Tal como su maestro se lo había dicho, el paisaje ante ella era único. No importaba hacia donde volteara la mirada, siempre terminaba encontrando extensas praderas de verdes pastos que brillaban por las perlas del rocío. Las montañas, que se erigían como colosos silenciosos, añadían relieve al terreno allá donde las pequeñas colinas no lo hacían.

Aunque el sol brillaba por todo lo alto, Collei no sentía calor alguno. Las abundantes nubes filtraban los rayos de luz de modo que solo unos pocos seleccionados llegaban a tocar tierra. Su maestro le había explicado que, debido a la latitud, el Valle Chenyu era mucho menos cálido que otras regiones como la propia Sumeru.

Sintió la humedad en la piel y por dentro agradeció que no hiciera calor. Aunque estaba acostumbrada al calor húmedo de la jungla de Sumeru, su tiempo en otras regiones con climas más afables como Mondstadt la hacía añorar la sensación de caminar sin tener que secarse el sudor cada diez segundos.

Vio el cauce del colosal río que discurría a su derecha. Las aguas cristalinas, sobre las que reposaban lotos y transitaban todo tipo de peces, la saludaron mostrándole su propio reflejo. Notó que uno de sus mechones lucía mucho más alborotado de lo habitual, por lo que trató de arreglarlo disimuladamente.

—Si te sigue creciendo el cabello, pronto se convertirá en un problema.

Tignari, diez pasos por delante de ella, la miró de soslayo.

Collei resopló. Su maestro no mentía. Solo la semana pasada se le había enredado el cabello dos veces en las ramas altas de un árbol durante sus patrullas.

—Aunque si no quieres cortarlo, siempre podrías aprender a arreglártelo de forma que no estorbe. O al menos peinarlo. —Tignari se adelantó a la réplica de Collei—. Con regularidad y a consciencia. Pasarte el cepillo cinco veces no elimina los nudos.

—Sí, maestro —respondió con cierta desgana.

Sabía que si se quejaba frente a Tignari, él seguramente la regañaría por ello. Cierto, la conveniencia de arreglarse el cabello hacía que el esfuerzo por peinarlo valiera la pena, pero para Collei era una molestia de la que rehuía siempre que tenía oportunidad.

Cortarse el cabello era la mejor opción, lo sabía, pero no quería hacerlo. Tener el cabello largo la hacía sentirse femenina: había pasado tanto tiempo vagabundeando de un lugar a otro vistiendo solo harapos, con el cabello corto como el de un niño, que por mucho tiempo olvidó que era una chica. Sentirse femenina era uno de los motivos por los que había empezado a usar falda. No es que quisiera ser como esas mujeres que tenían el rostro repleto de maquillaje ni mucho menos —la sola idea le daba repelús—, pero le gustaba verse al espejo y pensar en sí misma como lo que era: una mujer.

«Aunque el cabello corto nunca ha evitado que Eula luzca femenina», reflexionó mientras enrollaba un mechón entre sus dedos. Tendría que pensarlo a fondo después. «Qué molesto».

El sendero los llevó hacia el puente de roca que hacía de entrada para la aldea Qiaoying. Por el camino encontraron unas cuantas casas repartidas por aquí y por allá, en cuyos exteriores se veían hombres y mujeres que cargaban con cestas de mimbre o aplanaban hojas de té en rodillos rudimentarios. Collei había pasado por Liyue varias veces, por lo que estaba familiarizada con la arquitectura de la nación. Los arcos ornamentados, los gruesos pilares sobre los que se sostenían techos tejados con arcilla y madera. Aunque el estilo no era nada especial para ella, lo que le fascinaba era la forma en la que la aldea se había adaptado a su entorno. La arquitectura era tan poco invasiva que no le habría sorprendido que cada casa se hubiera construido sobre pequeños claros convertidos en solares, sin necesidad de apenas talar árboles.

—Increíble…

—¿Verdad? La gente del Valle Chenyu es consciente de que su destino está ligado al verdor que los rodea. Cualquier cambio mínimo en su ecosistema podría suponer graves daños a su sustento económico. —Las orejas de TIgnari se agitaron. Aquello podía deberse a múltiples motivos, pero en aquel contexto seguramente era señal de su sosiego—. Recientemente, tuvieron un problema del estilo, pero escuché que un viajero se encargó de solucionar el asunto.

—Un viajero, ¿eh? —Collei sonrió para sí misma, preguntándose si realmente se referían a aquel viajero rubio y su fiel compañera.

Les había perdido la pista al viajero y Paimon apenas una semana después de que partieran de Sumeru. Sabía que habían estado por Fontaine, pero poco más. De cuando en cuando les llegaban noticias de sus andanzas, pero todo era demasiado vago o inexacto. No confiaba de los rumores que circulaban, pero era fácil identificar los falsos: normalmente retrataban al viajero como una montaña de músculo y a Paimon como si fuese una especie de criatura extraña, parecida a un Seelie. Se rio por la imagen mental.

Amber tenía razón en muchas cosas, una de ellas siendo que aquellos dos eran tan especiales porque eran como una estrella fugaz: aparecían, deslumbraban a todos con su presencia, y luego se esfumaban. Ocasionalmente, la estrella fugaz volvería a hacer acto de presencia, solo para dejar un pequeño hueco en el corazón de quienes añoraban volver a verla cuando inevitablemente desapareciera de nuevo.

Siguió con sus divagaciones durante una buena parte del trayecto, preguntándose si los vería en el Festival Sabzeruz del siguiente año o si se encontrarían por el camino. La Reina Menor Kusanali los tenía en gran estima, sentimiento que parecía bastante recíproco. ¿Quién sabe? Tal vez sí habían ido a la celebración de la Arconte pero simplemente no se habían encontrado.

Espabiló en cuanto escuchó la voz de su maestro. Se encontraban en un claro en la cima de una pequeña colina. La altura no era suficiente como para ver paisajes inéditos, pero el viento sin duda era más agradable.

—Esta es la dirección que me dio el organizador —dijo, paseando la mirada por el lugar—. Espacioso. Supongo que vendrá mucha gente a la ponencia.

Aunque Tignari era serio por naturaleza, Collei se había vuelto más o menos buena a la hora de detectar su estado de ánimo. El movimiento de su cola, la caída de sus párpados y algunas palabras servían para diferenciar entre las emociones de su maestro. «Está complacido», supo decir casi al instante. Aunque guardabosques por oficio, su maestro tenía el alma de un académico, y de uno particularmente brillante.

—Lo que sigue no será muy interesante. —Rectificó casi de inmediato—. Al menos no para ti, Collei. Ve a dar un paseo. Esto va a tomar algo de tiempo.

—Sí, maestro —respondió, aliviada de oír aquello.

Aunque Tignari la hacía escuchar muchas de sus ponencias y a algunas de las que asistía, era rara la ocasión en la que la obligaba a quedarse para la organización del evento. Aun así, no era imposible que le pidiera que se quedara a ayudar a través de aquel largo, tedioso y complicado proceso.

—Regresa en unas dos horas. Y no te alejes demasiado, ¿de acuerdo?

—¡Entendido!

Con una sonrisa incipiente en el rostro, Tignari le hizo un gesto para que se fuera. Collei no contuvo su gesto de emoción, dando una rápida media vuelta y bajando por la colina a paso acelerado. Empezó a tararear una melodía, una que había escuchado tocar antes al viajero y que, según él, era la favorita de la Reina Menor Kusanali.

Se preguntó qué cosas interesantes encontraría por los alrededores.


El Valle Chenyu no se parecía a cualquier cosa que Fréminet hubiese visto antes. Las aguas de los ríos eran tan cristalinas que, de no ser por las imágenes constantes y ondulantes que reflejaba, los cauces parecerían vacíos. Eso no era algo que se viera con frecuencia en Fontaine, donde el mar era tan profundo que la turbulencia inevitablemente hacía imposible la vista. Mientras se preguntaba cómo sería bucear en aquellas aguas, sintió como el agradable aroma que lo envolvía todo se intensificaba.

