Tenía apenas diecinueve años cuando me mordió un hombre lobo. Parecía mentira lo que costaba decir esas diez palabras en voz alta. A veces yo solo, tomando un café en mi cocina, pensaba en cómo serían mis citas si las comenzara con esa frase. Fantástico, fenomenal, sobre todo cuando salía con muggles. ¿Cuál es la pena por desmemorizar a un muggle histérico? Me costaba decir "soy un hombre trans" y esa era una realidad con la que vivía desde los once años, ¿así que igual era tiempo lo que necesitaba? para encontrar las palabras adecuadas.
Me había instalado en una encantadora pequeña ciudad de Gales poco después del mordisco, huyendo de la prensa y la notoriedad, cruzando los dedos porque mi secreto siguiera siendo eso, un secreto. No había sido una elección aleatoria, por supuesto, porque yo ya no hacía eso de lanzarme hacia delante sin pensar. Casi nunca. Bueno, es difícil cambiar la manera de ser de uno, ¿no? pero por suerte tenía una familia que me protegía y ayudaba a pensar, benditos Weasley y bendita Hermione, entre todos me ayudaron a encontrar este sitio e instalarme. Era un lugar tranquilo, en el que la guerra había sido casi un eco porque había muy pocos magos y estaban dispersos en las montañas cercanas casi todos, y fantástico para mi lobo porque había grandes y espesos bosques para correr cada luna llena.
Lo había intentado con la poción matalobos, pero interfería con mi poción mensual, así que había elegido seguir siendo yo el resto del tiempo y darle rienda suelta al lobo una noche al mes. Y la verdad, si no fuera por los terribles dolores del cambio, no habría podido encontrarle pegas a mi nueva vida. Me encantaba la mente simple del lobo, el correr libre por los bosques sin preocupación. Al menos al principio, los primeros meses.
Era la quinta o sexta luna, ya no lo recuerdo con claridad. Disfrutaba de mi carrera loca por el bosque cuando un olor se cruzó en mi camino. Eso sí lo recuerdo porque sé que me sentí orgulloso de mi autocontrol: se trataba de un grupo de excursionistas muggles, un hombre joven y varios niños. Huí en dirección contraria, un poco a ciegas, el humano azuzando de alguna manera al lobo para que se alejara del peligro. Yo no era un monstruo destroza vidas, eso lo tenía muy claro, y mi lobo también. Él solo quería que lo dejaran en paz. Hasta ese momento.
Dando un rodeo para volver al lugar donde siempre me transformaba, una pequeña cueva cerca del río que atravesaba el bosque, me llegó otro olor desconocido. Un olor increíble, a flores y algo dulce que hizo que mi lobo se relamiera.
Los recuerdos de ese momento son turbios, los pensamientos del lobo cuando sus instintos se ponen en marcha a veces son difíciles de encajar luego para mi cerebro humano, pero el olor permaneció en mi nariz humana días después, inamovible. El rastro provenía de una pequeña cabaña aislada en la cañada, cerca del río, en una parte más alta del valle que se elevaba hacía las montañas, escondida para la vista de los muggles con tantos hechizos que sí puedo recordar la sensación de las barreras mágicas quemándome la piel al intentar acercarme para descubrir el origen de ese olor increíble.
Cuando desperté al amanecer en la cueva, acurrucado como siempre en el nido de mantas que llevaba para eso cada noche antes de transformarme, el olor seguía presente. Me acompañó de vuelta a casa cuando me aparecí dentro de mis propias barreras mágicas y me arrastré hasta la bañera como cada luna llena. El dolor de los huesos rotos y recompuestos era atroz, me hacía recordar a Remus y entenderle mejor.
Bastante rato después, con un desayuno delante y envuelto en mi cálido y suave albornoz, porque al día siguiente de la transformación no toleraba ropa ceñida, me sacó de mis pensamientos el sonido del teléfono.
— Buenos días, Hermione —saludé al cogerlo, porque sabía a ciencia cierta que era ella, era la única que usaba el teléfono para contactar conmigo.
— Suenas cansado. ¿Noche difícil? —preguntó y la imaginé sentada en la cocina de la casa de sus padres en Londres, con una taza de café en la otra mano y el ceño fruncido de preocupación.
— Me encontré con unos excursionistas.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio.
— No pasó nada, Mione. Vamos, ¿no me conoces? di media vuelta y corrí en dirección contraria. Por dios, eran niños.
— Nosotros éramos niños cuando nos atacó Remus, Harry —respondió ella en un susurro que sonaba aliviado—. Y tú eres un lobo joven aún, se supone que tu autocontrol puede ser peor.
— ¿Sigues leyendo sobre hombres lobo? —cuestioné, enternecido.
Guardó silencio unos segundos, tantos que pensé que la línea se había cortado o algo.
— Es parte de mi formación. Yo… he aceptado el trabajo en el ministerio. En control de las criaturas mágicas.
— Oh —exclamé, sintiéndome incómodo, mi relación con el ministerio no era muy buena, y con ese departamento era particularmente difícil.
Desde la guerra, en la que las hordas de hombres lobo dirigidas por Greyback habían asolado el país, había una gran cantidad de mordidos y el ministerio había implantado políticas muy rígidas para controlarlos. Esa era otra de las razones por las que yo me había marchado, la poción matalobos era obligatoria para los registrados, lo que me convertía en cierta manera en un prófugo. Otra vez. Y había cambiado mi nombre y mi aspecto. Ahora llevaba el pelo largo, el lobo colaboraba con eso, me crecía muchísimo, y ya no necesitaba las gafas. Ah, y parecía que estaba creciendo, aunque según mi sanador eso podía ser también porque ahora tomaba regularmente mi poción T.
