Ranma subió tan rápido como pudo, revisando cada salida de acceso, sin éxito, hasta llegar a la azotea desde donde poco antes de llegar escuchó un grito.
La madrugada agitó sus alas golpeando su cuerpo con el frío viento, pero ahí no había nadie, aunque sí rastros de sangre.
Un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo al reconocer la prenda frente a él.
-Akane-balbuceó tomando la toalla del suelo.
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-Akane, Soun, entren, la cena está servida-avisó la joven esposa y madre.
El padre y la menor de sus tres hijas suspendieron el entrenamiento con la satisfacción de ver los avances de la pequeña niña en las artes marciales mixtas de la escuela todo vale.
-Mi pequeñita es una niña fuerte y valiente-la elogió su padre.
Con una sonrisa llena de timidez, Akane se aventuró a formular la duda que su hermana Nabiki había sembrado en su inocente y joven corazón.
-Papá, ¿crees que soy buena en las artes marciales? -cuestionó caminando junto a él.
-Desde luego-respondió el hombre de espeso bigote negro, acariciando su cabello corto con cariño.
-¿Papá, hubieras preferido tener un hijo, en vez de a mí?.
Su padre, con su imponente porte y su piel aceitunada, detuvo su andar ante la duda expuesta y se arrodilló frente a ella.
-Me hubiera gustado tener un hijo que heredara el dojo y el legado familiar-respondió y Akane sintió que le estrujaban el pecho-Pero no te cambiaría a ti por nada en el mundo, ni siquiera por diez hijos varones-añadió dándole un abrazo.
Esa fue la última vez que Akane sintió la protección paterna. Su madre le recibió igualmente con cariño y la cena transcurrió tranquila junto a Nabiki y en ausencia de Kasumi, que estaba en viaje de fin de curso.
Al anochecer, Akane volvió al dojo para entrenar un poco más, pero se quedó dormida.
Cuando despertó, corrió dentro de casa, asustada de estar sola. Escuchó voces desconocidas en la planta superior y, aun restregando sus ojos para ahuyentar el sueño, subió los escalones.
Entonces vio a su padre, golpeado y ensangrentado, cubriendo con su cuerpo a su madre y a su hermana Nabiki.
-Dinos donde está el dinero, estúpido viejo-ordenó una de las figuras envueltas en sombras.
-Se equivocan, no tenemos dinero, aquí no hay dinero-explicó casi en llanto su madre, abrazando con fuerza a su hermana.
Soun Tendo distinguió a su hija menor en la penumbra, apenas unos pasos tras de los delincuentes que habían entrado a su casa. Y una nueva ola de valor y desesperación por su familia lo embargó. Logró desarmar y acabar con uno de ellos, torciéndole el cuello con facilidad.
Luego, luego…Los disparos la ensordecieron. Akane se cubrió los oídos en reflejo y se quedó inmóvil, de pie en la escalera, viendo a su familia caer como muñecas rotas y sangrantes ante sus ojos.
Fue solo suerte que el arma con el que intentaron cegar también su joven vida se encasquillara y se conformarann sólo con empujarla por las escaleras. Después de todo, la pequeña no había visto sus rostros y los disparos ya habrían alertado a los vecinos.
Después de eso, un ciclo de silencio, culpa, miedo y soledad se instaló en su vida, al parecer, sin intención de irse.
Y ella ya estaba harta de temer o callar.
-Fuerte y valiente- le habían considerado sus padres y ella casi lo había olvidado.
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Akane miró sus opciones de escape. Incluso si gritaba, dudaba mucho de poder ser escuchada por Ranma y además su voz se negaba a salir con tal intensidad. Estaba sola y atrapada, igual que una rata.
-Puedes quedártela, esa no es la única copia-le advirtió, restando importancia a su amenazante presencia, mientras sus temblorosas manos intentaban buscar ropa con la cual cubrirse la desnudez. Un short amarillo fue lo primero encontró y lo vistió con rapidez.
-Mentira-respondió Taro, tras un momento de duda y fue acercándose un paso más a ella.
Fuerte y valiente, pero también inteligente, algo muy estimado en la dinastía Tendo y la escuela Todo vale de artes marciales. –había dicho su madre aquella ultima tarde juntos, lo recordó al palpar la cosmetiquera donde le empacaron sus aseos.
Sentía el corazón latiéndole como una banda de guerra en el pecho, pero se aseguró de tomar el pequeño cilindro en la forma correcta. Era su única oportunidad de mermar un poco a su oponente, mucho más alto y fuerte que ella.