—Puedo ver por qué Navia recomendaba tanto este té —murmuro Lyney, los ojos entornados—. Ni siquiera hemos puesto un pie en la aldea y la fragancia de sus hojas ya nos da la bienvenida.

Fréminet se fijó en la expresión concentrada de Lynette. La mitad felinés tenía la espalda ligeramente arqueada, los ojos cerrados y la nariz elevada, olfateando el aire. Aunque Lynette era reservada por naturaleza, Fréminet se había vuelto más o menos bueno a la hora de detectar su estado de ánimo. El movimiento de su cola, la caída de sus párpados y algunas palabras servían para diferenciar entre las emociones de su hermana mayor, por no mencionar sus expresiones excéntricas como «activando modo social». «Es lo que esperaba», supo decir casi al instante.

—Es lo que esperaba —dijo ella al cabo de un segundo, dando un débil asentimiento—. Sigamos.

Lynette no esperó a que ellos aceptaran, sino que retomó la caminata a su propio ritmo. Algunos considerarían aquello como algo egoísta o incluso grosero, pero para sus Fréminet y Lyney sabían que ella siempre tenía un ojo puesto sobre ellos, lista para detenerse en cuanto fuera necesario. Ambos sonrieron.

—Lamento que te hayas visto arrastrado a todo esto, Fréminet. Ahora que lo pienso, no te preguntamos si querías venir con nosotros —dijo Lyney al cabo de un rato.

Él negó.

—Está bien. Quería venir. Me gusta pasar tiempo con ustedes —respondió. Pudo ver en el rostro de Lyney que aquello lo había alegrado.

—Ya veo. —Con una sonrisa ampliada, volvió la vista al frente—. Esperemos que este viaje nos dé experiencias tan o más valiosas como el té por el que vinimos.

Fréminet esperaba lo mismo. Algo tenían las experiencias cercanas a la muerte que lo hacían ver a su familia y entorno con nuevos ojos. Pensó en lo que le habría pasado sin la intervención de Clorinde, en lo triste que habría puesto a sus hermanos… y se detuvo. No quiso seguir con aquella línea de pensamiento. Estaba ahí, en ese momento, con ellos. Era todo lo que importaba. Lo único que importaba.

Liyue era… tradicional. Muy tradicional. A diferencia de Fontaine, en donde la tecnología era algo del día a día tanto en la edificación como en el estilo de vida, la gente de Liyue, como la de Sumeru, parecía inclinarse más por lo natural. Sabían, de alguna forma, convertir la madera o el bambú en espectaculares obras que dejaban maravillado al que las viera. Fréminet no era del tipo que se fijaba en esas cosas… o tal vez nunca había encontrado nada que realmente lo incitara a hacerlo. Habiendo vivido toda su vida en Fontaine, vio como normal el hecho de fascinarse por los paisajes de tierras desconocidas.

«Pensar que esto estaba tan cerca de casa», pensó mientras veía a lo lejos a unas cabras pastando libremente. Imaginó a Pers montado sobre una de ellas, la cual actuaría como su fiel corcel en lugar de un caballo común y corriente. Un corcel mullido y suavecito, tal como el jinete.

Las cabras, repentinamente, se mostraron alerta. Miraron fijamente un punto a la distancia antes de salir corriendo. Fréminet se sintió ligeramente decepcionado, pero curioso. Miró en la misma dirección que los animales, un poco hacia el suroeste, pero él no pudo ver nada. Bien decían que los humanos eran incapaces de percibir ciertas cosas que los animales sí podían. Se preguntó si Lynette habría sentido algo, considerando su herencia, pero no parecía ser el caso. «De seguro no fue nada», pensó.

El serpenteante sendero los llevó hacia la entrada de la aldea Qiaoying. Fréminet se fijó en los puentes y muelles. Los primeros eran pronunciados arcos, sin pilares que se encajaran en el río, mientras que los segundos usaban fuertes bambúes como pilotes para sostenerse. No pudo evitar tener la sensación de que todo aquello había sido especialmente hecho para no afectar el cauce del río. La gente del Valle Chenyu realmente se tomaba en serio el té.

—Entonces, ¿deberíamos preguntar a los locales por las tiendas que recomendó Navia? —preguntó Lyney tras dar un pequeño aplauso.

—Hagámoslo —dijo Lynette, sucinta.

Caminaron alrededor de la aldea entre llamados de algunos comerciantes callejeros y anunciantes que se paraban en el exterior de sus tiendas. Para ser un lugar tan pequeño, la cantidad de comerciantes era inusualmente alta, cosa que sorprendió a Fréminet.

Un comerciante en específico había sido especialmente insistente. No paraba de ofrecerle algunas baratijas que, aunque bonitas, carecían de utilidad aparente. Lyney, con su lengua de plata, logró librarlo de la situación con facilidad justo cuando estaba por ceder.

—Clásica trampa para turistas —dijo el mago entre risas. Si había alguien que supiera sobre el trato con extranjeros, ese era él.

Las primeras tiendas de té fueron interesantes, por decir algo. El olor era agradable, lo suficiente como para imaginarse lo bien que sabrían una vez infusionadas. Pero para el paladar de Lynette, «bien» no era suficiente. En palabras suyas, si se había tomado la molestia de ir hacia Liyue, sería solo para elegir lo mejor de lo mejor. Parecía dispuesta a llegar hasta el extremo en su odisea de compras, seguramente porque quería regalarle a Navia unas hojas de té que no hubiera comprado, en retribución por las que había recibido de ella.

—No te juzgo si quieres ir a pasear por ahí mientras terminamos —le dijo Lyney al cabo de un rato. Aunque acostumbrado al comportamiento de su hermana, lucía un poco agobiado con la repentina híperfijación de Lynette—. Iremos a buscarte en cuanto terminemos.

Fréminet supuso que el cansancio se le notaría en el rostro. Agradeció en silencio a Lyney, retirándose tan sigilosamente como pudo. Sabía que ni sus mejores esfuerzos lo harían sortear los agudos sentidos de su hermana, de quien muy pocos podían escapar, por lo que también le agradeció a Lynette por permitirle marcharse.

Aun así, se sintió mal. Había viajado para estar con ellos, y ahora se había apartado por voluntad propia. Quiso enmendarlo, por lo que se fijó como objetivo encontrar algo que pudiera disfrutar junto a sus hermanos mayores. Anduvo por los senderos, apretando el paso cada vez que caminaba al lado de un vendedor. Se sentía mal cada vez que ignoraba a uno, pero sin Lyney ahí, era cuestión de tiempo para que alguno lo engatusara si se detenía a escucharlos.

Así anduvo por media hora, viendo cada pequeño detalle a su alrededor con la intención de que alguno fuera lo suficientemente interesante como para compartirlo con sus hermanos. Su pequeño recorrido lo llevó hasta las afueras de la aldea. Inconscientemente, había llegado a la orilla del río, atraído por la llamada del agua. Se acuclilló en uno de los múltiples meandros del sinuoso cauce, viendo con fascinación el nado de los peces. Nunca había visto carpas tan grandes, mucho menos de aquel color blanco y anaranjado que se entrelazaba creando infinidad de patrones.

«Es precioso», pensó mientras metía la punta de los dedos en el río, sintiendo la caricia de la corriente. El cosquilleo se extendió por todo su brazo, haciéndolo sonreír.

—Ah.

Giró rápidamente la cabeza al escuchar una voz de mujer. A pocos metros a su izquierda, con la mirada fija en él, estaba una chica que ya había visto antes. Reconoció al instante sus cabellos verdes y mirada violeta. Sostenía una libreta en una mano y, en la otra, un lápiz.

—Ah. —Se le escapó.

