Hyoga

Exit out the back…

Esbozó una sonrisa tímida cuando escuchó la música que provenía del cuarto principal de la cabaña. Se removió en la cama, dolorido. Cuando intentó abrir los ojos, el paño húmedo sobre su rostro se lo impidió. Hyoga sintió el corazón henchido de felicidad; a pesar de que hacía meses que Camus no le dirigía la palabra, continuaba cuidando de él y preocupándose por su bienestar.

Hyoga notó el calor del hogar encendido y decidió quedarse un rato más en la cama con los ojos cerrados. Se merecía que el caballero de Acuario estuviera enfadado con él. El Cisne había hecho oídos sordos a la prohibición de sumergirse en el océano helado para visitar el barco de su difunta madre, y su temeridad se había saldado con la muerte de Isaak, su compañero, amigo y primer interés amoroso. Tras la desaparición del finlandés, Camus había dejado de hablarle. La única relación que los unía eran las sesiones de entrenamiento salvajes y las tandas interminables de ejercicios que lo dejaban destrozado.

…And never show your head around again…

Giró la cabeza al percibir una voz masculina que se alzaba por encima de la música. Camus no solía cantar, Hyoga jamás lo había oído entonar ni una sola nota. Era un hombre callado, arisco, que se había ido ensombreciendo paulatinamente hasta llegar a ser tan oscuro como la ropa que vestía. Hyoga lo comprendía, porque él era el único culpable de la amargura y la frustración del caballero de Acuario. ¿Cómo olvidar su rostro congestionado y el hielo pegado a su cabello mientras le gritaba con voz quebrada que era otro fracaso más en su vida llena de fracasos?

…Purchase your ticket…

Se retiró el paño de la cara y lo dejó sobre el colchón. La claridad que provenía de la única ventana enclavada en la pared de piedra lo obligó a cubrirse el rostro con el brazo. Fue en ese momento —todo olía a jazmín, algo que no se daba en Cocornach— cuando se incorporó súbitamente, con el corazón bombeando a gran velocidad. Se arrepintió al instante de su reacción: los fortísimos pinchazos en las sienes lo obligaron a tumbarse de nuevo y a taparse la cara con la almohada.

…And quickly take the last train… Out of town…

Jadeó intentando tranquilizarse, sin resultado. En el fondo sabía que la voz que coreaba la moderna pieza musical con fuerza e ímpetu no pertenecía a Camus. El tono era distinto, más ronco y varonil, con una pronunciación fuerte, y un acento salvaje y visceral.

Hyoga abrió los ojos ignorando la presión en sus nervios ópticos. Su temperatura comenzó a subir a medida que le echaba un vistazo rápido a la habitación. Tragó saliva y notó su garganta completamente seca. Aquel cuarto no se parecía al de la cabaña de Cocornach, ni tampoco al que Saori Kido le había asignado en la Mansión Graude. La decoración era simple y funcional, estaba repleta de mapas y libros, y sobre su cabeza brillaba la silueta de una espada en un excelente estado de conservación.

…And stand aside and let the next one pass…

Una espada.

…Don't let the door kick you in the ass.

Una maldita espada griega.

"Una de las cosas que más me llamaron la atención de Milo es que conserva una espada griega original en su dormitorio, Hyoga. Es una pieza única, herencia de su padre y del lugar donde renació".

Las lágrimas se congelaron en sus mejillas, arañaron la fina piel de su rostro y dejaron una pequeña herida abierta. Hyoga comprendió entonces que no era Camus quien canturreaba en la habitación contigua, puesto que estaba muerto. Muerto en Acuario, tras mostrarle el camino al Séptimo Sentido. Muerto en Alemania, tras yacer entre sus brazos. Y muerto ante el Muro de las Lamentaciones, al formar parte del grupo de dorados que reventaron sus cosmos y sus cuerpos para evitar el Eclipse. Muerto, siempre muerto, dejándolo atrás con la realidad de su imperfección y con la herencia maldita de portar una armadura ante la cual jamás se sentiría digno.

