Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.


~Creo que te Amo~

Por: Devil-In-My-Shoes


XX: Veneno en la Sangre

Kuvira ansiaba hallar un escondite en la isla; un lugar seguro y secreto donde ella y Korra podrían mirarse y tocarse como lo que eran: amantes. Se quitó las zapatillas y, con los pies descalzos, golpeó la tierra. Cerró los ojos y se concentró en su sentido sísmico. Las vibraciones de la tierra le mostraron un acantilado que emergía del océano y se alzaba hacia el cielo; en lo alto y al borde mismo de la pared vertical, el prado de los bisontes se asomaba al mar.

Bajo el prado, el mar rompía contra el acantilado, pero en la pared rocosa se distinguía una cala —una playa diminuta—, en la que las olas morían y depositaban espuma en la arena. Kuvira sonrió para sus adentros; aquel era un sitio de difícil acceso e invisible para cualquiera que no tuviera la agudeza de su sentido sísmico. Abrió la mente y le transmitió a Korra una imagen de la pequeña ensenada oculta entre las rocas del acantilado.

¿Estás segura? —dudó la joven Avatar.

Lo estoy.

Korra llegó por medio de la costa, zambulléndose en el mar y deslizándose por las olas con la agilidad de una criatura marina. Kuvira atravesó el prado de los bisontes, se colgó por el borde del acantilado y, haciendo uso de la tierra control, se deslizó pared abajo con los pies y las manos enterrados en las rocas, hasta que sintió una superficie granulosa y suave bajo sus pies: arena.

Vio a Korra emerger del mar, aupándose a las piedras que escondían la diminuta playa en su interior. Se escurrió toda el agua de la ropa y le echó un vistazo al escondite. Allí dentro el sonido era extraño, húmedo y musical. Las paredes de roca mojada y el viento que se arremolinaba en su interior provocaban una sensación térmica muy baja, pero tolerable. Se sentaron en la arena y se acurrucaron la una contra la otra para darse calor.

—Es perfecto —dijo Korra, y su voz revotó con el eco de las paredes.

—Podemos escaparnos aquí cuando todo lo demás se vuelva insoportable —convino Kuvira, con la vista fija en el suave oleaje que lamía la costa—. El vínculo nos será de gran ayuda, pero…

—No basta —terminó Korra, y la tomó de la mano.

Kuvira la abrazó y la atrajo hacia sí. Le sacudió la arena que tenía pegada en el pelo.

—¿A qué hora crees que venga la jefa Lin mañana? —preguntó.

—Ni idea. Estaba tan molesta que olvidó mencionarlo, y yo tan sorprendida que olvidé preguntarlo.

—Bien, entonces más nos vale tomar todas las precauciones posibles —le advirtió Kuvira—. Esta noche me mudaré a la habitación de al lado.

Korra inhaló y exhaló muy despacio.

—Supongo… que así es como debe ser —suspiró—. No quisiera despertar y que Beifong nos sorprendiera en la cama. Eso sí que sería aterrador.

Kuvira se rió por lo bajo.

—Estamos dementes, tú y yo. Cualquier persona que tuviera un poco de cordura jamás se atrevería a hacer lo que nosotras —guardó silencio por unos segundos antes de añadir—. Deberías ir a Ciudad República en cuanto regresen los maestros aire.

—¿Por qué?

—Sería prudente que hablaras con Asami Sato antes de que se desate el infierno.

Korra enterró una mano en la arena húmeda y cavó un pequeño surco que rápidamente se llenó de agua salada.

—Soy una estúpida —admitió suavemente—. Llevo casi un año evitándola, cuando debí haberle aclarado las cosas desde un inicio. Tienes razón, Kuv. Asami jamás me lo perdonará si llega a enterarse de que te saqué de prisión por medio de la prensa… Pero tampoco va a perdonarme cuando se entere de que he estado ocultándoselo todo este tiempo. Parece que, sin importar lo que haga, nunca podré protegerla de ese dolor.

—Perdóname —escuchó susurrar a Kuvira—. Si no hubiera asesinado a Hiroshi Sato…

—¿Acaso sabías que eran ellos quienes piloteaban a los mecha-trajes colibrí?

—No, y eso es lo peor de todo. A mis ojos no eran más que mosquitos que debían ser aplastados; pilotos sin rostro que amenazaban mis planes. Sentí morir a alguien al momento del impacto, y ni siquiera me importó…

Kuvira se sentía marcada, condenada por el destino. Haberse perdonado a sí misma no borraba las atrocidades que había cometido. No veía forma de redimirse ante el mundo, si el mundo iba a contemplarla con los mismos ojos fríos y heridos de Asami Sato, quien representaba para ella lo imperdonable.

A su lado, Korra se estremeció.

—No le he dicho esto a nadie, pero creo que necesitas escucharlo —comentó—. Es fácil sentirse culpable por no haber sentido algo. Mis amigos se afligieron cuando Hiroshi murió; todos menos yo. Cuando su nave cayó, lo único que me importó en ese momento, fue asegurarme de que el plan hubiera funcionado —Korra lo dijo con una frialdad impropia de ella.

La expresión de Kuvira se suavizó.

—¿Por qué estás confesándome esto?

—Porque siento que cargamos con la misma culpa. No nos importó.

—Pero no fuiste tú quien lo mató. Yo lo hice —insistió Kuvira.

—Créeme, es lo mismo. Sé lo que se siente matar a alguien —El rostro de Korra se torció en una mueca compungida—. Le quité la vida a mi tío cuando luchamos durante la Convergencia Armónica.

—Y… ¿No te arrepientes? —había algo desesperado en la voz de Kuvira.

Desafortunadamente, Korra sabía que la única respuesta que podía darle no era la que Kuvira estaba buscando.

—Todavía no lo sé —dijo, muy seria—. Sólo sé que era necesario. Supongo que pensabas igual cuando atacaste los mecha-trajes colibrí. Comprendo a la perfección lo que te motivó a hacerlo. No lo justifico, pero lo comprendo. Y sé que eso me hace tan peligrosa como tú: no dudaré en matar a alguien si la situación me obliga a hacerlo.

