Disclaimer 1: Fanfic sin ánimos de lucro. The Loud House es creación de Chris Savino, propiedad material de Nickelodeon Intl, y está bajo licencia de Viacom International Media y Jam Filled Entertainment.
Disclaimer 2: Los materiales referidos y/o parodiados son propiedad intelectual y material de sus respectivos creadores.
Disclaimer 3: basado en los sucesos del universo de Tierra de Sombras, de El Caballero de las Antorchas
Fiat tenebris
Carl
Castillo de naipes
Great Lakes City, Illinois
3 de enero de 2018
4:51 pm
Sobre las calles de Great Lakes City
Siéntate aquí ahora y contempla las tierras donde aquellos que me has entregado conocerán el mal y la desesperación… así, pues, con mis ojos verás, y mis oídos oirás, y nada te será ocultado.
-Sir John Ronald Reuel Tolkien, escritor, filólogo y catedrático británico
El paso de las estaciones se dio de nuevo, y conforme el descenso en la temperatura causaba estragos en el clima de la ciudad, a la gente le quedaban pocas ganas siquiera de considerar salir de vacaciones como antes. A pesar de que la Guardia Nacional, las autodefensas de cualquier denominación y aún gente del cada vez más importante gobierno del lugar intentaron animar el ambiente, lo cierto es que pocos ciudadanos se mostraban más receptivos que un perro al que le van a tomar la temperatura por el recto.
A meses de cumplirse un año del saqueo, al menos la familia puede agradecer que tanto el Mercado como la tienda de Hong, en la otra esquina de la cuadra, fueron catalogados ya como sitios de distribución, por encima de Hola y Compra, sitio en el papel mucho más propicio para la distribución por logística que cualquier tienda de barrio. El principal motivo de ello fue que este supermercado había sido tantas veces saqueado, y era lo bastante grande, que el único uso que pudieron encontrarle a la construcción fue como almacén de sector y barracas para las defensas civiles con mando militar.
Con ello, naturalmente, no faltaron ni los desórdenes que hasta hace relativamente poco la gente consideraba propios de México y el Tercer Mundo (si es que la gente seguía aferrada a la idea que toda Sudamérica es dicho país que no tiene mucho que ver) ni los oportunistas.
De los desórdenes, la situación se había estancado por momentos en el año. No hace mucho que los Casagrande se enteraron de la muerte de Mamá Lupe, dulce ironía, al residir en un estado donde la Embajada en Ciudad de México recomendó no viajar que por las guerras territoriales en las que se vio envuelto el gobierno con prácticamente todo mundo por la incompetencia de su presidente apenas se supo de la actual crisis. Entre otros eventos en los que se vieron involucrados, pasaron por un segundo saqueo (este sí porque Héctor se quedó dormido) que fue rápidamente sofocado por la Orden Blanca, un incidente de compsognathus con Ronnie Anne en el callejón un día que la familia pasó por días de hambruna por el retraso de un embarque y (una tragedia para Sergio) el exterminio masivo de animales callejeros. El ave vio cómo los trabajadores de Control Animal pusieron comida envenenada para las palomas e intentó advertirle a la parada de Sancho, mas no sirvió de mucho, pues en la mente de una paloma "comida es comida", y una oportunidad así no se desperdicia hasta que es demasiado tarde, cuando los estómagos de las palomas sintieron una fuerte sacudida en cosa de minutos que les provocó un daño catastrófico en su aparato digestivo y un dolor tan agudo que, pese a las protestas de animalistas -tan o más vehementes que por las ráfagas a las que fueron sometidos los gatos y perros callejeros-, hizo sufrir a sus víctimas.
En cuanto a los oportunistas, estafadores y ladrones, la situación no estaba mejor. Ya en las fiestas de Fin de Año, Arturo lamentó no poder estar con sus hijos, esperando ya para cruzar a Colombia y habiendo sido estafado por un traficante de poca monta. Entre eso y las constantes raterías de algunos de los recién llegados de distintas zonas de Indiana, Michigan y aún Wisconsin y el sur de Manitoba y Saskatchewan, en general las cosas se han mantenido en una lenta pero constante escalada que no pocos vivales aprovechan para enriquecerse a costa de lo que sea. Y el mayor de todos en la calle Rivera no era dueño de grandes autos, armas o gente a su disposición. Ni siquiera tendría edad legal para muchas cosas que, sin embargo, hace de forma bastante impune a la fecha.
-¡Y la ruleta gira y gira! -graznó Sergio, aquél vetusto guacamayo rojo que anunciaba el inicio de un sorteo en una improvisada ruleta.
-¡Vamos, nena! -dijo un sujeto malencarado de piel bronceada y con algunos tatuajes- ¡Cyrus quiere cenar langosta esta noche!
-Comerás mierda si no te callas, Cyrus -espetó un imponente rubio con un corte militar y el brazo escarificado con el diseño de una siniestra águila azteca.
-¡Lo que sea, mientras sea una buena cena! -espetó el llamado Cyrus.
Con la punta de la ruleta apuntando -convenientemente- sobre una calavera, hubo tanto aclamaciones como insultos para el ave y el operador del juego.
-¡Miserable rata! -escupió el acompañante de Cyrus, tomando al operador por el cuello.
El operador de la ruleta no era otro sino Carl. El chico, con algo de suerte, tomó cosas aquí y allá para armar todo un aparato de apuestas que, por igual, satisface tanto su mente rapaz como la sed de apuestas de muchos de sus parroquianos. Muchos de ellos ciudadanos comunes y corrientes, no faltaban inclusive delincuentes, policías despedidos y, al menos en un par de ocasiones como hoy, soldados y voluntarios de la guardia civil de la ciudad.
Había tenido sus problemas. Para mucha gente, si no se podía acreditar residencia y estado en la ciudad, la comida y otros bienes son cosa bastante difícil de conseguir fuera del mercado negro. Carl, por cierto, no se ha visto afectado por las privaciones al ser menor, pero siempre podía justificarse como un huérfano de albergue en algunos barrios o como un refugiado en cuanto estos comenzaron a llegar.
-Ya déjalo, Steve -dijo Cyrus, no menos molesto-, es un niño.
-¡Ese pequeño bastardo me costó las raciones de dos días, hermano! -maldijo Steve- ¡Hoy comeré algo, y no será la porquería que este mocoso me haga sacar de la basura!
-¡Hágale caso, señor! -suplicó Carl, aprovechando el momento para brillar- ¡Mis papás están muy enfermos y necesitan comida!
-¿Lo ves? -dijo decepcionado Cyrus, apretando los puños- El chico solo quiere sobrevivir como tú o yo.
-Ese chiquillo es un mentiroso -terció una mujer muy pálida de cabello negro, mismo que luce debajo de un hijab rosa bastante raído-. Vive en uno de los mercados de la calle Rivera.
-¡Nos robaron! -añadió Carl, haciendo la mentira más fantasiosa- ¡Mataron a mis abuelos y se llevaron a mi hermana y a mi perrito!
-¿Es verdad, señora? -cuestionó un raso de la guardia civil, un hombre negro bastante grueso.
