Disclaimer: Ni One Piece ni sus personajes me corresponden, puesto que pertenecen a Eiichiro Oda; todo lo demás me pertenece.

Esta historia está hecha sin fines lucrativos.

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8.- La voluntad de los fuegos fatuos.

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Un par de golpes en su puerta llamó su atención. Echó un último vistazo nervioso a su reflejo en el espejo, esperando encontrar algo fuera de lugar. Sin embargo, no lo encontró. Sintiéndose satisfecha y sin dilucidar del todo el motivo por el cual se sentía tan sumamente nerviosa, se dio la vuelta y abrió la puerta de su habitación, encontrándose con que Robin había acudido a buscarla.

La arqueóloga la miró con amabilidad. —¿Estás lista? He pensado que podíamos subir juntas. —declaró con sencillez.

Nami no pudo esbozar una enorme sonrisa. —¡Pues claro! —reparó en el atuendo de color violeta y azul marino de Robin—. Guau, Robin, estás espectacular. —admitió sin aliento y provocando un adorable sonrojo en su compañera de tripulación. Lo cierto es que Nami reconocería ante cualquiera que la erudita tenía unas curvas de infarto. Había escogido un sencillo top y una falda larga de vuelos, y apostaría contra cualquiera que osara jugar contra ella, que cierto joven de malas pulgas no sería capaz de quitarle el ojo de encima.

Esbozó una discreta sonrisilla.

—Creo que exageras un poco, navegante-san. —murmuró la joven arqueóloga, un tanto apocada.

La navegante espetó una risa al aire, divertida ante la súbita timidez de su compañera. —Venga ¡vamos! —la cogió de un brazo y prácticamente la arrastró por el pasillo con ella. Robin se dejó llevar, enormemente complacida ante el buen ánimo de la joven de cabellos anaranjados. La verdad es que era un auténtico placer volver a verla tan animada, después de haberla visto tan sumamente seria, depresiva y afectada durante los últimos meses, cuando Nami creía que nadie la veía.

Se habían llevado un buen susto un par de días antes, cuando se enteraron de que ella había acabado en la enfermería tras perder el conocimiento. Ella había asegurado que solo había sido por agotamiento y fatiga, pero que ya se encontraba mucho mejor. Aunque Robin conocía de antemano que aquello no era exactamente cierto, la había dejado hacer. Sabía que ella no había estado preparada, ni muchísimo menos, para lo que le había cogido con la guardia baja. Y sabía que Nami acudiría a ella cuando sencillamente estuviese preparada. Ni antes, ni después.

Robin supo que la noche sería interesante después de que ellas hubieran aparecido en cubierta, y el vestido rojo de la navegante hubiese dejado sin habla por un momento al capitán de su alocada tripulación. Hecho que había pasado desapercibido para todos, por supuesto, excepto para ella. Agradecía tener ojos y oídos en todas partes, aunque no siempre fuesen producto de su fruta.

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Los ojos biónicos de Franky casi salieron de sus órbitas. —Decir que esto está suuu~per abarrotado ¡es quedarse suuu~per corto! —declaró sin aliento.

Brook, junto con Ussop y todos los demás, no pudieron hacer otra cosa que estar de acuerdo con el armador. Habían llegado a la plaza central justo cuando la gente estaba terminando de prepararse para comenzar la marcha. Contemplaron como muchas de las personas con la que se cruzaban portaban grandes hábitos blancos, reconociéndolos como los atuendos para la procesión.

Todo el pueblo tenía largas hileras de lucecitas colgando sobre tejados y fachadas, consiguiendo un aspecto mágico y arrebatador. Había guirnaldas de helechos y florecitas por todas las terrazas y balcones, por lo que el aire tenía un aroma cítrico y floral único. Nami boqueó y miró a Luffy de reojo sin poder evitarlo, quien también se encontraba boquiabierto. Nunca habían visto nada parecido.

Hileras e hileras de personas aglutinadas en los laterales de las calles, con intenciones de contemplar y permitir el paso de la procesión. Su grupo se había cruzado con más de un aldeano nervioso, yendo de un lado a otro, preparando los últimos detalles y dando instrucciones a los demás.

Sanji silbó impresionado. —Tendremos suerte si conseguimos ver algo.

—Deberíamos localizar un sitio y mantenernos allí. —sugirió Brook.

—Esa es muy buena idea. —coincidió Jinbe.