El viento silbaba por entre las rocas. El sol se había puesto y, en su ausencia, todo se cubrió de azul y púrpura. Nada se movió, salvo las olas que lograban colarse en las grietas que daban paso a su escondite. Un frío penetrante anunció la llegada de la noche.

Kuvira estaba perpleja; era incapaz de ver en Korra la misma crueldad que la había caracterizado a ella. Y a pesar de eso, le creía. Siempre habían sido muy similares, ella y Korra, dos caras de una misma moneda.

—Y, aun así, no me dejaste morir cuando tuviste la oportunidad de hacerlo —musitó, y un escalofrío le bajó por la espalda.

Korra sonrió levemente.

—Supongo que esa es la lección que ambas debemos aprender —dijo—. Cuando acabar con una vida, y cuando perdonarla. Ojalá nunca tuviéramos que vernos en esa posición, pero por ser quienes somos, creo que es algo inevitable.

Kuvira se puso de pie y caminó hacia la diminuta playa, Korra la siguió.

—Te lo agradezco, Korra —le susurró, mientras contemplaban las estrellas que comenzaban a despuntar en el horizonte—. En verdad, era lo que necesitaba escuchar. Ahora prométeme una cosa.

—Dime.

—Cuando veas a Asami Sato, dile que lo siento. Sé que no servirá de nada y que ella nunca me lo perdonará, pero al menos quiero que lo sepa.

Korra bajó la vista del cielo y la miró con ojos sinceros.

—De acuerdo, lo haré.

Reconfortada, Kuvira dejó vagar la mirada por el vacío entre las estrellas y respiró más lento. Escuchó a Korra ahogar un profundo bostezo y, antes de que el Avatar pudiera disculparse por eso, le dijo:

—Ha sido un largo día. ¿Nos retiramos por hoy?

—¡Claro! —Y luego, un tanto desanimada—. ¿Aún piensas mudarte a la otra habitación esta noche?

—Sí.

—Oh…

Kuvira le dio un empujón.

—No seas infantil.

—Y tú no seas hosca. Sabes lo que siento, lo sabes a la perfección —la tomó de la mano, suplicante—. Tengo el mismo miedo que tú, Kuv. Déjame hacerte compañía esta última noche; nada más que eso. Me iré en cuanto salga el sol.

Para Kuvira fue imposible negarse a algo que ella también deseaba.

—Y los rumores dicen que soy yo quien te manipula a ti —refunfuñó, y Korra la atrapó en un abrazo alegre.


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Aquella noche, fue difícil para las dos lograr conciliar el sueño. Kuvira se durmió primero, vencida por el agotamiento que venía arrastrando desde que volvió del Mundo Espiritual. Korra tardó mucho más.

Las horas iban pasando, huecas, y Korra mantenía la mirada fija en las vigas que tenía sobre la cabeza, siguiendo con los ojos las grietas en la madera, incapaz de calmar sus acelerados pensamientos. Intentó relajarse por todos los medios que conocía, pero la mente se le iba una y otra vez a Kuvira, a lo que pasaría en cuanto su libertad condicional se hiciera pública debido al suicidio de Zaheer, a lo que Raiko podría hacerle y, por encima de todo, al miedo de volver a verla atrapada en una prisión.

Aquellos tristes recuerdos todavía estaban frescos en su mente.

Korra rompía con el peso de su soledad brindándole compañía, aunque escasa y carente de contacto físico. Las primeras visitas del Avatar fueron cortas, casi sin palabras para dirigirse entre ellas. Korra era quien insistía en charlar, pese a que siempre sus intentos terminaban en un monólogo. Y Kuvira se limitaba a observarla, asintiendo ocasionalmente con la cabeza, desde su rincón en una esquina de la prisión.

Pasaron meses antes de que Kuvira se interesara en responder a la plática improvisada de Korra. Y pasaron muchos más para que se atreviera a preguntarle sobre el progreso del Reino Tierra, el estado de salud de Baatar Jr. y la vida de Suyin. Korra tomaba todas las precauciones necesarias para responder a las interrogantes de su antigua rival sin ilusionarla demasiado. No quería herirla diciéndole que todos, en realidad, estaban mucho mejor sin ella.

Y era doloroso ver que la preocupación de Kuvira por las personas más importantes de su vida era tan genuina, como la indiferencia de éstas hacia ella. Allá en Zaofu era como si Kuvira jamás hubiese existido. No obstante, Korra se sentía incapaz de decírselo.

No necesitaba que los guardias del Loto Blanco la guiaran hasta la celda de Kuvira. Conocía perfectamente el camino y ya nadie se oponía en dejarla recorrerlo sola. Tras empujar la gran puerta revestida de platino que bloqueaba la entrada a la celda, la encontró en la misma posición de siempre: encadenada al piso.

Las ropas —o más bien—, los harapos con los que la forzaban a vestir en prisión, parecían haberse agrandado diez tallas en su cuerpo, que por contraste, lucía tan enjuto que podría considerársele enferma. No ayudaba lo pálida que se había puesto su piel a falta del calor y la luz del sol; ni lo largo de su negro y desaliñado cabello, crecido más allá de su cintura, sin ataduras que lo peinaran adecuadamente.

¿Avatar? —preguntó Kuvira, con la voz rasposa de quien no ha hablado en semanas, poniéndose instantáneamente de pie.

Sí, soy yo —dijo ella, acercándosele despacio.

Tardaste mucho esta vez…

No era recriminación ni protesta, sino más bien una observación débil por parte de Kuvira. Y Korra asintió suavemente, dejándose embargar por la culpa. Había roto con su promesa de venir a visitarla cada dos semanas y estuvo ausente durante un mes. Era duro para Korra no darse cuenta de que probablemente Kuvira ya se había hecho la costumbre de recibir su visita periódicamente, quizás incluso la esperaba impaciente, como quien espera el regreso de un día de fiesta cada año.

Lo lamento mucho, he estado…

Muy ocupada, lo sé —la interrumpió Kuvira—. Puedo imaginarlo. El mundo necesita de su Avatar. Encima de eso, también tienes tu vida y personas a las que regresar… Aún no comprendo por qué te molestas en perder tu tiempo aquí, en este agujero asqueroso, conmigo.