Por una de esas casualidades, una sirena resonó por las calles. Los soldados, encargados de realizar labores de vigilancia, recibieron una alerta de incursión en la zona de la Academia César Chávez que degeneró en un enfrentamiento. Cuesta mucho creerlo, pero varios de los maestros de dicha escuela, así como algunos de sus vecinos y cabía la posibilidad, decidieron hacer de la escuela su fortaleza.
-Recibido, 10-4 -contestó el raso-. Vuelvan a sus casas.
-¡Pero ese cabrón…! -maldijo Steve.
-¡No se hable más! -dijo el conmilitón del soldado raso, un hombre mayor de cabello cano, antes de disparar al aire- ¡Empieza el toque de queda de este sector!
Entre maldiciones e insultos, la multitud que se reunió frente a Carl se dispersó. Con el chico recogiendo sus ganancias, el primer militar lo detiene.
-¿No dijiste que vivías en el albergue de la calle 23? -cuestionó.
-Buscaba un atajo -mintió el niño.
-Rosa se pondrá furiosa si no llega pronto -secundó Sergio, volando en círculos sobre ambos.
-¿Rosa?
-Con los demás chicos del orfanato -aseguró Carl.
-¡Carl! -llamó molesta Rosa, aunque esto fuera decir lo menos, acercándose intempestiva- ¿Qué rayos has estado haciendo aquí?
-¿Tienes algo que decir, niño? -cuestionó el raso.
Tragando saliva, ni Carl (a quien tiraron de la oreja) como Sergio (que emprendió el vuelo) tienen idea del problema en que se metieron.
Nadie de los tres lo sabía, pero uno de los hombres a los que Carl había estafado recién era un hombre delgado que intentó asociarse con él. Último en irse en cuanto se dio el aviso, en cuanto alcanzó a escuchar la voz de una -en su opinión- vieja gorda llamando al pequeño idiota, decidió que el toque de queda podría esperar.
A pesar de que se escucharon disparos en las cercanías, no le importó. Siguió a la anciana y al niño hasta la entrada de un edificio frente al salón de belleza de Margarita. Hace semanas que ya no sabe de la peluquera con quien solía verse para tener sus encuentros. La conoce lo suficiente como para saber que a ella le gusta tener variedad, e incluso en una ocasión lo invitó a una reunión donde ella se dio rienda suelta con varios de sus vecinos y él mismo. Al terminar, quedó tan sucia y satisfecha que no tuvo mucha necesidad de ir por comida y demás un par de meses. De ahí en fuera, solo sabía de un par de chicos del vecindario que la visitaban. Si era porque a ella terminó por encontrar gusto a prostituirse de esa forma para pagar el alquiler o si ya era una depredadora que se contenía con todo mundo, no importa. Todo lo que sea por sobrevivir en estos días es válido sin importar quien se meta en el camino.
Apenas viera a un pelotón salir de la estación del subterráneo, puso su camino hacia un barrio no lejos de allí. Lo usa como atajo para llegar al que, desde hace unos meses, es su hogar.
A la sombra de una antes opulenta mansión, cargada con estatuas de mármol y pinturas en su mayoría de un chico rubio y de buen vestir con aspecto noble, había algunas dependencias que estaban destinadas al servicio. Dado que el lugar está relativamente bien defendido -tanto con un alto muro que fue ampliado antes de que la milicia hiciera su llegada como después, con la defensa cada día más endurecida e inestable en algunos sectores-, no había más necesidad que montar una guardia. Las pintas con maldiciones a los dueños abundaban, y las fotos de la familia que estaban pegadas como carteles tenían tantos hoyos en la cabeza de los propietarios que el hijo de estos apenas y se salvó de ello.
"Irónico -sonrió para sí el sujeto, un hombre de tez morena clara, ropas percudidas y mugrientas y ojos achinados-. Toda la vida trabajé para ellos, me despiden, y ahora seguro que se retuercen en el infierno mientras aquí vivo como rey".
Buscando su habitación entre las dependencias antaño del servicio, se alegra de tener todo en su lugar. Al menos, agradece, Cyrus no ha encontrado todavía su despensa. Vivir con un par de ex convictos a las afueras de la mansión de la familia para la que se suponía trabajó antes de que lo despreciaran y decidieran elevar sus muros no era lo mejor, pero así garantizaba su seguridad. Cuánto más cercano se es al poder, la protección debería ser mayor, aunque en estos tiempos no era tampoco una buena idea, ya que los intentos de saqueo a esas casas era jugar a la ruleta rusa.
Lo encontró dando cuenta de una pierna de pavo ahumada sin cocinar frente al televisor. Dado que él era el único que sabe cocinar de forma decente -y por decente entiende que no incendie nada en el proceso-, todo apuntaba a que la impaciencia hizo mella en él.
-Dime que encontraste a esa rata -dijo Cyrus, arrancando otro bocado a la pierna.
-¿Al niño? Lo seguí hasta su casa.
-¡Hablaba de la rata de la alacena, Kyle! -maldijo Cyrus, escupiendo trozos de carne sobre su ropa- ¡A mi ese mocoso me interesa tanto como un pollo escamoso! Y solo Dios sabe cómo le das sabor a esas alimañas.
-Entonces creo que le alegrará saber a Steve saberlo.
-Más te vale que no lo molestes -espetó Cyrus-. Está atrás, pero no meteré mis manos por tu trasero si te golpea.
-Te preocupas demasiado -replicó Kyle.
Andando sobre sus pasos, salió de nuevo al maltratado jardín, recorriendo la mansión con la mirada. Entre los vidrios rotos, los pequeños carroñeros que podía encontrar y un par de cráneos que debieron ser sus antiguos patrones bajo la barda, se limita a contemplar el grotesco espectáculo que era ver a Steve machacar a golpes a un conductor de trenes de la ciudad. Por lo visto, estaba en su tercera sesión, y si mantiene vivo al infeliz saco de boxeo en condiciones para las que en Guantánamo se consideran crueldad extrema es solo para prolongar su diversión.
-Te dije que no molestaras, Cyrus -gruñó agitado Steve, aporreando al operador.
-Creo que tengo algo que te pueda interesar -dijo Kyle, ansioso por buscar revancha.
-Nada de lo que me digas me dará de comer, maldito idiota.
Al responder, la ira del ex convicto aumentó hasta moler a golpes el cráneo de su "juguete". Perdió no solo su comida del día y la de mañana ya que no le gusta cómo cocina Kyle, sino también un par de juegos de pendientes de oro blanco que encontró en la recámara y un pendiente con un zafiro de Cachemira engarzado en un collar chapado en platino. Sabía del material de los primeros, mientras que el segundo lo consideraba una baratija al no saber nada de piedras preciosas.
El ahora inerte cuerpo del operador apenas daba señales de vida para cuando recibió un golpe fulminante en la sien derecha. Perdiendo la noción de la realidad, el pobre desgraciado empezó a convulsionarse bajo la tormenta de golpes de la que fue objeto hasta que dejó de respirar y su cabeza se reventó.