No sin esfuerzo, y haciéndose paso entre la multitud, lograron localizar un sitio más que adecuado, en donde verían pasar la procesión. Con la mirada sobre la plaza, y en medio de la multitud de gente con hábito blanco, Nami distinguió el perfil de una joven de cabellos castaños recogidos en una coleta baja. Portaba la chihaya tradicional de una miko, con la inconfundible hakama, la camisa blanca cruzada y el dabi, reconociendo en seguida a Naru-san.

Un suave ruido de tambores les hizo desviar la vista. Unos cuantos aldeanos, aglutinados a un lado, practicaba sin descanso el ritmo que llevarían los pasos, intentando acompasarse entre ellos todo lo posible. Serían ellos los que marcarían el ritmo de la marcha, y Nami comprobó de primera mano como el ambiente se encontraba cargado de un inusitado nerviosismo. Sin saber por qué, ella también se sintió inquieta e impaciente.

Sin previo aviso, las luces generales del pueblo comenzaron a apagarse, y las personas con hábitos blancos corrieron a reorganizarse y encenderse entre ellos las velas que portarían tras la figura de Naru-san, que se mantenía impertérrita en la misma posición. Portaba un enorme bastón, decorado con unas cintas de cascabeles en la parte superior, que resonaría a cada paso que diese. La muchedumbre empezó hablar cada vez más y más bajo hasta que apenas los murmullos se dejaban oír. Los ruidos de los tambores empezaron a resonar cada vez con más fuerza, a medida que la gente se zambullía en un silencio sin igual y sin precedentes.

Por un segundo, Nami desvió inconscientemente la mirada hacia un lado, justo donde estaba el joven de ojos ónice, mirando entusiasmado a la multitud. Aquella noche había elegido unos vaqueros piratas oscuros y llevaba una simple camiseta bajo una camisa negra abierta de manga corta. Su inseparable sombrero había quedado a su espalda, por lo resistió la fuerte tentación de hundir sus dedos entre los mechones de su negra e indómita cabellera.

Quédatelo.

Nami había boqueado, estupefacta. —¿¡Qué!? ¡no, no puedo aceptarlo! —negó rápidamente con las manos.

La princesa Hiyori había arqueado una ceja con escepticismo. —¿Qué es eso de que no puedes? ¡claro que puedes! —insistió.

¡Pero…! —la navegante había querido volver a negarse, pero desistió ante el rostro decidido de la joven de cabellos aguamarinos.

Hiyori tomó aire profundamente. —Nunca podré saldar la deuda que tengo con vosotros. De modo que, por favor, no me hagas suplicarte. Quédatelo. Estoy convencida de que quedará en ti muchísimo mejor que en mí.

Nami abrió la boca y volvió a cerrarla, incapaz de articular palabra. Hiyori dejó caer la prenda, desvelando un precioso y sencillo vestido rojo, del tacto de la seda. —Fue un obsequio de uno de mis benefactores. Nunca llegué a ponérmelo. Por algún motivo, sentí que no debía. —reconoció, ante la estupefacción de Nami, quien muda levantó la vista del vestido y volvió a posarla sobre la princesa—. Creo que ahora entiendo mejor por qué. Esta prenda te pertenece a ti, no a mí, O-Nami-san. Yo solo se lo estoy entregando a su legítima dueña.

La joven de cabellos anaranjados había abrazado fuertemente el vestido contra su pecho, profundamente conmovida ante las palabras de la hermana de Momonosuke. —Muchas gracias, Hiyori-sama. —musitó emocionada.

Hiyori. —volvió a corregirle, tras poner los ojos en blanco, y sonreír con dulzura—. Sólo Hiyori, O-Nami.

Por algún impulso irracional, ella había decidido ponérselo aquella noche, después de que su mirada se tropezara con el vestido guardado impecablemente en el fondo de su armario. En realidad, era un poco absurdo, porque solo se trataba de un sencillo vestido de tirantes rojo, salpicado con pequeñas florecitas blancas por toda la tela, ceñido en la parte de arriba hasta la cintura y anudado bajo el pecho, y con la tela cayendo libremente hasta los tobillos. Era simple hasta decir basta, y, sin embargo, se le había ajustado al cuerpo como un guante. No llevaba ningún abalorio, calzaba cómodos zapatos planos y había decidido dejarse su ondulada melena suelta.