Soy responsable de las vidas que salvo —contestó Korra, esbozando una pequeña sonrisa—. Y además, me agrada tu compañía. Somos amigas.

Kuvira abrió los ojos de par en par, una expresión incrédula marcaba su rostro.

¿De dónde has sacado cosa tan absurda? —musitó ella entonces, desviando la mirada abruptamente. El sonido de sus cadenas rompió el silencio por un momento.

Si no fuera así, no me habrías extrañado en todo este tiempo.

La afirmación de Korra venía acompañada de un tono de burla y un exceso de confianza del que la joven Avatar había abusado desde siempre, incluso en presencia de la ahora vencida Gran Unificadora. Kuvira, por su parte, le envió una mirada molesta que no tardó en convertirse en una sonrisilla levemente apenada. Se la veía linda así, aún en el estado miserable en que la pobre mujer se encontraba. La máscara de dictadora autoritaria se había desquebrajado meses atrás… Ya no tenía caso que Kuvira intentara ocultarlo.

En realidad… Te he estado esperando… —admitió entonces, con un suspiro, y Korra descansó una mano en su hombro. No pudo evitar estremecerse ante lo helada que se encontraba la piel de Kuvira y sintió lástima por ella.

¿Ah, sí? —replicó con interés la joven Avatar.

Eres lo único que se interpone entre la completa locura y yo —dijo, y resonaron sus cadenas al chocar contra el piso—. Quería… expresarte mi agradecimiento por eso, Avatar Korra.

Lo aprecio, de verdad, pero a la vez detesto tanta formalidad —Y reiteró—. Somos amigas. Y ya no quiero que dudes más de eso, Kuvira.

Se quedaron mirándose durante un minuto en el que ninguna de las dos se movió.

A veces no logro entenderte, Ava-… —se mordió la lengua—. Korra.

Korra disfrutó enormemente del sonido de su nombre en sus labios. Sólo su nombre. A menudo, las personas la llamaban por su título simplemente por respeto, mientras que otros usaban el «Avatar» de un modo desdeñoso y despreciativo, sobre todo cuando no estaban de acuerdo con ella. Pero Kuvira lo usaba como un muro, dejándolo caer entre ellas para crear distancia. Una distancia que Korra ansiaba romper.

Ese día, finalmente, el muro había desaparecido.

Kuvira estaba taciturna, pero Korra consiguió que volviera a animarse, hablando con ella de cosas intrascendentes para pasar el tiempo. A medida que iban hablando, su conversación se volvió más cómoda y relajada. A pesar de las desagradables circunstancias, Korra disfrutó hablando con ella. Kuvira era lista y culta, y tenía un humor ácido que le gustaba más de lo que Tenzin consideraría apropiado.

Daba la impresión de que Kuvira disfrutaba de la conversación tanto como ella, pero, de repente, la puerta de la celda se abrió, y los ojos de Kuvira se movieron desde la posición de Korra en el suelo hasta algún lugar por encima de su cabeza. Korra se giró para ver lo que estaba mirando.

Un centinela la observó con desdén, como si Korra fuera otra de sus prisioneras.

Se acabó tu tiempo, Avatar —Su voz era áspera, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y era mucho más alto que Korra.

La joven Avatar no estaba dispuesta a tolerar eso. En un instante, se puso de pie y lo miró directamente a los ojos, furiosa.

Nadie me ha dicho nunca que hay un límite de tiempo para las visitas durante el día.

No lo hay. Pero, en lo que a mí respecta, llevas demasiado tiempo intimando con la Gran Unificadora.

¡Yo no estaba-…! —comenzó Korra.

Discútelo con Beifong —bufó el centinela—. Hasta entonces, será mejor que te retires por las buenas.

Mira, imbécil, ¡si crees que voy a irme por las buenas…!

Korra —la interrumpió Kuvira—. Déjalo así.

¡Pero!

Te lo pido como un favor —insistió ella—. Sólo déjalo así.

Kuvira la urgía para que se marchara, pero no parecía anuente a perder el gozo que le había producido la compañía de Korra. Se contradecían sus palabras con sus acciones, cosa que le provocaba cierta ternura a la joven Avatar.

Está bien —gruñó, encarando al centinela de mal modo—. Saldré en un minuto.

Mas te vale —espetó el hombre, que dio media vuelta y salió de la celda.

«Arrogante hijo de perra», siseó Korra para sus adentros. Entonces se volteó y miró a Kuvira a modo de disculpa.

Volveré pronto —le prometió—. Y no dejaré que esos idiotas se entrometan otra vez. Beifong tendrá que escucharme. No pueden abusar de su autoridad así; no hemos hecho nada malo.

Cuando estaba a punto de marcharse, Kuvira la llamó:

Korra.

Ella se detuvo y la miró.

Kuvira se levantó del suelo y caminó hacia Korra, que aguardaba estática en la puerta. Bastó con unos segundos para que las cadenas en sus tobillos se tensaran e impidieran que Kuvira se acercara más a Korra. A la prisionera le importó poco la distancia que las separaba y observó al Avatar, a través de los gruesos mechones de cabello negro y descuidado que cubrían su pálido rostro. Sus ojos habían adquirido un cierto brillo.

Te lo agradezco, pero no deberías. Ellos tienen razón. No podemos seguir así.

¿Así cómo? No hay nada ilegal en esto. No estoy rompiendo ninguna regla y tú tampoco —dijo, y reparó silenciosamente en las esposas de platino que aprisionaban sus manos, y las cadenas sujetas con grilletes a sus tobillos, donde se distinguían heridas por forcejear contra la tensión de las cadenas. Si tuviera la habilidad de controlar el platino, Korra no hubiera dudado en librarla de sus grilletes en ese mismísimo instante—. Deben incomodarte tanto esas cadenas… Podría intentar hablar para que te las quiten.

No, Korra. Acepté el peso de mis cadenas. Y tú no deberías apiadarte de mí. Escucha a los guardias; la gente comenzará hablar, esparcirán rumores, arruinarán tu reputación.