-¿Tienes idea de lo mucho que me cuesta encontrar a alguien aquí? -escupió Steve- La última persona que traje no me duró ni un día porque alguien nos vendió cigarrillos de mala calidad. ¡Sabían a cartón y huesos quemados! -escupió en el acto sobre los despojos- Ese indio nerd no me duró nada.
-¿El de la biblioteca? -cuestionó Kyle.
-Nunca golpees a los cerebritos… si no tienen nada que darte.
-Oh, yo sé bien lo que quieres.
-¿Qué vas a saber?
-Sé dónde vive ese chico.
-¿Cuál niño? ¿El que estafó a Cyrus?
Una sonrisa surcó el rostro de Kyle. Viendo ese gesto, Steve se mostró interesado, y nada le atrae más a un peleador de artes marciales mixtas condenado a muerte por asesinar a tres contendientes que lo denunciaron por amaño de encuentros, con antecedentes de violencia doméstica y haber dejado en camilla a su oficial de libertad condicional, es la posibilidad de cobrar venganza. Y más cuando el motivo por el que fue condenado a la inyección letal fue la muerte a golpes de su esposa e hijo, pero para ello debían de ser pacientes.
.
Conteniendo el llanto, siente que esta ha sido la peor ronda de azotes de su vida. No ha cenado -al igual que nadie, pues Rosa se enfocó más en disciplinar a su nieto a la más añeja tradición-, y con mayor motivo siente que eso fue un duro golpe a su orgullo.
-Y esto -añadió Rosa, descargando el cinturón de Héctor sobre sus posaderas desnudas- para que no vuelvas a estafar a esas buenas personas. Mi bebé no te educa para robarle a nadie.
-Ni de otras cosas -remedó Carl, recibiendo otro golpe con el cinturón, seguido de un alarido.
-Con que para eso te escapas, chamaco hijo de… -soltó Rosa, mascullando su insulto para que no llegue a oídos decentes.
-De la que me salvé -jadea Sergio, aliviado de salir impune.
-¡Y a ti te va a tocar luego, Sergio! -espetó Rosa con tono fulminante antes de salir.
-Si no hubieras tardado, ahora estaríamos comiendo un cubano -dijo el ave, parándose en la almohada de CJ.
-La abuela no lo habría aprovechado si alguien no nos hubiera delatado -maldijo Carl, señalando a la probable responsable, dirigiéndose hacia un teléfono de vaso y estambre-, ¡¿verdad, Adelaide?!
-¡Oye! -exclamó Adelaide desde la habitación de Ronnie Anne- ¡Yo no tengo nada que ver en tus juegos!
-Está loca -dijo resentido Carl, interrumpiendo la línea-. Además, ¿de quién fue la idea?
-Lo dijo para pasar el tiempo -dijo Sergio-. Era eso o tratar de buscar a Sancho.
-Las palomas no lo pasaron mejor que la pandilla de gatos. Las usaron como cebo para atraerlos al parque -dijo Carl, recordando cómo fue que trampearon a los gatos del callejón antes de que Control Animal se encargase de vaciarles los cargadores de varias armas, usando los cadáveres de las palomas como cebo.
Acostado, Carl se resigna a girar sobre su cuerpo. El último azote con el cinturón había llegado justo cuando empezó a recuperar algo de sensibilidad en el trasero, lo que lo hizo bastante más doloroso. Habían pasado casi ocho meses desde esa primera paliza, misma que fue cortesía de su madre cuando se enteró de que embaucó a Par con un lote de fruta fresca que se obligó a repartir con todo el edificio tras los azotes.
Lo había arruinado. Haberse aprovechado no solo por dinero, sino por comida y enseres había sido un negocio bastante redondo. En su opinión, él, más que Bobby, el abuelo o sus padres, ha hecho más para que la comida en casa siga llegando, con todo y que hace meses todo se ha encarecido como nunca antes.
Se maldijo por lo que perdió tras el regaño de su abuela. Fácil, y a ojo de contador, logró obtener sin dificultad al menos unos doscientos dólares, casi cuatro libras de carne de res, otra de rajas en escabeche de diez libras y, cosa que aceptó sin saber de qué estaban hechos, un pendiente con un vidrio azul bastante bonito y una unos aretes que, siendo honesto consigo, no sabe por qué aceptó si en cuanto la anciana los rompió antes de empezar con los azotes parecían demasiado baratos incluso para ser bisutería. Hasta donde sabe por la escuela, el metal no se quebraba. Si acaso, se funde o se dobla, pero nunca, por ningún motivo, se debería romper.
Era un hecho. La única persona en la que podía confiar, y lo hace con muchas reservas, debió de verle la cara de idiota y traicionar su confianza. Le haría pagar… si no fuera porque en este momento no la está pasando nada bien.
No le interesa que su hermano mayor haya entrado una hora más tarde. CJ estaba por demás aburrido de intentar jugar a los piratas en la bañera o a los superhéroes en los corredores. Tampoco que Ronnie Anne haya vuelto hace media hora del sótano, cansada de aporrear con una pelota la pared con la que el ejército ordenó al señor Scully a clausurar el cuarto no tan secreto o que Bobby haya empezado a verse con una tal Paz en el Mercado y Carlota le haya felicitado por empezar a asimilar la actual situación. Todo cuanto le interesa es qué tan pronto pueda volver a las calles y recuperar lo que ganó con interés compuesto.
Quiere demostrar a todos que puede salir adelante sin depender del Mercado. Ayudar a sostener a la familia a su manera, pero con tantas trabas que se le han puesto la situación ha sido bastante difícil incluso para alguien con su ingenio y -aunque le dijeran de la palabra no la entendería- maquiavélico carácter. Y son esa la clase de estos para los que siente tener toda la preparación. No quedaba de otra sino demostrar su valía en las calles, y el primer paso era poder salir con mucha más soltura, sabedor que en esto Sergio, aparte de su padrino, era el más cercano amigo y confidente del que podía echar mano en las buenas y en las malas.
En las noches, los sonidos de disparos en la lejanía constituyen un extraño arrullo. No uno con el que quisiera dormir plácidamente, sino más bien un sedante demasiado engañoso en el mejor caso. En el peor, un estímulo muy desagradable de afrontar.
No cenó esta noche. A pesar de que Frida -todavía en negación de que Romeo, su antiguo mecenas, haya intentado abandonar el país para irse a una isla en el Caribe que no ha caído en disturbios- se animó en llevarle pizza (del congelador, pero al final pizza), lo cierto es que Carl dejó muy en claro que necesita que todo vuelva a ser como antes o, en su defecto, un escenario a modo.
Por los reportes que escuchó del televisor en la sala, supo -al menos lo que pudo entender- que un grupo de villanos o algo por el estilo aniquilaron hasta la última persona en Tennessee, algo de un baño de sangre ("sea lo que sea") en Toronto y, lo que hizo que Bobby y Ronnie Anne se alarmaran, una nueva batalla campal en el sureste de Michigan entre la población de unas granjas y un pastor de la televisión, abierto enemigo de cualquier vestigio de modernidad. En otras palabras, todo un caos servido y dispuesto.