Y, por alguna circunstancia, cuando había aparecido en cubierta con Robin, había contemplado como su capitán se había quedado mudo cuando sus ojos se habían posado sobre ella. El gesto parecía haber pasado desapercibido para todo el mundo, pero ella lo había visto. Por primera vez, había divisado como su capitán se había quedado sin habla por el simple motivo de haberla visto. Y había conseguido remover profundamente los cimientos de su mundo.

Desde que se había despertado en la enfermería hacía un par de días, Luffy y ella no habían continuado con la conversación que habían dejado a medias, antes de que ella se desvaneciera. Y si bien ella prácticamente se le había declarado, era cierto que él no había tenido mucha oportunidad para decir nada al respecto. En cierto modo, ella nunca tampoco le había dejado. Prácticamente, le había dado a entender que ella ni lo necesitaba, ni quería saberlo. Y él había obedecido con un inaudito mutismo. Ella se había preparado para, después de que ella se hubiese abalanzado sobre él, él le dejase en claro que no quería que se volviese a repetir una circunstancia como aquella. Que eran capitán y navegante, y ahí debían quedarse. Que él quería a todos y cada uno de ellos por igual. Que ni debía ni podía darse nada más entre ellos, porque él no alcanzaba a entender que más podría querer ella de él. Pero aquella aseveración nunca había llegado. Frunció el ceño, mientras continuó observándole, al tiempo que las luces continuaban apagándose a su alrededor cada vez más, quedándose todo prácticamente en penumbras.

Hasta que él giró la cabeza para sostenerle la mirada también, dándole a entender que él era más que consciente de que ella no le había quitado los ojos de encima.

—¿Qué ocurre, Nami? —preguntó en un murmullo.

Nami boqueó, incapaz de hilar un pensamiento racional. Sintiendo como la boca de su estómago ardía, reconoció la extraña sensación que había tenido últimamente, cada vez que le sostenía la mirada. Como si algo primitivo en él la estuviese reclamando a gritos. No había sido ninguna ilusión. La realización casi le cayó como un jarro de agua fría. Ninguna de las putas veces que había tenido esa sensación habían sido imaginaciones suyas. Eran jodidamente reales. La navegante tembló, sin poder evitarlo. Luffy continuó sosteniéndole la mirada, como si le fuera la vida en ello, aun entre una multitud a oscuras. Él pareció también sorprendido de lo que hubiese visto en ella, al punto de aguantar la respiración.

Preso de un inconsciente arrojo, Luffy la cogió de la mano y acercó lentamente el cuerpo de la joven al suyo. Aun entre la muchedumbre, y a oscuras, ella sintió un fuerte vuelco en el vientre. Y calor. Empezaba a hacer mucho calor. Respiró entrecortadamente a causa de los nervios. ¿Es que acaso él pretendía…? La joven de cabellos anaranjados tembló, pero por primera vez no se apartó, ni tampoco se esforzó por evitarlo. Entrecerró los ojos, mirándole turbiamente. Él parecía incapaz de mirar a otro sitio que no fuese su boca, y casi suspiró cuando él le colocó un mechón de pelo tras la oreja, casi con una devoción a la que no estaba ni muchísimo menos acostumbrada. La navegante sentía el corazón tamborilearle contra las costillas, al punto de estar haciéndole daño.

Y se vio a sí misma abriendo la boca, con intención de compartir algo que no estaba segura de qué era.

—Yo…

El fuerte ruido de unos tambores la hizo saltar del susto. Desvió la mirada hacia la plaza, contemplando como los lugareños que encabezaban parte de la procesión, habían comenzado a golpear fuertemente los tambores a un ritmo pausado. Casi le pareció escuchar una especie de gruñido disgustado del joven de cabellos negros. La gente a su alrededor empezó a murmurar emocionada. Vislumbró como la joven Naru daba varios golpes al suelo con su bastón, provocando que los cascabeles cimbrearan con fuerza, al ritmo de los tambores. Las luces de las velas tras ella parecían una reguera de etéreas luces de donde se distinguía el comienzo, pero no el final, similar a una riada de infinitos destellos. Nami boqueó, perdiendo el hilo de sus pensamientos. Era de las cosas mas bonitas e impactantes que estaba teniendo la suerte de presenciar en toda su vida.