— No te enfades, por favor —la escuché suplicar—. La única manera de cambiar las cosas es desde dentro. Y yo quiero una vida mejor para ti, Harry.
Estuve a punto de corregirla, ya me había acostumbrado a que mis clientes me llamaran James o señor Evans. Di un sorbo de café, que se estaba quedando frío y entonces, al respirar un poco fuerte, buscando el aroma de la bebida que siempre me relajaba en las mañanas tras la luna, volví a sentir el olor pegado a mis fosas nasales.
— Encontré algo curioso anoche, cuando daba un rodeo para volver a la cueva evitando a los excursionistas.
Sentí su alivio por el giro de la conversación. Me apoyé el teléfono en el hombro y miré hacia fuera por la ventana.
— Un olor increíble, algo que no había olido nunca y volvió bastante loco a mi lobo. Algo que estaba protegido por muchas barreras mágicas, Hermione.
— ¿Un mago?
— ¿Por qué un mago viviendo en un lugar tan remoto tendría tantas barreras? ¿Y por qué olía así? Aún tengo su olor pegado a mi nariz y…
Al recostarme en la silla, el albornoz se me abrió y contemplé con estupor mi entrepierna desnuda. Me había excitado, podía sentir el hormigueo y la humedad.
— ¿Y qué? —interrogó ella impaciente cuando mi silencio se hizo muy largo.
— Nada, nada —me incorporé y me cerré la bata, avergonzado, como si ella pudiera verme.
El silencio al otro lado esta vez fue porque ella no me creía, pero realmente no tenía ganas de entrar en detalles sobre mi inexistente vida sexual con mi mejor amiga que seguramente tomaría nota de ello e investigaría sobre el apetito sexual de los hombres lobos trans. Ah no, no sería su objeto de estudio, ella era muy capaz.
— Supongo que no valdrá de nada decirte que no vuelvas allí la próxima luna, ¿no?
— Puedes probar a decírselo al lobo tú misma —contesté un poco enfurruñado.
— Ya. Hay cosas que no cambian, la curiosidad imprudente siempre va a ser uno de tus rasgos.
— Y hasta aquí la charla mañanera —le corté, poniéndome de pie con el teléfono de nuevo apoyado en el hombro para llevar el plato y la taza al fregadero.
— De acuerdo, mensaje captado. ¿Vendrás el próximo fin de semana a la Madriguera? Bill y Fleur estarán con el bebé.
— Sí, claro. Le he comprado a Victoire varias cosas, la señora Patterson me aconsejó.
La señora Patterson era una de mis vecinas, una mujer encantadora que tenía una tienda de ropa hecha a mano y conocía a todo el mundo en el barrio, me encantaba tomar el té con ella. Me había ayudado a integrarme presentándome a los demás comerciantes de la calle cuando entré de aprendiz en la pastelería. Esa misma pastelería en la que una de sus hijas me estaba cubriendo, mi jefe era muy tolerante con ello, pero debía ir a trabajar.
— Tengo que bajar a la tienda, Hermione. Escribí a Andrómeda la semana pasada y me dijo que podría llevar a Teddy al almuerzo, así que supongo que estaremos allí hacia las doce, tengo que pasar primero por su casa y ponernos al día, le he prometido desayunar.
— Sin problemas, se lo diré a Molly. Aunque supongo que te llamará luego ella misma.
Y así sería. Por la tarde el flú se llenaría de actividad, Molly, Ron, Neville, raro era el día postluna sin cuatro o cinco llamadas.
Terminé de recoger y fui a vestirme. Siempre elegía con cuidado las prendas ese día, ropa amplia, que no rozara. Era el único día del mes que echaba de menos usar túnica, la verdad. Al ir a sacar del cajón la ropa interior, fui consciente de nuevo de la humedad entre mis piernas. Era confuso, porque desde que tomaba la poción mi cuerpo parecía ajeno al deseo, antes y después de ser mordido. Pensaba que era un efecto secundario, algo que sin duda debía hablar con mi sanador, pero siempre lo posponía porque me daba muchísima vergüenza hablar de sexo.
Cogí los calzoncillos y volví a la cama. Levanté una pierna para subirlos, luego la otra, pero cuando ya estaban atravesados en mis muslos y debía alzar las caderas para subírmelos del todo, cogí aire para hacer el gesto que hacía que saltaran mil dolores y de nuevo el olor me llegó hasta el cerebro e inmediatamente sentí más humedad.
No lo pensé, me tumbé y con los ojos cerrados, dejé que mi mano subiera hasta mi pubis. El vello oscuro que ocultaba mi ignorado clítoris estaba mojado y, por primera vez, lo encontré hinchado y caliente. Ni siquiera era consciente de que había crecido en esos meses como un diminuto pene, mucho menos era consciente de lo sensible que era y como me hacía temblar acariciarlo, esparciendo la humedad que brotaba sin cesar de la vagina que también había ignorado esos meses.
Me toqué, me froté contra la cama, volví a tocarme, encandenando un orgasmo tras otro como si mi cuerpo me estuviera devolviendo el placer que me había negado todos esos meses, hasta que, con el cuerpo como un fideo mojado, volví a dormirme aun con la mano posada en mi monte de venus. Tendría que parecer muy enfermo cuando bajara a trabajar por la tarde para que mi jefe no se mosqueara.
En ese momento no sabía que eso pasaría a ser parte de mi rutina, que mi lobo pasaría muchas lunas yendo a visitar esa casa, empujando las protecciones hasta poder tumbarse en el porche y rascar la madera bajo sus garras, suplicando. Daba igual cuantas horas corriera, siempre había una parte de la noche que se iba allí, especialmente cuando el invierno las hacía más largas. Y por la mañana, tras el baño y el desayuno, el deseo me golpearía como una piedra y me haría masturbarme como un loco hasta caer saciado y medio en coma.
