PRÓLOGO

En la Aldea Oculta Entre las Hojas vivía un niño al que nadie conocía realmente: algunos habían hablado con él en alguna ocasión, pero nada más allá de eso. Era como si aquel chico hiciera todo lo posible por mantener las distancias con todo el mundo; aunque, a decir verdad, es posible que sucediera al revés.

La gente hablaba mucho de él, sobre todo al principio, hace más o menos trece años. Por aquel entonces, el niño no era más que un recién nacido, y la aldea, si bien no era tan distinta a como es ahora, estaba en medio de una grave crisis: el sello que encerraba al Kyubi dentro de una mujer se había roto. Y la legendaria bestia, un gigantesco zorro de nueve colas, atacó la ciudad con su terrible poder, mayor que cualquier otro en el mundo. Su paso por la Hoja fue equiparable al peor de los desastres naturales. Sólo el sacrificio del Cuarto Hokage, el héroe de la aldea, bastó para detener la furia del Kyubi, sellándolo con sus últimas fuerzas en otro recipiente: el niño del que hablamos.

Así comenzó su historia y, también, así es como la gente de la aldea empezó a hablar de él. Le conocieron como monstruo antes que como a un niño, y sin importar que por lo demás fuera un chico normal —que comía, bebía y respiraba como todos ellos— jamás pudieron aceptarlo entre los suyos. Para ellos no era más que un huérfano en el cual habitaba la mayor maldición que conocían, ¡por supuesto que no iban a dejar que se les acercara, y mucho menos a sus hijos! "Si te encuentras al chico-zorro", decían algunos, "aléjate de él, porque es peligroso y podría hacerte daño." Así que los años pasaban sin que nadie llegara a saber mucho de aquel chico, más allá de su nombre, y que vivía solo en alguna parte de la aldea, en un apartamento cuyo alquiler seguía llegando al final de cada mes.


El nombre de este niño era Naruto y su apellido, Uzumaki. Si hubiera nacido algunas décadas antes, este hecho habría significado algo, pues los Uzumaki solían ser uno de los clanes ninjas más influyentes y renombrados de todo el País del Fuego. Pero hacía ya tiempo que cayeron todos en la ruina, algunos muertos en batalla y la mayoría, absorbidos por algún otro clan de una aldea o la otra.

El hecho de que Naruto perteneciera al clan de las espirales no fue más que una anécdota que no importaba a nadie, realmente. ¿Quién iba a parar a fijarse en un Uzumaki cuando la aldea estaba llena de Aburames, Naras, Sarutobis, o ya no digamos Hyugas o Uchihas? Ellos conformaban la verdadera sangre azul de la Hoja y, desde luego, no vivían en apartamentos donde los vecinos cantaban a gritos a las tres de la madrugada y donde el agua caliente, si duraba más de cinco minutos, te hacía sentir afortunado. En absoluto. El hijo de un buen clan tenía sábanas limpias todos los días y un jardín para pasear; peces koi en el estanque, sirvientes para preparar el té, un profesor particular. ¡Los Uchiha tenían, incluso, un barrio para ellos solos! Uno rodeado de vallas, en el que, para entrar, había que hablar con los guardias en su puerta...

No, la infancia de Naruto no gozó de ninguno de esos lujos. Él se crió en un mundo distinto, el de los civiles o el de los clanes sin nombre, ese mundo en el que haces cola para comprar el pollo más barato del barrio, en el que apagas la luz para que no gaste; ese mundo en el que para dormir tranquilo tienes que poner más de un cerrojo en la puerta. Para cuando Naruto cumplió los diez años, ya era un experto ahorrador. Hablo de aprovechar el agua de limpiar el arroz para fregar los platos, de gastar un par de sandalias hasta que no dan más de si; hablo de cenar fideos instantáneos más veces de las que no. Al final de cada mes, cuando un mensajero del Tercer Hokage — que había vuelto al cargo tras la muerte de su sucesor— le traía un sobre con el dinero justo para el siguiente, Naruto apartaba buena parte del dinero y la metía en su hucha con forma de rana.

Sin embargo, si alguien le hubiera preguntado para qué lo hacía, el muchacho no habría sabido responderle. Es posible que hubiera dicho algo como: "es para el futuro", o quizá, "lo guardo por si las moscas", pero ambas respuestas se las habría inventado en el acto. Más que a algún tipo de madurez, su hábito de ahorrar se debía a algo parecido al instinto de supervivencia. Era su respuesta natural ante un mundo que sólo le había mostrado su peor cara. ¿Qué pasaría, le decía una parte de él, si algún día decidía enseñarle una incluso peor...?

