Disclaimer: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen, son creación de la novelista Kyoko Mizuki. Adaptación del libro "El Gran Gatsby" de F. Scott Fitzgerald.
Advertencia: Debido a la trama de la historia la personalidad de algunos de los personajes de Candy Candy puede variar un poco.
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Capítulo 8
Caminamos a la casa de Albert por la calle (no por el jardín como solía hacerlo yo). Supuse que quería mostrarle a Candy la mansión en todo su esplendor desde la entrada principal.
Al llegar, con tan solo una señal de su mano, el personal de seguridad abrió rápidamente las puertas de par en par. Conforme íbamos caminando, Candy lanzaba murmullos de admiración mientras recorría con su vista el impecable jardín. A pocos metros, la majestuosa fachada se descubrió ante nuestros ojos.
- ¡Esta casa es muy grande! - exclamó, Candy.
- ¿Te gusta? - le preguntó Albert, con un mohín de satisfacción.
- ¡Es maravillosa! Pero no comprendo cómo puedes vivir aquí completamente solo.
- No lo estoy- se acercó a ella y le tomó la mano -Casi siempre está llena de gente famosa e interesante. Ven conmigo.
La condujo hacia la casa y en el camino nos topamos con la extraordinaria fuente que daba un bello espectáculo acuático.
Candy se soltó de su agarre y corrió hacia la estructura. La rodeó primero y después comenzó a jugar con el agua como una chiquilla mientras reía. Albert la observaba con una sonrisa, después desvió su vista a la imponente residencia.
- Tiene muy buen aspecto ¿no crees? Mira como la luz del sol se refleja en toda la fachada- me dijo, orgulloso.
- Es espléndida- sonreí, dándole unos ligeros golpes en el hombro.
- Tardé tres años en ganar el dinero para comprarla.
- Creí que la habías comprado de tu herencia- mencioné, confuso.
- Así es, es decir más o menos- dijo secamente -Lo que pasa es que gran parte de mi fortuna la perdí en la guerra y tuve que invertir en otros negocios para recapitalizarme, el de las farmacias.
Sin decirme más, caminó hacia Candy que miraba absorta todos los detalles del lugar. Una vez que llegamos a la cima de las escaleras de mármol, nos giramos para ver todo a nuestro alrededor. El sutil aroma de las rosas y el sonido de los pájaros que merodeaban los árboles fue la antesala perfecta para la insuperable decoración de la mansión Ardley.
- ¿Qué les parece si antes de recorrer la mansión, hacemos algo distinto? - sugirió nuestro anfitrión.
- ¿Algo distinto? - pregunté.
- Sí, podríamos nadar un poco, la tarde es calurosa y todavía falta mucho para que oscurezca ¿Qué dices Candy?
- ¡Me parece una idea genial! - contestó entusiasmada -Pero no traigo la ropa adecuada.
- No te preocupes por eso- le dijo, con un brillo en los ojos -Aquí hay todo lo necesario.
Al poco rato, los tres estábamos nadando en la playa privada de Albert. Candy y él reían y jugaban como un par de niños en las cristalinas aguas. Nunca me hubiera imaginado ver a mi vecino en esa actitud tan relajada e infantil. Me pareció curioso observar, cómo la sola presencia de mi prima sacó a relucir parte de su verdadera esencia, sin escudos y sin mascaras. Pero lo más extraordinario de todo, fue que ella hizo exactamente lo mismo; en ese momento, no era más la Candy que se escondía detrás de una absurda y falsa careta, sino más bien era la Candy que yo conocía y que de alguna manera hasta echaba de menos; aquella chiquilla espontánea, alegre y optimista con una risa contagiosa que alegraba a cualquiera. Se me hizo un nudo en la garganta al contemplar la liberación de dos almas que habían estado presas de sus propias emociones contenidas.
- ¡Archie! ¡Archie! ¿No es la mejor tarde que has pasado en mucho tiempo? - me gritó Candy desde el velero. Los dos volvían después de un corto paseo por la bahía.
- ¡Así es! ¡la mejor en mucho tiempo! - le contesté.