Ya me preocuparé por eso luego. No pienso abandonarte aquí, menos en este estado.

Kuvira vaciló por un momento. Luego hizo acopio de valor y dijo:

¿Por qué?

Pensó que Korra entendería lo que quería decir: ¿Por qué ella? ¿Por qué quería su cercanía? ¿Por qué intentaba ayudarla? Kuvira creía adivinar la respuesta, pero quería oírla decírselo a ella.

Korra se quedó mirándola un buen rato y luego, con un tono suave y gentil, dijo:

Tú sabes por qué.

No era compasión ni lástima. Era algo latente que ninguna de las dos comprendía aún; algo puro, atrapante y prohibido. Algo que ambas sólo podían atreverse a soñar.

Llegada a esta conclusión y a la realización de que no pasaría mucho para que el guardia detrás de la puerta entrara para arrastrarla hacia fuera, Korra se atrevió a acercarse más a Kuvira, y estiró una mano para tocarla. La prisionera cerró los ojos, esperando el contacto. Quería sentir más de esas caricias que le habían sido negadas antes.

Al tocar sus dedos la mejilla de Kuvira, ambas mujeres se estremecieron. Y ambas se quedaron así un instante, hasta haber asimilado lo que sucedía allí. Korra comenzó a recorrer las facciones de aquel rostro demacrado lentamente. Percibió cómo la respiración de Kuvira se agitó de repente y su propio corazón latía desenfrenado.

Cuando Korra rozó sus labios, secos y agrietados, con la yema de sus dedos, Kuvira se sintió débil. Como si fuese a desmayarse en ese mismo instante, incapaz de razonar contra la confusión y el desenfreno de emociones que la embargaban. Era feliz sin un motivo real, más que el de estar siendo tocada por el Avatar. Entonces Korra pasó a acariciar su cabello con suavidad, a retirar los mechones sucios y enredados del rostro de la que alguna vez fue la Gran Unificadora, y después bajó sus manos hasta tomar las suyas.

El silencio cayó sobre ellas y no se desvaneció hasta que Korra se decidió a hablar.

Ojalá no tuviera que dejarte aquí —susurró con amargura—. Volveré. Espérame... Kuv.

Le soltó las manos y se apresuró en salir de la celda antes de que cualquier otra cosa pudiese tomar lugar entre ellas.

Korra nunca soportó verla así durante esos dos largos años, y definitivamente no conseguiría soportarlo ahora.

Lo único que siempre le había preocupado a Kuvira, era que la reputación de Korra como el Avatar no se viera arruinada, y ella lo odiaba. Odiaba que por ser ella el Avatar, Kuvira nunca podría pensar primero en sí misma, en su libertad. Porque Korra sabía que, si por alguna razón todo empeoraba, Kuvira optaría por echarse la culpa en un intento de protegerla.

Era lo más lógico, después de todo, el mundo no podía darse el lujo de perder al Avatar, y Kuvira era el blanco perfecto para dejar que todas sus faltas recayeran sobre ella.

Korra sintió un dolor en el corazón mientras escuchaba el suave ir y venir de la respiración de Kuvira. La atormentaba estar tan próxima a ella y no poder acercársele como deseaba. Retorció el borde de su cobija entre los dedos: ojalá pudiera hacer algo más que resignarse a todo esto.

Korra se la quedó viendo desde su lado del colchón. Kuvira le daba la espalda, durmiendo de lado, con las piernas recogidas. En la oscuridad, apenas podía distinguir sus largos mechones de cabello negro, esparcidos sobre las mullidas almohadas. Le agradaba verla así, con el pelo suelto. Era hermosa, pero se notaba que estaba exhausta, aún dormida. Como antes, Korra sintió la necesidad de acercársele; de abrazarla y hacerle saber que estaba ahí para ella; que podía apoyarse en ella siempre que lo necesitara.

Se movió hacia Kuvira, y lentamente le rodeó la cintura con su brazo, deslizando suavemente la palma de la mano por su vientre. Entrelazó sus piernas con las de ella y se quedó así. Comenzó a acariciarle el cabello, a peinar con cuidado cada sedoso mechón detrás de sus orejas, de modo que nada estorbara a sus mejillas pálidas, o su nariz, tan chica y fina. Sus caricias pasaron de su cabello a su rostro. Ahora rozaba los labios entreabiertos de Kuvira con la punta de sus dedos; eran tan suaves y tibios, tan diferentes de aquella vez, en la prisión.

La forma adorable de su boca la tentó y ya no pudo detenerse. El corazón de Korra se aceleró a medida que se acercaba a ella y, al fin, la besó con ternura, y con tanta ligereza que le fue imposible determinar si en realidad sus labios se habían tocado en absoluto. Le habría gustado despertarla haciéndole el amor.

En vez de eso, Korra se quedó abrazada a ella, batallando con aquellas emociones rebeldes hasta bien entrada la noche, cuando por fin sucumbió al agotamiento y se dejó llevar por el acogedor abrazo de sus sueños. Y se sumió por unas horas en un descanso irregular, hasta que las estrellas empezaron a perder su brillo y llegó la hora de abandonar la habitación, como lo había prometido.

Insatisfecha, Korra se separó de Kuvira, consciente de que no volvería a tenerla en su cama por un largo, largo tiempo.

Un muro había vuelto a caer entre ellas.


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La jefa de policía Lin Beifong desembarcó en la isla exactamente a las siete de la mañana. Llegó acompañada por una escolta de dos oficiales, un hombre y una mujer, que permanecieron detrás de ella en todo momento. Korra y Kuvira los recibieron en el muelle, ambas rígidas como estatuas.

Pensé que vendría sola —le transmitió Korra a Kuvira, incómoda.

Era de esperarse. Necesita testigos que escuchen tu declaración. No se trata de una simple conversación; esto es una investigación policial.

Odio la forma en que te miran, Kuv. Están ofendidos por tu presencia.

No les prestes atención y contrólate. No queremos que indaguen en nosotras más de lo necesario.

Maldición.

Lin se plantó ante Korra con expresión severa, y los débiles rayos del sol naciente alumbraron las rojizas cicatrices de su mejilla.