Con cadencia, la procesión comenzó a desfilar hacia delante, siguiendo el ritmo tanto de los tambores, como de los cascabeles de Naru. La gente alrededor observaba atenta y boquiabierta el paso de la marcha, provocando que la marea de luces fluyera hacia las afueras, en dirección sendero arriba, hasta, suponía Nami, el lago, donde finalizaría la marcha, y la gente dejaría sus ofrendas, junto a sus buenos deseos, sobre el lago.

Hipnotizada, apreció como todos los aldeanos realizaban la procesión, como si fueran soldados de infantería en dirección a la guerra. Como si durante toda su vida se hubiesen preparado para este único momento. A su alrededor, advirtió como todos los demás también seguían la procesión, en un mutismo sorprendente hasta para su alborotadora tripulación; hecho que demostraba lo mucho que lo estaban disfrutando. Hasta Zoro parecía absorto, con los tambores y los cascabeles resonando fuertemente en el ambiente.

Nami fue pasando la vista de una cabeza a otra, admirada. A oscuras, y entre la muchedumbre, apenas podía divisar ningún rostro, exceptuando el tenue resplandor de las velas. Hasta que, inevitablemente, algo captó poderosamente su atención. Durante un momento, sus sentidos se agudizaron hasta un punto inconcebible. Frunció el ceño con gravedad y parpadeó varias veces, buscando aclararse la vista. Era imposible reconocer nada en condiciones entre tanta oscuridad y tanta gente. El pulso le retumbó con fuerza entre las venas. Ella reconocería esa cabellera larga y anaranjada en cualquier parte. La reconocería, sin lugar a dudas, porque era la suya.

Ella se estaba viendo a sí misma, siguiendo la marcha de la procesión de las luces, como una más.

Con la procesión empezando a desaparecer ante sus narices, y con la multitud deshaciéndose también para seguir la marcha de manera voluntaria, jadeó de la impresión, e intentó ir hacia delante, haciéndose hueco entre la gente que se mantenía inmóvil frente a ella. Ella necesitaba ir. Ella necesitaba ver. Sin embargo, no consiguió pasar; había demasiada gente. Demasiadas personas por todas partes. Miró en derredor, desesperada, buscando la manera de salir de donde estaba y perseguir la procesión a como diese lugar. Fue cuando, inconscientemente, se soltó de la mano de Luffy.

Casi prácticamente a codazos, consiguió deshacerse del aglutinamiento más cercano a ella, tras conseguir un hueco por el que a duras penas pudo colarse. Con la procesión continuando sendero arriba ante sus ojos, intentó hacerse paso entre la muchedumbre que colapsaba todo alrededor, sin conseguirlo.

Y cuando Luffy quiso darse cuenta, Nami había desaparecido.

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Nami jadeó del esfuerzo y tuvo que sostenerse las manos contra las piernas, para coger aire a bocanadas. Había tardado más de media hora en alcanzar la marcha. Había sido prácticamente imposible abandonar la multitud que abarrotaba todos los alrededores, y en más de una ocasión había tenido que ir contra corriente entre la gente a empujones.

Después de incluso haberse perdido dos veces, por fin había conseguido alcanzar los restos de la procesión, la cual ya se había reducido a más de la mitad. Mientras ella caminaba sendero arriba, iba cruzándose con personas que hacían el mismo trayecto, pero en dirección contraria a ella, señal inequívoca de que ya habían dejado sus ofrendas y volvían al pueblo con el fin de disfrutar de la música y la festividad que vendrían a continuación. Aun caminando únicamente bajo el tenue resplandor de la luna, el sendero era perfectamente visible. A ello, se le sumaban los resplandores de las velas que la gente continuaba portando. Ella se estaba tomando su tiempo, yendo a contracorriente entre la gente, intentando localizar a la misma persona que había divisado entre la procesión. No pudo evitar un regusto de insensata irracionalidad. ¿En serio se estaba buscando a si misma entre una muchedumbre? Casi gruñó, exasperada consigo misma. Una de dos: o era estúpida, o estaba perdiendo definitivamente la cordura. La gente que pasaba a su lado chocaba contra sus hombros gentilmente. Durante un segundo, y mientras continuaba caminando sendero arriba, se sintió desamparada. Recordó las palabras que Saiko-san le había dirigido, como una especie de burla insensible.

