Capítulo 206. Vida de una diosa del mar

Cuando Zeus y sus hermanos Poseidón, Hades, Hera, Deméter y Hestia se alzaron en rebelión contra los titanes, ningún dios se pronunció a favor de la causa olímpica. Quienes regían los cielos y las causas espirituales debían obediencia a Crono, quienes dirigían la tierra y las causas materiales, si bien leales a la Gea, no olvidaban quién les habría librado del Urano, el tirano que osó alzarse por encima de todos los demás. Fue Estigia, la más despierta de las hijas de los fogosos amantes Tetis y Océano, quien apareció como primera valedora del Olímpico, con una propuesta peculiar. Si ni el cielo, ni la tierra iban a ponerse del lado del Olímpico, este debía acudir a los mares.

Era aquella una época curiosa, en que la línea que separaba a los dioses de los hombres no era tan clara. La Raza de Oro, poseedora de un gran poder y sabiduría, a la par que la longevidad de los inmortales, apenas se diferenciaba de las deidades menores, subordinadas a aquellas que por antigüedad y posición contaban con el dunamis, la autoridad sobre una parte de la Creación. En base a esa semejanza, que no equidad, Zeus atrajo hacia su bando a hombres tan ilustres como Titán, Palas, Egeón y Galia, abriendo así las puertas para que en el futuro divinidades de categoría inferior pudieran unírsele, lo que también era solo un paso más en el plan que habían diseñado él, rey de los dioses, la leal Estigia y la única consejera a la que escuchaba con humildad, Metis, su primera esposa. Ni la Raza de Oro, ni todos los dioses menores del mar, el cielo y la tierra, le llevarían a la victoria. El Olímpico tenía la mirada puesta en Nereo, el Viejo del Mar, primogénito de Ponto y Gea, pues aquel podía ver el futuro y ayudarle en lo que consideraba la auténtica batalla, la que se libraba con el destino mismo.

Con ese objetivo, Zeus envió a su hermano Poseidón a interceder por él ante los hijos de Océano y Tetis, neutrales en la guerra. Entre quienes aceptaron sumarse a la causa olímpica, había una criatura que nunca había alzado la mano, tan pacífica como la mayor parte de la Raza de Oro, nacida para la paz. Se llamaba Doris, cuya característica bondad era conocida por olímpicos y titanes, por dioses y hombres. Océano y Tetis, aunque amaban a Doris con todo su corazón, permitieron que el rumor de que era un miembro de la Raza de Oro que habían adoptado a fin de no tener que abandonar la neutralidad mantenida desde los comienzos de la guerra, lo que no evitó que aquellos fogosos amantes y amorosos padres empezaran a sentir cierta inclinación hacia Zeus, que mantenía a Doris lejos de las batallas a costa de discutir con Hera y Poseidón.

La situación era muy tensa, ¿eran Océano y Tetis neutrales, o estaban decantándose a favor de Zeus? La forma en que los dos bandos lidiaron con este problema marcó el desarrollo de la guerra, pues mientras Crono autorizó a Atlas a aparecerse en los dominios de los primogénitos de Urano, Zeus acudió a estos sin armas, ni ejército, proponiendo que Doris dejara de pertenecer a los olímpicos para convertirse en una embajadora de paz. Por supuesto, el Olímpico iba varios pasos por delante del resto y ya sabía a quién escogerían los padres de Doris como maestro. Ahora que la neutralidad de Océano y Tetis estaba en entredicho, Nereo era la opción más razonable. Tras la retirada de su padre, Ponto, de los asuntos de los dioses, era él el más antiguo de los dioses marinos, sin ningún rencor hacia Urano, Crono o Zeus, así como tampoco debía obediencia alguna a su madre, Gea. Era perfecto.

Los dos bandos observaron, expectantes, a una alumna bondadosa siendo templada por el más estricto de los maestros. Solo Zeus, Metis y Estigia eran conscientes de lo que sucedía tras bambalinas. El Viejo del Mar se enamoró de la joven diosa, contrayendo con ella un vínculo eterno. Los festejos duraron diez años, en los que olímpicos y titanes tuvieron la oportunidad de buscar una vía hacia la paz, con los felices esposos como intermediarios y los hijos de la Noche como testigos. Zeus accedió a negociar encantado, mientras que Crono delegó en Atlas, lo que a ojos de los inmortales invalidaba todos los acuerdos alcanzados sobre iniciar una nueva Creación.

