Cuando regresó a la sala común, había desaparecido todo rastro del ambiente tenso que dejara atrás al salir de allí tras Snape. Sus compañeros parecían haber llegado a la conclusión de que armar una fiesta era la solución a cualquier situación incómoda, y tenían las mesas atiborradas de comida y bebidas. El lugar, normalmente lúgubre, se veía demasiado lleno de vida para su gusto.

—¡Erin! ¡Aquí!

Vio a Callie al otro lado de la sala común, en medio de un grupo de chicos de séptimo año conformado por Alan Burk, Tad Flint y Arya Macfusty. Se planteó durante un instante la posibilidad de continuar hacia su dormitorio, ignorando a su amiga y sus antiguos compañeros de curso, hasta que Alan levantó frente a él una botella de Vermouth Bianco italiano. Sonrió ligeramente. Si no había podido coger, al menos se pegaría una borrachera para bajarse un poco la calentura.

—No te he dado la bienvenida, Erin —dijo Alan en cuanto ella se incorporó al grupo.

—¿Qué tal? —dijo Erin recibiendo el vaso lleno de licor que le ofreció el muchacho.

—Hola, Erin —dijo Arya abrazándola.

—Hola —dijo Erin llevándose el vaso a los labios mientras palmeaba torpemente la espalda de la chica. El alcohol le irritó un poco la garganta, pero era justo lo que necesitaba.

—¿Cómo va todo? —preguntó Tad.

—No podría ir mejor —mintió Erin tomando otro sorbo de su vaso.

—Estábamos preguntándole a Callie cómo estabas —dijo Arya.

—Respirando, como siempre —dijo Erin ácidamente.

Arya se sonrojó.

—¡Hey! ¡Hey! Qué agresiva —se rio Tad —. Tengo algo que te va a gustar. Como disculpa por la ausencia. Ya sabes.

El chico sacó de su bolsillo un sobrecito relleno de un polvo verde brillante. Resaltaba bastante en la semipenumbra en la que se hallaban allí en las profundidades del castillo.

—¿Qué es? —preguntó Erin mientras el muchacho le tomaba la mano y le ponía un poco del polvo en la palma.

—Otro regalo muggle, cariño —respondió el chico —. Va por la nariz.

Erin sonrió, divertida. A los Slytherin les rayaban los muggles hasta que encontraban algo de ellos que les divirtiera. En definitiva, nada más hipócrita que sus camaradas sangre limpia.

—Tal vez no deberías… —comenzó a decir Callie.

Erin se inclinó un poco sobre su mano y aspiró el polvo. Odiaba que le dijeran lo que no debería hacer. Estaba segura de que un día se arrojaría de un puente si alguien le decía que no debía hacerlo.

—No me digas —le dijo a Callie mientras sorbía por la nariz y se rascaba un ojo con el dorso de la mano.

Callie puso cara de pocas pulgas y sacudió su largo cabello rubio, como cada vez que se molestaba por algo. A Erin no le importó, se sentía repentinamente feliz. La música de fondo se le antojó tan divertida, que le entraron ganas de bailar.

—Ven, Tadeus —dijo tirando de la manga de la túnica del chico, atrayéndolo hacia sí, en una invitación a bailar un tanto brusca.


Despertó sintiendo como si una locomotora hubiese pasado sobre su cabeza. Se percató de que había estado despatarrada en uno de los sillones de la sala común y que tenía la nuca adolorida por la incómoda posición. Se enderezó y un trozo de pergamino cayó sobre su regazo, al parecer alguien se lo había puesto en la frente mientras dormía. Lo miró, percatándose de que era su nuevo horario de clases. Tenía transformaciones a las ocho. Miró con desgana la hora en su reloj de pulsera: Faltaban veinte minutos para las ocho.

—Mierda —dijo.

Se levantó del sillón y se marchó tambaleante rumbo al dormitorio de los de sexto. Estaba casi vacío, salvo por una chica de cabello negro cuyo nombre no recordaba. La muchacha se la quedó mirando con curiosidad con unos ojos tan azules como el cielo despejado.