No entiende qué tiene de interés. Digno nieto de su abuelo, se enorgullece de vivir en una gran ciudad y no en un pequeño poblado agrandado como el que presume el novio de su prima y futuro cuñado, poniendo solo a la Ciudad de México antes que a Great Lakes City por un sencillo arraigo a sus raíces y herencia. No le ve gracia a un pueblucho cuyo edificio más alto ni siquiera llega a la mitad de la torre más alta de su cuna, un caserío que se enorgullece de tener gente tan terca y estúpida como Lola. Incluso, con la sola excepción de Lori, no ve ninguna mujer hermosa de aquel lugar, así sea su potencial parentela.
Oyendo pasos por el pasillo, escucha primero caer y levantar a Carlota y luego una estampida en general.
-¿Qué pasa? -pregunta somnoliento CJ.
-Seguro la pandilla de gatos atacó a Bobby de nuevo -minimizó Carl, hablándole más dormido que despierto-, vuelve a dormir.
-Creo que fue Carlota -replicó CJ, gruñendo por el sueño..
-Seguro se cayó de la cama. Puede levantarse sola.
Con esa idea en mente, CJ seguía intranquilo. Para ser alguien bonachón e incluso tal vez algo idiota para muchos -más por nobleza que por otra cosa-, a este las condiciones en que la ciudad se ha visto envuelta son demasiado extrañas. Más encerrado en su cada vez más perdida inocencia, el regordete chico entiende bastante más de lo que le han querido decir. Teniendo eso, es la primera vez en toda su vida que no confía para nada en su propio hermano.
Con el amanecer, llegaron noticias. Alguien había dejado un coche-bomba a las afueras de Hola y Compra, dejando al menos tres muertos y varios heridos, incluyendo a la maestra Galiano. Esta, maestra de Ronnie Anne en el quinto grado, había sobrevivido al asalto en la Academia Chávez y se las arregló para conseguir un par de granadas de racimo, algo de C4 y pequeños rodamientos de acero como metralla.
En los días sucesivos, Carl buscó la manera de escapar del ojo avizor de Rosa. La anciana todavía sigue furiosa con él, por lo que cada intento de fuga era recompensado con azotes del cinturón de fiestas de Héctor. En un momento, consideró la posibilidad de desistir, pero lo cierto es que dio con una verdad que, aunque muchos aprenden, pocos son lo bastante despiertos para ponerla en práctica.
Una noche, a pesar de que no tenían permitido salir, se las arregló para escabullirse a la azotea. Para entonces, el lugar estaba sucio de polvo acumulado y endurecido por la nieve y alguna basura arrastrada por el viento y se recreó viendo el paisaje nocturno. Era algo bastante inusual, pero con sus salidas reducidas a nada y el toque de queda se arriesga demasiado. No sé fijó en un par de bultos que la virtual penumbra le dejaba ver, pertenecientes a cuerpos sin vida de un par de hombres que, quizá, huyeron a morir allí.
Mirando hacia donde puede, ve que el paso elevado del subterráneo ya está cegado a la altura del edificio donde vive con tablones y vigas que corren en paralelo con el sentido de la ruta, una serie de luces lejanas que partían del este en tonos escandalosos de verde y morado, como si tubos de neón fuesen encendidos con una particular demencia.
Por simple curiosidad, Carl sacó su teléfono, una pieza de última generación producto de una estafa a la directora Valenzuela ("que raro que alguien con su sueldo se permita algo nuevo", le dijo en broma antes de que Sergio lo encontrase unos días antes de Navidad) y buscó tomar una foto de las luces, pero estas, así como llegaron a verse, se fueron.
-Agh, ¡rayos! -maldijo Carl, azotando el teléfono contra la nieve- ¡Eso fue genial y me lo perdí!
-¿Qué fue eso? -escuchó decir al señor Nakamura.
-¡Ya te dije que te fueras a dormir! -gritó Héctor, molesto, saliendo del Mercado.
-¡Estoy en mi cuarto! -gritó alarmada Miranda- ¿Qué pasó?
-¡Perdón! Creí que era Roberto -suspiró Héctor en voz alta-, ¡pero Rosa les dijo que no llamaran a nadie después de las nueve!
Ignorando la discusión, Carl se apuró en entrar de vuelta y cerrar con cuidado antes de escabullirse lo mejor que pudo por los ductos de ventilación del edificio.
Debido a que estos jamás habían sido recorridos, en parte debido a que Rosa tenía el oído fino para su edad, en parte porque la red del edificio era mucho más amplia que los ductos existentes en la casa de los Loud. Carl hizo lo posible por pasar muy desapercibido, llegando a usar su chaqueta como una suerte de almohadilla para sus rodillas. Sin embargo, tal truco no le sirvió cuando, por error, pisó una rejilla que daba al departamento 4-A, misma que cedió bajo su peso.
El estruendo que siguió fue bastante fuerte. Cayó de mala manera sobre uno de los aparatos de gimnasia de la señora Kernicky, y aunque no se rompió nada, lo cierto es que el golpe de la caída le arrancó un fuerte quejido de dolor en cuanto su frente golpeó una barra, mismo que no pudo reprimir.
-¿Qué está pasando? -oyó decir a la señora Kernicky, saliendo en una bata de color salmón y el cabello despeinado.
Apenas encendió la luz, vio que Carl cayó sobre su caminadora.
Contrario a lo que Becca hizo en su momento, la anciana se portó amable pese a conocer la fama del chico. Aparte de untarle un ungüento en cuanto Carl se dejó, le preparó chocolate caliente con un waffle y le echó encima una manta.
-No sé como se te ocurrió salir con el frío que hay afuera -dijo la señora Kernicky-. No son horas para que nadie decente salga.
-Yo siempre voy preparado -replicó Carl, prepotente.
-Solo eres un niño -insistió Kernicky-. Dime. ¿Qué dirías si alguien mayor te propone hacer algo… indebido… -añadió-… aunque no tengas mucha idea de lo que quieran que hagas?
-No soy tan chico como para negarme -contestó Carl, sonando algo insolente.
-Créeme, Carl. Nadie es nunca bastante mayor para nada. Al final… -la anciana suspiró-… hay cosas que uno se guarda hasta que decide mostrarlas. Ahí es cuando empiezan los problemas.
-¿Qué problemas puede tener usted? -preguntó Carl.
-¿Escuchaste de Miriam… van Tassel? -preguntó la señora Kernicky. Carl negó al dar una mordida al waffle- Ella era como tú.
-¿Era linda y toda una niña lista?
-Demasiado arrogante para el gusto de su familia -respondió la anciana.
-Ajá, claro, ¿y de dónde la conoce, señora?
-Era la vecina de una amiga.