Ambos se quedaron en silencio por un instante que se sintió eterno. Fréminet estaba en blanco, sorprendido por el repentino encuentro. De pronto, se sintió consternado. No supo por qué, pero recordó la promesa que le había hecho de compensarle la próxima vez que se vieran. Se quedó en completo silencio, temiendo que si hablaba ella recordaría la promesa y tendría que decirle que no tenía nada preparado. Por muy improbable que fuera el caso.

—H-hola —dijo ella, avanzando unos pocos pasos. Sonrió forzadamente, tan sorprendida como él—. Este… no sé si me recuerdes.

—Collei —respondió en voz baja, poniéndose de pie para estar a su altura. Bajó un poco la mirada—. Hola.

No vio como el gesto de la sumeria ganaba mayor naturalidad.

—Qué coincidencia. —Hablaba con cierta torpeza, como si estuviera esforzándose por hacer conversación—. Uhh… Ha pasado tiempo, ¿verdad?

Unos tres meses, según los cálculos de Fréminet. Asintió. Era imposible no hablar sobre aquel encuentro —y por ende, de la promesa—, pues era el motivo por el que se conocían. Frunció levemente la boca, haciendo de tripas corazón.

—Yo…

—¡Esto…! ¡Muchas gracias por los boletos! —exclamó Collei, apurada. Tenía las mejillas un poco coloradas—. No tuve oportunidad de agradecerte en ese momento, pero… fue un espectáculo muy divertido. Nunca había visto nada así y… mi amiga y yo nos lo pasamos muy bien gracias a tu amable gesto.

—A-ah, no, no fue nada —insistió, apartando todavía más la mirada. Empezó a sentirse avergonzado por el repentino y efusivo agradecimiento—. Al contrario… Soy… soy yo el que debería darte las gracias por ayudarme y… pedirte perdón…

Collei alzó una ceja y su cabeza se ladeó un poco en señal de confusión.

—¿Por qué?

—Prometí… que te pagaría por tu ayuda debidamente… —Sintió la cara enrojecer. Estaba a un pelo de ponerse la escafandra—. Pero lo siento… no he pensado en nada.

—¡Ah, no! —Collei agitó las manos a las prisas—. No es necesario, de verdad. Con… con los boletos fue suficiente. En serio.

Fréminet todavía recordaba ese pequeño asentimiento que ella le había dado al final de su encuentro. No supo si ella también lo hacía.

—¿Estás segura? —murmuró, recibiendo una cabeceada.

—Segura. Me… me gusta ayudar, así que… —Ella también apartó la mirada. Parecía haber cortado su oración a mitad de camino, como si hubiese cambiado de opinión con respecto a si decirlo o no.

Fréminet se sintió intranquilo. Se sentía culpable si no retribuía a la gente que lo ayudaba. Era como dejar una especie de cabo suelto que estaba constantemente acosándolo. Desde que Clorinde le salvara la vida, seguía buscando una manera de pagarle y eso lo tenía vuelto loco… ahora, no poder compensar a Collei se sumaba a su lista de preocupaciones.

El silencio volvió a hacerse entre ambos. «¿Qué debería decir ahora?», pensó Fréminet, sintiendo una repentina resequedad en la boca. No creía correcto simplemente despedirse y partir caminos —por mucho que quisiera hacerlo—, especialmente cuando sentía que le debía, aun si ella opinaba lo contrario.

No conocía a Collei, mas no tenía una mala impresión de ella. Al contrario, la veía con buenos ojos. Le recordaba, de alguna manera, a algunos personajes de cuentos que había leído. La predisposición a ayudar al indefenso, por puro altruismo, era algo que había visto repetidamente en libros… pero pocas veces en persona. Eso lo hizo desconfiar un poco, pero por mucho que su conciencia le repetía que muchas malas personas se escondían detrás de una fachada de amabilidad, su cuerpo era incapaz de sentir ese tipo de tensión hacia Collei.

En aquel momento, había pensado que era una buena persona. Parecía que necesitaría más que solo una preocupación desbordada para desenlazar a la sumeria de la etiqueta que le había puesto en automático.

—Peces. —Escuchó decir a Collei, quien se acercó más a la orilla—. Los estaba siguiendo. Yo… Bueno, mi maestro dice que es bueno tomar nota de lo que no conozco.

Ella soltó una risita nerviosa, incluso forzada, mientras mostraba su libreta. Fréminet no había alcanzado a leer el escrito en la hoja, pero indudablemente notó la pésima caligrafía de la chica. No supo si realmente eran letras o dibujos.

—Son carpas —dijo, devolviendo la mirada a su objetivo original—. Aunque… son diferentes a las que hay en Fontaine. Su coloración es… rara. No creo que sean naturales.

—Entonces son… ¿como máquinas?

La conclusión de Collei lo desconcertó. Negó al cabo de un rato.

—Pienso que son criadas por el hombre. Seleccionadas. Como algunos perros y gatos —añadió, esta vez con más fluidez. Entornó ligeramente los ojos, perdiéndose en sus propias divagaciones. Cría selectiva. Tenía cierta lógica, considerando que la principal diferencia que poseían con otras carpas que hubiera visto antes era el color.

—A-ah, he oído de eso. Mi maestro lo llama selección artificial. —Hizo una pequeña pausa—. No le gusta.

—Aunque, si es crianza selectiva, ¿por qué las dejarían vagar libremente por el río? Serían presas fáciles para cualquier depredador —murmuró, mirando fijamente el movimiento vigoroso de los peces.

—Sí, creo que tienes razón.

—Puede que tengan un criadero cerca y solo liberan a las que crecen demasiado en tamaño o edad. Puede que incluso las críen y liberen de forma sistemática para que naden por los ríos, haciendo de atractivo turístico —añadió. Desde hacía tiempo que había dejado de hablar con Collei.

Considerando que el Valle Chenyu basaba buena parte de su economía en el turismo, no veía raro que usaran ese tipo de tácticas para crear atracciones. Tal vez hasta fuera una especie de ocupación familiar y milenaria. Criador de carpas.

—Y-ya veo…

Miró de reojo a la sumeria, notando su ceño ligeramente fruncido producto de un marcado esfuerzo. Se estaba rascando la coronilla de la cabeza con el lápiz. Fréminet pronto se dio cuenta de que había estado hablando solo.

—L-lo siento… Creo que hablé de más —dijo, sintiendo una mezcla de culpa y vergüenza. Había comenzado a hablar de sinsentidos con una persona a la que apenas conocía.

—No, no, está bien. —Se apresuró a decir ella—. Mi maestro es especialista en plantas y animales… bueno, más de plantas que de animales, pero él me enseña de eso. Creo que aprendí algo nuevo. Creo…

Vio la vacilante sonrisa de Collei, seguida de una risita que se sintió más relajada. Sintió cierto alivio al ver que no la había abrumado con sus pensamientos. Algunos de sus hermanos del orfanato lo habían oído divagar durante sus labores de mecánica, señalándole lo extraño o aterrador que era. Principalmente, eran los más pequeños, pues los más grandes ya lo conocían bien y solo reían.

—Liyue es muy grande, ¿cierto?

—Yo… es la primera vez que vengo —respondió.

—Oh.

Silencio. Fréminet apretó el entrecejo, consternado por su incapacidad para poder mantener una conversación. No era raro que las personas simplemente se alejaran tras intentar, de manera infructífera, charlar con él. No solía darle importancia, incluso lo prefería así.

Pero Collei, nuevamente, parecía ser diferente.

Ella se agachó, metiendo la punta de los dedos en el agua. Sonrió con expresión sosegada. Un gesto genuino.

—Que fresquito —murmuró. Dejó en el suelo lápiz y libreta, metiendo los diez dedos al agua.

Fréminet, todavía sin decir palabra alguna, la imitó. Estaban separados por unos cuatro metros de distancia, pero curiosamente no se sentía así. El incómodo silencio de antes se transformó, metamorfoseando hasta convertirse en un momento de paz y quietud que calmó su espíritu.