Una navegante perdida y sin rumbo. Como bien había apuntado la vieja, apreció la ironía del asunto. Durante un instante, y en el momento en que había conectado la mirada con Luffy entre una multitud abarrota en la oscuridad, había sentido que ese era el sitio donde debía estar. Y, sin embargo, ahora navegaba contracorriente entre una muchedumbre, con una fuerte sensación de soledad. Sintió un nudo en la garganta cuando alcanzó el sitio más alto del sendero. Vislumbró un gigantesco árbol de tronco retorcido a uno de los lados, flanqueado por más de un tronco hueco y caído, que bien podrían usarse como asientos. Fue cuando se abrió ante sí la panorámica del lago Shozu.

Habría apreciado la belleza de la vista ante ella, si en aquel momento no se hubiese sentido tan desamparada. Los últimos resquicios de gente estaban terminando de dejar las ofrendas florales sobre una parte de la orilla, que ya se encontraba lo suficientemente abarrotada. Asombrada, distinguió como pequeñas lucecitas revoloteaban inquietas sobre la superficie del lago, otorgándole un aspecto casi fantasmagórico. Ahora entendía mejor porqué el festival tenía nombre de luciérnaga. Era todo un espectáculo visual.

—Mamá ¿compraremos manzana de caramelo? ¿compramos? por fi…

Nami no pudo evitar girar la cabeza, solo para contemplar como una niña pequeña se colgaba del hábito de su, ella suponía, madre, rogando por un poco de dulce.

La madre de la niña había reído y había cogido a su pequeña en brazos, ganándose una carcajada.

—¡Vamos papá! —prácticamente le ordenó la niña— ¡mamá dice que compraremos manzana de caramelo!

Su madre había boqueado. —¡Ey! ¡aún no he dicho que la compraremos! —se había defendido, jovial.

Su pareja se había carcajeado por la ocurrencia de ambas. —A mamá siempre le parece bien que haya algo de caramelo… —había musitado divertido el padre, con un fuerte doble sentido en sus palabras, y que había provocado irremediablemente un sonrojo excepcional en su mujer.

Ella se había limitado, aún con la pequeña en brazos, a darle un leve manotazo en el brazo. —Tú es que eres muy listo. —retrucó ella, pasando a la niña a los brazos de su padre.

Él la había cogido y había hecho a la niña dar un pequeño saltito por los aires, quien gorgoteó feliz. La pequeña reía y reía sin poder parar.

—¡Para, papá! —pero la niña continúo riéndose, mientras que su padre hacía que diese pequeños saltitos en el aire.

La navegante no pudo evitar seguirlos con la mirada hasta que desaparecieron sendero abajo, entre chillidos felices y miradas adultas cómplices y dichosas.

Fue cuando se vio completamente sola ante el lago Shozu, mientras que los últimos vestigios de gente se terminaban perdiendo sendero abajo, y sus voces se perdían paulatinamente en la oscuridad del camino.

Sintiéndose impotente, se mordió el labio inferior con fuerza, al punto de hacerse daño. Y no pudo evitar que un par de lágrimas traicioneras se escaparan de sus ojos. Las limpió pasándose el brazo ferozmente, avergonzada y disgustada consigo misma.

—Te ves más preparada. No del todo, reconozco —puntualizó—, pero tendrá que valer.

El corazón de Nami dio un vuelco. Buscó rápidamente el origen de la voz, localizándola tranquilamente sentada sobre uno de los troncos huecos caídos, justo al lado del árbol de tronco retorcido. El pulso se le paró durante un instante, para empezar a correr frenético. Inevitablemente dio un paso al frente.

—Tú… —musitó sin aliento. La joven de cabellos anaranjados dio un vistazo rápido en derredor. No había nadie más que ellas dos allí, con el lago como único testigo del intercambio que empezaba a desarrollarse.

—¿Buscas a alguien? —preguntó la vieja, con cierto tono satírico.

Nami no respondió. Empezaba a odiar fuertemente a aquella mujer. Frunció la boca en una línea tensa, y sin mediar palabra echó a andar, ignorando a la anciana, y con intenciones de volver sendero abajo. Volvería con los demás y disfrutaría de la festividad con buena música, buen alcohol, y la inmejorable compañía de su capitán y sus compañeros de tripulación. No tenía sentido que ella estuviera allí. No tenía que estar preparada para absolutamente nada. Era posible que lo que estaba experimentando, otra vez, ni siquiera fuese real.

—En primer lugar, vas a tener que disculparles. —murmuró la vieja, entretenida con el helecho que mantenía en su regazo, trenzando y anudando con rápidos y ágiles dedos—. No tuvieron más alternativa.