La señora Kernicky le contó de la tal Miriam. Carl lo ignoraba, pero lo que la señora Kernicky le contaba era una pequeña historia de algo que ella misma hizo en su infancia cincuenta años atrás, durante la década de los '70. Por sugerencia a un amigo suyo, este puso a prueba a un pobre incauto para comprar veinte hamburguesas y revenderlas a sobrecosto con una ridícula comisión de ventas. El plan habría salido bien de no ser porque, para empezar, era un día de clases, el primer y último cliente que tuvo era un oficial y el intermediario la delató sin miramientos. En su arrogancia, trató de negar la acusación, pero con restos de carne en una bolsa producto de cortar la hamburguesa por la mitad y agregar proteína de soya con salsa de carne para enmascarar el sabor cualquier argumento que presentó le valió unas horas de arresto y una ronda de palos que derivó en una estancia veraniega en una granja amish de Montana como castigo. No conformes con eso, en la escuela un psicólogo le sugirió buscar algo que hacer para distraer su mente de los impulsos por engañar a la gente.
-Muchos errores de novato -Dijo Carl, algo crítico.
-Carl, aprecio tu opinión, pero creo que no me entiendes bien -objetó Kernicky-. Yo no creo que debas hacer eso de nuevo -añadió-. Nunca sabes lo que puede pasar por todo lo que uno haga.
-Descuide, señora K. Ya lo tengo todo controlado -minimizó Carl.
-Hablo en serio -reiteró la señora Kernicky-. Un día llegarás a tener mi edad y habrá cosas de las que te habrás arrepentido.
Una vez acabado el postre y lo dejaron en casa, escuchó sonidos de golpeteos rítmicos procedentes de uno de los departamentos del tercer piso. No les dio mucha importancia, pues ya los había escuchado más o menos un año antes de que naciera Carlitos, pero algo no cuadraba mucho. Encontrar una camisa de Bobby estaba en el suelo del corredor, cosa sorprendente porque el no dejaría su ropa botada dónde cayera. Y lo más curioso era que, hasta donde sabía, podría arreglárselas para volver a casa de Lori y traerla… solo para, piensa, que el puma obtenga a su gacela.
Suspirando por el cansancio, Carl decidió que eso no era de su incumbencia. Más todavía, el waffle hizo su efecto y, en cosa de un par de minutos se sumió en sueños donde se veía con una niña pelirroja y vestido de color arena estafando y embarcando.
El resto de la noche pasó sin pena ni gloria, siendo su caída a la una de la madrugada y con un día poco menos que interesante salvo por su primo saliendo de su cuarto oliendo a algún perfume de mujer, pero en la mañana que la situación se puso algo curiosa. Sabía que, si bien el apagón analógico se dio antes de que Carl naciera, no por ello la familia no se privó de algo que entonces creían necesario y elemental para educar a los niños de Frida y Carlos.
El televisor.
-¡Me lleva la que me trajo! -maldecía Héctor, impotente, luego de reiterados golpes al vetusto aparato de la sala- ¡Anoche funcionaba bien!
-¿Y de qué te quejas? -cuestionó Rosa- De todos modos era un regalo de aniversario de Vito.
-¡Nos duró más de quince años! -protestó Héctor volviendo a aporrear el equipo- ¿Cómo nos puede pasar esto?
-Tal vez alguien causó un PEM -avanzó Carlos, bajando la mirada del teléfono.
-No, m'ijo, tu madre no tiene gases -objetó Héctor, a la vez que recibía un golpe con la chancla.
-No hablaba de problemas digestivos -corrigió Carlos-. Hablaba de un…
-Deja la palabrería rebuscada para la escuela -ordenó Rosa-. Debe de ser uno de los espíritus chocarreros que venían con el departamento. Eso, o se rompió un tubo de tanto golpe que le das, Héctor.
-Mamá… -dijo suplicante Carlos.
-Iré por mi herramienta y otras cosas. No quiero que me agarren desprevenida.
Mientras Rosa iba a la recámara principal para buscar alguno de sus remedios y la herramienta que necesitaba, Carlos se acercó al lugar que ocupaba el televisor.
-¿Vas a echarme una mano? -preguntó Héctor.
-De hecho tengo una idea… -respondió Carlos.
Hasta donde pudo, Carlos hizo una revisión a conciencia. Entre otras cosas, encontró que los tubos catódicos del aparato estaban reventados y un ligero olor a quemado.
-¿No le pegaste más duro de lo normal? -cuestionó Carlos.
-Llevo años arreglándola así.
-¿Nunca oliste a quemado?
-No.
-Bien, entonces iré a la tienda y…
-¡De ninguna manera! -exclamó Héctor- Esos nuevos aparatos son muy caros. ¡Me van a costar una fortuna!
-Me refería a que yo lo voy a pagar -aclaró Carlos, frunciendo el ceño-. Solo espero que si hayan estado protegidos -añadió para sí.
-Papá -llamó CJ-, el tostador no funciona.
-¿Qué? -preguntó Carlos.
-Iba a hacerme un sándwich y no se calienta.
-Hum, ya veo…
-¿Qué cosa, m'ijo? -preguntó Héctor.
-Tal vez hubo un ligero pulso electromagnético cerca -planteó Carlos.
-En español, por favor…
-Es lo que pasa si… combinas electricidad y magnetismo -respondió Carlos, explicando en términos lo más simples que puede-. Puede dañar aparatos que no estén protegidos, como televisores anteriores a 1995, lavadoras, refrigeradores viejos…
-¿Qué tan viejos?
-De 1999 hacia atrás, más o menos.
-¡La comida!
Sin mediar, Héctor corrió como pudo al refrigerador y vio al abrirlo que la comida estaba a temperatura ambiente. En teoría nada de qué preocuparse, si no fuera porque había comidas varias en el congelador todavía. Justo a tiempo para que Rosa entrase con herramientas, veladoras, un par de manojos de hierbas secas y un frasco cuyo contenido marrón solo anunciaba que sería un ritual de los que se traducen en soportar una pestilencia en las cortinas por semanas.
Temiendo presenciar una fuerte discusión, Carlos no lo pensó dos veces y optó por salir para evitar el potencial fuego cruzado que pudiera haber. Empero, no contó con que Carl se le pegó apenas y saliera del departamento de sus padres.
-Y bien, ¿a dónde vamos? -preguntó el niño, sonriendo sospechoso.
-Lo siento, Carl, pero es cosa de adultos -respondió Carlos.
-Si Carl no va, tú tampoco -secundó Sergio, posado en el barandal.
En el acto, Sergio hizo un vuelo corto para posarse en el hombro de Carlos con suavidad antes de empezar a graznar como loco.
-¡Ya basta, Sergio! -Exclamó Carlos apenas empezaron los graznidos del ave- Sergio, ¡ya contrólate!
-¡No hasta que nos lleves!
Cincuenta segundos bastaron para que Carlos se viera obligado a aceptar llevar a Carl y a Sergio y, como era costumbre incluso desde antes de que Carl dejara el vientre materno, a los veinte minutos de marcha inusualmente libre ya estaba en las últimas.
-No, Carl. Por trigésimo quinta vez no hay helado en toda la ciudad -negó Carlos, hastiado de las constantes provocaciones de Sergio-. Y les agradecería a los dos que se callarán aunque sea por cinco minutos.