Se quedaron ahí, sin decir nada de nada, solo sintiendo la corriente y las voces de la naturaleza.

Collei se sintió más tranquila. La situación hasta el momento había sido tremendamente incómoda. No estaba acostumbrada a tratar con una persona tan cerrada como Fréminet, como ella misma. La seriedad y estoicismo de su maestro y Alhaitham, respectivamente, eran muy diferentes a la aparente timidez del chico de Fontaine. Y aunque no estaba acostumbrada, quería charlar con él, aunque fuera un poco más.

Recordó abruptamente lo que había pensado antes sobre el viajero y Paimon. «Estrellas fugaces», pensó al ver el color amarillo platino de su cabello. No estaba segura de que Fréminet encajara con la definición que ella misma había dado al término, pero cierto era que su encuentro había sido memorable.

Pensó, entonces, en cómo lo había llamado Gran Mago. Sintió la cara enrojecer, por lo que volvió la vista al río. Miró de reojo al asistente y notó que estaba perdido observando las carpas. Era bueno que no viera su sonrojo.

Se puso de pie al cabo de un rato, llamando la atención del rubio. Lo miró a los ojos.

—Voy a seguir explorando —dijo, vacilante, mientras señalaba el camino frente a ella.

Fréminet bajó levemente el mentón y asintió.

—De acuerdo.

—¿Quieres… acompañarme? —preguntó, reuniendo bastante coraje. Se preparó para salir de ahí tan pronto como fuera posible en caso de que la respuesta fuese negativa.

La sorpresa en los ojos de Fréminet, sin embargo, la tomó con la guardia baja. Era como si viera imposible que le realizaran aquella pregunta. Titubeante al principio, el chico pareció encontrar determinación para ponerse de pie.

—Si no te molesta…

—¡P-por supuesto que no! —exclamó, pero pronto bajó la voz, apenada—. Quiero decir… Las aventuras son más divertidas con gente, ¿no?

Fréminet no parecía estar completamente de acuerdo con lo dicho, pero tampoco lo negó.

—Creo.

Collei aceptó aquella respuesta. Iba a ponerse en marcha, pero pareció recordar algo.

—Ah. El camino de allá lleva a un puerto, ¿verdad? —preguntó, señalando hacia el oeste.

Fréminet asintió.

—Por ahí llegué —repuso.

Reflexionó ante la respuesta. La exploración solo era divertida cuando se veía algo nuevo. Y aunque cualquier cosa que vieran en aquella dirección sería nuevo para ella, Fréminet no se llevaría ninguna sorpresa.

—Creo que sería mejor cruzar al otro lado del río. —Señaló—. Hacia el suroeste.

—Bien.

No sonaba muy interesado… lo que encendió una pequeña llama en Collei. Si lograba enseñarle algo interesante, lo suficiente como para que se viera sorprendido, creyó que se sentiría satisfecha. Pensó en ponerse en marcha, pero para eso primero debía saber cómo cruzar el río. Fréminet pareció notarlo.

—Siguiendo el sendero hay un pequeño puente. Podría servirnos… tal vez. —La seguridad en su tono había disminuido gradualmente hasta convertir su voz en un hilillo que Collei tuvo que esforzarse por escuchar.

—Bien. Vayamos por allá. —Se puso a la cabeza de la expedición, aunque rápidamente se detuvo. Miró a Fréminet, creyendo que tal vez él querría guiar, pero en su mirada no encontró la menor intención de hacerlo.

Avanzó.

El fresco aire húmedo del Valle Chenyu les meció los cabellos con mano cariñosa, recordando al tacto delicado de una madre que arrullaba a sus hijos. A su izquierda, el agua discurría a través de su cauce bien definido, con una parsimonia casi hipnotizante, ajena a los dilemas y luchas de personas, animales, plantas y monstruos. La brisa acarreaba consigo los aromas de la naturaleza, llevando hasta sus rostros las pequeñas gotas de rocío que permanecían sentadas en las finas briznas de césped.

Tal como Fréminet había dicho, había un puente, aunque llamarlo así sería engrandecerlo. Eran más bien unos tablones de madera montados sobre unos pilotes de bambú reforzado y clavados en el lecho marino. Conectaba ambas orillas del río, cuyo cauce se había estrechado hasta tener apenas unos cinco metros de largo. No era mucho, pero sí lo suficiente como para no poder saltarlo.

—No se ve muy estable… —dijo Collei entre dientes.

Avanzó unos pasos antes de poner un pie sobre el puente. Pisó, llevándose una sorpresa al ver que era considerablemente firme. Se animó a colocar todo su peso sobre el puente, sonriendo al ver que apenas y había un muy ligero bamboleo. Se giró hacia Fréminet.

—¡Es seguro!

—A-ah, bien. Voy detrás —respondió, acercándose a ella para comenzar a cruzar el puente.

Collei se quedó quieta un segundo, creyendo haber visto un pequeño destello proveniente de la pierna de Fréminet. En aquel lugar vio una Visión Cryo en la que no había reparado antes, ni cuando se conocieron. Sintió un pequeño escalofrío, provocado por un soplo de aire gélido en la nuca. Se giró para retomar el camino, percatándose entonces de que en el agua se deshacían pequeños fragmentos de hielo, arrastrados por la corriente. Sin saberlo, sonrió.

Aquel no fue el único puente que tuvieron que cruzar, sino que se encontraron con otro algunos cientos de metros más adelante. Como el anterior, estaba hecho de madera y bambú, pero era casi el doble de largo. Lo cruzaron con la confianza de que sería tan resistente como el anterior, pero Collei no pudo evitar ver de reojo la pierna del rubio, notando que la estaba tocando con la punta de los dedos. Su mirada era cautelosa.

—Hay muchas cosas que ver —dijo en cuanto llegaron a tierra firme. Miró a su acompañante—. Yo… a mí me gustaría subir a aquella colina. ¿Qué opinas? Aunque también podemos hacer otra cosa si quieres.

Fréminet siguió con la mirada la dirección a la que apuntaba Collei. Observó con aparente atención la cúspide de la colina, a la cual no podrían llegar sin tener que dar un buen rodeo debido al escarpado costado de la misma. Podían escalar, por supuesto, pero aquello sería un esfuerzo innecesario. No había prisa alguna por llegar. El gesto de Fréminet se iluminó repentinamente. Collei reparó en las cabras que pastaban serenas a varios metros de altura por encima de ellos.

—Cabras… Nunca las había visto al natural —dijo ella.

Y era cierto. En Sumeru había cabras, por supuesto, pero eran mucho más pequeñas y rechonchas. Estas, en cambio, eran de constitución fuerte, con grandes cornamentas y tenían el pelaje más corto. Los animales domesticados y los salvajes podían ser muy distintos entre sí, incluso si eran de la misma especie, según lo que su maestro le había dicho. Repentinamente, sintió curiosidad por verlas más de cerca.

—Entonces, ¿subimos? —preguntó de nuevo, sabiendo qué respuesta recibiría.

—Sí. Me gustaría —repuso.

Se pusieron en marcha. Collei buscó una ladera lo suficientemente transitable y la encontró al dar un rodeo que les tomó un par de minutos. Ella rio un poco al sentir los hierbajos cosquillearle las pantorrillas a través de las medias. La subida, lentamente, le borró la sonrisa. Era transitable, pero el ángulo de inclinación era tal que tenían que flexionar bastante las piernas para seguir avanzando. Estaba acostumbrada, por supuesto, pero tendía a concentrarse cuando hacía ese tipo de cosas.

Una vez que estuvieron a tres cuartas partes de la subida, Collei frenó. Le indicó con una mano a Fréminet que se detuviera, para luego decirle que guardara silencio. El rubio de inmediato se detuvo a sus espaldas, rápido al comprender que no debían alterar a las cabras si querían verlas bien. Eso le gustó a Collei. Asistente de mago o no, Fréminet parecía tener al menos un poco de experiencia en el campo y no era obtuso a los señalamientos básicos.