Cuántas de las brillantes ideas que Zeus fraguó después del enlace entre Nereo y Doris habían sido resultado de las revelaciones del Viejo del Mar, solo el Olímpico lo sabía. Tal vez devorar a su esposa, Metis, para evitar el nacimiento de un hijo que lo superase en poder. Tal vez la concepción de Ares, el primero de los makhai en nacer, el único que era además de ello un dios. Fuera como fuese, tras la caída del viejo orden de los titanes y la inauguración de uno nuevo, nadie le dio demasiada importancia a aquel intrincado juego. Aun las hijas de los felices esposos, llamadas nereidas, no veían en los amoríos de Nereo y Doris otra cosa que un bonito cuento. Tetis, insólita mezcla de la prudencia paterna y la inquietud materna, era la excepción. Ella dio muchas vueltas a las historias que escuchaba con atención, creyendo ver en la transformación de la Raza de Oro en dos castas bien diferenciadas de espíritus, mágicos y divinos, una estratagema de Zeus para enterrar el asunto del rumor de la ascendencia de Doris sin que la reputación de Océano y Tetis tuviera que mancharse. No era relevante si Doris era parte de la humanidad original, o una diosa menor, si se divinizaba a los primeros. Esa clase de pensamientos mostró a Tetis la clase de rey que sería Zeus, semejante en tiranía y astucia a Urano y Crono. Cuando la rebelión de Hera estalló, empero, Tetis decidió ser leal a la causa del Olímpico, y no le sorprendió ver que el mismo se animó a repartir el poder sobre la Creación basándose en el equitativo azar, quizá sabiendo que ganaría, quizá viendo de antemano que la guerras contra Tifón, los gigas y los Reyes Durmientes lo obligarían a ir un paso más allá de lo que ningún dios hubo llegado jamás. Eso también lo desconocían todos, incluida la propia Tetis: Tifón era un arma viviente creada para destruir a los dioses, al igual que lo era el rayo de Zeus; la Creación entera estuvo a punto de extinguirse, de modo que los habitantes del Caos pudieron invadirla y retorcerla a su capricho, hasta que fueron sellados unos en los Jardines de Azathoth y otros en el lado oscuro del universo. Entonces Zeus era un dios, el más fuerte de todos, pero solo un dios, no la mismísima Gran Voluntad, que todo lo trascendía. No había modo de que hubiese predicho todo eso, como tampoco había pruebas de lo contrario.

En cualquier caso, por lo leal que había sido Tetis, y por el respeto que profesaba a sus padres, Zeus dio a la más audaz de las nereidas la mayor recompensa que el Olímpico podía dar a sus fieles. Las nereidas, aunque hijas de un dios de renombre, no eran más que deidades menores; con la excepción del origen, no eran distintas en naturaleza a los Espíritus Divinos, llamados dioses por deferencia, y los hijos que estos solían tener con los dioses, pues carecían de un dunamis despierto que pudieran usar a placer. Zeus cambió esto, otorgando a Tetis el nombre de Talasa junto al deber de vigilar a Poseidón, quien la había cortejado. La lucha del amor la perdió contra Anfitrite, madre del primogénito del dios de todos los océanos, así que hubo de cumplir la tarea de Zeus de otra forma: ganándose el derecho de guiar a los espíritus del mar para la creación de mundos capaces de albergar vida, como la diosa del mar.

El último de los planetas que adecuó para la vida fue la Tierra. Un sitio curioso, lleno de problemas. Hades tenía tres jueces encargados de dictaminar si los mundos debían prosperar, o eran un riesgo para el universo entero, con autoridad en principio para destruirlos si era necesario. El primero, un demonio, buscó con tanto ahínco demostrar la vileza de la Raza de Plata, que arrastró a los habitantes de Tea a una rebelión con un final terrible: la luna cayó sobre el planeta, aniquilándolo todo y obligando a los sobrevivientes a existir como meros pensamiento. La Raza de Bronce, de una vileza que nada tenía que ver con el orgullo de la anterior, siendo la guerra la única constante de su existencia, heredó la Tierra al igual que pasó en otros planetas; el segundo de los jueces, un espíritu, quedó tan entusiasmado por estos hombres belicosos que se perdió entre ellos, transmitiéndoles a unos elegidos todo lo que sabía sobre el arte del combate. Después vino el diluvio universal, siendo el último de los jueces, un ángel, el encargado de juzgar por sí solo a todos los que murieron bajo la lluvia. Considerando las desavenencias que tuvo aquel inmisericorde guerrero celestial con el rey del inframundo, podía decirse que la Tierra condenó a los jueces de todo el universo.

No era de extrañar que Atenea le tuviera tanto aprecio. Poseidón, al fin y al cabo, había acudido en auxilio de Talasa, para vencer al demonio y restaurar el mundo. Siguió presente en la Tierra porque era el dios de todos los océanos y como tal se sentía responsable de todas las criaturas bajo las aguas, en todos y cada uno de los planetas, con independencia de si vivirían una vida breve, longeva u eterna. La hija de Zeus, nacida al término de Titanomaquia desde la regia cabeza herida por la Gran Hoz de Crono, había sido un ser indiferente a todos los asuntos, mundanos y divinos. Era la sombra de su padre, al que decía querer y respetar más que a nadie en el mundo, sin importarle lo que el resto de dioses pensara al respecto. ¿Y qué podían pensar de la lealtad de una hija indeseada, la única que decidió ignorar la prueba que definiría si Zeus debía reinar sobre todos, o ser uno más, apoyándole en la lucha contra Tifón? Eones de intriga tuvieron un punto de inflexión en la Tierra, cuando la intachable diosa de la sabiduría, fingiendo una simple apuesta con Poseidón, hizo lo imposible: por primera vez en el universo, un planeta condenado por los dioses sobrevivió al juicio divino. Por primera vez, Atenea estaba interesada en algo. Aquella diosa, tan distinta a las demás, pasó a ser otro ser caprichoso más, otra deidad que podía caer, y que de hecho, acto tras acto, caía más y más a los ojos de todos.