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Akane siempre se preguntó por qué en las películas la protagonista corría escaleras arriba en lugar de buscar ayuda en las oficinas, pasillos o en el lobby del edificio. Sin embargo, allí estaba ella ahora, subiendo los escalones con la gracia de un conejo: de dos en dos, directo a la azotea después de rociarle los ojos a su atacante con un spray.
Las puertas de acceso a los otros pasillos se hallaban bloqueadas y en última instancia, terminó llegando al punto más alto del hospital, incapaz de volver a la habitación.
Se apresuró a bloquear la salida, buscando algo con lo cual poder trabar la puerta metálica. Lo que encontró fueron muchos cilindros ocupando la mitad del espacio disponible, apilados uno junto al otro, algunas sogas, cajas de vendaje, un pesado tablón rectangular y unas sillas en donde, claramente, el personal pasaba el rato fumando.
Aunque sabía que aquello no la protegería quería confiar en que para cuando le dieran alcance, ella ya hubiera podido salir de ese sitio, de algún modo.
Tomó las sogas con manos temblorosas, las ató como pudo a un punto fijo y se asomó al vacío. El viento frío alborotó su cabello corto y las distantes luces de la ciudad, aun a medio despertar, le provocaron un vértigo terrible. La voz masculina se escuchó cada vez más cerca, profiriendo amenazas y maldiciones.
No había tiempo, ni opciones.
Con la fuerza de un toro, aquel hombre no tardó en embestir la puerta y aquellas viejas sillas, junto al improvisado lazo que la mantenían cerrada, cedieron el paso al enfurecido hombre.
- ¡Eres una maldita, perra! -bramó, sus ojos enrojecidos le daban un aspecto aún más bestial. La toalla amarilla que antes la cubría, se estrelló con fuerza en el hormigón de la azotea.
Taro se revolvió el cabello, frustrado, lanzando maldiciones a diestra y siniestra al ver la cuerda, descolgada y danzando en el vacío, cayendo hasta una ventana abierta.
Saliendo de su improvisado escondite, Akane logró atinarle un certero golpe a su atacante cuando este se volteó para ir nuevamente tras de ella. Lo hizo con tanta fuerza que el tablón se partió a la mitad, cuando los oxidados clavos se enterraron en el rostro del hombre, que se derrumbó sangrante por el impacto.
Tendido sobre el hormigón, Taro parecía estar muerto. La tabla clavada en su cabeza como si se tratase de un gracioso sombrero de plumas y sus ojos abiertos, sin expresión.
Akane tragó duro, con el pecho apenas cubierto por el vendaje. Estaba preocupada por Ranma, pero antes de marcharse pensó dejar al delincuente, al menos encerrado, atando la puerta desde el otro lado, pero para hacerlo tendría que pasar junto a él, hasta alcanzar la cuerda.
Sin querer arriesgarse, pateó el cuerpo inmóvil.
Nada.
¡Mierda, una mierda si ella iba a creer que con solo un golpe ese tipo había muerto!.
Pero igual estaba en medio camino, tanto de la soga como de la salida y no había forma de escalar por los cilindros.
Los cilindros…tomó uno de los que estaban en el extremo, con la intención de acabárselo en la cabeza, en caso de que este se levantara como un jodido zombie y se arriesgó, casi temblando como gelatina, a cruzar junto a él.
Le pareció que el aire no llegaba a oxigenarla, pero finalmente, alcanzó la puerta metálica sin despegarle los ojos al cuerpo, aparentemente, inerte. Se movió unos pasos a la derecha, hacia el punto donde había atado la soga y tiro de ella dos veces, sin éxito.
¡Joder! ¿Cómo o con qué demonios se estaba atorando esa cosa? Volvió a mirar hacia el cuerpo y, encontrándolo exactamente igual, se atrevió a dejar el cilindro en el piso, para tirar con ambas manos la cuerda.
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Ranma notó sospechosa a la doctora que vino a revisar su estado, no solo por su distinguible aspecto extranjero, sino porque aquella mujer parecía más interesada en sacar a Akane de la habitación que en saber si a él le dolía algo o no.
A pesar de su desmejorada condición actual, no tardó demasiado en neutralizar a la mujer de ascendencia china, pero antes de poder ir en busca de su testigo, tuvo que enfrentarse a otros dos de los esbirros de Taro, quienes vigilaban fuera.
Fue entonces cuando la vio acercarse corriendo en mitad del pasillo, asustada sin saber que hacer, similar a un siervo siendo acechado en mitad de la noche.
La toalla apenas cubriendole el torso, el corto y húmedo cabello y unos shorts diminutos que dejaban ver sus bien torneadas piernas en todo su esplendor.