Desesperado, se ovilló bajo las mantas, con la pueril esperanza de encontrar un agujero por donde huir. El dulce y personal aroma del espartano inundó sus fosas nasales cuando se cubrió con las sábanas de hilo. Su cuerpo tomó conciencia del lugar donde se encontraba —¡la cama de Milo!— y su pene se hinchó furioso, asomándose atrevido en busca de un orificio donde encajarse. Al incorporarse por segunda vez, ignorando los pinchazos en las sienes y la entrepierna, se dio cuenta de que Milo le había curado las heridas de Las Quince, llenándolo de gasas y esparadrapos.

La cara le ardía de la vergüenza. Invocó el Hielo para controlar su temperatura y rebajar el entusiasmo de su pene, pero su cosmos se hizo de rogar. Estaba tan excitado que su elemento no respondía a su llamada. Apretó los puños, los párpados y los dientes de forma infantil, como si con ese acto pudiera borrar todo lo que ocurrió el día anterior entre Milo y él.

Como si los gritos, insultos y reproches que el Escorpión le escupió sin contemplaciones no hubieran sucedido.

—Qué… patético soy.

Presionó con desesperación la cabeza de su pene. Era una manera bastante bizarra pero efectiva de evitar que la naturaleza siguiera su curso. Lo último que deseaba era correrse en la cama del griego y llenarla de semen.

"Maldito seas. Tuviste todo un mes de oportunidades y se te ocurre ponerte duro ahora".

Canalizó los cristales de hielo de su torrente sanguíneo hacia la palma de su mano y aplicó el frío sobre su erección hasta que consiguió que recuperara su tamaño y posición original.

"Vamos, Hyoga. Vístete y sal de aquí antes de que Milo te saque a patadas".

Suspiró aliviado al ver su pene en reposo. Buscó con la mirada su ropa y se estiró para atraparla. Milo la había dejado sobre la silla al lado de la cama, hecha un ovillo. Al prepararse para ponérsela, se encontró con un desagradable detalle: Los pantalones, camiseta y calzoncillos estaban destrozados, como si Milo los hubiera cortado.

"Por Atenea".

Miró hacia el suelo, avergonzado. Su cuerpo había colapsado cuando ya no pudo soportar más dolor, y Milo se había visto obligado a practicarle una reanimación cardiopulmonar mientras él se desangraba en el suelo como una fuente. Además, el griego lo había estado curando; a la vista estaba el ejército de esparadrapos y gasas que tapaban las Quince, como soldados mudos en un campo estéril.

"Dejándome a mí sin nada".

¿Qué podía hacer? Debía salir de allí de la forma más digna posible. A su alrededor no había más que su uniforme hecho jirones y una túnica que Milo le había dejado sobre el respaldo de la silla.

Hyoga negó con la cabeza. Jamás había vestido con túnica y la idea de mostrar las piernas llenas de heridas se le antojó desagradable. Bajo aquella luz, se veía aún más demacrado, así que debía buscar otro tipo de ropa antes de salir del dormitorio, pero la idea de hurgar en los efectos personales del espartano le parecían una invasión de su privacidad que no estaba dispuesto a traspasar.

"Vamos, Hyoga".

Atrapó la túnica con tan mala suerte que tropezó contra el arcón que reposaba a los pies de la cama. Ahogó un gemido de dolor y se dispuso a vestirse cuando reparó en un pequeño detalle que apenas relucía bajo la luz que entraba por la ventana.

"Pero qué…".

Unas gotas de un denso color blancuzco brillaban mortecinas sobre la piel de su abdomen.

"Bozhe moi".

Se sentó en la cama a punto de sufrir un ataque de pánico. No quería imaginar que tenía salpicaduras de semen sobre su piel, porque de ser así, la vergüenza le impediría mirar a Milo a la cara. Tomó aire y cerró los ojos. Cuando olfateó sus dedos, sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Había obligado al Escorpión a hacerle una reanimación cardiorrespiratoria tras dejarle el suelo lleno de sangre y él se lo pagaba por medio de poluciones nocturnas.

Invocó el Hielo y untó su erección con una capa de escarcha mientras se tragaba las lágrimas. Milo tenía toda la razón al despreciarlo, porque era el Acuario más imperfecto de la historia de la Orden. Se colocó la túnica cuando su pene volvió a su estado normal y se secó el rostro con los restos de su uniforme.

Lo único que le restaba era salir del dormitorio, despedirse de Milo y buscar un barranco por el que lanzarse al vacío.

—Algo muy propio de ti, Hyoga.