—No dispongo de mucho tiempo —masculló—. Vamos a la oficina de Tenzin y acabemos con esto rápido.

Después entornó los ojos hacia Kuvira, escudriñándola de pies a cabeza, y la miró con tanta dureza que Kuvira sintió como si los ojos de la mujer le escarbaran el cráneo hasta el fondo.

—Luces mejor que la última vez que te vi —le dijo.

—Me siento mucho mejor —replicó Kuvira, imitando su actitud indiferente.

Lin asintió y le hizo una seña a los oficiales a sus espaldas para que la siguieran. Ambos reverenciaron a Korra y pasaron de largo a Kuvira con actitud despectiva. A ella no le afectó, pero Korra no dejaba de apretar los puños.

Una vez en la oficina de Tenzin, Lin se apoderó de la silla detrás del escritorio y le indicó a Korra que acercara otra silla y se sentara delante de ella. Uno de los oficiales, la mujer, se posó al lado de la jefa con un cuaderno y un bolígrafo, lista para tomar nota. El otro oficial gesticuló hacia Kuvira y preguntó:

—¿Dónde están los centinelas del Loto Blanco? ¿Acaso no es su trabajo vigilar a esta criminal?

Kuvira respiró hondo y Korra tomó la palabra.

—Hice que abandonaran la isla. Estaban abusando de su autoridad contra Kuvira. De todos modos, ya no los necesitábamos aquí.

El oficial esbozó una mirada ceñuda, pero Lin alzó una mano y lo hizo callar.

—Kuvira no es responsabilidad del Loto Blanco, sino del Avatar —dijo—. Y según veo, todo aquí está bajo control. Volvamos a lo que nos atañe y no perdamos más el tiempo —Miró a Kuvira y añadió—. Si no tienes nada que aportarle a este caso, puedes retirarte.

Kuvira relajó los hombros y, dirigiéndose a Korra, musitó:

—Iré a ver cómo está Parche —Y mentalmente agregó—: Confío en la jefa Beifong, su forma de pensar es más que acertada. Todo saldrá bien, Korra.

De todos modos, haré lo posible por mitigar la situación tanto como pueda —replicó Korra, sin dejar de mirarla—. De acuerdo, ve.

—¿Cómo? ¿Dejarán que se vaya así nada más? —se quejó nuevamente el oficial, abrumado.

Korra le lanzó una mirada fulminante.

—Kuvira lleva cuatro meses en la isla sin provocar problemas —gruñó—. ¿Proseguimos? ¿O acaso vas a seguir cuestionando mis decisiones como Avatar?

—Agente Park —reconvino Lin—. Le recuerdo que no estamos aquí por Kuvira, sino por Zaheer. Cierre esa puerta y concéntrese en el caso, eso si es que su déficit de atención le permite hacerlo.

El hombre entrecerró los ojos, irritado y humillado.

Korra sonrió para sus adentros. Adoraba cuando la jefa Beifong le daba la razón.

Lin apoyó los codos en el escritorio y juntó los dedos a la vez que contemplaba fijamente a Korra con una expresión inescrutable. Se hizo un tenso momento de silencio y la jefa inspiró profundamente.

—Ahora dime, Korra, ¿cómo es que estás involucrada en el suicidio de Zaheer?

Korra se movió, inquieta, en el asiento, pero empezó a contar su historia. Al principio se sentía incómoda, aunque se fue tranquilizando a medida que avanzaba en el relato. Kuvira la ayudaba a encontrar las palabras correctas por medio del vínculo, y juntas, a través de la voz de Korra, resumieron lo que había acontecido en el Mundo Espiritual, omitiendo aquello que pudiera poner su relación en evidencia. Lin escuchó con atención todo el rato.

Una vez terminada la historia, Korra guardó silencio y reflexionó sobre todo lo que había ocurrido. La piedad y el sentido de culpa se apoderaron de ella; no le daba ningún placer saber que Zaheer había acabado quitándose la vida. Era un hombre destrozado, desprovisto de todo lo que valoraba en la vida, incluidas sus falsas ilusiones, y Korra era la causante de su derrota. Al darse cuenta se sintió sucia, como si hubiera hecho algo vergonzoso.

«Yo sólo hice lo necesario —pensó—. No es mi culpa que él tomara esa decisión».

—Estás consciente de que debo informar a Raiko de todo esto —anunció Lin, rompiendo el silencio.

—Lo estoy.

—Y con Kuvira implicada en el asunto, la noticia se esparcirá por Ciudad República como una llamarada.

Korra bajó la cabeza.

—Lo sé —se lamentó.

Lin tamborileó los dedos sobre el escritorio antes de ordenar:

—Necesito que me dejen a solas con Korra por un momento —Entonces miró a la oficial que tomaba nota de la conversación—. Agente Sai, me reuniré con usted para terminar ese reporte luego.

Los oficiales asintieron y se retiraron de la oficina.

Un tenso silencio se instaló entre Korra y la jefa de policía, como una nube de mal presagio, hasta que Lin afirmó:

—Jamás debiste guiar a Kuvira al Mundo Espiritual. A los ojos de Raiko, será lo mismo que haberla sacado de la República Unida. Es una falta grave a lo que habíamos acordado, Korra.

—Sólo su espíritu salió, no su cuerpo. Es un tecnicismo.

—¡Es una necedad de tu parte! —tronó la jefa—. ¿Qué necesidad tenías de hacerlo?

—La misma que hubiera tenido de encontrarme con un náufrago ahogándose en el océano; no tienes ni idea de los demonios a los que Kuvira se ha enfrentado desde su derrota ante mí, e incluso antes. Ella no es como los otros enemigos a los que me he enfrentado; está arrepentida y tiene el deseo de compensar al mundo por lo que hizo, pero nadie parece querer darle la oportunidad de hacerlo —Korra sentía la tensión en la garganta—. Si yo no hubiera intervenido, estoy segura de que Kuvira habría acabado igual que Zaheer… Sé que me comprendes, Lin. Fue por eso que me permitiste visitarla en prisión durante esos dos años, ¿o me equivoco?