Con el paso de los años, su vida mantuvo el mismo rumbo. El mismo apartamento, los mismos vecinos, las mismas miradas extrañas en la calle. Los mismos susurros a los que ya estaba acostumbrado: "ahí va el chico-zorro", decían, "venga, vámonos de aquí." Otras personas le mostraban algo más de compasión, aunque a menudo ésta resultaba más hiriente que el propio desprecio.

— Míralo, pobrecillo... — Esto sucedió un día de verano, en la frutería del barrio. Naruto, que navegaba por la tienda con una cesta de naranjas, de pronto notó a dos señoras mirándolo—. Siempre está solo, y, ¿qué edad tendrá? Me parte el corazón ver a un niño tan pequeño sin nadie que lo cuide...

— Un niño necesita familia, unos padres... ¿cómo es posible que le dejen vivir solo? Criatura... Me alivia saber que mi Kenta nunca tendrá que experimentar algo así.

Aquel día Naruto dejó las naranjas en la cesta y no volvió a por ellas hasta el día siguiente — era un año cálido y realmente quería zumo—; por suerte, se encontró con la tienda vacía. Así que volvió a coger sus naranjas, esta vez sin nadie que le molestara.

— Eh, chico — le dijo el frutero, un tipo canoso y pasado de vueltas que siempre llevaba puesto el mismo delantal— ni caso a esas brujas. No les hacen caso ni en su casa, por eso vienen aquí a darle a la lengua... tú escucha a este viejo. Este mundo está lleno de gente tonta, ¿me oyes? Gente más tonta que las piedras. Si tú te paras a hacer caso a esa gente tan tonta, ¿en qué te convierte a ti?

— ¿En un tonto?

— Eso es. En un tonto del bote. Y tú no quieres ser uno, ¿verdad?

— Supongo que no.

— ¿Cómo que supongo? Pues claro que no quieres ser tonto, tú quieres ser como... — El frutero se detuvo a pensar lo que decía, rascándose la barba con dedos ásperos, cansados. Entonces se le ocurrió algo, y cogió una naranja del cesto—. Como esta naranja, ¿la ves?

— No creo que pueda ser una fruta.

— A ver, hombre, que es un ejemplo. Tú mírala bien, eso es. Digamos que un día me levanto enfadado y me pongo a gritarle a esta naranja. Le digo que es pequeña, que es fea y que nunca me la comería. Que la detesto.

— Pobre naranja.

— ¿Por qué? A la naranja le dará igual lo que yo diga. Ella seguirá su vida de igual manera porque, bueno, es una fruta. Tú tienes que ser como ella. A la gente le gusta decir muchas tonterías sobre cualquiera. Tú sé como la naranja y haz lo tuyo, ¿de acuerdo? A ver, dime lo que has aprendido.

— Que... la gente es tonta — respondió Naruto, perplejo—. Y yo tengo que ser una fruta.

— Eso es. Más o menos. Bueno, ven por aquí la próxima que quieras naranjas: estas te las regalo yo. Ya verás que ricas están. Además, ¿has visto qué color tan bonito?

No toda la gente en Konoha era mala con él. Naruto volvería a esa frutería muchas veces, y cada vez que lo hacía, el frutero tenía algún consejo que darle. Pero como siempre utilizaba la fruta como ejemplo, y no se le daba muy bien explicarse, el chico nunca sacó mucho en claro de todo aquello, excepto por una cosa: el naranja se volvió, poco a poco, su color favorito. Y por su cumpleaños número doce, este niño tan ahorrador metió la mano en la hucha y sacó el dinero suficiente para comprarse su regalo, un conjunto de color naranja al que, con los años, le sacaría todo el partido que se le puede dar a la ropa. A Naruto le hubiera gustado enseñárselo al frutero, pero hacía meses que se había mudado a otra parte. Un día volvió a la tienda y no estaba allí, así que dejó de tener motivos para volver a visitarla. Fruta hay en todas partes, a diferencia de las caras amables.

Un día, Naruto se encontró a sí mismo mirando a una hoja de papel donde, en letras grandes y contundentes, podía leerse la palabra "futuro." El espacio que había debajo estaba en blanco, y se suponía que tenía que rellenarlo él mismo.

— ¡Bueno, chicos, ha llegado la hora! ¿Tenéis todos lápices...? ¿No...? ¿Otra vez? ¡Que alguien le preste un lápiz a Kiba, por favor!