Anduvieron con cuidado de no hacer mucho ruido, y Collei se llevó la sorpresa de que Fréminet era sorprendentemente sigiloso. ¿Sería el resultado de su labor como asistente de mago? Lynette —recordaba que se llamaba la mitad felinés— tenía toda la pinta de ser escurridiza, por lo que intuyó que tal vez Fréminet era igual. «Tal vez solo me dio la impresión porque es mitad gato», pensó. Se sacudió la idea y siguió andando.

Una roca. Tuvieron la suerte de que había una gran roca entre ellos y las cabras, que se encontraban a poco más de setenta metros de ellos, por lo que la usaron como cobertura. Collei las notó más tensas, como si fueran conscientes de que estaban siendo observadas, pero no hicieron ningún movimiento que demostrara que podrían salir huyendo.

Con libreta en mano, Collei se esforzó por observarlas lo mejor posible para intentar dibujarlas. No era muy buena en ello, pero le era más fácil que escribir. Hizo la figura general, pero de inmediato enrojeció al ver lo mal que le había salido. Aquella forma amorfa podría parecer cualquier cosa menos una cabra. Su sonrojo creció en cuanto vio a Fréminet mirando fijamente el dibujo.

Balbuceó, pero guardó silencio en cuanto el rubio se lo pidió. Con voz baja y un gesto sosegado, él dijo:

—¿Puedo intentarlo?

Collei, en silencio, le tendió la libreta. Fréminet pasó la página y, sin apenas mirar, comenzó a bosquejar. No era un dibujo realista ni mucho menos, pero sí una buena caricatura de lo que era una cabra. Tenía elementos un tanto fantasiosos, lo notó sobre todo en la cornamenta y la barba, que era mucho más larga que la de las cabras reales. Pese a todo, era un dibujo excelente. No pudo evitar emocionarse al verlo.

Cuando Fréminet estaba por terminar el dibujo, añadiéndolo las pupilas como rendijas de las cabras, estas alzaron las cabezas con rapidez. Miraron al norte, dándoles la espalda y, poco después, echaron a correr. Collei alzó una ceja, curiosa ante el comportamiento repentino de los animales. ¿Un depredador en las cercanías? Se puso de pie, abandonando la cobertura para ir hacia donde las cabras habían estado pastando.

—Ya es la segunda vez —escuchó decir a Fréminet, quien la seguía de cerca. Su voz estaba llena de sospecha.

—¿Viste algo parecido antes? —preguntó rápidamente, preocupada porque tal vez un carnívoro se hubiera acercado demasiado a los terrenos de la aldea. No era bueno, considerando que muchos niños salían a jugar por los alrededores.

—Poco antes de que llegáramos a la aldea. —Pareció notar la mirada de Collei, pues en su gesto se percibía cierta solemnidad—. Fue exactamente lo mismo.

—¿Al norte de aquí? —interrogó nuevamente.

Fréminet dio una débil cabeceada.

—Ellas miraron hacia el suroeste.

Aquella información fue en extremo valiosa. Gracias a ella podía trazar un área de búsqueda. Si había un verdadero depredador, este se encontraría entre su posición actual y el norte, pero sin llegar al sendero que llevaba hacia el puerto Yilong. Era una zona muy reducida. Demasiado cerca de la aldea. Collei supo que no podía dejarlo estar. Lo más sensato sería ir en búsqueda de su maestro… pero el carnívoro podría atacar a alguien en ese lapso de tiempo. Decidió que ella, como Amber, exploraría la zona y luego iría con la información a su maestro.

—Lo siento —dijo, mirando a Fréminet—. Yo… tengo que ir a ver qué está sucediendo. Tal vez haya un depredador, o peor aún, un monstruo. No es bueno que estén tan cerca de la aldea.

—Yo voy contigo —dijo el asistente de mago, sucinto.

La timidez y reserva que Fréminet había mostrado durante todo ese tiempo habían desaparecido. Su mirada era inflexible, pero serena. Su decisión había sido tomada y, aunque parecía no esperar que Collei la aceptara de buenas a primeras, también parecía que lo que ella dijera no le importaría demasiado. No le gustaba mucho la gente testaruda, pero había ocasiones en las que la testarudez no era otra cosa sino determinación. Y la determinación le gustaba.

—Bien —dijo finalmente, sin darse cuenta de que se sentía aliviada.

—¿Hacia dónde vamos primero? —preguntó Fréminet casi al instante, con una voz que sonaba casi distante.

—Lo mejor sería buscar cerca del río —respondió, distinguiendo desde la altura el cauce del río que se perdía en el norte—. Los depredadores suelen estar muy cerca del agua. Ahí es muy fácil encontrar presas y, bueno… ellos también necesitan beber.

Fréminet no dijo nada, sino que simplemente asintió. Collei se sintió un tanto intranquila. No estaba acostumbrada a que le dieran la razón tan fácilmente, en especial porque su maestro acostumbraba a cuestionarla. Según él, era para "no que no se cerrara a una sola perspectiva".

—Entonces vamos —dijo por último antes de comenzar la marcha.

Fréminet no volvió a decir nada, como si hubiera entrado en una especie de modo automático. Su silencio actual, en opinión de Collei, era distinto al de antes. Si a futuro le preguntaran por qué creía eso, ella no sabría responder, pero no podía dejar de sentirlo. Era como si Fréminet fuera una persona distinta.

Y es que era un soldado. Fréminet estaba acostumbrado a acatar las órdenes de sus superiores, le gustaba hacerlo. Que alguien más pensara por él, sobre todo si era alguien en quien confiaba, lo hacía sentirse en paz. Si se limitaba a cumplir las instrucciones al pie de la letra, entonces nunca se equivocaría. Y si no se equivocaba, no decepcionaría a nadie. Solo necesitaba hacer lo que se le decía.

Collei no era precisamente alguien en quien confiara. La conocía de muy poco y apenas habían intercambiado unas palabras nerviosas, pero algo en ella le daba cierta tranquilidad. Era una certeza infundada y extraña, que le decía que no tenía por qué tener la guardia alta con ella. Tal vez era por su personalidad, o por el gesto que había tenido para con él cuando se conocieron. No lo supo, y posiblemente nunca lo sabría. A veces simplemente tenía una impresión sobre una persona y era incapaz de cambiarla por mucho que lo intentara. No le gustaba, por supuesto, porque sentía que estaba dando vía libre para que lo traicionaran… aunque tampoco es que hubiera pasado, pero no por eso debía relajarse.

Marchó con la espalda de Collei frente a él. Era buena dirigiendo, ya lo había demostrado. Le daba la impresión de que la chica tenía unos instintos muy agudos, porque siempre sabía a dónde ir después, aunque parecía que le costaba un poco convencerse de que aquel era, en efecto, el lugar al que quería ir. Fréminet no empatizó con el sentimiento, pues a diferencia de Collei, él no guiaba. Era un peón, no un líder, y estaba bien con ello.

Collei los hizo caminar por el borde de un pequeño risco. En sus palabras, la altura les daría mayor ventaja para observar. Él no tenía que estar de acuerdo con lo dicho, aunque lo estaba, solo obedecer. Sus pasos los llevaron hacia un paso estrecho por donde discurría el río, que era flanqueado por dos acantilados no demasiado profundos. En ese lugar, la visibilidad era más reducida debido a la forma serpenteante de los acantilados, que ocultaban los meandros del río. Anduvieron un rato más hasta que, abruptamente, Collei se tiró al piso. Él la imitó.

Ahí estaba. En una de las curvas del río, incrustada en una de las escarpadas paredes del acantilado. Era una cueva oscura y ominosa. El refugio perfecto para cualquier depredador de gran tamaño. Fréminet notó de inmediato una caja torácica reducida a huesos en la entrada de la cueva. Miró a Collei, quien también había reparado en ella.