«De tal Zeus, tal Atenea —pensaba Tetis aun entonces. Las guerras atlantes, todas y cada una, le parecían parte de los planes de la diosa de la sabiduría, otra buena razón para no verse involucrada en ellas aun contraviniendo los deseos de Poseidón.»

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Miles de años después, Tetis supo que tomó la mejor decisión posible. Los santos de oro, vencedores de los más temibles ejércitos de la Tierra, el universo y más allá, se autoproclamaron dioses e iniciaron una rebelión a semejanza de la de Zeus, siendo esta vez una guerra entre los hombres y los inmortales. Como de costumbre, el parecer de los mayores del Olimpo fue la completa aniquilación de los rebeldes, sin ninguna misericordia, mientras que Atenea propuso que fueran los humanos los que lo resolvieran. Fue lista, por supuesto, ganándose primero el apoyo de los hijos de Zeus como si aquel fuera un asunto generacional, para después lograr el desempate acudiendo a la diosa del hogar, a quien todos los dioses respetaban. De esos acuerdos en las alturas surgieron los Astra Planeta, el plan de contingencia de Apolo para resolver todos aquellos asuntos que escapaban de los conflictos entre dos dioses.

No obstante, a la fuerza de los falsos dioses había que sumar unos recursos ilimitados, filtrados a través de las Otras Tierras a través de Troya. La Primera Orden de Ángeles estaba extinta, debido a las guerras en los albores del tiempo, y la Segunda Orden de Ángeles se hallaba dedicada a guardar los sellos de los Reyes Durmientes, de modo que hacía falta un nuevo ejército que aquellos generales sin parangón pudieran dirigir. La Guerra de Troya fue lo que definió a los héroes de la Tierra como los soldados por antonomasia del cielo. Algo en lo que ella tuvo mucho que ver. Por la Guerra de Troya, estaba convencida, surgió la Tercera Orden de Ángeles.

Como la más despierta de las hijas de Nereo y Doris, tenía el privilegio de escuchar confidencias del por lo demás hermético Viejo del Mar. Nereo daba por sentado que su hija sabría qué hacer con el conocimiento del futuro, sobreponiéndose al peso de unas cadenas irrompibles aun para los dioses. Mucho antes de la Guerra de Troya, ella ya sabía que los autoproclamados dioses del Zodiaco regresarían, que iniciarían un conflicto como no se hubo visto en la Tierra y que el mismo supondría el fin de la Edad de los Héroes. También conocía el dilema de su hijo no nato: o bien vivía una larga vida anodina, por la que nunca sería reconocido, mucho menos recordado, o bien moría joven, en batalla, perviviendo en el corazón de los hombres como una leyenda semejante a antiguos héroes como Heracles, Perseo y Jasón. La nereida, que siempre había estado a la altura de las expectativas del Viejo del Mar, cambió por completo en cuanto tuvo a aquel retoño en brazos. Ella era hija de dioses, y una diosa, por tanto podía guerrear contra el destino como solía hacer Zeus, mediante la astucia.

El primer pecado fue bañar a un recién nacido en la laguna estigia. Bañarse en esas aguas suponía ser fiel a un juramento de por vida, sin importar las circunstancias, ni el precio. Ello significaba que quien se sometiera a juicio debía tener capacidad de discernimiento, por lo que a nadie antes que a ella se le había ocurrido que un bebé pudiera ser puesto a prueba. El resultado fue un alma indestructible y un cuerpo invulnerable a las armas mortales, justo como los primeros hombres, la Raza de Oro.

El segundo pecado fue tomar por sí misma la decisión que correspondía a un mortal. Los dioses ponían a prueba a los humanos, así funcionaba el mundo. Del mismo modo que la astucia de Odiseo quedó retratada en el ardid que empleó para intentar sortear el cumplimiento del pacto con Agammenón, también la naturaleza de Aquiles se manifestaría según qué destino escogiera. Y el hijo de Peleo no era ningún pusilánime, jamás sería feliz con una vida apacible lejos de los combates, teniendo por igual la sangre de una diosa y la del rey de los mirmidones, consagrado a la guerra. Aun transformado a ojos de los mortales en una doncella, Aquiles estaba decidido a ir a la batalla, dispuesto a desafiar al hijo de Atreo si este ponía algún impedimento, de modo que Tetis deshizo el embrujo y vio desde la distancia a su hijo partir hacia la muerte.

El tercer pecado fue el peor de todos, pues si antes había jugado con las dos posibilidades, habiendo partido Aquiles la muerte del hijo de Peleo se volvía una certeza. Abrumada por el peso de las cadenas del destino, habría caído en la misma locura de Casandra si no hubiese visto un rayo de luz entre los vastos conocimientos que como antigua deidad poseía: existían armas y armaduras aún más poderosas que los mantos sagrados de Atenea, las escamas de Poseidón y las vestiduras adamantinas de los gigantes; tan poderosas como para que los mortales pudieran con ellas hacer la guerra contra las mayores amenazas de la Creación. Aquiles no necesitaba evitar los combates, solo ir bien equipado. Necesitaba al responsable de forjar todas las armas sagradas la Primera Orden y las glorias de la Segunda Orden, necesitaba a Hefesto.