-No es mi culpa que no tengan de fresa -dijo Carl, algo inconforme.
-Quiero decir que pararon toda producción en el país hace tiempo -aclaró Carlos, a nada de reventar a su manera-. Te lo diré de forma que entiendas bien. Si quieres helado, tendrás que hacerlo tú.
-Eso no es justo -lamentó irónico Carl, cruzando los brazos y recargándose contra el respaldo.
-Tampoco es justo que hayan venido conmigo a comprar un televisor y no me ves quejándome.
-¿Un nuevo televisor? -preguntó Carl, interesado, cambiando su expresión.
-El de la sala se descompuso y ya no hay quien repare o nos venda uno usado, así que venimos a comprar uno.
-¿Venimos? -cuestionó Sergio- Me huele a manada.
-Se suponía que vendría solo, pero no me dejaron otra opción -dijo Carlos-. Ahora, la tienda de electrónica está en la calle Marshall y la 200 a la derecha y…
-Creo que deberías ver mejor lo que pasa.
Ni bien señaló Carl, veía que la tienda a dónde Carlos buscaba comprar estaba ya en pleno saqueo. Entre los locatarios y vecinos ya se apresuraban a dos propósitos. Mantener a raya a los saqueadores y hacer ellos mismos su rapiña con las tiendas cercanas. ¿La Orden Blanca de la que Carlos escuchó hace meses? Por ahora brillaba por su ausencia, y habría puesto el acelerador a fondo de no ser por una cara conocida.
-Carlos, ¡gracias a Dios! -dijo la señora Flores, que bajo el brazo llevaba una caja con una wafflera y, de la mano, cargaba con esfuerzo un televisor de cincuenta pulgadas- Ayúdame con esto, por favor.
-¿Qué le pasó a la tienda? -preguntó Carlos.
-¿Estás viendo y no ves, papá? ¡Los están robando! -respondió Carl, a la par que la señora Flores subía su carga como podía.
-¡Cuidado con mis plumas! -protestó Sergio, empujando para afuera el televisor.
-Le dispararon a la cabeza al dueño -respondió la señora Flores, con prisas y sin verse afectada cuando Sergio se vio fuera del auto-. Alguien que buscaba a un Casas. Luego, la gente vino y empezó a vaciar la tienda, ¡mira lo que saqué!
-¿Crees que podamos…? -preguntó Carl, interesado.
-¡No, Carl! -recriminó Carlos, molesto- ¿No te dijeron que robar y estafar está mal?
-Nadie dijo eso nunca.
-¡Te lo hemos estado repitiendo una y otra vez! -acusó Carlos, airado.
-¡Ya vienen! -gritó la señora Flores, alarmada.
-¿Quién?
Ni bien terminó de hablar la mujer se escucharon disparos. Primero aislados tiros de escopetas y luego rondas de rifles de asalto se desataron sobre la calle. Por mero reflejo la señora Flores se agachó como pudo, mientras que padre e hijo lo secundaron. Alaridos, gritos de dolor y maldiciones ya flotaban en el aire, y por mero instinto de autoconservación Carlos hizo lo posible por acelerar a fondo.
-¡Hay más! ¡disparen! -oyeron gritar a una mujer.
Los siguientes quinientos metros fueron algo que Carlos jamás podría querer en su vida. Escuchó ráfagas de disparos cuyas balas casi lo rozaron o dieron de lleno en el auto. Olvidando a Sergio, el grupo perdió de vista a los tiradores, todos con uniforme blanco al girar sobre una calle que no conocían y el conductor frenó en seco una vez que dio otro giro a una calle con vista a un residencial de lujo.
-¿Todos están… bien? -preguntó Carlos, jadeando.
-Creo que me rompí algo -respondió la señora Flores, adolorida, mientras Carl sacaba una sombrilla de debajo de su cuerpo-. Ay, eso era…
-Solo me pegué con el techo -respondió Carl-. ¿El abuelo no te enseñó a manejar? ¿Y dónde está Sergio?
-¡Sergio! -llamó Carlos, alarmado.
-Creo que lo vi salir -respondió la señora Flores.
-¡Usted lo sacó! -profirió Carl, molesto.
-¡Yo no tuve la culpa!
-Metió sus cosas y lo sacó, eso pasó.
-No me vas a levantar falsos.
-¿Quieren callarse? -graznó Sergio- Necesito atar esto…
-¿Qué…? -dijeron Carl y la señora Flores, sorprendidos.
-¿Sergio? -dijo Carlos, más bien incómodo.
-¿Qué? Ustedes estaban peleando y me traje un recuerdito -reprochó Sergio.
El ave había vuelto al auto. Jadeando, Sergio buscaba cuerdas para atar un televisor de cuarenta pulgadas que casi lo hacen desfallecer por agotamiento.
-¡No estábamos peleando, Sergio! -aclaró acalorado Carlos- ¿Y por qué estás agitado? Parece como si hubieras corrido una maratón.
-Encontré a unos pocos amigos que se salvaron de la comida envenenada -aclaró Sergio con aparente indolencia antes de cambiar el tono-. Ahora están mejor… bueno, ¿qué se le va a hacer? Ya mueve esta cafetera -añadió, volviendo a su habitual humor.
Luego de volver, ayudar a la señora Flores a subir su botín y ver que el televisor que robó Sergio (cosa que al ave le costó una chancla más que merecida en la rabadilla) estaba en excelentes condiciones, el resto del día pasó ya sin sobresaltos. Pero de ahí en adelante las cosas aparentemente mejoraron un poco para Carl. O al menos eso aparentaba.
Sucedió un día que Ronnie Anne hizo un último intento por salir a la azotea. De mala gana, su padre le pidió hacerse cargo de Carlitos, cosa que delegó en Carlota si no quería que la abuela se enterase de que intentaba escaparse usando a la señora Kernicky como tapadera para todos. Mientras que Rosa estaba ocupada en el departamento de los Nakamura arreglando la calefacción, Carl pudo encontrar a Héctor enfrascado en atacarse el refrigerador creyendo que su crimen no tendría testigos, dando puerta abierta para mandar al cuerno sus estudios y salir por algo más de aventura.
-¡No te olvides de mi! -graznó Sergio, aterrizando en el hombro izquierdo del chico.
-¿Y por qué tengo que llevarte? -preguntó Carl- Hace tiempo que Sancho murió y casi no hay palomas con las que puedas pasar el rato.
-A mi tampoco me gusta estar tan encerrado -contestó Sergio, visiblemente afectado por su encierro- y tú mismo lo dijiste. Casi no me quedan amigos si no son tú o Lalo.
En cuanto el perro escuchó su nombre, la antaño lustrosa mole canina giró su cabezota. Era una pena ver que, del perrazo que habían adoptado cuando Carlota era una niña y tenía ya un tamaño respetable ahora, lo que hay, y no se puede esconder, es una sombra algo macilenta de lo que fue hace un par de años. No estaba en los huesos pero, aunque la familia se esforzaba en tenerlo bien, lo cierto es que su encierro, las cada vez menores porciones que le sirven y en general una pobre condición de vida le quitaron una buena parte del vigor y la fuerza que siempre lo caracterizaron.