Nami no contestó. Continúo andando impasible ante las palabras de la vieja, dándole la espalda. Si se daba prisa, podría llegar antes de que comenzara la música y perderse entre los potentes grados de un buen cóctel con alcohol.

—Habías decidido ignorarlo y deshacerte de ello. Pretendiste esconderlo, en la profundidad más recóndita e inhóspita de ti misma, y tirar la llave a un lugar donde nunca pudieses encontrarla. Si me permites la observación, creo que fue una decisión completamente descabellada. De modo que fue cuando decidieron usar las pesadillas.

La navegante paró abruptamente en el sitio y giró ciento ochenta grados, para volver a mirar a la vieja, ahora con ojos desorbitados y el rostro desencajado. —¿Qué acabas de decir? —cuestionó, incapaz de creer lo que acababa de escuchar.

La vieja suspiró, y tuvo la decencia de mostrarse levemente inquieta. —No les quedo más alternativa, Nami de-ninguna-parte. En esto hay mucho más en juego de lo que puedes alcanzar a comprender.

Nami empezó a respirar nerviosa y agitadamente. Dio un par de pasos más en dirección a la vieja. Aun de pie, sentía la cólera mordiéndole en todos y cada uno de los huesos del cuerpo. No tenía ningún sentido lo que esa puta anciana le estaba diciendo.

—Tú que coño sabrás. —replicó mordaz, sin poder contener siquiera un resquicio de modales o educación ante alguien que era mayor que ella. Al infierno con todo eso—. Llevo meses padeciéndolas. Ni siquiera puedes imaginar lo que he pasado, vieja, cierra la boca de una maldita vez y vuelve por donde hayas venido. Tú y aquellos que, según tú, te acompañan. Estoy harta de ti y de tus juegos de palabras.

Los ojos de la anciana brillaron en contención. —No voy a molestarme en calmarte o tranquilizarte. Comprendo tu rabia y tu furia, pero era necesario. Era vital que entendieras.

Nami jadeó, desatada. —¿Que entendiera? —cuestionó, incrédula— Que entendiera ¿el qué? —preguntó en un bramido— ¿tienes idea de por lo que he pasado? ¿por lo que estoy pasando? ¿tienes siquiera una noción de la desesperación y el malestar con los que he tenido que lidiar durante meses? Semanas sin poder pegar ojo, sintiendo como el dolor y el pánico devoraban mis entrañas sin piedad ni compasión, sin poder hacer nada por evitarlo, considerando seriamente el estar volviéndome loca ¡no tienes ni puta idea de nada! —chilló histérica.

La anciana tomó aire levemente y paró de trenzar los helechos. Tuvo la decencia de mostrarse afectada por las palabras que Nami le dirigía. Sin embargo, la voz no le tembló ni un ápice.

—Como ya he dicho, había mucho en juego. Hay —se corrigió—, mucho en esto. A todos nos va la voluntad.

Nami boqueó atribulada, sintiéndose incapaz de articular palabra. —¿La voluntad? —repitió. Seguía sin entender un carajo.

La vieja desvió la mirada hasta sus ajadas manos. —Creímos que con las pesadillas serían suficiente como advertencia. Aunque he de decir que no son simples pesadillas. Estas vislumbrando un posible futuro de lo que acontecerá —el pulso de Nami murió por completo—, de modo que lo que has sentido, durante una y otra vez, ha sido real. Has experimentado lo que es el verle morir no una, sino miles de veces. No importa el cómo, el dónde o el cuándo. Lo siento, pero situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, y tú habías decidido ignorarlo y enterrarlo —volvió a mirar a Nami con intensidad—, ¿recuerdas?

Nami se llevó las manos a la cabeza, incapaz de creer lo que estaba oyendo. —¿Intentas decirme que muere por mi causa? —cuestiono atónita—. ¿Estás diciendo que todo esto es culpa mía? —se pasó una mano por el pelo, aterrorizada.

La anciana negó. —En absoluto. Solo sería la consecuencia de tu decisión. Y, como ya he dicho, no podíamos permitirlo. Al menos, no sin intentarlo.

Nami tembló. No supo si de incertidumbre o de furia. —¿Te haces siquiera una idea del infierno por el que me habéis hecho pasar? —masculló, presa de la ira.

Los ojos de la vieja volvieron a relucir con suspicacia. —Esto no es nada comparado con lo que os hará él.

