Historia de mi autoría con personajes de CCS.
ADVERTENCIA: Nadie menor de edad debería estar leyendo en esta categoría, contendrá escenas de violencia, lenguaje mal sonante, y contenido sexual +18. Si son demasiado sensibles con esos temas mejor no lean. ES FICCIÓN SIN INTENCIÓN DE OFENDER A NADIE.
La concubina del demonio.
Capítulo 1.
Año 1484.
Había olvidado la fecha en la cual nació, ni siquiera recordaba de dónde vino; su existencia era un misterio para sí mismo. Entonces, ¿qué caso tenía levantarse de la cama y vagar por los caminos que lo conducían a la civilización? Cuando en realidad, no quedaba nadie que lo reconociera.
Cerró los ojos con algo más que sueño… era en cambio, aburrimiento. Sí, era eso. Falta de inspiración, deseos de perder su eternidad. Esa noche, se le ocurrió una idea brillante.
Tenía que morir.
Era lo único que acabaría con ese terrible suplicio. ¿Era acaso un castigo divino? Siendo un ser inmortal, era casi seguro que un dios le hubiese condenado a llevar una vida tan solitaria, aburrida y desesperada.
Los relámpagos atizaban el cielo, los estruendos llegaban tarde a sus oídos y la lluvia humidificaba el ambiente. Su mansión, invisible a los ojos humanos, se ubicaba en la cima de un peligroso acantilado. Sonrió… O eso pensaba que hacía. Incluso sus músculos faciales estaban rígidos por sostener un gesto inexpresivo desde que perdió la cuenta de sus días en la tierra.
Se vistió con sus mejores galas, por algún motivo cada cosa que quedaba atrapada en esa mansión se conservaba intacta, como si fuese recién elaborada. Así que su traje que llevaba colgado en el armario más tiempo que el humano más longevo de esa época, realzó muy bien su atractivo.
Syaoran era a simple vista un hombre que la opinión común denominaba seductor, contaba con el aspecto de un joven sano de veinte años que bien podría ser confundido con un miembro de la realeza de no ser por el color de sus ojos. Era curioso que todo en él fuese semejante al humano convencional a excepción de la esclerótica de sus ojos, no era el habitual espacio blanco, era oscuro como el carbón, enmarcando un iris de color ámbar.
Fue así como echó un último vistazo a su reflejo, enderezando su sombrero de copa. Verificó que la cama estuviese tendida y salió de su habitación determinado a no regresar al recinto que se convirtió lenta y agónicamente en su prisión.
Nadie lo retenía a la fuerza, no permanecía atado con grilletes; la inmortalidad era su tortuoso castigo. Frunció el ceño parándose en la orilla del peñasco, donde el filo de la sólida roca finalizaba. Sus zapatos bien lustrados, brillaban por el agua que se resbalaba de ellos. Meditando sobre la última vez que estuvo enfermo.
Negó.
No existían registros de eso en sus memorias.
Entonces, ¿dolor? Descartado.
¿Emociones? Todas negativas.
Eso que los humanos llamaban amor era un terreno tan desconocido como las profundidades del mar para él.
¿Placer? No, tampoco experimentó nunca algo tan banal. Lo intentó, por supuesto, su cuerpo funcionaba de manera grata y las mujeres que fueron sus sujetos de experimento, alcanzaron un clímax tan descomunal que se precipitó al grado de la inconsciencia. Pero él simplemente no lograba disfrutarlo.
Estar vivo era una estafa.
Ladeó la cabeza, absorto en el fulminante golpe de las olas rompiéndose entre las rocas. Anticipándose a la idea de conocer por primera vez una emoción. Cualquiera. El dolor sería bien recibido.
Sosteniendo su sombrero con una mano se arrojó al vacío, la caída duró una pequeña eternidad, disfrutó del gélido azote de la tormenta prometiéndole un final instantáneo y contundente. El impacto atronador de sus huesos rasgándose fue música en sus oídos, un sutil gemido se escapó de su garganta con un escaso gorgoteo de sangre.
Un implacable rayo surcó el cielo, ¿o eran acaso las neuronas de su cerebro haciendo corto circuito? La alegría floreció en su pecho, el cual se elevaba de manera errática y acelerada. Por fin. Estaba muriendo. Quiso reírse para celebrar su victoria, sin embargo su fútil acción se vio detenida por una influencia sobrenatural que lo hizo regenerarse.