—No es de una persona, pero aun así… —Señaló hacia un punto cercano de la cueva—. ¿Lo ves?

Lo veía. Un cráneo, no sabía de qué animal.

—Creo que es la calavera de otro carnívoro —dijo Collei. Seguramente notó su mirada, pues se explicó con rapidez—. Creo que veo colmillos.

Lo cierto es que, si él también forzaba la vista, le daba la sensación de que efectivamente eran colmillos. Al menos, no parecía la dentadura plana de un herbívoro.

—Si está cazando otros carnívoros, eso quiere decir que es un… —Se quedó en silencio, entornando los ojos al cabo de un rato. Su gesto se torció, haciendo un claro esfuerzo. ¿Para qué? Fréminet no lo supo. Al cabo de un rato, habló de nuevo— Superdepredador. Eso. Debe ser un superdepredador… aunque no sé de qué tipo. No conozco a los animales del Valle Chenyu.

Fréminet creyó que solo esa información era importantísima, pero Collei la sorprendió con más.

—Y si ya tiene huesos incluso fuera de su escondite, eso quiere decir que está empezando a sentirse muy cómodo con el lugar. —Frunció el ceño—. No es bueno. Es… lo que no es bueno. Lo contrario. Y es peor si es un monstruo.

—¿Cómo sabemos si es un monstruo o no? —preguntó, hablando después de un largo rato.

Collei reflexionó la respuesta, pero por su mirada parecía estar repasando algo en la mente. Murmuró, hablando en un tono tan bajo que no pudo escucharla. Finalmente, compartió con él lo que sabía.

—No veo popó afuera de la cueva —repuso, tomándolo por sorpresa—. A los animales suele gustarles marcar su territorio dejando sus… necesidades en un lugar visible. No todos, pero sí una buena mayoría. Los monstruos, por otro lado… Ellos prefieren sitios más privados para hacer del baño. Mi maestro dice que es porque son más cuidadosos con los ataques. Los slimes no. Ellos no necesitan hacer eso… y tampoco piensan mucho.

—Entonces, ¿es un monstruo?

Collei dudó visiblemente, como si le costara dar una respuesta definitiva. Con eso, Fréminet sí que pudo empatizar.

—Puede ser… ¿Tal vez? —Se corrigió, luciendo insegura.

Fréminet no la culpó por no saberlo. Al contrario, creía que era bastante sorprendente que pudiera saber tanto con tan poca información. No sabía mucho de Collei, pero estaba convencido de que no era una chica cualquiera. Claro, nadie con Visión lo era.

Se concentró, pues los elogios no los ayudarían a lidiar con la amenaza.

—¿Qué hacemos?

Para eso, Collei sí tuvo una respuesta más rápida. Con una pequeña sonrisa en el rostro, mostró una especie de muñeca de trapo. Tenía un manto que conformaba gran parte de su cuerpo y, desde la negrura producida por la capucha, asomaban dos grandes ojos amarillos. El muñeco parpadeó, cosa que lo sorprendió.

—Se llama Cuilein-Anbar. Puedo enviarlo a investigar. Con suerte, hasta podría sacar al depredador de su refugio. —Cuilein-Anbar, asombrosamente, asintió ante las palabras de Collei.

Fréminet permitió que su rostro hablara por él, lo que pareció complacer a Collei. Ella se arrastró un poco más hacia el borde del acantilado, mirando una última vez a su muñeco.

—Ten cuidado… y regresa sano y salvo —le murmuró, recibiendo otro asentimiento. Lo lanzó con tanta fuerza como pudo—. Ayúdame, Cuilein-Anbar.

Vio como el familiar de Collei trazaba una parábola encima del río hasta casi llegar al otro extremo. Le faltó poco, pero eso no le restó mérito a la hazaña. Si algo le quedó claro a Fréminet era que Collei tenía una fuerza tremenda en los brazos. Su idea de que no era una chica normal se reforzó.

Cuilein-Anbar entró a la cueva luego de salir sin mucha dificultad del río, demostrando así que era bastante firme, como se esperaría de un familiar elemental. Ellos no pudieron hacer otra cosa más que esperar, aunque no tuvieron que hacerlo por mucho tiempo.

Un rugido tremendo se escuchó, seguido de voces chillonas. No pasó mucho hasta que Cuilein-Anbar emergió de la cueva a toda prisa, seguido de cerca por tres Hilichurls y, hasta atrás del todo, un Lawachurl Acorazado. A Fréminet se le frunció el ceño instintivamente al ver a los monstruos del abismo. Aquellas bestias eran un peligro para cualquier persona normal, especialmente ese Lawachurl. Se necesitaba de una persona con Visión o un guerrero muy hábil para deshacerse de uno de esos.

El Lawachurl, demostrando por qué se encontraba por encima de todos sus compañeros aberrantes, se lanzó contra Culein-Anbar, cubriendo la distancia que los separaba en un parpadeo y atrapándolo entre sus manos. El muñeco forcejeó para liberarse, pero su fuerza era poca comparada a la del mastodonte. Fréminet se encontró repentinamente consternado ante aquel escenario, pues su mente rápidamente lo hizo ver a Pers en Cuilein-Anbar… y entonces, una flecha se estrelló contra el reforzado cráneo del Lawachurl. Del punto de impacto comenzaron a brotar raíces que se esparcieron por toda su cabeza, cegándolo parcialmente. El coloso tuvo que liberar al muñeco para, con las dos manos, arrancar la flecha y las raíces de su cuerpo.

Vio a Collei, de pie y con el ceño fruncido, montando una reluciente flecha esmeralda en su arco. La resolución en su rostro, mezclada con preocupación y enojo, era algo que Fréminet recordaba vagamente. Se parecía a la mirada que tenía en el momento en el que había decidido que llegarían al Gran Teatro sin importar qué. Reparó entonces en los brazos de Collei, los cuales mostraban unos músculos tremendamente marcados por la tensión que ejercía en la cuerda del arco. Aquella era una persona diametralmente opuesta a la de antes… pero eso no era malo en lo absoluto.

La flecha silbó cuál ruiseñor por el aire, impactando contra el pecho del Lawachurl. El ataque había hecho algo de daño, pero no el suficiente para derribarlo. Cuilein-Anbar, sin embargo, agradeció esos segundos de ventaja. Cruzó el río a toda prisa con un largo salto que le dio el impulso suficiente para llegar a la otra orilla. Los monstruos no aceptaron el resultado, sino que se apresuraron a perseguir al muñeco.

No había otra opción. Tendrían que pelear.

El entrecejo de Collei estaba marcado por decenas de pequeñas arrugas. Sabía que lo había estropeado al revelar su ubicación de esa manera, pero no había podido evitarlo. Cuilein-Anbar no era solo un muñeco para ella, era un compañero. Pero… «Estoy poniendo en peligro a Fréminet», pensó, sintiendo como la conciencia empezaba a remorderle.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el rubio con voz mecánica, poniéndose de pie. En la mano tenía un grueso mandoble que reposaba sobre el suelo. El espadón era casi de su tamaño. No le quedaba.

El enfrentamiento era inevitable. Lamentarse no tenía sentido, pues ella misma había creado la situación. Ahora lo único que podía hacer era confiar en que ambos podrían derribar a los Hilichurls si trabajaban en equipo. Y aunque Collei creía que un buen equipo solo podía crearse cuando había confianza entre todos sus integrantes, supo que no podía darse el lujo de ponerse exigente. Conocía poco a Fréminet, pero debía creer que no la dejaría caer, por muchas reservas que tuviera. «Las personas son distintas cuando están en peligro», había pensado años atrás… y todavía creía en ello hasta cierto punto.