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Dio la casualidad de que el herrero de los dioses estaba ocupado en esos días, trabajando en el monte Etna. A Tetis no se le permitió entrar en la forja bajo la montaña, nadie salvo los cíclopes tenían permiso para ver trabajar Hefesto, no obstante, este la recibió de buen grado en una calurosa cueva interior, donde abundaban las glorias recién construidas. El Olimpo se preparaba para la guerra, o lo que era lo mismo, Hera lo hacía, siendo Hefesto un dios siempre dispuesto a complacer a su madre.

Se decían muchas cosas del dios del fuego. Que era feo y lisiado, que siempre sudaba, que era el más débil entre las divinidades masculinas del Olimpo. Todo ello era relativo. Como parte de la familia más poderosa de la Creación, tenía un porte imponente, más alto y fornido que un oso polar. Estando en la Tierra no podía portar el manto divino, expresión pura de la divinidad, de modo que llevaba una armadura acorde al universo físico, como el manto de Atenea, Almagesto, y las escamas de Poseidón. A primera vista, era como si una montaña se hubiese adaptado a la forma humanoide, con toda la rugosidad e irregularidades de la roca. No estaba pulida en absoluto, sino que los estratos estaban sobrepuestos unos sobre otros de forma natural, con grietas entre los bordes afilados por las cuales fluía sin cesar un río de brillante magma. A la luz de ese fuego siempre encendido, si se miraba con detalle, podía notarse el concienzudo trabajo detrás de la armadura. Desde el centro de la coraza, partían siete grupos de líneas en relieve, evocando siete aspectos del mundo con igual número de colores, émulos del arco iris y formados a partir de gemas de diversa clase: granate para los dioses de la guerra, topacio para los dioses del inframundo, ópalo para los dioses terrestres, jade para los reyes de los dioses, perla para los dioses marinos, lapislázuli para los dioses celestes, ónice para los hijos de la Noche. Mientras las dos primeras líneas terminaban en las botas, como prueba de que allá donde fuera irían la muerte y la guerra, la séptima, que aludía a lo incognoscible de los tiempos antes de Urano, concluía en la espalda, como la más terrible carga que un dios podía llevar: el destino en sí mismo.

Cuanta más atención se prestara a las figuras trazadas por esas líneas, más sentido se les hallaba, pudiendo por ejemplo distinguir las figuras de Fobos y Deimos danzando en la rodillera derecha, alrededor de un caldero en el que la Tierra hervía. O al menos eso era lo que Tetis entendió antes de alzar la vista hacia el rostro del dios. Allí ascendían las líneas de jade, en representación de los reinados de Urano, Crono y Zeus, hasta un yelmo compacto que no dejaba ver una sola pizca de piel, ni cabello. Aun los ojos eran más bien un par de ascuas siempre encendidas que sobresalían de la visera, dejando hilos de humo cada que el dios del fuego cabeceaba por alguna razón.

—Es una cuestión de empatía —explicó Hefesto con voz cavernosa—. Mi ayudante prefiere mantener el rostro oculto, así que yo hago lo mismo.

Mientras que las líneas de la armadura poseían los colores de gemas de todo tipo, sobre el guantelete que alzó para chasquear los dedos solo destacaban las piedras preciosas minerales: rubí para el fuego, diamante para el aire, zafiro para el agua y esmeralda para la tierra; los cuatro elementos en que se basaba la alquimia y que Hefesto podía dirigir para moldear cualquier cosa perteneciente al universo material.

—¿Me llamaba, maestro? —Eros, ángel del Amor y duodécima virtud zodiacal, apareció en el preciso instante en que el chasquido sonaba.

Tal y como Hefesto advirtió, Eros, a diferencia del dios homónimo, que gozaba de andar por la Creación desprovisto de toda prenda, iba bien protegido desde los pies a la cabeza con una gloria platinada de dos pares de alas. Nada en él podía verse, ni siquiera había en el yelmo que le cubría la cabeza una rejilla para los ojos.

Resultaba bastante extraña la presencia de un ángel allí. Que Tetis supiese, Hefesto no quería que nadie, ni siquiera Afrodita, pisara su lugar de trabajo. Estaba segura de que negaría tal cosa incluso a Hera, con independencia de que sabía muy bien que no era quien para negarle nada a la reina de los dioses. Abrió la boca para hacer un comentario al respecto, siendo ella una criatura más curiosa que práctica, pero no le dieron tiempo.

—Anota el encargo de nuestra visitante —respondió Hefesto enseguida, dándose la vuelta—. Tengo mucho trabajo pendiente y sabes que no me gusta perder el tiempo.

«Lo que no te gusta es desobedecer a tu madre —pensó la nereida.»

—¿Es que no vas a preguntarme qué ofrezco a cambio de tus servicios, herrero de los dioses? —preguntó Tetis. No iba a ofenderse porque uno de los olímpicos, así fuese el más bajo entre aquellos, la ninguneara de ese modo. Ellos eran quienes eran, justo lo que la Creación necesitaba—. Como dices, tienes mucho trabajo y yo he venido aquí sin avisar. —Que no era lo mismo que sin un plan. Era muy consciente de que a Hefesto solo le interesaban tres cosas: estar a la altura de las expectativas de sus padres, los trabajos de herrería y Atenea, la diosa virgen a quien ningún dios podía poseer.