El rostro de Lin se ensombreció. Mantenía la compostura, como siempre, pero su malestar resultaba evidente.

—Esa muchacha bien podría ser una de mis sobrinos —respondió con cierta tristeza—. Kuvira y Baatar Jr. fueron arrestados bajo los mismos cargos, pero él fue sentenciado a arresto domiciliario mientras que Kuvira fue arrojada a prisión para pudrirse. Sé que Suyin tuvo mucho que ver en eso, y me enferma. Me enferma porque Suyin siempre decía que Kuvira era como una hija para ella, pero a la hora de la verdad… —agitó la cabeza, molesta—. Te permití visitarla porque me pareció lo más justo luego de lo que hizo Suyin. Y Kuvira se volvió una ciudadana modelo desde que empezaste a verla. Lo que sea que hiciste con ella, funcionó. Eso no puedo negarlo, pero…

—¿Pero? —replicó Korra, llena de ansiedad.

—Temo que, al intentar rectificar la injusticia de mi media hermana, yo haya terminado involucrándote en un conflicto aún peor. Kuvira es peligrosa-…

—¡No lo es! —saltó Korra—. ¡Ella ni siquiera tiene sus poderes y…!

—¡Atiende, mocosa! —la interrumpió con brusquedad—. Kuvira es peligrosa de un modo en que pocos lo son. Ella tiene el don del mando, y eso es más mortífero que cualquier control de los elementos. Ella es tenaz, ambiciosa e inteligente, y es capaz de convertir a una multitud en un ejército feroz y eficiente. Es por eso que los líderes mundiales le temen, igual que te temen a ti.

Korra sintió que una gota de sudor le bajaba por la nuca y se perdía en su espalda.

—¿A qué te refieres? ¿Por qué habrían de temerme?

—Eres un enigma, Korra, un dilema que nadie sabe cómo resolver. Todo el mundo está enterado de lo que quieren las otras naciones para el destino del Reino Tierra, lo que quiere el Rey Wu, e incluso lo que quiere el remanente del Imperio Tierra, pero nadie sabe qué quieres tú. Y eso te convierte en un peligro, sobre todo para Raiko. Te teme porque no sabe qué vas a hacer en el futuro.

—¿Y tú me temes? —preguntó ella en voz baja.

—No —contestó cuidadosamente Lin—. Tengo mis esperanzas puestas en ti. Pero si esas esperanzas resultan defraudadas, entonces sí te temeré. —Korra bajó la mirada—. Tienes que entender la naturaleza inusual de tu situación. Hay facciones preocupadas porque sirvas sólo a sus intereses, y desde el momento en que derrotaste a Kuvira, las influencias y los poderes de cada una de ellas empezaron a tirar de ti.

La jefa de policía detuvo su charla con una mirada pesimista en sus expresivos ojos. Las sombras le hundían el rostro bajo los pómulos, y éstos le sobresalían.

—Korra, ahora me parece que lo único que te importa es Kuvira, y eso me desconcierta. ¿De qué lado estás?

—Del lado de siempre —Un tinte de dureza le tomó la voz—. Del mío. Sigo a mi corazón y las enseñanzas de mis maestros, y busco sólo lo mejor para el mundo. Creo que al ayudar a Kuvira puedo ayudar al Reino Tierra. El referéndum fue un éxito y eso fue sugerencia de ella.

—¿Y cómo estás tan segura de que puedes confiar en Kuvira después de lo que te hizo a ti, al Reino Tierra, y a Ciudad República?

Korra apretó los labios, con todos los músculos del cuerpo tensos, como si estuviera a punto de salir corriendo.

—Porque puedo. Porque confío en ella. Y ahora te pido que confíes en mí, Lin.

La jefa de policía la miró con ironía.

—Entonces, ¿quieres que se haga público? ¿Lo que estás haciendo por Kuvira, y lo que ambas están haciendo para ayudar al Reino Tierra? Entiende que no puedes salvarlos a los tres; ni al Reino Tierra, ni a la República Unida, ni a Kuvira —le advirtió—. Raiko se pondrá furioso en cuanto se entere de que vas en contra de sus intereses, y en cada Estado del Reino Tierra se armará un revuelo, porque apoyar a Kuvira significa apoyar al Imperio Tierra.

—Pero Kuvira se rindió —insistió Korra—. Lo que hagan sus seguidores ya no tiene nada que ver con ella. ¡Kuvira jamás querría volver a tener algo que ver con el Imperio Tierra!

—No importa lo que ella quiera. Si sus seguidores se enteran de que el Avatar está codeándose con la Gran Unificadora, lo utilizarán a su favor. Y eso le pondrá los pelos de punta al mundo. No me gusta para nada esto, muchachita.

—A mí tampoco —dijo Korra, adoptando un gesto triste—. Es una cuestión difícil y complicada y, decida lo que decida, alguien se sentirá ofendido. Pero si no hago esto, nada mejorará. No estoy siguiendo ciegamente a Kuvira como todos creen, y no soy su peón, ni estoy siendo seducida por ella para devolverle el poder al Imperio Tierra. Yo tomé esta decisión por mi cuenta, porque Kuvira me ha probado sin lugar a dudas cuáles son sus verdaderas intenciones. Quiero que le digas eso a Raiko y a la prensa, y quiero dejar muy en claro que Kuvira ya no es nuestra enemiga. Volverá a la luz pública y el Avatar la defenderá ante el mundo.

Lin volvió a mirarla. A Korra le costaba aguantarle la mirada, pero lo hizo.

—Supongo que tienes alguna prueba que respalde tu desmedida fe en ella.

Korra levantó la cabeza, con los ojos brillantes.

—Tengo el apoyo de ciertos espíritus que pueden respaldarla. Uno en especial. Pero no me interesa jugar esa carta por ahora. Kuvira puede probarle su valía al mundo por sí misma. Lo único que necesita es que se le dé la oportunidad.

Lin suavizó el gesto y murmuró:

—Si te soy sincera, me preocupa todo lo que estás arriesgando con esta movida, niña. Yo también tengo confianza en Kuvira, pero las noticias tardan en circular, y la gente tiende a creer lo que les resulta más fácil. Además, lo que hay entre ustedes dos, es terriblemente cuestionable. Parece que tienes una inexplicable obsesión por Kuvira. ¿Cómo piensas explicar eso?