—Retroceder —contestó finalmente. Al Lawachurl no le costaría nada subir por el risco vertical—. Soy buena con el arco y el bumerán, pero no mucho con el cuerpo a cuerpo. Lo siento…

—Soy la vanguardia. Entendido. —Retrocedió un paso en cuanto Cuilein-Anbar llegó a ellos—. Una depresión cercana a una colina sería lo ideal.

Aunque no comprendió algunas de las palabras dichas por Fréminet, sí que entendía la estrategia que probablemente proponía. Para su buena suerte, el Valle Chenyu estaba lleno de relieve como buena parte de Liyue que era. Corrieron a toda prisa, escuchando el estruendoso sonido de roca partiéndose.

—Hay que ir lo más lejos posible del sendero —dijo Collei en voz alta, mirando hacia atrás para ver cuanto tiempo tenían.

—Allá —señaló Fréminet, apuntando a una colina cuya ladera lucía inestable, su superficie plagada por guijarros y lo que parecía ser tierra suelta.

—¿Puedes aguantar hasta que suba? —preguntó, nerviosa.

—Puedo.

¿Dónde estaba el chico que minutos antes no podía ni sostener una conversación? Fréminet era misterioso, pero en ese preciso instante, ese misterioso cambio de actitud era el que podría sacarlos de ahí con éxito. Tal vez terminarían con unos cuantos raspones. Tenían suerte de que no hubiera Samachurls ni Magos del Abismo.

Un rugido reverberó por entre las colinas del Valle Chenyu. Collei miró de reojo a sus espaldas, viendo que el Lawachurl ya había subido, dejando a sus tres compañeros a sus pies. Los Hilichurls los señalaron con sus rudimentarias mazas antes de reanudar la persecución. Fréminet se detuvo tras avanzar un poco más.

—¡Ayúdalo, Cuilein-Anbar! —ordenó sin disminuir la marcha. Frunció el ceño, obligándose a correr más rápido. Solo esperaba que Fréminet no se hiciera mucho daño.

Con el mandoble, marcó una línea detrás de él. Había decidido que los enemigos no la pasarían. Avanzó hacia los enemigos con el espadón en alto y la Visión brillando en su pierna. Pasara lo que pasara, Collei llegaría a la cima de esa colina, pues esas eran sus órdenes. Sintió una presencia a sus pies, dándose cuenta de que era Cuilein-Anbar. El pequeño lo miraba con sus profundos ojos amarillos hechos de tela, y se sintió extrañamente tranquilo. No estaba luchando solo.

El Lawachurl fue el primero en llegar. Ya había luchado antes contra alguno de ellos, aunque no demasiados. Sin embargo, todos ellos pecaban de ser extremadamente predecibles. Siempre iniciaban con un placaje carente de control, por lo que lo frenó con una muralla de hielo que creó frente a él. La gélida barrera detuvo el impulso del monstruo, permitiendo que Fréminet pudiera contenerlo con su mandoble. No pensaba en sí mismo como alguien fuerte, pero sabía que su tren inferior probablemente era más resistente que el de la persona común. Aun así, se valió de su Visión para llenar de escarcha los pies del monstruo, deteniéndolo todavía más. Lanzó un tajo ascendente, aprovechando la inmovilidad del oponente, y logró desbalancearlo. Cuilein-Anbar fue de gran ayuda, pues tacleó a la bestia, dando así el empujón necesario para hacerla caer sobre sus espaldas.

Con el Lawachurl momentáneamente aturdido, podía centrarse en los Hilichurls. El primero llegó, blandiendo de forma salvaje su maza, y no tuvo problema en contenerlo. Gracias a que Cuilein-Anbar lo desbalanceó al golpearle las piernas, él pudo darle un certero corte en el abdomen que lo mandó a volar menos de dos metros. Los siguientes dos llegaron al mismo tiempo, deteniéndose solo porque había congelado el aire frente a él. Tuvieron que rodear, pero él ya esperaba a uno de ellos con un swing de su espadón. Lo mandó a volar, pero no vio su caída, pues tuvo que apresurarse a cubrirse del ataque del Hilichurl restante. Afortunadamente, Cuilein-Anbar le había comprado el tiempo suficiente con otra de sus embestidas. El enemigo también corrió con suerte, pues Fréminet había tenido que esquivar la gran roca que el Lawachurl acababa de lanzarle.

El peñasco impactó contra el suelo, partiéndose en mil pedazos y levantando una fina cortina de polvo alrededor del lugar. El Lawachurl ya estaba recuperado y enfurecido, golpeándose el pecho de forma rítmica y rabiosa. Su cuerpo relució de un momento a otro mientras las placas de roca que recubrían su cuerpo se volvían más pronunciadas y rugosas.

Tomó aire, sabiendo que la pelea acababa de complicarse. Cuilein-Anbar subió a su hombro, transmitiéndole una extraña sensación de paz que agradeció por un momento antes de cargar a la batalla.

Esquivó el pesado mazazo lanzado por el Lawachurl en su contra, asestándole un corte en una de sus piernas. La cubierta rocosa protegió al monstruo, pero no sin agrietarse en el proceso. Congeló la extremidad de su enemigo, volviendo a arremeter en su contra. El golpe de su mandoble destruyó el hielo, pero también terminó de resquebrajar la placa. Antes de que pudiera castigar la zona de nuevo, el Lawachurl dio un pesado manotazo en su contra, el cual tuvo que bloquear con el plano de su espadón.

Salió volando irremediablemente un par de metros, pero logró aterrizar de pie gracias a que había mantenido una buena postura. A su caída, ya lo esperaba uno de los Hilichurls, al que no había logrado golpear. A comparación del brazo del Lawachurl, ancho como el tronco de un roble, el pequeño palito del Hilichurl no era nada. Fréminet lo rompió como lo que era, una ramita, antes de darle un golpe certero en la máscara a su agresor, quien se desplomó en silencio.

El Lawachurl volvió a la carga, y él tuvo que encararlo de nuevo. Antes de que él hiciera nada, Cuilein-Anbar se lanzó directo contra su rostro. El monstruo se apresuró a intentar quitárselo de encima, visiblemente furioso. Invadido por una repentina sensación de urgencia, Fréminet castigó el abdomen del monstruo. Golpeó con fuerza, tanta como pudo reunir en los brazos, haciendo que un pesado gong metálico resonara en el aire. Cuilein-Anbar aprovechó para alejarse ahora que el mastodonte estaba inclinado, y Fréminet estaba dispuesto a darle un golpe más, pero se detuvo en seco. Tras un seco tuk, la cabeza comenzó a darle vueltas. Trastabilló, sintiendo que el suelo bajo sus pies se movía, y se llevó una mano a la nuca, que sintió cálida. Giró la cabeza, encontrándose con el primer Hilichurl al que había mandado a volar, el cual acababa de lanzarle una roca. Entonces recordó que estaba peleando contra algo mucho peor.

Se giró, viendo que el brazo del Lawachurl en lo alto. Con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, se obligó a levantar el arma. Iban a golpearlo, fuerte, y él no tenía el equilibrio para aguantar el castigo. Esperó el golpe mientras luchaba por recuperar el norte, pero este tampoco llegó.

Del suelo, específicamente de una flecha, brotaban gruesas enredaderas que habían constreñido las extremidades del mastodonte. Conforme su oído volvía a la normalidad, Fréminet fue capaz de escuchar el ruido de las flechas al romper el viento antes de encajarse en la espalda del Lawachurl. Vio, a lo lejos, a Collei y sintió una fuerte oleada de alivio. Tal vez era por la situación, pero había pasado mucho desde la última vez que había sentido tanta alegría por ver a alguien.

Forcejeando por liberarse y por el dolor de los proyectiles, el Lawachurl se volvió más violento. No ayudó que las flechas recién lanzadas también estuvieran echando raíces en todo su cuerpo. Decidido a no desaprovechar la oportunidad, Fréminet flexionó las rodillas, bajó el mandoble todo lo que pudo, y luego saltó. Usó todo aquel salto para darle impulso a su arma, la cual chocó aparatosamente contra el mentón del monstruo. El sonido producido por la roca al ser triturada llenó sus tímpanos y, acto seguido, cayó al suelo. El Lawachurl también lo hizo, solo que él había aterrizado sobre sus rodillas.