-¡Ronalda! -llamó Héctor- ¡Si ves a alguien dile que saque a Lalo a pasear al corredor!
Evitando a todo mundo para no sacarlo a pasear al corredor, Carl y Sergio escucharon un fuerte ruido por el rellano de la escalera. Apenas se asomaron y vieron que Ronnie Anne junto con Sid y su padre estaban forzando los goznes de la puerta. Ello le daría una posición privilegiada si la delata, pero por otro lado lo tendrá en aprietos porque sabrá que él y Sergio también salieron.
El estrépito de la puerta al caer fue todo lo que necesitaba para cubrir su huida. Tan rápido como pudieron ave y niño se escabulleron, pasando frente a Georgia que andaba distraída con una bolsa bastante cargada. Esta ni se inmutó de quien podría ser, por lo que la salida fue exitosa con creces hasta el callejón.
Alarmado, Carl trató de ver dónde se escondía mientras escuchaba a Rosa soltar maldiciones al subir.
-Esa niña… ¿cuándo va a aprender que no debe subir a…? -escuchó mascullar a Rosa mientras esta iba a la azotea.
-¿Crees que es buena idea? -cuestionó Sergio.
-Mejor volvamos -sugirió Carl, riendo-. Esto se va a poner bueno.
Tal cual, la apuesta de Carl salió sin contratiempos. Mejor para él, los Chang ya no serían bienvenidos en su casa, lo cual obligaba a Rosa a tener más vigilada a Ronnie Anne que a cualquier otro familiar. Ello, sin embargo, le dejó con mucha mayor libertad para escapar a sus anchas y retomando sus raterías y estafas al por mayor. Y entre algunas provisiones adicionales y joyería sobre la que un ladrón estuvo a nada de recriminarle y provocó un inusual interés y la llegada de una cantidad masiva de refugiados de Royal Woods y áreas vecinas, las palabras de la señora Kernicky de aquella noche cayeron en el olvido.
Así, llegó el último día de febrero. No habían dado las tres cuando decidió pararlo por el día. Con un antojo de algo especial, decidió buscar en la zona de los muelles, justo en la entrada del mercado de pescados. ¿El botín que buscaba? Había escuchado últimamente de unos sándwiches cubanos que volvía loca a la gente, y eso bien podría valer la pena.
No llegó a buena hora. La multitud se había agrandado cuando se presentó en una calle cercana a la biblioteca solo, y la situación se puso muy tensa en el ambiente, pues en fechas recientes las carnes procedentes del ganado ya eran un bien escaso. Por ello, los camiones que rodeaban la plaza tenían una multitud que distaba de estar conforme con lo ofrecido.
-¿A esto le llamas cubano, negro? -protestó un cliente molesto- ¡Le falta carne y la pedí doble!
-Al mío le faltó mostaza -secundó alguien que a Carl le resultó vagamente conocido.
-¡Es que no puedo hacer nada! -protestó Alberto, el dueño del camión de cubanos- ¡Me han estado racionando muchas cosas y tengo que vivir de algo!
Razón no le faltaba. Los restaurantes y puestos semifijos y ambulantes, a diferencia de las tiendas de barrio y los negocios familiares que fueron elegidos como centros de distribución por las autoridades, fueron sometidos a una administración severa de sus recursos. Por lo tanto, de los menús desaparecieron las porciones grandes y los ingredientes extra, y los productos debían ser medidos y pesados para evitar cualquier fraude. Dichas medidas, empero, se convirtieron en una bomba de tiempo a la que no le faltaba mucho por estallar.
-¡No mientan! -incitó una mujer pelirroja de tinte.
-De verdad, no podemos hacer más -replicó un chico que Carl reconoce como Casey, un amigo de Ronnie Anne que apenas y le cae bien, mismo que trepó a la cima del camión de comida-, el ejército nos raciona en todo. ¡Lo juro!
-¡Mentiroso!
Los siguientes minutos se volvieron tensos, pues luego de aquél grito proferido desde la turba una piedra golpeó al chico, echándole por tierra. La natural preocupación de su padre fue tomada por no pocos como una agresión que debía ser suprimida antes de que escalara a mayores. Ni bien Alberto alcanzó a salir del vehículo, una lluvia de objetos cayó sobre él, aturdiéndole y haciéndole caer a un metro de Casey.
Nada de esto habría pasado a mayores, de no ser por una bomba molotov arrojada sobre el vehículo que cayó en la frente del dueño. Éste, sorprendido por el fuego, empezó a rodar por el suelo y a aullar por el dolor.
-¡Se está quemando! ¡Alguien haga algo! -gritó una mujer.
-¡Se lo merece ese mono hambreador! -gritó el segundo inconforme, lanzando una piedra que fue a dar contra el tanque de butano del camión antes de remedar gestos y sonidos de un mono.
Aturdido, Casey no esperaba a ver que la multitud atacara algo. Buscó refugio en cuanto vio empezó a cobrar conciencia de la magnitud de los hechos y, sin esperarlo nadie, en un segundo las puertas de su infierno se abrieron de par en par. En su dolor y desespero, Alberto alcanzó a agarrarse sin ver de las mangueras de alimentación de un camión vecino y el propano de la manguera que arrancó en su sufrimiento ardió sin control hasta que la explosión fue un hecho.
El estruendo fue potente. Mientras los cuerpos militares dispersaban a la multitud, la enorme llamarada consumía tanto el camión afectado como a sus infortunados dueños, envueltos algunos también en llamas o enviados al suelo por la onda de choque. Alberto ya yacía en el suelo, inerte, mientras que Casey está inconsciente, golpeado por los escombros y en una postura dantesca. Carl no lo sabía, pero al desgraciado dueño del camión le llegó la hora de su muerte tanto por las quemaduras sobre su cuerpo como por la inesperada metralla en que se convirtió buena parte de los trozos que salieron volando por los aires.
Con ganas de vomitar por el aire, cargado con el dulzón aroma de la carne chamuscada y los gritos y súplicas de dolor y agonía de varios heridos dejados atrás por la chusma, Carl vio la tardía intervención de la Orden Blanca primero y de la Guardia Nacional unos momentos más tarde que se dedicó a dispersar a la multitud y abandonó la zona, cuando ya casi no quedaba nadie civil. Una decisión que, para mal, alguien que no había visto en mucho tiempo agradeció. Alguien que hace mucho buscaba cualquier rastro suyo que le dio caza al menos hasta que alguien se cruzó en el camino de su presa.
Apresurado, Carl hizo lo posible porque Sergio lo tuviera sobre aviso de cualquier encuentro desagradable. Pequeños dinosaurios, animales rastreros, familia incluso. Con lo que no contó fue que se encontró a María, agotada por estar prácticamente sin descanso.
-¿Qué haces afuera? -cuestionó María sin darle oportunidad de explicarse- ¿Otra vez saliste sin avisar?
-Solo… acompañé a… los Flores al Mercado, no es la gran cosa. ¡Si! Eso -mintió Carl, aunque en su estado actual no podía articular bien su farsa.