—Es una obsesión. La obsesión del Avatar por hacer lo correcto. Como tú bien lo dijiste, Kuvira tiene el don de una líder natural. Su potencial no puede desperdiciarse; no hay nadie más como ella en el mundo. Percibo que es mi responsabilidad como Avatar el guiarla, algo que Suyin debió hacer y que no hizo, porque Kuvira siempre estuvo destinada a salvar el Reino Tierra. Al menos, eso es lo que me dice mi instinto.

—Muy bien —decidió Lin—. Dejemos el asunto... de momento. Pero no creas que te librarás de una investigación formal sobre tu decisión, Avatar. Hay más entre tú y Kuvira de lo que dejas entrever, y eso es un asunto serio. Lo discutiré con Tenzin; él decidirá qué hacer contigo.

Korra se dio cuenta de que no había modo de convencer a Beifong para que no lo hiciera y de que su preocupación hacia ella era legítima.

—No soy la niña que era —le dijo, intentando mantener la compostura—. Créeme, sé que esto me meterá en muchos problemas, ya lo he considerado, y no lo hubiera hecho si no creyera que vale la pena. Kuvira también está consciente del peligro, pero está decidida a actuar, a pesar del riesgo. Nos parecemos mucho, ella y yo. Eso es lo que hay entre nosotras. El Avatar Aang lo hubiera comprendido, y lo sabes, porque tú lo conociste, ¿no es así?

Lin suspiró, de pronto parecía cansada.

—Puede que Tenzin haya sido un buen maestro, pero ya veo que sigues la estela de Aang, no la de Tenzin. Sólo Aang se metía en tantos aprietos como tú. Y como él, parece que sientes la necesidad de buscar las arenas movedizas más profundas para meterte en ellas —suspiró—. En fin, ya veré cómo explicar todo esto de modo que el impacto no sea tan contundente.

Korra ocultó una sonrisa, complacida.

—Te lo agradezco mucho, Lin. Eres muy generosa.

—No, generosa no. Mi posición no me permite ser generosa, sino únicamente práctica. Ve y haz lo que debas. Y ten cuidado, muchachita. No sé a cuántos podrás engañar con esa patraña de que no sientes por Kuvira más que admiración, pero yo no nací ayer.

Korra tragó en seco y sintió un gran peso en el corazón.

«Por supuesto que sospecha», pensó agobiada, y repuso:

—No sabes lo que dices.

—Sí, sí lo sé. Pero eso no me incumbe a mí ni a nadie más. Ten cuidado —reiteró con gravedad—. Porque ya estás hundida en estas arenas hasta las narices.

Korra se le quedó mirando, sin tener muy claro a qué jugaba Lin. Fingiendo desinterés, paseó la mirada por la habitación. Si Beifong iba a ponerse en su contra, prefería dejar esa discusión para más adelante. Aun así…

—¿Cuándo crees que empezará a circular la noticia? —preguntó Korra, con un ligero temblor en los labios.

—En dos o tres días.

Lin empujó la silla hacia atrás y se levantó sin decir nada más, en un claro gesto de despedida.

Ya ha terminado —dijo Korra, abriendo la mente—. No puedo decir si las cosas salieron bien o mal. Supongo que lo sabremos en dos o tres días.

Ya veo.

Korra podía sentir una fuerte preocupación procedente de Kuvira, pero no lograba adivinar la fuente de su angustia.

¿Pasa algo?

Es… Parche. Ven aquí en cuanto puedas. Y Korra...

¿Sí?

Gracias... por poner tu fe en mí.

Kuvira abandonó su mente, pero Korra seguía sintiendo la conexión que las mantenía unidas: una reconfortante cercanía que se había convertido en la única realidad inamovible de sus vidas.

Siempre, Kuv.


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Korra no respiró tranquila hasta que vio el barco de Lin desaparecer, junto con los otros dos oficiales, en dirección a Ciudad República. Ahora su destino estaba en manos de la jefa de policía, y sólo esperaba que lo que le había dicho fuera suficiente para evitar que Raiko intentara separarla de Kuvira nuevamente. Sintió un vacío en el corazón. Ya no podía hacer nada al respecto.

Era ya media tarde cuando Korra enfiló a toda prisa hacia el prado de los bisontes. Los senderos de la isla se habían llenado de sombras, y sólo los tejados del templo estaban bañados por una luz cálida y dorada. El día era cada vez más caluroso, y una fina capa de sudor cubrió la frente de Korra cuando por fin logró divisar las ondulantes llanuras del prado, amarillas bajo el sol abrasador del verano.

Y entonces vio a Kuvira, de pie entre las sombras del cobertizo donde se guardaban los arreos. El cobertizo estaba vacío y silencioso, al igual que los corrales y las cuevas donde dormían los bisontes. Para mañana a esa hora, la manada del templo ya estaría de regreso, llenando el silencio con sus bramidos y el suave entrechocar de sus cuernos.

—¡Kuv! ¡Ya estoy aquí! —jadeó, quitándose el sudor de la frente.

Kuvira lucía tensa y ansiosa.

—No sé lo que le pasa —dijo sin perder el tiempo—. Parche no quiso comer ni una de las manzanas que le llevé. Está echado al fondo de su corral y no se mueve. Ni siquiera me miró cuando salté la valla y me le acerqué. Parche odia que haga eso; nunca me había permitido acercarme tanto a él dentro del corral. —Al gesticular le temblaban las manos—. Esto es malo, Korra. No quiero que Ikki llegue mañana y lo encuentre así.

—Comprendo. Veré si puedo examinarlo.

Corrieron juntas hacia el corral de Parche y, ya sin miedo de ser embestidas por el gigantesco bisonte, saltaron la cerca y se detuvieron frente a su cuerpo inerte. De vez en cuando, unos espasmos lo hacían estremecerse de la cabeza a la punta de la cola. Korra le tocó la frente. Estaba tan caliente que sentía el calor casi sin apoyar los dedos.

