Se adentró en la casa caminando con torpeza sobre tablas sueltas y trozos de hormigón que habían saltado de las paredes al suelo. La mortecina luz que emanaba de la marca tenebrosa en el cielo le permitía apreciar el desastre en el que se había convertido su casa. Sólo rompía el silencio el crujir de sus pasos sobre los escombros.
—¿M-mamá? —preguntó con la voz entrecortada, apretando con fuerza la varita en su mano temblorosa —¿P-papá?
Nadie respondió.
—¿Robbie? ¿Penny?
Sentía la garganta reseca mientras avanzaba a través del salón. Nada estaba en su sitio: Los muebles parecían haber volado por la estancia y permanecían volcados contra la pared de la izquierda; las cortinas estaban chamuscadas y medio descolgadas, agitándose con desgana al ritmo del viento que se filtraba por los cristales rotos de las ventanas; y las porcelanas que tanto le gustaban a su madre estaban hechas añicos en diferentes partes del polvoriento suelo.
Salió del salón y terminó de recorrer el primer piso, sin encontrar nada más que escombros en el camino, como si una enloquecida lucha se hubiese librado en cuanto rincón había de aquel lugar. Había sangre en diferentes partes del desgarrado papel tapiz en el camino hacia las escaleras que llevaban al segundo piso, de lado a lado, como si alguien muy malherido hubiese dado tumbos a través del pasillo.
Para cuando subió al segundo piso, el corazón le latía a mil por hora dentro de la caja torácica. Todas las habitaciones a las que entraba tenían la puerta abierta, pero estaban intactas, sin señales de lucha, salvo las sábanas revueltas que deja alguien cuando sale de la cama apresuradamente.
En los dormitorios no había sangre, pero el pasillo estaba tan manchado como el piso inferior. Y el caminillo de sangre se dirigía al lugar a donde no quería llegar: el último dormitorio, el del pequeño Robbie, cuya puerta estaba abierta de par en par como una burlona invitación a entrar.
—¿Robbie? —dijo de forma casi inaudible. Tenía tanto miedo de lo que pudiese encontrar allí que se detuvo a un par de metros de la puerta, indecisa sobre lo que debía hacer a continuación.
—¿No vas a entrar a ver lo que hiciste, Erin? —dijo una vocecilla infantil a su espalda.
Se giró en redondo con los ojos muy abiertos. Robbie estaba de pie junto a la barandilla de la escalera, vestido con su habitual pijama amarillo de dragones, que parecía verde en medio de la luz proveniente de la marca tenebrosa. El rostro del niño quedaba oculto entre las sombras.
—¡Robbie! —exclamó Erin —¿Dónde están todos?
Comenzó a acercarse rápidamente a su hermano menor.
—Todos estamos allí, Erin —el niño levantó la mano y señaló al fondo del pasillo, a la habitación que Erin quería evitar a toda costa.
Erin se detuvo antes de llegar al pequeño, víctima de un miedo irracional. Retrocedió un par de pasos. De repente no quería acercarse a su hermano. Comenzó a rezar para que no saliera de la penumbra que lo ocultaba.
—¿Nos odiabas, Erin? —preguntó el niño con voz triste, sin dejar de señalar hacia el fondo, tras Erin.
—No. No digas eso —respondió Erin con un nudo en la garganta.
—Estamos allí, Erin —el pequeño dio un paso al frente.
Erin dio otro paso atrás, horrorizada.
—No te acerques —suplicó tratando de no sonar histérica.
—Todos estamos allí, Erin —repitió el niño, saliendo completamente de la sombra.
Robbie tenía el rostro inexpresivo, totalmente rojo por la sangre proveniente de un enorme agujero en el lado derecho de su cráneo. El cuero cabelludo le colgaba del mismo lado del agujero como un adorno macabro, rozándole los mechones de su rubio cabello el cuello del pijama.
Erin retrocedió lloriqueando hasta que sintió que su espalda chocaba con algo.
—Todos estamos aquí, Erin —dijo la voz de Penny.
Sintió que unos pequeños brazos le envolvían la cintura desde atrás. El frío proveniente de los brazos le atravesó el suéter, helándola hasta el tuétano. Quiso soltarse, pero se negaba a tocar aquellos pequeños y fríos miembros con sus manos desnudas.
—Es tu culpa, Erin —escuchó la voz de un hombre desde el mismo punto de donde había venido la voz de Penny. Esa voz la aterrorizó más que los brazos fríos. Era una voz húmeda, forzada, horriblemente muerta.
Se obligó a utilizar las manos para soltarse del abrazo que le envolvía la cintura, conteniendo una arcada cuando sintió la carne fría deshacerse entre sus dedos. Lo que la había abrazado retrocedió soltando una risita que le erizó los vellos de la nuca. Se giró lo suficiente para ver lo que había estado a su espalda, sin perder completamente de vista a Robbie. Penny estaba en medio del pasillo, también vestida con su pijama. Los ojos de la niña estaban abiertos de par en par, inyectados en sangre. La luz verde permitía ver lo suficiente como para percibir el tono moteado de su piel y las marcas de dedos en su pequeño cuello.
Un par de metros más allá de Penny se dibujaba la silueta de un hombre en el umbral de la puerta. La luz de la habitación del cuarto de Robbie se encendió de repente, permitiéndole ver a su padre por completo. Edgar Bones tenía un agujero enorme en la garganta, por donde escapaban jirones de carne que se movían al ritmo de una forzosa respiración.
—Tu culpa —dijo Edgar con la misma vos húmeda. Un chorro de sangre salió despedido del agujero de su garganta.
—No… no, p-papá —balbuceó Erin con esfuerzo. Sentía las piernas como de gelatina y el terror se adueñaba de todo su ser con cada milésima de segundo que pasaba.
—Te pedí que no me dejaras —dijo Robbie desde su lugar junto a la escalera.
—L-lo siento —gimoteó Erin.
—Me hicieron mucho daño, Erin —dijo Penny cambiando la sonrisa traviesa por una voz cargada de profunda congoja —. Al final me lastimaron mucho.
Erin dejó caer la varita y se cubrió la boca con las manos. Sintió como las lágrimas le mojaban los dedos.
—Lo siento —repitió con la voz ahogada por el llanto.
—Mataste a tu familia, Erin —dijo la voz de su madre en su oído, sobresaltándola.
Erin chilló al sentir el frío aliento contra su oreja. Retrocedió para apartarse y se cayó en el proceso. Miró hacia arriba para descubrir a su madre mirándola con sus azules ojos cargados de decepción. Parecía ilesa, casi viva. Pero solo casi, porque cuando se inclinó sobre Erin y le tomó el rostro con las manos, ella pudo oler la descomposición emanando de su carne, sentir las larvas moviéndose bajo la piel de los dedos.
Tan solo un instante después los dedos de su madre se inflamaron horriblemente, tensándose hasta reventar contra sus mejillas, derramando sobre su cuello y su regazo cientos de gusanos que se retorcían desorientados por el abrupto cese de su alimento. Erin gritó, tratando de sacudirse los gusanos de encima, casi destrozándose la garganta en el proceso.
—¡Erin! ¡Erin! —sintió unas manos cálidas sosteniéndole las muñecas —¡Estás lastimándote! ¡Erin!
Abrió los ojos y dejó de retorcerse en el instante en que se percató de que varios pares de ojos la miraban desde arriba. Algunos parecían asustados, otros preocupados. Tardó un par de segundos en comprender que no estaba en su casa sino en el expreso de Hogwarts, siendo observada por sus compañeros y dando un espectáculo de desequilibrada mental impresionante.