La distracción le valió una fuerte patada en el abdomen, pero él se las arregló para derribar a su oponente en el mismo movimiento.
Sus ojos café se encontraron con los suyos por un breve instante.
-Ve por las escaleras!-le gritó y ella, saliendo de su estupor, le obedeció sin dudar.
Mientras luchaba con aquellos dos, sólo podía rogar porque la ayuda ya viniera en camino.
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La chica de cabello rojo se apresuró en cuanto supo la noticia. ¿Cómo era posible que su querida amiga y su torpe primo hubieran acabado en semejante lío?
Pero lo que más la desconcertaba no era eso, sino algo mucho más extraño: ¿cómo es que su primo y su amiga se conocían? Su amiga era prácticamente una ermitaña, y todo el mundo sabía que su primo era un cretino cuando se trataba de citas o relaciones.
Un completo idiota que rechazó a todas las chicas que ella intentaba presentarle.
Las preguntas le bullían en la cabeza, necesitaba respuestas, ¡y las necesitaba ya! No era de las que se contenían cuando la curiosidad la consumía, y estaba decidida a sacarles la verdad a ambos.
Exigía conocer los detalles, y más valía que se los dieran antes del desayuno o no resistiría hasta la visita de la tarde.
Cuando salió del ascensor, algo le pareció extraño. No había nadie en la recepción del piso del hospital. Su tía Nodoka le había dicho que habían reforzado la seguridad, pero todo estaba desierto. Caminó con cautela por el pasillo, sus pasos resonando en el ambiente silencioso, hasta que se detuvo en seco. Un rostro conocido apareció ante ella. El ramo de flores que llevaba casi se le cayó de las manos.
Era él. Aquel hombre que semanas atrás le había entregado un sobre con dinero. Su estómago dio un vuelco.
-No puede pasar, señorita -le advirtió el hombre a cierta distancia, con un tono firme pero calmado, mientras otro individuo, con expresión hostil, vigilaba la entrada a la habitación de su primo.
Ranko tartamudeó, completamente nerviosa.
-Yo… este… estoy buscando… Es que yo… -su voz temblaba, incapaz de formar una frase coherente.
-Le pido que se retire. Esta es un área restringida -repitió el hombre, sin mostrar señales de haberla reconocido.
-Ah… esto no es el área de maternidad, ¿cierto? ¡Qué distraída soy! Lo siento mucho- se disculpó rápidamente, forzando una sonrisa nerviosa.
Dio media vuelta, sin saber exactamente cómo, y regresó a paso rápido al ascensor.
A su espalda, escuchó la voz del otro tipo, el cual sonaba confundido:
-Pero si aquí no hay maternidad...
Mientras las puertas se cerraban, alcanzó a oír la voz de su primo y el inicio de una pelea.
Su mente colapsó con la tensión acumulada, y cuando las puertas del elevador finalmente se cerraron, Ranko se dejó caer al suelo, asustada y aturdida. Con manos temblorosas llamó al tío Genma de inmediato.
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Akane tiró con fuerza y la soga cedió apenas algunos centímetros, como si estuviese siendo sostenida por algo en el otro extremo.
Frustrada, soltó una maldición y volvió a mirar en dirección de su atacante.
El cuerpo de Taro se movía de nuevo. Un escalofrío recorrió su espalda al ver cómo, tambaleante pero implacable, aquel sujeto se levantaba. Su caminar era lento pero amenazante, cada paso resonando en la azotea vacía.
Akane intentó retroceder, desesperada, pero no había a dónde huir y sus piernas tampoco parecían dispuestas a responder. Su corazón palpitaba frenéticamente en su pecho, pero su cerebro se había puesto en pausa.
En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba sobre ella. Su mano áspera y fuerte se cerró alrededor de su cuello con una presión inhumana.
-Maldita zorra, vas a pagar muy caro estas cicatrices!-siseó, su voz impregnada de odio-Después iré por esa estúpida hermana tuya. No tienes idea de cuanto lo voy a disfrutar, perra!-gritó él
Esas palabras fueron como una chispa que la sacó del estado de shock en el que se encontraba.
Recordó la dulce sonrisa de su siempre amable y amorosa hermana. Sus futuros planes de matrimonio y el hermoso vestido blanco elegido para la ceremonia.
Algo se encendió, algo dentro de ella, más allá del primitivo instinto de supervivencia. Era más fuerte que eso. Algo más. Probablemente, algo similar a lo que hizo que su padre quisiera protegerla, incluso a riesgo de morir en el intento.
Con un último aliento ahogado de desesperación, sus ojos se posaron en la tabla clavada en el rostro de Taro.