Cuando bajaron del pequeño barco, los dos tenían en sus rostros la sonrisa más radiante que hubiese visto en mi vida. Albert le ofreció su mano para ayudarla a caminar por el muelle y ella sin soltarlo, se dejó conducir hasta la mansión.
Una vez adentro, hicimos un rápido recorrido por el edificio. Pasamos por las excelentes salas tapizadas en su mayoría de colores neutrales, decoradas exquisitamente. Cuando llegamos por la gran biblioteca, no pude evitar recordar al anciano de grandes anteojos que en la fiesta nos repetía sin cesar: "el señor Ardley, no existe".
La sala de música sin duda quitaba el aliento. Estaba tapizada en blanco y plata con bellos cuadros de grandes compositores. En medio del salón, había un hermoso piano de cola Petrof de color negro y, arriba de una pequeña tarima, se encontraba un órgano tubular que daba al lugar un aire casi sagrado.
- Este es mi lugar preferido- declaró.
- Es un lugar hermoso ¿Quién toca el piano? - preguntó la rubia acercándose al instrumento.
- Yo, llevo algunos años aprendiendo, apenas soy un principiante- contestó tímido.
Candy abrió los ojos con una expresión de sorpresa.
- ¿Tocarías algo para mí? - le solicitó, entusiasmada.
Albert sonrió, sin pensarlo mucho, se sentó al suntuoso piano y comenzó a tocar una conmovedora pieza.
- Mi compositor favorito es Mozart, pero creo que para este momento es más apropiado Schubert- dijo al tiempo que ejecutaba de manera impecable "Serenade".
Candy lo miraba atónita mientras él estaba concentrado en su actuación. Una vez terminada la melodía, Albert levantó su vista y se encontró con los ojos verdes de la rubia que lo miraban conmovidos. Inmediatamente, se acercó a ella y le tocó la mejilla suavemente. Candy cerró los ojos ante la caricia y yo me sentí más incómodo que nunca. Carraspeé y ellos se separaron rápidamente.
- ¿Les parece si en lo que vemos el resto de la casa llamamos al señor Rosenbaum para nos toque algunas piezas más? - Preguntó azorado por el episodio.
- ¿Quién es el señor Rosenbaum? - Cuestioné.
- Mi maestro de música- Con un gritó, llamó al mayordomo y le ordenó buscar al músico, el cual se encontraba a esas horas en la casa.
Nos dirigimos a la parte de arriba y llegamos a la alcoba del mismísimo señor Ardley. El cuarto de Albert era más bien austero en comparación al resto de la casa. En ella había una espaciosa cama, un cómodo sillón, un tocador, un baño, el pequeño despacho y un buen surtido bar y, junto a él, un gramófono. En la parte de arriba, en una tarima que rodeaba toda la habitación, se encontraba un amplio guardarropa.
Candy se sentó frente al espejo y tomó la única cosa ostentosa en toda la habitación: un juego de tocador de oro puro. Con fascinación miró el cepillo y peinó suavemente sus cabellos.
- Era de mi madre- le dijo, sentándose junto a ella.
- Es precioso.
Al cabo de un momento se levantó y subió al gran guardarropa con entusiasmo.
- Tengo un hombre que me compra ropa de Europa. Me envía una selección al comienzo de cada temporada, en primavera y en otoño.
Sacó un montón de camisas y las arrojó hacia donde estaba Candy que lo veía desde abajo.
- Mira Candy, ¡estas son de seda!
La rubia reía mientras atrapaba las prendas que podía con las manos.
- ¿Estás loco? ¡Se van a arrugar! - decía, riendo a carcajada limpia.
- ¡Algodón, lino! - Ardley las tiraba desde arriba complacido por la risa que provocaba en mi prima.
- ¡Ahí van más! ¡Azul, verdes, negras, blancas! - las lanzaba una por una.
- ¡Albert, para! - reía - ¡Archie! ¿verdad que está loco? ¡Basta se arruinarán!