Dejó salir un profundo suspiro antes de empezar a jadear, sintiendo como la adrenalina del combate comenzaba a disminuir y el dolor producido por la pedrada aumentaba. Miró a sus espaldas, dándose cuenta de que el Hilichurl ya no había hecho nada más, solo para sorprenderse al ver que Cuilein-Anbar lo había derribado. Sonrió, percibiendo que en su interior crecía un profundo agrado por aquel muñeco de trapo.

—¡Fréminet!

Aquel grito lo hizo espabilar. Volvió la mirada al frente a toda prisa, dándose cuenta de que el Lawachurl seguía despierto. Antes de que el monstruo pudiera hacer nada más, una flecha impactó contra su espalda y múltiples enredaderas tiraron de su cuerpo, impidiéndole llegar a él. Decidió, en ese momento, que debía dar un buen golpe si de verdad quería acabar con él.

Inhaló y, en un instante, el aire a su alrededor se enfrió considerablemente. El rocío del césped, así como la humedad del aire, se congelaron. Miles de pequeñas esquirlas de hielo se formaron mientras la escarcha llenaba por completo su mandoble. Centró la mirada en el lugar al que golpearía, viendo como la roca en el cuerpo del Lawachurl también se llenaba de hielo, y entonces atacó.

—¡Pers!

Ante su grito, Pers emergió de su espalda. El pequeño pingüino mecánico fue impulsado hacia el frente por el plano de su espada, con tanta fuerza que tronó como si fuese una bala de cañón. El impacto tuvo tal potencia que el Lawachurl cayó de espaldas, para nunca más volver a levantarse. Pers emergió de la rocosa placa rota, contoneándose hasta regresar a él. Sonrió, agachándose para descansar las piernas que sentía rígidas y para ver a su fiel colega.

—Gracias, Pers. —Le acarició la cima de su metálica cabeza, mientras él emitía unos sonidos crípticos. Cuilein-Anbar se posó a su lado, viendo al derribado mastodonte. También lo acarició—. Gracias a ti también, Cuilein-Anbar.

El muñeco de rasgos felinos sonrió incluso cuando carecía de boca. No pudo evitar reírse un poco.

—¡Fréminet! —Volvió a escuchar, solo que esta vez la entonación era diferente.

—Collei. —Se puso de pie—. Gracias por tu ayuda. Me salvaste.

—¡¿Estás bromeando?! ¡Tú hiciste casi todo! ¡Eso fue increíble! —exclamó, con chispas en la mirada—. ¡No tenía ni idea de que eras tan fuerte!

Retrocedió un paso, sintiéndose cohibido por la repentina efusividad de la peliverde. Sintió que se le subían los colores al rostro.

—No… Yo bajé la guardia muchas veces. Soy demasiado torpe.

—¡Nada de eso! ¡Eres increíble, Fréminet! —insistió, sonriendo ampliamente.

No pudo aguantarlo más, en especial por lo cerca que estaba ella. La escafandra encontró un lugar en su cabeza, sirviéndole de alivio instantáneo. Pudo ver la repentina sorpresa en el rostro de Collei, misma que pareció enfriarle los ánimos. Ella se sonrojó.

—A-ah, lo siento… Creo que me… emocioné de más —murmuró, apartando la mirada—. Esto… ¿Misión cumplida?

Asintió.

—Misión cumplida.

Hubo silencio entre ambos… y entonces Collei se encorvó.

—Mi maestro va a regañarme…


Su maestro estaba molesto. Lo sabía por el movimiento de su cola y orejas, y especialmente por el marcado ceño fruncido que tenía en el rostro. Collei estaba inclinada, disculpándose efusivamente con los hermanos de su inesperado y rubio compañero de aventuras.

—¡Lamento mucho haber puesto en peligro a Fréminet! —dijo, inclinándose una y otra vez en señal de extremo arrepentimiento.

—Vamos, vamos. —Lyney tenía alzada una mano, riendo con aire de despreocupación—. Solo fue un pequeño corte. De cualquier forma, hicieron lo correcto al no quedarse de brazos cruzados.

—Sin embargo —Lynette interrumpió, sus bellos rasgos resaltados por la serenidad de su rostro—, no está mal pedir ayuda cuando sea posible.

—Eso sería lo mejor —secundó Lyney, mirando de reojo a Fréminet—. Aunque es raro de su parte meterse en peleas, es muy típico de él hacer lo que es correcto sin importarle el riesgo. Aun así, como su hermano mayor, me preocupo por su bienestar.

El rubio lucía notoriamente apenado. El pequeño pingüino a sus pies —Pers lo había llamado—, parecía estar tratando de consolarlo.

—Son muy amables, Lyney, Lynette —dijo Tignari tras dar un largo suspiro—. En todo caso, me alegro de que las cosas no hayan ido a peor.

—Pensamos igual —dijo la mitad felinés.

—Tiene una buena estudiante, Tignari —señaló Lyney, guiñándole un ojo a Collei.

Ella vio con un poco de esperanza a su maestro, pero la mirada en su rostro era completamente inflexible.

—Una muy inquieta.

Lyney se rio y, sorprendentemente, Collei creyó haber visto una sonrisa incipiente en el rostro de Tignari. Aquel gesto, si había existido, desapareció en cuestión de un segundo.

—Aunque nuestro encuentro fue breve, también fue muy agradable. —Lyney se reverenció de forma pomposa—. Lo mejor de los éxitos para ustedes, Tignari, Collei.

—Vayan con cuidado —dijo Lynette, poniendo ambos brazos frente a su vientre e inclinándose también.

Fréminet hizo un pequeño y vacilante movimiento de cabeza.

—Ha sido un placer —aseguró Tignari, asintiendo.

Collei hizo un gesto similar al del rubio.

—Au revoir! —dijo Lyney antes de dar media vuelta para retomar el sendero que los llevaría hacia el Puerto Yilong.

Pero antes de que pudieran irse, Collei alzó la voz.

—¡F-fréminet!

Los tres hermanos se detuvieron, la sorpresa evidenciándose en el rostro del asistente de mago.

—¿Sí? —preguntó en voz baja.

Collei, con un profundo sonrojo en el rostro, trató de decir algo que simplemente no salió. Se rascó la cabeza nerviosamente y entonces, apretó los párpados.

—L-la próxima vez que nos veamos… ¡Enséñame a peinarme, por favor!

Separó los párpados un poco, solo para darse cuenta de que el rubio estaba sonriendo levemente. En cuanto vio su pequeño asentimiento, una gran sonrisa se le pintó en el rostro, sintiéndola gracias a la gran elevación de las comisuras de sus labios. La expresión de Fréminet, entonces, cambió, pero solo por un segundo.

Y sin más palabras de por medio, se fueron.

Collei siguió sonriendo un poco más, antes de que Tignari la hiciera espabilar con un carraspeo. Volteó a verlo, temerosa, pero se encontró con un gesto indulgente.

—Dejemos la lección para cuando volvamos a Sumeru. Por hoy, me limitaré a decirte que lo hiciste bien, Collei —reconoció, esta vez sonriendo abiertamente.

Ella hizo lo mismo.

—¡Gracias, maestro!


—¡Quién lo habría dicho! Este pequeño viaje de compras terminó con una descalabrada, mucho té y una nueva amistad. ¿No es maravilloso lo mucho que puede suceder en tan poco? —rio Lyney.

Pero Fréminet no lo escuchaba. Estaba muy ocupado pensando en cómo se peinaba regularmente.

—Qué bueno, Fréminet —dijo Lynette, sacándolo de su trance con su voz sosegada.

Él, en silencio, asintió. Su deuda hacía Collei había crecido.