Harry Potter pertenece a JK Rowling.
Bruja Llameante
13: El Cementerio
Dumbledore utilizó un hechizo, para poder seguir el rastro mágico de Beatrice y el Traslador. Era algo así, como una visión: Como si estuviera soñando o algo parecido.
Hizo falta todo su autocontrol, para no sonreír, al saber que ahora, la pelinegra estaba en el Cementerio a merced de Peter Pettigrew y otra pareja de Mortífagos a quienes no se les veía la cara, por sus capas.
— ¡Incarcerus! —gritó uno de los Mortífagos.
— ¡Petrificus Totalus! —gritó el otro.
— ¡Protego Totalus! —Exclamó Beatrice, deteniendo ambos hechizos, cuando los Mortífagos caminaron hacia ella y arrojaron más hechizos, ella los esquivó rodando. — ¡Deprimo! —el suelo se abrió debajo de ellos, quedando los pies de una pareja de Mortífagos, atrapados en el suelo y quebrándose los tobillos. — ¡Petrificus Totalus!
— ¡Diffindo! —exclamó Pettigrew, quien ya había invocado el caldero y ya tenía el cuerpo bebé de Tom, dentro. Beatrice solo dobló un poco el cuello, para asegurarse de que el hechizo, solo se llevara algo de su sangre y no le cortara la oreja. — ¡Accio Sangre de Beatrice Potter!
—Así que recuerdas mi verdadero nombre, ¿Eh, Peter? —dijo ella calmada.
En aquel momento, Colagusano le disparó tras hechizos no-verbales y ella quedó atada contra la lápida, mientras que el Mortífago hacía algo en el fondo del caldero con la varita. De repente brotaron bajo él unas llamas crepitantes. La serpiente se alejó reptando hasta adentrarse en la oscuridad. El líquido que contenía el caldero parecía calentarse muy rápidamente. La superficie comenzó no sólo a borbotear, sino que también lanzaba chispas abrasadoras, como si estuviera ardiendo. El vapor se espesaba emborronando la silueta de Colagusano, que atendía el fuego. El lío de ropa empezó a agitarse más fuerte, y Beatrice volvió a oírla voz fría y aguda: — ¡Date prisa! —La entera superficie del agua relucía por las chispas. Parecía incrustada de brillantes.
—Ya estás listo, amo.
—Ahora... —dijo la voz fría.
Colagusano abrió el lío de ropa, que parecía una túnica, revelando lo que había dentro, y Beatrice no pudo evitar soltar un grito de horror. Era como si Colagusano hubiera levantado una piedra y dejado a la vista algo oculto, horrendo y viscoso... pero cien veces peor de lo que se pueda decir. Tenía la forma de un niño agachado, pero Harry no había visto nunca nada menos parecido a un niño: no tenía pelo, y la piel era de aspecto escamoso, de un negro rojizo oscuro, como carne viva; los brazos y las piernas eran muy delgados y débiles; y la cara... Ningún niño vivo tendría nunca una cara parecida a aquella: era plana y como de serpiente, con ojos rojos brillantes. Ya sabía Beatrice que incapaz de valerse por sí mismo: levantó los brazos delgados, se los echó al cuello a Colagusano, y éste lo levantó. Al hacerlo se le cayó la capucha, y Beatrice percibió, a la luz de la fogata, una expresión de asco en el pálido rostro de Colagusano mientras lo llevaba hasta el borde del caldero. — ¡Sangre del enemigo tomada por la fuerza, resucitará a quien odias! —Y Beatrice, no solo comenzó a liberarse de las cuerdas que la ataban… sino que comenzó a preparar su hechizo de fuego, más poderoso — ¡Hueso del padre, otorgado sin saberlo, renovarás a tu hijo! —sacó del interior de su túnica una daga plateada, brillante, larga y de hoja delgada. La voz se le quebraba en sollozos de espanto. — ¡Carne... del vasallo... voluntariamente ofrecida... revivirás a tu señor! —Extendió su mano derecha, la mano a la que le faltaba un dedo. Agarró la daga muy fuerte con la mano izquierda, y la levantó. Beatrice comprendió lo que iba a hacer tan sólo un segundo antes de que ocurriera. Cerró los ojos con todas sus fuerzas, pero no pudo taparse los oídos para evitar oír el grito que perforó la noche y que atravesó a Beatrice como si él también hubiera sido acuchillado con la daga. Oyó un golpe contra el suelo, oyó los jadeos de angustia, y luego el ruido de una salpicadura que le dio asco, como de algo que caía dentro del caldero. Beatrice no se atrevía a mirar, pero la poción se había vuelto de un rojo ardiente, y producía una luz que traspasaba los párpados de Beatrice. Colagusano sollozaba y gemía de dolor.
El caldero hervía a borbotones, salpicando en todas direcciones chispas de un brillo tan cegador que todo lo demás parecía de una negra aterciopelada. Como la última vez, nada parecía haber sucedido...
—Ahora. —pensó Beatrice, mientras manipulaba las llamas que ardían bajo el caldero, desde la distancia, las llamas anaranjadas se volvieron violeta y ascendieron rodeando el caldero —Vamos, vamos… más caliente… más caliente… —el sudor comenzaba a correrle por las sienes y la frente, apenas y notó sombras a la distancia, sentía como empezaban a taladrarle las sienes y el dolor parecía ascender, mientras perdía la sensibilidad en los dedos, sintiendo que era más grandes de lo que realmente eran y la piel babosa — ¡¿CÓMO MIERDA LE HACE NEVILLE PARA CAUSARLE UN AGUJERO AL CALDERO CADA DOS MALDITAS CLASES DE POCIONES Y YO NO HAGO LO MISMO?! —finalmente, el grito de un hombre, atravesó la noche.
A través de la niebla, vio, aterrorizado, que del interior del caldero se levantaba lentamente la oscura silueta de un hombre, alto y delgado como un esqueleto. —Vísteme —dijo por entre el vapor la voz fría y aguda, y Colagusano, sollozando y gimiendo, sin dejar de agarrarse el brazo mutilado, alcanzó con dificultad la túnica negra del suelo, se puso en pie, se acercó a su señor y se la colocó por encima con una sola mano.
El hombre delgado salió del caldero, mirando a Beatrice fijamente... entonces frunció el ceño con enfado y Beatrice miró, igualmente furiosa, se atrevió a contemplar el rostro que había nutrido sus pesadillas durante los últimos siete años. Debería de haber resurgido del caldero, más blanco que una calavera, pero ahora, su piel estaba completamente negra, carbonizada por las llamas de la ahora agotada pelinegra, con ojos de un rojo brillante, y la nariz tan aplastada como la de una serpiente, con pequeñas rajas en ella en vez de orificios. Lord Voldemort había regresado.
Y en un segundo, la pelinegra ya no estaba atada. Estaba de pie, mirando enfadada al asesino de sus padres. —Hola… Tom… —Y Tom S. Ryddle la miró furioso por usar ese nombre con ella, solo para mirarla con curiosidad.
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14: Los Mortífagos.