Entonces, pasó algo inesperado: Candy se dejó a caer en el montículo de ropa y comenzó a llorar a mares. Albert bajó rápidamente y se arrodilló junto a ella.
-Candy, querida ¿Qué te pasa? - le preguntó, asustado.
- Es que... Es que... Me entristece mucho.
- ¿Por qué? ¿Qué es lo que te entristece?
- Qué tú...- lo miró con los ojos llenos de lágrimas -Qué tú tengas camisas muy hermosas- fue lo único que pudo decir. Ardley la acomodó en su regazo y comenzó a acariciar su sedoso cabello, mientras afuera comenzaba a llover otra vez.
- Si no fuera por la neblina, podríamos ver tu casa del otro lado de la bahía, siempre hay una luz verde que brilla toda la noche.
- ¿Cuál luz verde? - cuestionó Candy y se abrazó más a él, aferrándose a su cuerpo fuertemente.
Decidí darles un poco de espacio y comencé a dar algunas vueltas por la habitación viendo los escasos objetos que poseía. La fotografía borrosa de un adolescente que estaba vestido de kilt escocés y una gaita, llamó mi atención.
- ¿Quién es? - le pregunté.
- Soy yo- me dijo, delicadamente se separó de la rubia y se paró a mi lado.
- Es gracioso, en esta foto te pareces mucho a un pariente mío.
Candy se acercó y la miró detenidamente.
- ¡Es verdad, te pareces a Anthony!
- ¿Quién es Anthony? - preguntó.
- Era un primo de nosotros que murió hace muchos años, se cayó de un caballo- le dije.
- ¡Oh! Cuanto lo siento- exclamó -Dicen que en el mundo hay gente que se parece mucho una con otra. Mira Candy quiero que veas esto.
Le quitó la fotografía y la dejó nuevamente en su lugar. De un pequeño mueble sacó un libro forrado en piel. Candy y yo nos sorprendimos al ver que estaba lleno de recortes de periódicos, fotos e información de mi prima. Fascinada, se sentó en el escritorio y comenzó a hojearlo lentamente.
- Son todas las cartas que te envié.
- ¿Todas? – preguntó, sorprendida.
- Si, todas.
Se sentaron juntos y mientras pasaban las hojas, ella murmuraba algunas frases de sus cartas. Yo estaba parado a su lado observándolos. Justo cuando le iba a pedir que me enseñara su colección de piedras preciosas sonó el teléfono. Albert se alejó y descolgó el auricular.
- ¿Sí? - murmuró -Ahora no puedo...Creo haberle dicho que Martin se encargaría de eso... La reunión se llevará a cabo esta semana... Muy bien, él sabe que hacer... Que se vaya a Chicago mañana mismo.
Acto seguido colgó el teléfono. Sorpresivamente, el órgano del salón de música comenzó a sonar.
- Es Rosenbaum- nos dijo sonriendo - ¿Vamos?
Cuando llegamos al lugar, un hombre de aspecto desenfadado y pelo castaño estaba sentado al órgano tocando una melodía lúgubre.
- ¿Qué quiere escuchar, señor Ardley? - le preguntó.
- ¿Qué es lo que desean escuchar? - se dirigió Albert a nosotros.
- ¡Algo para bailar! - respondió con animó la rubia.
- ¡Ya lo escuchaste, algo para bailar!
Candy y yo bailamos fox-trot y algunas melodías de charlestón, mientras Ardley nos miraba sonriente. Después de un rato, el músico cambió de ritmo y Albert se acercó para bailar con ella lentamente. Candy se acercó a decirle algo al oído que lo llenó de emoción, se volvió a verla y la atrajo a él pegando su barbilla a su cabeza.
Decidí que era momento de marcharme. Cuando me acerqué para despedirme, noté en Albert un gesto de incredulidad ante el momento que estaba viviendo. Después de esperar más de cinco años de aquel encuentro, una tímida duda asomó por sus ojos azules. Tal vez temía que aquello no fuera realmente verdad y que ese efímero momento se iría en un abrir y cerrar de ojos o tal vez, sólo tal vez, descubrió que Candy era tan humana como él y no aquel lejano sueño que albergó en su atormentado corazón.