Sin pensarlo dos veces, sus manos, que intentaban vanamente deshacer el agarre en su cuello, tiraron de la madera con toda la fuerza que pudo reunir.
Los clavos desgarraron la carne, rasgando la mejilla de aquel despreciable hombre y dejando a la vista una tétrica mandíbula que asomaba entre la sangre y los músculos expuestos.
Taro liberó su cuello y ella soltó un chillido de horror al ver la grotesca herida, pero no se detuvo. Con un rápido movimiento, le golpeó la nariz, previamente atacada por Kasumi.
El hombre bramó de dolor, retrocediendo algunos pasos, con la sorpresa e incredulidad reflejada en la mirada.
Esa maldita mujer lo había desfigurado. A él, cuyo hermoso rostro era su bien más preciado.
Se lanzó sobre ella nuevamente, ahora sí, más que dispuesto a matarla. Iba a lanzarla y disfrutar viendo su cuerpo estrellarse contra el pavimento.
Ambos forcejearon frenéticamente en el borde de la azotea, hasta que, sin saber cómo, sus cuerpos perdieron el equilibrio.
Cayeron. Lentamente en un estado aparente de ingravidez.
Akane alcanzó la soga en el último segundo, aferrándose a ella con todas sus fuerzas, sus dedos casi rompiéndose por la tensión, debido a que Taro se había colgado a sus piernas, pensando usarla como escalón humano.
-Qué te parece, moriremos juntos, maldita perra!-gritó y el sólo hecho le provocó un dolor intenso que lo hizo contenerse de reír ante lo estúpido de la situación.
Esa maldita mujer realmente lo había jodido. Apenas unas noches antes, él estaba muy tranquilo disfrutando de su estilo de vida...ahora estaba colgando, a punto de caer a la nada y con el rostro desfigurado.
Pero incluso si caía no lo haría sólo.
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Ranma subió tan rápido como pudo, hasta llegar a la azotea.
La mañana agitó sus alas azotándole con el frío viento, pero él lugar estaba desierto, con solo rastros de sangre.
Un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo al reconocer la prenda frente a él.
-Akane-balbuceó tomando la toalla húmeda del piso.
Apretó los puños, negándose a creer que la había perdido a manos de Taro.
Un chillido de esfuerzo lo hizo reaccionar. Se acercó al borde y pudo distinguir con horror la silueta cayendo en el puente metálico de la enorme H de la fachada, la cual se encontraba en remodelación, unos pisos más abajo.
Sin pensarlo, saltó, su pierna doliendo como el infierno mismo al caer. Entonces pudo ver con mayor claridad la situación.
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Taro pensó que podía usar el cuerpo de Akane para subir hasta alcanzar la soga. Sus entrenados brazos lo ayudarían a subir nuevamente hasta la azotea y ya después buscaría un buen cirujano que le devolviera la belleza a su rostro.
Lo hizo. Empezó a reptar como una serpiente por el cuerpo de la chica, que luchaba por sostener el peso de ambos.
Sin perder de vista la soga, se sorprendió al descubrirla, a ella. Su rostro espectral, su larga cabellera negra y sus ojos oscuros mirándole sin parpadear.
-Rouge-murmuró con incredulidad. El miedo lo paralizó y terminó liberando su única esperanza de vivir.
Esta vez la caída fue más breve e inmediata. Su cuerpo impactó con fuerza contra una superficie fría e irregular.
La chica, la última chica a la que había intentado hacer suya, aún colgaba de aquella soga. Pronto la vio ser rescatada por alguien más.
Ranma.
Ranma la llevaba en brazos, mientras lo observaba a unos pasos de distancia.
Mierda! Deseó levantarse y reclamarla, pero no pudo. Su cuerpo no respondía, incluso el dolor en el rostro casi no lo sentía.
Intentó soltar una maldición, pero solo un graznido similar al de un ave se dejó escuchar. La sangre brotó a continuación, casi asfixiandolo.
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Ranma tomó a Akane en brazos y saltó con ella hasta el puente metálico que formaba la letra H. Ahí mismo en donde Taro Homaru, un escurridizo delincuente, de los peores que se hayan visto, y un ser despreciable en todo el sentido de la palabra, parecía estar desvariando en agonía, repitiendo el nombre de Rouge, su primera víctima.
-Ranma-lloriqueó ella en su hombro
-Todo está bien, tranquila, ya pasó. Lo hiciste increíble, Akane. Fuiste muy valiente-la elogió sincero, acariciando su corto cabello.
Ella lloró aún con más fuerza ante sus palabras y a él no le quedó más remedio que consolarla hasta que la ayuda llegó, finalmente.