Esperaba que fuera Hefesto quien se lo sugiriese, pero habría hecho esa misma propuesta si el dios del fuego se hubiese quedado a escucharla.

—Dile a mi ayudante lo que necesitas. Yo haré el resto.

Y se marchó, dejando plantada a una de las más hermosas deidades marinas.

Eso sí le molestó. Bastante, además. Tardó un rato en notar que Eros la observaba. Y otro tanto en explicarle lo que necesitaba de la forja de Hefesto.

Un arma sagrada capaz de matar a cualquier hombre mortal, una armadura que ningún hombre mortal pudiera hollar. Tal fue el pedido de Tetis al sombrío Eros, quien calculó que el encargo estaría listo en doce días, si el maestro lo aceptaba.

Caída la noche del duodécimo día, Tetis volvió a adentrarse en el pasaje subterráneo del monte Etna, vistiendo no como una deidad marina amante del festejo y la buena conversación, con una túnica a juego con el cabello azul que dejaba al descubierto el hombro izquierdo, sino como la diosa guerrera de la Atlántida. La armadura perlada, obra de Oribarkon, no debía nada a las escamas de los siete generales marinos. Llevándola puesta, Tetis dejaba clara su ascendencia y el respeto que por ella merecía, aun por los dioses del Olimpo. No sería despachada como una simple ninfa.

Tras un largo descenso entre hirvientes y afiladas paredes, respirando el vapor que emergía entre las grietas en todo momento, llegó a la espaciosa cueva donde Hefesto recibía a los visitantes. A diferencia de la vez anterior, en esta ocasión la nereida se permitió observar con detenimiento el lugar, como haría cualquier guerrero a las puertas de una batalla.Las paredes estaban compartimentadas a semejanza de una colmena, con un sinnúmero de huecos tallados con esmero desde extremo a extremo de la zona, así como desde un metro sobre el nivel del suelo hasta un metro bajo el techo abombado. Estos compartimentos, pulcros de un modo insólito en un ambiente tan natural, eran encabezados por placas de bronce, de plata y de oro, en que estaban grabados los nombres de los portadores de las armas y armaduras que Hefesto creaba, en un idioma que solo aquel conocía. Otro buen ejemplo de lo detallista que era el dios del fuego era el modo en que la distancia entre cada oquedad y la siguiente, así como la que separaba un nivel del siguiente, era siempre la misma. Sonrió, aprobadora, había acudido al más diligente de los herreros, con el perdón del buen Oribarkon.

La abundante neblina del suelo, producto de los vapores del volcán, le acarició las acorazadas piernas en lo que tardó en aproximarse a lo único que resaltaba por sobre el aliento del Etna: una mesa de piedra, con la apariencia de haber surgido de la tierra de forma natural, en la que descansaban la lanza y armadura de un ángel olímpico, siendo esta el tótem de un bravo guerrero. La sonrisa se le ensanchó, los ojos brillaron de entusiasmo, solo para abrirse de par en par en cuanto llegó hasta la mesa de trabajo y vio lo que había entre la lanza y la armadura. Un escudo, tallado con la misma exquisitez que la armadura de Hefesto, de modo que toda la civilización a la que su hijo, pertenecía, quedaba reflejada en él círculo a círculo. Más adelante, los poetas hablarían de las sensaciones que aquella obra maestra produjo en el corazón de Tetis, pero esta pronto debió desviar la atención hacia Hefesto, que venía de alguna parte discutiendo con un ángel de azulados cabellos y cuatro pares de alas. Otra virtud zodiacal.

—Eros te ayuda en el trabajo, Ganímedes sirve el néctar y la ambrosía, Quirón enseña… —enumeraba Astrea, con una absurda cara de niña irritada.

—Te has olvidado de Amaltea —acusó Hefesto, cabeceando de modo que una corona de humo se formó sobre su bien protegida cabeza—. ¿Quién me iba a decir a mí que usar cuerpos sin alma como base para mis autómatas clase Deus sería tan mala idea?

—Ahí no estoy de acuerdo —insistió Astrea, tratando de interponerse en el camino del dios del fuego. Solo se obligó a seguir hablando mientras caminaba hacia atrás, porque el olímpico seguía caminando, ignorándola—. Fuimos una idea maravillosa, tu mejor idea, maestro. ¿Por qué desperdiciar un cuerpo inmortal solo porque a Zeus, nuestro amo y señor, se le antojó convertir unas cuantas almas en constelaciones?

—Las constelaciones son leyendas, las almas descansan en el Elíseo —replicó Hefesto—. ¿Ves? Ese es el problema de los cuerpos inmortales. Sois igual de irritantes que los dioses, solo que careciendo de una existencia necesaria y de un grado de sabiduría lo bastante elevado como para que valga la pena escucharos. Sois dioses descerebrados, como… —Fue al llegar a la mesa, en el extremo opuesto a donde esperaba, expectante, Tetis, que el dios encontró la metáfora que buscaba—. Sois como las nereidas, igual de descerebradas, solo que ellas tienen algas en lo sesos.