—Tráeme agua fría —pidió, preocupada.

Kuvira regresó al instante con dos cubetas repletas de agua. Parche respiraba de forma irregular y temblaba, aunque ella no sabía si era de frío o de dolor, pues su comprensión de los animales seguía siendo mínima. Esperaba que Korra supiera qué hacer, mientras observaba cómo manipulaba el agua con las manos, que pronto adquirió un brillo azulado. En silencio, Korra formó un gran anillo de agua y rodeó el cuerpo de Parche con él. Cerró los ojos y dejó que el anillo girara entorno al cuerpo del bisonte durante unos minutos.

Finalmente dijo:

—No está enfermo, tiene síntomas de envenenamiento.

—¿Qué? No, eso es imposible. ¡Nadie más que tú y yo hemos estado con él!

—Créeme, conozco los síntomas a la perfección —murmuró Korra, con una sombra en los ojos—. Si fuera una enfermedad común, lo normal es que la fiebre vaya acompañada de unos latidos rápidos del corazón. Pero el pulso de Parche es muy bajo.

Kuvira arrugó el entrecejo.

—Bien, no te detengas. Averigua todo lo que puedas.

Korra volvió a concentrarse en el anillo de agua que rodeaba el cuerpo de Parche.

—Es extraño —susurró—. Detecto al menos quince heridas diminutas a lo largo de su cuerpo. Ya están sanas, pero las zonas de alrededor están muy inflamadas. Los canales de chi que pasan cerca de esas heridas están bloqueados, y una energía nociva circula por su sangre: es veneno. No puedo equivocarme, yo misma lo he vivido.

—Entonces, antes de que Kai lo rescatara, ¿le habrán disparado con flechas o dardos venenosos? —dudó Kuvira—. Pero eso no tiene sentido. ¿Por qué el veneno no le afectó hasta ahora?

—Estas heridas no son de flechas ni de dardos —afirmó Korra—. Nunca antes había visto algo así. Son como pequeñas quemaduras, y parece que la mayoría atravesaron su cuerpo de lado a lado. ¿Qué clase de arma o estilo de control tiene el poder para hacerle esto a un bisonte?

Kuvira se acercó a Parche y comenzó a tantearle el pelaje con las manos. Era la primera vez que lograba acariciarle el lomo, Parche nunca le había permitido tocarle más que la cabeza, y deseó haber podido hacerlo bajo circunstancias más alegres. Encontró una de las peculiares heridas entre el espeso pelaje blanco. Se trataba de un diminuto hoyo, un círculo perfecto que se adentraba en lo profundo de su carne. La herida estaba cauterizada, y había sanado, formando una dura y rugosa cicatriz.

Con cuidado, Kuvira posó una mano en aquella extraña herida, y un sentido que se había visto forzada a suprimir desde que salió de prisión, despertó en ella de repente.

—Metal —dijo—. Siento metal.

Korra abrió mucho los ojos.

—Yo no percibo nada —replicó, insegura.

—Porque tu metal control no se compara en nada al mío —sonó como un alarde, pero Kuvira lo había dicho con una completa convicción. Siempre había sido muy sensible a la presencia del metal, más que cualquiera de las hermanas Beifong. Tan sólo Toph se le equiparaba en ese sentido—. Puedo detectar el más minúsculo rastro de metal cuando entro en contacto con cualquier material. Incluso puedo sentir el hierro que corre por tu sangre y la de Parche.

El asombro de Korra se vio empañado por el miedo.

—¿Y podrías… controlar sangre?

—¿Igual que los maestros agua? Jamás. Hablamos de cantidades microscópicas de metal, sería como intentar controlar el platino. El límite de mi metal control es el oro —explicó Kuvira, mientras recorría con cuidado la piel de Parche.

Sólo tres de cada cien maestros metal eran capaces de controlar el oro, y a Korra no se le había ocurrido que, por supuesto, Kuvira tendría que ser parte de ese reducido grupo de élite. Ahora estaba más convencida que nunca de que haberle quitado sus poderes de control habría sido un completo desperdicio de talento.

—Y lo dices como si fuera poca cosa —murmuró Korra, impresionada.

—Eso no importa ahora —le contestó—. Percibo cinco piezas de metal alojadas en el cuerpo de Parche. ¿Podría ser esa la causa del envenenamiento?

—Es posible. Sospecho que el metal ha ido envenenado su sangre poco a poco, acumulándose en su cuerpo hasta alcanzar este nivel de toxicidad —Korra se volteó hacia Kuvira, que tenía lágrimas en los ojos—. No te culpes por esto, Kuv. Nunca habríamos podido adivinarlo mientras Parche no nos dejara acercarnos…

Kuvira apretó los dientes.

—Ya lo sé, pero… Tendría que haberlo intentado más.

Korra no podía pensar en nada más que pudiera decirle, así que apoyó una mano en su hombro. Recordó el veneno que ella también había cargado en su sangre, aquel dolor insoportable y la debilidad, esa maldita debilidad. Entonces se le ocurrió:

—¿Crees que puedas encontrar las piezas de metal y sacarlas? Si le extraemos el veneno, yo podría curarlo.

Kuvira respiró hondo. Nunca había dudado de su capacidad para controlar el metal hasta ahora; llevaba casi tres años sin practicar metal control. Tan sólo lo había hecho en su mente, al enfrentarse a su otra yo, y sabía que las cosas serían muy distintas en el mundo real. Además, lo que estaba a punto de hacer requería de una precisión infalible; una exactitud quirúrgica de la que Kuvira no se creía capaz en ese momento.

Pensó en Ikki, en su ansia de hacer feliz a esa niña, y se esforzó por tragarse su nerviosismo. A su lado, Parche emitió un suave lamento, apenas audible. Era el sonido de un grito de auxilio. Viniendo de él, era un llamado desesperado que la empujaba a la acción. Kuvira suspiró y Parche enfocó su cansado ojo negro en ella; era una pregunta que esperaba por su respuesta.

—Lo intentaré.

Korra la tomó de la mano y se la estrujó suavemente.

—Puedes hacerlo, Kuv.

»Continuará…