Fuera lo que fuera, al notar mi mirada, trató de recomponerse y con un gesto de agradecimiento me despidió, Candy me miró y me dijo adiós con la mano. Los contemplé una vez más y luego abandoné la habitación. Descendí hasta la entrada y me marché a mi casa bajo la lluvia.
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- Quisiera haber hecho todas las cosas del mundo contigo- le dijo Candy, acercándose a su oído.
Albert la miró y, sin poder ocultar su emoción, la atrajo hacia él y pegó su barbilla a los sedosos cabellos rubios que despedían un dulce aroma a rosas.
- Ven, quiero mostrarte algo más- Albert la tomó de la mano y la condujo hasta una puerta que daba al jardín.
Rápidamente un empleado se acercó y les ofreció resguardo bajo un gran paraguas.
- Gracias, yo lo llevaré, puedes retirarte.
Albert pasó un brazo sobre sus hombros, mientras ella se aferraba a su cintura. Al llegar al lugar, Candy se soltó del abrazo y miró con sorpresa el lugar al que habían llegado.
- ¡Es igual a jardín de Lakewood! - exclamó.
- Así es, este jardín lo mandé a construir en tu honor. Todos los días vengo aquí para acordarme de ti.
Candy se puso una mano en los ojos y comenzó a sollozar.
-Querida, no llores más, por favor. Eres mucho más linda cuando ríes que cuando lloras- le susurró al oído tiernamente.
Lo miró emocionada y le regaló una brillante sonrisa.
- En casa- le dijo tratando contener de llanto -Tengo un jardín igual a este y también voy ahí todos los días para acordarme de ti.
Albert dejó caer el paraguas y la abrazó con fuerza. No podía articular palabra, solo sentía las lágrimas correr por su rostro y el corazón desbordante de alegría.
- Ojalá pudiera pasar todos los días de mi vida junto a ti- murmuró, Candy.
- Así será, querida, así será.
Con delicadeza, Albert le acarició la barbilla y, lentamente, fue acercando sus labios. Candy acortó la distancia entre ellos y sin importarles que estaban bajo la lluvia, se besaron amorosamente.
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- ¡Buenos días, George! - saludó Albert con singular alegría.
- Buen día, William.
- Te veo un poco molesto.
- En cambio a ti te veo muy bien.
- Vamos George ¿Acaso no es un día hermoso?
- Lo normal.
Albert suspiró ante la obviedad de ver que su tutor seguía enojado con él. Sabía que el motivo de esa molestia era que George creía que no podría manejar al mismo tiempo el asunto familiar y su romance con Candy. Aunque él mismo alguna vez se preguntó si podría separar una cosa de otra, se propuso demostrar que podía ser confiable en manejar ambos asuntos con éxito. En un intento de aligerar las cosas, se acercó a su mentor y le puso una mano en el hombro.
- Disculpa lo del otro día, George, sabes que para mí eres como un padre y no soporto que estés enojado conmigo. Mira, yo te prometo que...
- No tienes que prometer nada, William- lo interrumpió -Sólo quiero lo mejor para ti.
- Lo sé y por eso quiero que confíes en mí. Todo va a continuar de acuerdo a lo planeado.
- Confío en ti. Pero no por eso voy a callarme cuando crea que estás haciendo algo erróneo.
- Muy bien George, te lo agradezco.
Después del breve diálogo, se estrecharon la mano dando por terminado el asunto. Mientras degustaban el desayuno, Frank, el mayordomo, se acercó a Johnson para decirle algo al oído.
- ¿Ya está ahí? - preguntó Albert.
- Sí, está en la biblioteca.
- Muy bien, vamos. Tiene que vernos a los dos.
George le hizo una seña al mayordomo para que anunciara su presencia al invitado.
- El señor Ardley- dijo, con solemnidad.
El visitante se giró sobre sí mismo y se quedó estupefacto al mirar a quienes tenía frente a él.
- ¡Por Dios! ¡William! ¡George!
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