La joven de cabellos anaranjados volvió a sentirse perdida de repente. Pestañeó varias veces. —¿Él?

—La humanidad ha cometido el peor de los pecados, Nami de-ninguna-parte. Hemos permitido que borren nuestra historia, haciéndonos olvidar de dónde venimos o a dónde vamos. Nos hemos comportado como simples ovejas de un rebaño. —el odio destilaba de las palabras que salían de la boca de la mujer mayor—. Él ha usurpado el trono, postulándose como único dios, y doblegando todas las demás voluntades bajo la suya. No hay, ni debe haber una única voluntad, al igual que no hay ni debe haber un único Dios. Y él pretende ser el único. Ahora mismo, no hay nada ni nadie que pueda interponerse en su camino.

Nami parpadeó, ante la cantidad confusa de información que estaba recibiendo. —Un momento, para un segundo ¿quieres? ¿el trono? ¿de qué trono hablas? —cuestionó impotente—. ¿Te… —dudó— te refieres al trono del Gobierno Mundial? —preguntó confundida—. Nadie ocupa ese trono…

La mujer continuó mirándola con seriedad. —Esta es nuestra última oportunidad. Si fallamos, todas las voluntades sin excepción serán sometidas. Él sabe que él ha despertado. Ahora mismo le supone un riesgo, pero si te encuentra… —la mujer no pudo evitar temblar—, si él consigue ponerte las manos encima, sabiendo lo que tú representas para él, no tendremos ninguna oportunidad. Y será el fin.

—¿Lo que yo represento? —Nami soltó una risa nerviosa—. Yo no represento nada. No soy nadie. Ni siquiera sé de quién demonios me estás hablando. Hablas de tronos y usurpadores, y de voluntades sometidas, y no tengo ni idea de a lo que te refieres. —argumentó desesperada.

La vieja se levantó del tronco, presa de un arrebato. —¡Él te necesita! —exclamó resuelta—. ¡Te has empeñado tanto en pensar lo contrario, que al final te lo has creído! —clamó iracunda—. ¡Y solo tú puedes liberarle por completo!

Las entrañas de Nami temblaron. Un momento, maldita sea. Necesitaba desesperadamente que alguien parase el mundo para bajarse. ¿Ella estaba hablando de…? —¿De quién estás hablando? —cuestionó en un susurro.

La mujer casi sufrió una arritmia. —Tú sabes perfectamente de quién hablamos. —espetó lívida y entre dientes.

La navegante se mantuvo en silencio durante unos segundos, intentando absorber la ingente cantidad de información confusa que estaba recibiendo. Dudó por unos instantes, buscando las palabras adecuadas. —Él ya ha despertado. Ya ha liberado el poder de su fruta. —aguardó, esperando que por fin empezase a entenderse con la vieja loca.

La anciana negó con ímpetu. —¡No! —graznó enérgicamente—. Cuando se ama, es cuando uno se vuelve verdaderamente libre. Enséñale. Él no alcanzará su destino si tú no le guías. De lo contrario, todos seguiremos siendo esclavos.

La joven de cabellos anaranjados se llevó una mano a la boca, desesperada por asimilar lo que estaba ocurriendo. —¿Estás diciendo que yo debo escoger? ¡Ni siquiera estoy segura de lo que debo elegir!

La mujer volvió a negar. —No. Esa elección ya la hiciste. —espetó airada—. Ahora estás intentando entender por qué la hiciste. No me malinterpretes, nadie en su sano juicio querría estar en la posición en la que tú te encuentras, pero es él quien te ha elegido, no te ha escogido nadie más y, por lo tanto, nadie puede llevar a cabo la tarea más que tú. —suspiró profundamente—. No seáis tan duros… —musitó al aire, desviando la vista hacia el lago—, hasta a mi me impone la inmensidad de su destino.

Nami parpadeó fuertemente, conmocionada. —¿¡Con quién demonios más hablas, vieja chiflada!?

La mujer volteó a mirarla de nuevo y alzó un brazo, abarcando la inmensidad del lago. Nami giró también la cabeza, pero no vio a nadie exceptuando las miles de luciérnagas que revoloteaban intranquilas por todas partes. Miró de nuevo impaciente a la vieja, quien continuó sin mover un músculo. Nami volvió a voltear y fue cuando, tras observar más fijamente, frunció el ceño y dio un paso al frente, acercándose a la orilla. Con esfuerzo, clavó sus ojos sobre una de las luciérnagas. Un segundo. Eso no era una luciérnaga; al menos, no una normal o que ella reconociera. Aquel insecto luminiscente y revoloteador portaba una especie de llamita azul a la espalda. Y cuando quiso caer en la cuenta, contempló como todas y cada una de las luciérnagas se acercaron revoloteando frente a ella, en una cadencia perfecta.