Maldijo con el crepitar de sus articulaciones encajándose, gritando a la vez que sus pulmones volvieron a llenarse de aire.
Estaba jodidamente vivo.
Otra vez.
Las razones por las cuales vagaba por las distintas estaciones sin que el paso de las mismas lo afectara, era desconocido. Lo olvidó. Quizá esa era parte de su maldición.
Chasqueó la lengua, ¡su traje de gala también estaba intacto! Fue en ese momento que se le ocurrió una idea genial. Era evidente que nadie era capaz de romper por sí mismo una maldición, necesitaba ayuda.
Bueno, eso no sería para nada difícil. Solo tenía que mostrar su cara en el pueblo cercano y sobrarían personas que quisieran asesinarlo.
Esta vez escogió un atuendo modesto. Una camisa negra de mangas holgadas, una pantalón negro y sus botas bien lustradas. Esbozando una mueca que imitaba una sonrisa, notó que su cabello castaño era una maraña atractiva y perfecta, con la particularidad del par de cuernos que sobresalían de su cabeza.
No eran tan grandes, los consideraba estéticos de cierta manera. Complementaban su cautivadora virilidad.
Y ahora que lo recordaba, las mujeres con las que alguna vez tuvo sexo, eran invocadoras. O dicho de otra manera, brujas torpes que lo molestaban para rendirle tributos. Eso lo aburría tanto. No era necesario tanto espectáculo. Hubo una época en la que saltaba de una cama a otra, era una desventaja que su carne no se agotara.
Dejó caer los hombros, exhausto, solo mentalmente, claro. En la actualidad esos rituales eran cada vez más escasos, sería por la persecución de la inquisición o debido a la hambruna mundial que hasta las brujas se vieron forzadas a convertirse en mujeres de fe que rogaban por un milagro.
Se encogió de hombros. No extrañaba el sexo. No lo necesitaba. Ni comer. Ni dormir. Y tampoco existir.
Marchó por los pasillos limpios iluminados por velas que cobraban vida con su andar, como una legión de caballeros que se inclinaban ante su general. La puerta principal cedió sin tocarla, su fiel corcel negro le esperaba en la entrada, era un caballo pura sangre de ojos rojos tan maldito como él.
Nada a su alrededor, nada que le perteneciera podía desaparecer mientras él siguiera con vida. Su pericia para montar procedía de una situación olvidada.
Lo único que se mantenía de forma constante en su memoria era su nombre, Syaoran Li.
El caballo relinchó elevando sus patas delanteras para intimidar a la muchedumbre que se acumuló a su alrededor en la plaza comercial del inmundo pueblo. Varios se arrodillaron elevando su clamor al cielo, los gritos despavoridos fueron tales que los altos mandos de la iglesia acudieron al lugar.
De pronto, antorchas, picos, espadas y crucifijos se dirigieron a él.
El fuego relumbró su sonrisa aterradora, atractiva y diabólica.
Perfecto.
Le dio unas palmaditas a su caballo en el cuello antes de deslizarse al piso. Era un buen elemento y merecía desprenderse de tanta miseria. Ya no tendría que sufrir las consecuencias de los pecados de su dueño.
—Bienvenidos sean —alardeó, extendiendo sus brazos para abrazar por fin el dulce placer de la muerte.
Su voz fue estridente, gutural, más escalofriante de lo que pretendía, ¿pero cómo diablos iba a entonar un melódico sonido si llevaba años sin pronunciar palabras?
Gruñó insatisfecho.
Las espadas bendecidas lo atravesaron, sangre oscura brotó de sus entrañas. El fuego lo alcanzó, consumiendo su ropa y su carne. El dolor sin embargo estuvo ausente, la calidez de las llamas era tenue, casi irreal. Aún así, el olor a quemado de su cabello y el de su corcel impregnó sus fosas nasales.
Un breve instante, sus piernas perdieron fuerza, se derrumbó, de rodillas enfrente de toda esa gente que lo odiaba. Aparentemente derrotado ante sus victoriosos asesinos. Con la piel ya derretida, los huesos de su mandíbula se separaron imitando una sonrisa.
Lo logré.
Por acá les dejo el inicio de mi nuevo proyecto, está muy dark, lo sé, pero siempre he pensado que siempre romantizamos a los demonios desde un principio en la literatura.