—¡Si tan solo el maestro me diera la oportunidad de ser útil!

—El silencio es útil.

El dios del fuego chasqueó los dedos en el mismo instante en que Astrea replicaba, transportándola a alguna otra parte sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.

«Descerebrada —paladeó Tetis, con más sorpresa que rencor. Acababa de ver como una miembro de la élite de la Segunda Orden de Ángeles era descartada como solo una chiquilla molesta. Aun si el alma de la auténtica Astrea se había retirado al Elíseo, siéndole intolerable el universo bajo el mando de los olímpicos, seguía tratándose del cuerpo de una importante deidad del reinado de los titanes—. Sí, eso describe a mis hermanas a la perfección. También a mí. —No podía tratar con Hefesto usando la violencia, ni siquiera una violencia implícita. Ella no era Atenea.»

—Estos son… —empezó a decir Tetis, calculando bien el tono.

—Disculpa —la interrumpió Hefesto, apoyando las manos en la mesa y observando el trabajo de los últimos días—, mis niños son muy inquietos. Astrea quiere ser la encargada del juicio de los falsos dioses, cuando los atrapemos. Considera que debe hacerlo porque es el ángel de la Justicia y representa a la misma constelación bajo la cual nació la líder de ese grupo de revoltosos. —Para los héroes, los ángeles y deidades como Tetis, los dioses del Zodiaco eran un peligro para todo el universo; para un olímpico como Hefesto, eran solo unos críos malcriados. Claro que hablaba con quien llamaba niños a autómatas de diez mil millones de años de antigüedad—. Soy un dios inmortal, padre de hijos inmortales. No enterraré a ninguno de mis vástagos.

—Lo comprendo. —En ese momento, Tetis sentía más empatía por quienes velaban por sus hijos que por quienes lo hacían por toda la Creación.

—Bien —dijo Hefesto, irguiéndose y extendiendo los brazos para abarcar la mesa—. ¿Qué te parece? Es mi mejor trabajo en mil años, como poco. Ni siquiera Heracles usó armas tan formidables, más que nada porque tampoco las necesitaba.

—Son magníficas —respondió Tetis. Tomó la lanza y se atrevió a blandirla, intuyendo que era la adecuada para las manos de su hijo. El tótem de la gloria transmitía una sensación de solidez y ligereza únicas en el mundo de los hombres. Y en cuanto al escudo, no tenía palabras para describirlo—. Solo pedí un arma y una armadura —aseguró, hechizada por el microcosmos retratado en el escudo.

—Pediste un arma y una armadura. Querías un escudo.

Ella asintió. No tenía sentido ocultar secretos a un dios viviente. Para los olímpicos, la mente era un libro abierto que podían leer con solo echar un vistazo.

—Es el equipo completo de un ángel olímpico —aseguró Hefesto—. O más bien, lo será, una vez incluyamos el ingrediente secreto.

—¿Ingrediente secreto? —repitió Tetis con desconfianza.

Estaba al tanto de los materiales básicos que componían las glorias y armas sagradas. El dios del fuego no tenía ningún inconveniente en que se conocieren, pues así podía ver desde arriba cómo un montón de necios trataban de imitarle y fallaban de forma estrepitosa. Porque nadie trabajaba el metal como él, ni los Mu, ni los telquines. Nadie.

—¿Estás familiarizada con el nimbo? —cuestionó Hefesto.

—Claro —asintió Tetis—. Es el dunamis otorgado a aquellos que no son dioses.

El nimbo era dunamis en estado de letargo, que poseían todos los hijos de los dioses por ascendencia. Era lo mismo para aquellos héroes que eran bendecidos por un dios, como fue el caso de Perseo. Se decia, además, que las alas de los ángeles, que les permitía viajar por el universo saltándose el límite de la velocidad de la luz, estaban hechas de nimbo, siendo el metal de estas un mero revestimiento.

—Veo que estás bien informada —asintió Hefesto—. Sí, las alas son nimbo. Gracias a ellas los ángeles son capaces de viajar por el universo más rápido que la luz. Viajar, no luchar, para eso necesitan la Octava Consciencia. Por ahora. —El dios del fuego cabeceó de un lado a otro, deshaciendo ese hilo de conversación—. Las armas sagradas son reforzadas por mi dunamis, lo que debería bastar para explicar que sean las más poderosas del universo. —No tenía sentido decir que las armas de Zeus, Poseidón y Hades estaban por encima de cualquier cosa que hiciera Hefesto, incluso si este podía leerlo incluso en el sereno rostro de la nereida—. La lanza de Lugh, el Inagotable, la Vara del Génesis, la Danza Eterna y el Sable Ragna son buenos ejemplos. Todas ellas pueden, de forma natural, destruir las partículas subatómicas. El inconveniente es que solo pueden ser usadas en todo su potencial por el portador original.

—Todos los miembros de la Raza de Oro tenían nimbo. —entendió Tetis—. Así se conocía el cosmos en la era de Crono, entonces el universo funcionaba de otra forma.