Su profesor se llamaba Iruka, un tipo joven y energético con cara amable, pero la mecha corta. Era un chunin, es decir, un shinobi de rango medio, como lo eran la mayoría de los ninjas de Konoha. Más habilidoso con la enseñanza que con el combate, Iruka se jactaba de ser uno de los mejores profesores de la Academia Ninja. Llevaba dando clase a Naruto desde que ingresó en ella, y aunque al principio no le tragaba, acabó por ser una de las pocas personas que lo trataba con cierta normalidad.

— Oye, si vas a estar mirando a las musarañas, puedo darte otra tarea... — Naruto levantó la vista, alarmado, y se encontró a su profesor mirándole con los brazos en jarras y una mala cara—. Puedes fregar los pasillos, por ejemplo. O limpiar los baños. O dar doscientas vueltas al patio...

— ¡No hace falta! ¡Ya mismo empiezo!

Ah, pero la pregunta era más difícil de lo que parecía. En todos sus años, Naruto no se habría parado a pensar con tanta seriedad sobre su futuro; él quería ser un shinobi, por supuesto, pero, ¿por qué? ¿Era por la libertad que parecían tener? En un mundo como el suyo —pensaba— sólo los fuertes podían decidir sobre sí mismos. ¿O era por la fuerza en sí? Las pocas veces que prestaba atención en la Academia era cuando hablaban de los antiguos Hokages, esos ninjas todopoderosos que acababan con ejércitos enteros, que domaban a la naturaleza; o que, como hizo el Cuarto Hokage, eran capaces de enfrentarse a las mismísimas Bestias con Colas...

A sus trece años, Naruto todavía desconocía aspectos sobre su pasado, y también sobre sí mismo. Nadie le había dicho quiénes eran sus padres, así como tampoco sabía —bajo la expresa prohibición del Hokage— lo que llevaba dentro. Qué significaba el sello negro que llevaba en el estómago; por qué era que todo el mundo, incluídos los adultos, parecían tenerle un poco de miedo.

La primera vez que Naruto oyó estas historias fue en un teatro de marionetas. Y aunque el tiempo le había hecho olvidar casi todo el contenido de la obra, una breve historia sobre el enfrentamiento entre el Primer Hokage y Madara Uchiha, las vívidas descripciones sobre su batalla habían dejado una impresión duradera en su corazón. Hombres que movían montañas, capaces de desviar ríos, de hacer llover rayos del cielo; ninjas capaces de escupir fuego, de dibujar fronteras... de domar a las bestias más fieras del mundo.

"Futuro." Naruto leía la palabra una y otra vez, pero no se le ocurría ninguna respuesta a aquella pregunta. ¿Qué quería él, después de todo? ¿Ser libre? En cierto modo, ya lo era: por mucho que la gente a su alrededor le despreciara, siempre podía elegir ser como aquella naranja y vivir su vida ajeno a los demás... entonces, ¿qué era? ¿Ser fuerte, quizá? Podía ser eso. ¿Qué chico de su edad no sueña con ser el más fuerte de todos? Es un sueño tan normal y tan válido como cualquier otro. Tenía que ser algo como aquello, ¿no es así? Pero cuando Naruto escribió la respuesta ("ser el más fuerte que hay"), se quedó un rato mirándola, y la tachó.

Esa no era la respuesta completa. Sí, quería ser fuerte. Y también quería ser libre. Pero ninguna de las dos cosas le podía satisfacer por sí misma. No le servía de nada ser fuerte sin un propósito, ni tampoco quería ser libre de los demás sólo por hacer oídos sordos a lo que opinaban sobre él. Lo que él buscaba —lo que quería de su futuro— debía de ser algo que uniera ambas cosas: quería ser fuerte, sí, pero si iba a ser libre, sería a través de los demás, y no pese a ellos. No quería escapar de sus críticas ni de sus miradas mezquinas: quería tomar ambas, y cambiarlas por algo distinto. Convertir el rechazo en aceptación. Éste, en respeto, y el respeto, en admiración.

La solución fue más sencilla de lo que esperaba; en un segundo la tenía escrita sobre el papel. Lo curioso es que le bastó con una sola palabra. Y aunque Naruto Uzumaki dudaría sobre muchas otras cosas a lo largo de su vida, la respuesta a la pregunta de su profesor —¿qué queréis ser en el futuro?— nunca cambiaría. Él iba a ser:

"HOKAGE"