—Hola —dijo Erin con voz ronca pasándole por el lado en su camino hacia el baño.

—Hola —dijo la muchacha.

Erin recordó que necesitaba sus cosas de aseo si no quería salir desnuda del baño. Miró alrededor, buscando su baúl.

—La del fondo —dijo la muchacha señalando con el dedo hacia la cama más cercana a la puerta del baño.

—Gracias —dijo Erin con desgana.

Fue hacia donde le había señalado la chica y abrió el baúl a los pies de la cama. Se dispuso a sacar rápidamente sus cosas de aseo y un uniforme limpio.

—Eres Erin Bones ¿verdad? —dijo la chica.

—Eso dicen —dijo Erin sin apartar la vista del interior del baúl. ¿Dónde estaba el maldito cepillo de dientes?

—Soy Ana Parrish —dijo ella.

—Un gusto —dijo Erin sin mucho entusiasmo, encontrando al fin su cepillo.

—Tu hermano va a Ravenclaw —dijo Ana. No era una pregunta.

Erin se irguió y fijó su atención en la chica.

—¿Conoces a Edward? —preguntó.

Las mejillas de Ana se tiñeron de rojo.

—No mucho —respondió la muchacha.

Erin la observó un poco más, con atención esta vez. La chica era bastante bonita, aunque con un aire demasiado inocentón para su gusto.

—¿Entonces…? —dijo Erin arqueando las cejas.

Ana se sonrojó aun más.

—¿No te han dicho que eres un poco antipática? —dijo Ana.

—A menudo —admitió Erin encogiéndose de hombros.

Tomó sus cosas y se dirigió nuevamente al baño, dejando sola a Ana Parrish.


Llegar quince minutos tarde a su clase de transformaciones le costó veinte puntos a su casa y una hora de castigo después del final de las clases acomodando las teteras que habían estado intentando convertir en tortugas. Al final del castigo la profesora McGonagall también le dio una cátedra completa sobre la importancia de llegar a tiempo a clases y le entregó una nota para que la llevara a su jefe de casa.

—¿No es mejor usar una lechuza? —preguntó Erin, horrorizada ante la idea de regresar al despacho de Snape. Sentía que no podría mirarlo a la cara después de la noche anterior.

—Si quisiera utilizar una lechuza lo habría hecho, señorita Bones —dijo la profesora McGonagall con pocas pulgas —¿Tienes algún problema con entregarle la nota al profesor Snape?

—No. Ninguno —se apresuró a responder Erin.

—Bueno. Entonces date prisa —dijo McGonagall.

Erin asintió y se marchó del salón de clases con el pergamino en una mano y su mochila casi a rastras en la otra. Anduvo con desgana hacia las mazmorras, casi sin prestarle atención al camino. Cada vez le entraban más ganas de largarse de allí y huir a algún lugar donde nadie supiera de su existencia. Algo así como quedarse bajo una piedra para siempre. Pensaba que tal vez no había sido buena idea hacerle caso a su tía Amelia sobre continuar con sus estudios. No se sentía cómoda con la idea de pasar dos años más allí en Hogwarts, en una casa de la que no se creía miembro. Ella era más o menos un fraude, alguien que no pertenecía a ningún lugar y que odiaba cada latido cardiaco que le recordaba que estaba viva en lugar de casi toda su familia.

Cuando llegó frente a la puerta de la oficina de Snape, se quedó allí de piedra mirando a la madera, sin saber si tocar era buena idea. Tal vez debería meter el pergamino por debajo de la puerta y salir corriendo. Probablemente le darían otro castigo, pero se evitaría tener que enfrentarlo en ese momento. No era que tuviera miedo de ser castigada, jamás había temido romper las reglas y llevar las de perder por ello. Pero la idea de volver a estar a solas con él la perturbaba, porque sabía de sobra que si de nuevo quería someterla ella cedería más que de buen grado. Con él no pensaba, no recordaba, y eso se sentía de puta madre.