—Te presento a los Fuegos Fatuos.

Nami abrió la boca, atónita y perpleja a partes iguales. Las 'luciérnagas' revolotearon en grupo frente a ella, moviéndose al compás, y formando extrañas y curiosas figuras luminiscentes. Tuvo que alzar los brazos, dejando que las luciérnagas le aletearan, en un extraño y curioso baile aéreo. Apenas podía creer lo que sus ojos estaban viendo.

—Y pensar que la mayoría sigue creyendo que son simples luciérnagas… —se quejó la mujer amargamente—. Como ya he dicho, no hay un solo Dios y, por lo tanto, no solo existe una única voluntad, que es lo que él pretende. En estos momentos, solo hay una con la capacidad para oponerse, y que sea capaz depende de ti. —afirmó con simpleza—. Sé lo mal que lo has pasado —Nami volteó a mirarla—. Sé lo sola que te has sentido y el dolor que has padecido desde una edad muy temprana. Sé lo intimidada y asustada que te has sentido, tras intuir la inmensidad del destino que le aguarda. Sintiendo que no eras nadie relevante como para interponerte. Que en realidad alguien más importante debía estar esperándole. —los ojos de Nami se volvieron brillantes a causa de las lágrimas que empezaban a formarse—. No se necesita ser importante o relevante para marcar un antes y un después. Hasta el granito más pequeño de un reloj de arena puede marcar la diferencia.

A esas alturas, las lágrimas silenciosas de Nami empezaron a caerle libremente por las mejillas. Intentó tragar, pero sentía un doloroso nudo en la garganta. —¿Los oyes? —le preguntó alucinada, refiriéndose a las luciérnagas.

La anciana asintió. —Me hablan. Llevan esperando este momento casi un siglo. —Nami miró a las luciérnagas, estupefacta—. Y mucho me temo que ésta es nuestra última oportunidad. No podíamos dejar que desistieras, de modo que decidimos jugar al todo por el todo. Aunque la realidad es, que la decisión sigue siendo tuya. —volvió a mirarla, pero ahora con una especie de cariño que Nami no fue capaz de identificar.

Nami contempló con mutismo a la anciana, dejando que el silencio las absorbiera durante unos instantes.

Nadie es de ninguna parte, Nami. —la navegante volvió a mirarla con atención—. Todos somos de algún sitio, por remoto e increíble que sea. Tú no eres la excepción. Nadie es la excepción.

Nami suspiró entrecortadamente, y se limpió las lagrimas de las mejillas, un tanto avergonzada. —Yo sé de donde soy. —se defendió débilmente.

—No es cierto. —replicó con suavidad—. Tú sabes de dónde vienes, pero no de dónde eres. Y aunque sé el dolor y la pena que ese hecho te provoca, eso sigue sin ser relevante. Lo realmente importante, y lo que deja una huella en el mundo, es lo que hacemos con el tiempo que se nos ha concedido. —volvió a mirarla, pero ahora destilaba un cariño que a Nami consiguió abrumarla por completo—. Decidas lo que decidas, quiero que sepas que siempre llevaré tu recuerdo conmigo.

La joven de cabellos anaranjados no pudo evitar asustarse de repente. —Espera ¿te vas?

La anciana la miró un tanto divertida. —Pensé que habías dicho que me volviera por donde había venido.

Las mejillas de la navegante se sonrojaron sin remedio y casi infló los mofletes en una especie de puchero. —Habías empezado a caerme bien… —musitó mirando hacia otro lado.

Pillándola por sorpresa, la anciana se colocó frente a Nami y ahuecó sus mejillas entre sus nacaradas manos. —Estoy tan orgullosa de ti, Nami. —susurró, consiguiendo que las entrañas de Nami diesen un fuerte vuelco—. Eres fuerte, decidida, perspicaz, capaz de sacar ese humor tuyo aun en las peores circunstancias… no importa lo pequeñita e insignificante que te creas. Para mí, seguirás teniendo un enorme significado.

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N/A: sin notas de autora.