preguntó. - ¡Vaya! Son unas bellotas preciosas... - exclamó Louise tras percatarse de qué era lo que observaba la favorita del duque con tanta insistencia.

Entonces, Marie Christine volvió a guardar las semillas en la bolsita de la que las había sacado, y tras unos segundos en silencio, se dirigió a su sirvienta.

- Por favor, Louise, guárdalas en el cajón de mi tocador. - le dijo con melancolía.

La sirvienta obedeció, sin saber que al apartar las semillas, Marie Christine también estaba tratando de apartarse de sus más dulces recuerdos y del amor más puro que había conocido. Sabía que, a partir de ese momento, tendría que vivir su vida sin la inocente ilusión que la había sostenido durante todos esos años de desamor y tristeza, enfrentando un futuro incierto y lleno de desesperanza.

...

Fin del capítulo