—El viejo universo —asintió Hefesto, complacido—. Así es. El nimbo es la diferencia fundamental entre los Espíritus Divinos y el resto de la Raza de Oro, que debió empezar desde abajo como mágicos sirvientes antes de unirse a la Raza de Plata y renacer como la Segunda Orden de Ángeles. Por eso solo ellos tienen tres pares de alas, porque además del dunamis durmiente de Hermes poseen el propio, que le es natural. Las armas sagradas son compatibles con esa maravillosa dualidad, una idea que tuve para honrar la voluntad de Zeus de que solo un grupo de escogidos blandiera las armas más poderosas del universo. A ninguno le importó renunciar a una fuerza que no podían utilizar a voluntad a cambio de un poder más práctico, no hubo engaño al respecto.

El tiempo haría que Hefesto se replanteara tal aseveración, pues entre los escasos supervivientes de la Primera Orden de Ángeles, hubo quien se plegó a los planes del Hijo a fin de recuperar lo que por derecho les pertenecía. Pues quienes entregaban el nimbo propio para la creación de armas sagradas perdían el derecho a convertirse en dioses genuinos, salvo mediación de Zeus, que todo lo podía.

Pero aún nadie pensaba en esas cosas, ni siquiera Nereo pudo verlo venir, de modo que Tetis se centró en lo que le era más importante: el equipo de su hijo.

—Aquiles renunciará al nimbo. No le interesa ser un dios. Es hijo de su padre.

—Todos creen que ser humano es mejor, hasta que se vuelven sombras en el Hades.

Antes de que Tetis pudiera procesarlo, ya había retrocedido frente al funesto augurio.

—¡Mi hijo no morirá esa guerra!

—Ya muera en combate, ya en la vejez, irá al inframundo. —No había sorna, ni lamento, en las palabras de Hefesto. Solo constataba hechos—. Sabes cómo es Hades, así que no le des más vueltas a lo que no puedes cambiar y hazme la pregunta.

—La armadura —dijo Tetis, tras serenarse—. ¿Cuánto daño podrá resistir?

—Tanto como la gloria de un ángel. Ningún soldado troyano será un problema para tu hijo. Los héroes son otro asunto. Héctor, Eneas, Deífobo… Hasta Príamo es alguien de temer. Si bien tu hijo estará mejor protegido, ya que los falsos dioses se niegan a dejar atrás los mantos de oro, todos ellos poseen la fuerza de un semidiós.

—Mi hijo también. Además…

—¿Lo bañaste en el Estigio? Como si eso tuviera importancia. Estigia no hará nada si la líder de los falsos dioses deshace la bendición que robaste.

Columnas ardientes se elevaron por doquier en la caverna, inundándolo todo de un humo blanco. A los oídos de Tetis sonó como si los gigantes se rieran de su creciente desesperación, disfrutando de paso de la cruel indiferencia del dios del fuego.

—Se dice que las armas sagradas son indestructibles —susurró Tetis.

—Por el nimbo, sí, ni siquiera las glorias especiales de la Segunda Orden de Ángeles resisten tanto, a pesar de que empleo el dunamis de los hijos de Gea para crearlas. Ni siquiera el fin del universo puede destruir un arma sagrada —aseguró Hefesto.

—Poseidón decía lo mismo del pilar que sostenía la Atlántida —lanzó Tetis, frunciendo el ceño—, hasta que los santos de Leo, Sagitario y Capricornio lo derribaron.

Cuando un hombre ríe, otros lo hacen. Cuando los dioses ríen, el mundo ríe con ellos. La montaña entera tembló de un modo preocupante, como agitada por un terremoto. Los mortales no tardarían en rumorear que Tifón pronto despertaría.

—¿Sabes por qué se acabará el universo? La expansión sin límites lo desgarrará, reduciendo toda la materia a una infinidad de partículas subatómicas. Las armas sagradas seguirán existiendo aun entonces, porque solo la fuerza que dio origen al universo puede causar mella en ellas, si se enfoca en un solo punto. La Exclamación de Atenea es una técnica formidable, reúne el poder de tres cosmos de oro y los eleva hasta el infinito. No emula el Big Bang en toda su escala, incomprensible para los humanos, mas repite las condiciones del principio de los tiempos en un solo punto, aniquilando la materia no a nivel atómico, ni subatómico, sino cuántico, siempre y cuando sea respaldada por un dios, o algo similar. ¿Ves por qué no permito a la niña de mis ojos el capricho de luchar en Troya? Los falsos dioses son fuertes, más que cualquier ángel.

—La caída del Sustento Principal ocurrió siglos antes de que Pirra de Virgo regresara, más poderosa que nunca. ¿Acaso ya ha alcanzado el territorio de los dioses?

De algún modo, la sugerencia hizo que los latidos del corazón acelerado de Hefesto volvieran a un ritmo normal, provocando el fin de los temblores. Volvía a ser consciente del orden de las cosas, tal y como explicó con sencillas palabras:

—Ningún ser humano puede convertirse por sí mismo en un dios.

—Ella fue una diosa para quienes hundieron la Atlántida.

—Cualquier ángel de la Primera Orden habría hundido la Atlántida —advirtió Hefesto—. Y cualquiera de los falsos dioses podría hacerlo con el poder que han reunido fuera de este universo, a pesar de lo cual ambos están por debajo de la esposa de Deucalión. Es normal que temas por tu hijo, nereida, no te avergüences de ello.