—¿Bones?

Erin se giró hacia su interlocutor. Era Snape cargado con una bolsa que emitía un curioso zumbido.

—La profesora McGonagall le envía un mensaje —dijo Erin estirando la mano en la que llevaba el pergamino, poniéndolo casi en la nariz del profesor de pociones.

—Abre la puerta. Tengo las manos ocupadas —dijo Snape ignorando el pergamino que Erin le ofrecía.

Ella abrió la puerta y se hizo a un lado para que él entrara. Se quedó parada en el umbral mientras Snape colocaba la bolsa sobre la mesa de su escritorio.

—Entra —ordenó el profesor cuando levantó la mirada y la vio allí parada.

—Estoy bien aquí —dijo Erin.

Snape se irguió y la miró, sonriendo burlonamente.

—No me digas que me tienes miedo —dijo.

Erin negó con la cabeza y se adentró en la oficina cerrando la puerta tras de sí.

—¿Qué es eso? —preguntó Erin, refiriéndose a la bolsa.

—Huevos de doxi —respondió Snape. Extendió la mano para que ella le entregara la nota.

Ella le entregó el pergamino y esperó a que lo leyera. Él pareció primero un tanto molesto, pero luego su expresión se volvió ligeramente divertida.

—¿Llegaste quince minutos tarde a clase? ¿Por qué? —inquirió con curiosidad.

—Me dormí —respondió Erin sin más. No creyó que agregarle lo ebria y drogada que había estado fuera buena idea.

—McGonagall odia la impuntualidad, Bones. Sé más cuidadosa.

—Está bien.

—También está preocupada por tu futuro —él levantó el pergamino y lo agitó ligeramente —. Quiere que te enfoque en algo de provecho.

—Qué ridiculez —dijo Erin.

—Opino lo mismo. Pero perteneces a mi casa y debo resolver los problemas que los otros profesores me exponen, Bones —dijo Snape cruzándose de brazos.

—No es necesario que…

—Si no pertenecieras a Slytherin me importaría un rábano la manera en la que te comportas —la interrumpió él —. Pero es la disciplina de mi casa la que está en tela de juicio.

—Sólo llegué tarde quince minutos —dijo Erin con voz fastidiada, rodando los ojos.

Snape golpeó la mesa con el puño, sobresaltándola.

—Me entero de todo lo que ocurre en mi casa, Bones —dijo él peligrosamente —. Sé perfectamente que te embriagaste anoche. Y no sólo bebiste, Bones. Y si vuelvo a enterarme de…

—Eso no es…

—¡No me interrumpas! —su entrecejo se frunció —. Si vuelvo a enterarme de que te drogas en el colegio, haré que te arrepientas de haber venido al mundo, niña tonta.

—No es una sensación desconocida para mí, profesor —dijo Erin desafiante.


Severus no encontró una respuesta inmediatamente para la afirmación de la chica. Normalmente las personas se asustaban si les decías algo como aquello, pero ella simplemente pareció burlarse, como si le causara gracia su amenaza. Eso le molestó considerablemente, porque odiaba no ser tomado en serio. Era joven, no estúpido, y había vivido más que cualquiera a su edad, lo que le hacía exigir en todo momento el respeto del que se creía merecedor.

—¿Estás aburrida de vivir acaso? —le preguntó a Bones —. ¿Tratas de llamar la atención actuando de forma autodestructiva?

—¡No intento llamar la atención de nadie! —el rubor se extendió por las mejillas de Bones. Parecía furiosa.

—No es lo que parece —dijo Snape sentándose en el borde del escritorio. Sabía que estaba siendo cruel, pero estaba seguro de que ella sería un hueso duro de roer, y se negaba a dejarla tomar ventaja —. ¿Sabías que hay formas más rápidas de matarse?

—Idiota —masculló la chica y antes de que él pudiese siquiera enojarse, ella abandonó el despacho dando un portazo.