Harry Potter pertenece a JK Rowling.

Bruja Llameante

32: La Bóveda de Lestrange.

Albus Dumbledore suspiró, por varias razones.

Sabía que siempre tuvo la razón, respecto a los Horrocruxes de Voldemort: Él sabía que los había creado y que así fue como sobrevivió a su muerte en el 81.

Sabía que siempre tuvo razón, respecto a que Beatrice Potter, era la destinada a matar a Tom Ryddle para siempre...

Pero fracasó.

Él mismo admitía ese fracaso: Por tres años y medio, él tuvo la confianza absoluta de Harry Potter. Pero esa confianza se fue al demonio, cuando Beatrice Potter renació, durante el Torneo de los Tres Magos, la magia antigua del Cáliz de Fuego, destruyó el Horrocrux, le otorgó conocimientos y muy rápidamente, ella se volvió demasiado independiente, demasiado unida a Hermione Granger y demasiado poderosa en muy poco tiempo.

Sirius logró capturar a Pettigrew y salió libre. Tomó la custodia de Beatrice Potter, quien aprendió DEMASIADAS COSAS, EN MUY POCO TIEMPO. Se volvió en su contra, lo golpeó repetidamente y ahora, todo estaba perdido.

Sus planes se fueron por el drenaje, cuando Beatrice demostró conocer la profecía y comenzó a destruir todos los Horrocruxes, uno tras otro, tras otro. Enfrentó a Ryddle en el Ministerio y masacró a muchísimos de los magos a quienes Tom convenció de que su patética Utopía Sangre Pura era algo posible.

Entonces, él mismo lo hizo: Sabía en donde estaba el último Horrocrux y fue él mismo, junto a Amelia Bones hasta Gringotts, hablando con uno de los duendes y permitiéndoles reunirse con Bogrod, quien los guio por detrás del mostrador y por un largo pasillo de puertas a derecha e izquierda.

Cuando llegaron a unos rieles, Bogrod emitió un silbido e hizo aparecer de la oscuridad un carro que avanzó lentamente por las vías. Mientras montaban en él (Bogrod delante y los otros tres apretujados en la parte de atrás), el anciano habría jurado que se oían gritos en el vestíbulo principal.

El vehículo dio una sacudida, se puso en movimiento y fue ganando velocidad. Pasaron a toda pastilla cerca de una pareja de Duendes, que se estaban metiendo en una grieta de la pared, y el carro empezó a describir giros y voltearse por el laberinto de pasillos, todos descendentes, dando bruscos virajes para esquivar estalactitas y adentrándose cada vez más en aquel laberinto subterráneo. La corriente de aire le alborotaba el pelo a Madame Bones que, aunque sólo oía el traqueteo en los rieles, no cesaba de mirar hacia atrás, muy inquieto.

Dumbledore nunca había llegado a unos niveles tan profundos de Gringotts; tanto era así que, al tomar abruptamente una curva muy cerrada, vio ante ellos una cascada que caía sobre las vías, imposible de esquivar. Acto seguido, el carro dio un violento corcovo, volcó y todos salieron despedidos. El anciano oyó cómo el vehículo se hacía añicos contra la pared y el chillido de Madame Bones, mientras él planeaba como si fuera ingrávido hasta posarse suavemente en el suelo rocoso del pasillo. —En-encantamiento de Blandura —farfulló Madame Bones mientras Cornelius la ayudaba a levantarse.

—¡La Perdición del Ladrón! —exclamaron Griphook y Dumbledore, poniéndose en pie y contemplando la cascada que caía sobre las vías, y en ese momento Harry comprendió que era algo más que agua—. ¡Elimina todo sortilegio, todo ocultamiento mágico! ¡Saben que hay impostores en Gringotts y han puesto defensas contra nosotros! —El grupo retomó el camino, doblaron a la derecha, luego a la izquierda, siguieron de frente por varios minutos. Minutos que se volvieron horas, doblaron una esquina y, de sopetón, se hallaron ante algo que Albus ya se esperaba, pero aun así los obligó a detenerse en seco. En medio del pasillo había un gigantesco dragón que impedía el acceso a las cuatro o cinco cámaras de los niveles más profundos de la banca mágica.

El duende los ayudó a esquivar al dragón y tocando con la palma de la mano la puerta de la Cámara Lestrange y la puerta se desvaneció, como si jamás hubiera existido, revelando de inmediato una abertura cavernosa, llena hasta el techo de monedas y copas de oro, armaduras de plata, pieles de extrañas criaturas (algunas provistas de largas púas; otras, de alas mustias), pociones en frascos con joyas incrustadas, y una calavera que todavía llevaba puesta una corona. — ¡Rápido, buscad! —urgió Dumbledore, y todos entraron en la cámara. Les había descrito la copa de Hufflepuff a sus dos acompañantes, pero cabía la posibilidad de que el Horrocrux guardado en esa cámara fuese el otro, el desconocido, y ése no sabía cómo era.

Apenas había tenido tiempo de echar un vistazo alrededor cuando oyeron un sordo golpetazo a sus espaldas: había vuelto a aparecer la puerta y los había encerrado completamente a oscuras. — ¡No importa, Bogrod nos sacará de aquí! —dijo Griphook cuando Fudge dio un grito de congoja —Podéis encender vuestras varitas, ¿no? ¡Pero daos prisa, nos queda muy poco tiempo!