-Y por eso tienes una bolsa con comida -dedujo María, agobiada.
-Cosas que uno encuentra aquí y allá -minimizó Carl.
-Estoy cansada para seguir hablando. Si puedes, ayúdame con mi bolsa -pidió María.
-Claro, me encantaría, pero… también estoy cansado de cargar esta bolsa -remató Carl-. Iba a pedirle a Sergio que me ayudara a subirla.
-¡Subirla! ¡Ni que fuera tu esclavo! -exclamó indignado el ave.
-Sergio… -reconvino María sin ganas de discutir.
En el acto, Sergio salió volando, ignorando que en el cielo ya puede ser un bocadillo apetecible para cualquier predador de los que ahora dominan los cielos.
Mientras entraban, Carl hizo como que se le olvidaba algo en el Mercado y se retiró un momento de la vista de su perseguidor. Este, considerando que ya tenía suficiente información, decidió ir a desquitar su comida de la semana, esperando que en algún momento la venganza de su compañero por la estafa de hace semanas por fin rinda sus frutos.
A la mañana siguiente, la noticia del ataque al camión de sándwiches cubanos del padre de Casey golpeó de lleno a Ronnie Anne. Esta se la pasó bastante decaída, y lo único que pudo hacer fue encerrarse en su habitación, pues al mismo tiempo el señor Scully escuchó lo ocurrido el día anterior y tapió los accesos a la azotea que pudo encontrar. De tal modo que Carl, pendiente de su actual situación, decidió que su prima necesita algo de apoyo al estilo Carl. Lo que se traduce a ponerse coqueto, arreglarse y actuar como si fuera la mejor versión de sí mismo.
-Oye, prima, necesito que me digas algo -dijo Carl, pretendiendo sonar como un cholo y vistiendo como tal, a la usanza de un pandillero de San Diego-. ¿Se me ve bien?
Al ver Ronnie Anne cómo iba vestido, con pantalón algo acampanado, camiseta de algodón blanca bajo una camisa azul rey y adornado con una banda sobre el cabello y unos lentes oscuros, no puede sino darle la espalda. Creyendo que Casey estaba muerto y con su amistad con Sid rota por su propia necedad y la de hasta hace horas su mejor amiga por salir a la azotea, no podía estar peor. Su cara se veía algo desmejorada, pero su ánimo parecía haber sido golpeado con todo lo peor.
-Con lo que me importa -negó Ronnie Anne, visiblemente afectada.
-No puedo verme tan mal, ¿verdad? -insistió Carl.
-Tú no tienes amigos -dijo cortante Ronnie Anne.
-Tal vez solo Alexis Flores, ¿pero qué si no los tengo?
-¿Y por qué no hiciste nada por Casey? -preguntó Ronnie Anne, cubriendo su cabeza- Sameer dijo que te vio ayer en la plaza donde murieron él y su papá.
-¿Yo, afuera? Eso es una mentira y lo sabes. ¿Cómo voy a salir si me tienen vigilado como a ti?
-Mentiroso… -remató Ronnie Anne, encogiéndose para no darle la cara a nadie.
El humor de Ronnie Anne apenas mejoró cuando se enteró, por Nikki, que Casey se quedaría con Sameer y sus padres un tiempo en lo que la madre del chico se recuperaba de un intento de suicidio por la desesperación que le produjo la noticia de la supuesta muerte del chico.
Carl todavía no lo entiende, pero para bien o mal las decisiones que uno toma terminan siendo lo que al final se refleja de alguien, incluso si merecen o no ser redimidos. No obstante, pronto la vida le daría buenos motivos para cuestionar si todo lo que hace es para bien.
Empero, eso no le importa mucho. Todo cuanto viera nada más salir de su cuarto fue a Bobby levantarse de mala gana para bajar al Mercado. Y todo cuanto supo fue que entre la ropa limpia encontró una falda una vez que Carlota pasó a repartir las respectivas cargas.
-Esto no es mío -dijo Carl, alzando una falda entablillado de color rojo con pequeños lunares blancos.
-¿De verdad? -cuestionó Carlota.
-A mi jamás me verás usando falda -negó categórico Carl.
-Solo bromeaba, pero ya en serio. ¿Sabes de quién es?
-No.
-La usaría yo si fuera más delgada -respondió Carlota-. Tal vez sea la que la vecina del piso de abajo le quiso aventar a Bobby.
Carl no tuvo dudas. Estaba (o creía estar) al corriente con la pelea del día anterior, pues con la discusión entre Rosa y los Chang (cortesía de un fuerte malentendido del que le llegó obviamente una versión distorsionada) los problemas entre ambas familias se terminaron agudizando. Según Carlota, Frida acusó a Stanley de espiarla mientras se bañaba, aunque por la hora en que supuestamente se metió a la tina (cerca del medio día) era imposible. Con ello, lamentó, su oportunidad de viajar en la cabina de un convoy del subterráneo se esfumó por completo.
Deseando olvidar todo lo ocurrido la jornada anterior, Carl abrió su caja fuerte y sacó un frasco con cerezas en almíbar. No eran ni de lejos como las cerezas frescas, y menos aún porque jamás vio una, pero apenas lo abrió el empalagoso olor lo hizo sumirse en un hondo regocijo del que, espera, será el momento de ver días mejores en su vida.
~o~
27 de septiembre de 2024
Aniversario 204 del consumación de la independencia de México
3 días para el cambio de poderes en México
Aposté por un mal caballo y resultó ser el ganador.
De entrada, me sorprende que haya escrito algo así en estos días. Si, lo tenía casi listo, pero las correcciones eran algo con lo que so sí todos debemos lidiar por aquí. Y aquí es donde está presente la precipitación de los hechos que llevaron a la ruina al edificio de los Casagrande.
La cita con la que abrimos esta cita (duh!) procede nada menos que del Silmarillion, los relatos de los días que precedieron a los eventos de El Señor de los Anillos y El Hobbit, y de una de las acciones más viles de las que el gran antagonista, Melkor/Morgoth, fue capaz de hacer. Los que ya lo hayan leído sabra qué me refiero. Los que no... ¿qué se imaginan que hiciera después de dar a Elfos, Hombres y Enanos una trágica derrota con alguien que sacrificó su propia libertad para que un rey y amigo con su ejército en fuga pudieran escapar?
Respondiendo...
Alphared45667, como por tercera vez en general quedó explicado. El colega y amigo estableció que no quiere confirmar o negar nada sin arruinar la experiencia para el lector. Ahora, sobre lo complementos de Vínculos, sn relato conectados cuya idea es servir como material adicional para dar un mejor contexto a lo ocurrido. Espero retomar eso una vez termine con este proyecto.
Carl ya sembró las semillas de grandes males. Sin embargo, no todo puede ser tan malo a menos que, por aquí, uno tenga problemas de fidelidad o de control.
Ya sin más por ahora... la ruleta gira y gira...
Sigan sintonizados
Sam the Stormbringer
y
El Caballero de las Antorchas.