—No es vergüenza lo que siento, sino miedo —reconoció Tetis—. La bendición del Estigio puede ser desecha, la armadura que vestirá no es garantía contra los héroes troyanos y el arma que porta puede ser partida en dos por cualquiera de los falsos dioses. ¡Todos mis esfuerzos han sido vanos! —lamentó, aguantando las lágrimas por puro orgullo. Ya habría tiempo de llorar cuando abandonara la montaña.

Las magníficas armas seguían sobre la piedra, tan inútiles como la rebeldía de Tetis. Hefesto las estaba observando cuando susurró, sin el menor rastro de empatía:

—Desvístete, hija de Nereo.

Ninguna sorpresa supuso la petición. Tetis era la más hermosa entre las nereidas, conocidas por su belleza y encanto. Ni Zeus, ni Poseidón, eran indiferentes a ella, si bien se guardaban de cortejarla por deferencia a su padre. La propia Tetis era consciente de esto y desde un principio había escogido como pago yacer con el dios menos amado del Olimpo, ya como ella misma, ya tomando la forma de Atenea, su imposible amor.

Así que no hubo quejas, ni llantos, más bien las lágrimas se quemaron al calor de la felicidad de poder salvar a su hijo. Con un solo pensamiento, tornó la armadura mágica en una sencilla perla, parte del collar que Nereo regaló a Doris.

Tras dejar la perla en la mesa, redujo las ropas que la vestían a espuma, dejando que esta se derramara por su cuerpo de forma natural.

Durante todo el proceso, Hefesto no dijo nada. A paso lento, rodeaba la mesa sin dejar de apartarle de encima a aquellos ojos que eran puro fuego.

—Primero júrame que esto salvará a mi hijo —exigió Tetis, callando en cuanto las manos metálicas del dios le rozaron la mejilla. Podía intuir la fuerza del hijo de Zeus y Hera, capaz de pulverizarle el cráneo por accidente.

El dios de la forja fue cuidadoso, en cualquier caso, acariciándola como si fuese una obra delicada. Tan perfecta que le robaba el aliento, pues nada salió de los labios ocultos bajo el yelmo mientras los dedos se deslizaban a través del fino cuello y la suave piel de los hombros. Ni siquiera los amplios senos, capaces de arrancar el más salvaje alarido de un hombre íntegro como Peleo, merecieron el menor comentario de Hefesto, quien solo se detuvo en las caderas de las nereidas. Y el vientre.

—¿Amas a tu hijo, más que nada en el mundo? —preguntó Hefesto.

—Sí —admitió Tetis sin reserva.

Cerró los labios y los ojos, dispuesta a todo. Por Aquiles, arrastraría su honor por el fango. Al fin y al cabo, Poseidón la había entregado a un mortal, ¿qué había más bajo que eso? Bajo la armadura de Hefesto, se hallaba un dios, como ella.

Un dios de fuerza inconmensurable, como demostró al atravesarle el pecho en un rápido movimiento de la mano derecha, mientras la izquierda acariciaba aún el vientre.

—Los seres humanos mueren tras perder un tercio de su sangre —comentó Hefesto, casual, mientras un líquido azul bañaba el cuerpo entero de la nereida, herida de muerte—. Los santos de Atenea tienen una oportunidad de cincuenta contra cien de vivir tras perder dos tercios. Tú eres una diosa, así que sobrevivirás incluso sin corazón, así te quede una sola gota de sangre. O ninguna.

A fin de probar esa hipótesis, Hefesto arrancó el corazón de la nereida con tal violencia que el pecho estalló en una explosión de icor.

—¿Qué… has…? —El dios de la forja no solo había atravesado la piel invulnerable de una diosa como si fuese papel, sino que además había destruido músculo y hueso hasta llegar al órgano vital, donde latía el dunamis que Zeus le había otorgado, sin encontrar la menor resistencia. Un daño a escala subatómica, provocado por un movimiento que superaba la velocidad de expansión inicial del universo; ni siquiera sentía dolor, porque su cuerpo aún no procesaba haber sido dañado, no era capaz de procesarlo—. Traidor.

Apoyó las debilitadas manos sobre la mesa, temblando de rabia. ¿Todo había sido una estratagema, para castigarla por su orgullo desmedido? De los labios manaba icor sin parar, también de los ojos y las orejas, se estaba muriendo.

—Es una buena forma de decirlo —asintió Hefesto, en cuya mano latía aún el corazón de la nereida, azul por el icor característico de los dioses marinos. Que el órgano vital derramara la divina sangre sobre las líneas lapislázuli, que evocaban a los incontables hijos de Océano y Tetis, habría sido una ironía deliciosa si hubiese estado del otro lado—. Tu vida como Talasa, la diosa del mar de la Tierra, primera entre los súbditos divinos de Poseidón en lo que respecta a este mundo, llega a su fin hoy.

El dios del fuego cerró el puño, decidido a cumplir tal amenaza.

Notas del autor:

Aprovecho este espacio para ofrecer a los lectores una sentida disculpa, debido a que el pasado lunes no hubo capítulo. ¡Pero aquí seguimos de vuelta!