¡Lumos! —Dumbledore movió su varita hacia uno y otro lado para iluminar la cámara; vio montones de centelleantes joyas, así como la espada falsa de Gryffindor en un estante alto, entre un revoltijo de cadenas. Cornelius y Amelia también encendieron sus varitas y examinaban los montones de objetos que los rodeaban.

—Albus, ¿esto podría ser...? ¡Aaaaah! —Amelia gritó de dolor. Albus la iluminó con su varita y vio que soltaba un cáliz con joyas incrustadas. Pero, al caer, el objeto se desintegró y se convirtió en una lluvia de cálices, de modo que un segundo más tarde, con gran estruendo, el suelo quedó cubierto de copas idénticas que rodaron en todas direcciones y entre las que era imposible distinguir la original. — ¡Me ha quemado! —gimoteó Amelia usando un hechizo de curación sobre los dedos chamuscados.

— ¡Han hecho la maldición gemino y la maldición flagrante! —explicó Griphook — ¡Todo lo que tocas quema y se multiplica, pero las copias no tienen ningún valor! ¡Y si sigues tocando los tesoros, al final mueres aplastado bajo el peso de tantos objetos de oro reproducidos!

— ¡Está bien, no toquéis nada! —ordenó Dumbledore a la desesperada. Pero en ese momento Fudge empujó con el pie, sin querer, uno de los cálices que habían rodado por el suelo, y aparecieron cerca de veinte más; Fudge dio un salto, porque medio zapato se le quemó en contacto con el ardiente metal. — ¡Quedaos quietos, no os mováis! —gritó Amelia agarrándose a Fudge.

— ¡Limítense a mirar! —pidió Dumbledore —Recordad que es una copa pequeña, de oro. Tiene grabado un tejón, dos asas... —Dirigieron las varitas hacia todos los recovecos, girando con cuidado sobre sí mismos. Era imposible no rozar nada. Dumbledore provocó una cascada de galeones falsos que se amontonaron junto con los cálices. Apenas les quedaba espacio; el oro despedía mucho calor y la cámara parecía un horno.

— ¡Ya la tengo! ¡Está ahí arriba! —dijo Cornelius, Dumbledore y Amelia apuntaron también con sus varitas en esa dirección, y la pequeña copa de oro destelló bajo los tres haces de luz: era la copa que había pertenecido a Helga Hufflepuff. y luego pasado a ser propiedad de Hepzibah Smith, a quien se la había robado Tom Ryddle. — ¿Y cómo demonios vamos a subir hasta ahí sin tocar nada? —preguntó Cornelius.

¡Accio copa! —gritó Amelia, que en su desesperación había olvidado las explicaciones de Griphook durante las sesiones preparatorias.

— ¡Eso no sirve de nada! —gruñó el duende.

Dumbledore frunció el ceño, transformó su varita en un látigo, que Amelia hizo alargarse aún más, antes de usarlo, agarrando la copa y trayéndola al suelo, creándose hasta seis copias. Pero Dumbledore no se enfadó, como Amelia y girando su muñeca, de su manga bajó una espada. La empuñadura está engastada con rubíes del tamaño de un huevo, la piedra preciosa que se usa para simbolizar la Casa de Gryffindor en Hogwarts. El nombre completo de Godric Gryffindor también está grabado justo debajo de la empuñadura. Estaba hecha de plata pura.

Griphook jadeó, al reconocer el arma blanca en manos del anciano director. —La Espada de Ragnuk I.

Dumbledore lanzó un corte vertical descendente, cortando la espada en dos y viéndose un fragmento de alma de Voldemort, bastante definido, desvanecerse en el aire. Ya. Estaba hecho. Voldemort había perdido sus siete Horrocruxes. Estaba muerto y era todo gracias al amplio esfuerzo y manipulaciones de Albus Dumbledore. El anciano director miró al duende con una sonrisa, la típica sonrisa y mirada amable, que usaba en sus alumnos, mientras hacía una seña, para que todos salieran de allí, antes de que llegaran los Duendes de Seguridad. —La Espada de Godric Gryffindor, querrás decir, Griphook. Una espada pagada y forjada por y para Godric Gryffindor.

— ¡Otra vez la arrogancia de los magos! —rugió Griphook enfadado, mientras silbaba y esperaba a que llegara otro carro. Y mientras tanto, les daría otra lección de historia omitida. — ¡Esa espada era de Ragnuk I, y Godric Gryffindor se la quitó! ¡Es un tesoro perdido, una obra maestra de la artesanía de los duendes, y nos pertenece! —A pesar de su enfado, Griphook aun, los ayudó a escapar del banco, en aquel carro, llevándolos hasta un piso todavía inferior, todavía en las bóvedas, pero no muy lejos del pasillo de oficinas, por el cual entraron. Les señaló unas enredaderas y al pasar la varita, vieron un largo pasillo oscuro. —Te dejaré ir el día de hoy, Albus Dumbledore. Solo por la paz.

La actual Ministra de Magia, su antecesor y el director de Hogwarts, se despidieron amablemente de Griphook a quien Dumbledore entregó la espada, dejándolo atónito y abandonándolo en las profundidades de las bóvedas de su banco, mientras que ellos tres se daban a la fuga.