Disclaimer: los personajes de Twilight son propiedad de Stephenie Meyer. La autora de esta historia es Hoodfabulous, yo solo traduzco con su permiso.
Disclaimer: The following story is not mine, it belongs to Hoodfabulous. I'm only translating with her permission.
Capítulo 9
Él me Hace Volar
"Penetras mi alma. Soy mitad agonía, mitad esperanza…
No he amado a nadie más que a ti."
Jane Austen~
Mi mente daba vueltas mientras intentaba encontrar una forma de encontrarme con Edward. Él obviamente no podía venir a mi casa, y viceversa. Al menos, eso es lo que pensé al principio.
Alice seguía estando molesta conmigo, y anunció con voz fuerte después de la cena que pasaría la noche con Makenna. Escondí hábilmente la sonrisa que amenazaba con asomarse en mi rostro. Ella me miró con sospecha desde el otro extremo de la mesa del comedor de Nana mientras yo bajaba la mirada, pero no dijo nada. A medida que los minutos, y luego las horas, pasaban, me encontraba ansiosa por marcharme de la casa de mi abuela.
Al no querer llamar la atención a mí misma, esperé hasta que Emmett, Kate, sus padres, Alice, y Makenna abandonaran la entrada de la casa. Me estiré y bostecé, fingiendo agotamiento mientras mi tío Aro me miraba desde la silla reclinable en la sala de Nana. Me despedí de mi abuela, tomé un plato de sobras envueltas en papel aluminio de sus manos, y saludé con la mano con cansancio a Aro y al resto de mis familiares que estaban relajados frente al televisor. Los ojos marrones de Aro estuvieron fijos en mi espalda mientras salía casualmente de la sala.
Tan pronto como abandoné la entrada de la casa de mi abuela, le envié un mensaje a Edward explicándole que mi hermana iba a pasar la noche fuera de casa y que era seguro venir a mi casa. Era demasiado tarde para alguna visita sorpresa y sabía que mi madre no haría una aparición. Le envié a Edward instrucciones sobre dónde esconder su coche una vez que llegara a mi casa. Él me contestó con un breve "está bien" y le envié mi dirección. Entonces, procedí a hacer algo que nunca antes había hecho.
Me convertí en la típica adolescente y me volví loca.
Un chico vendría a mi casa a verme. Y no era cualquier chico. Edward Cullen vendría a mi casa. Edward Cullen y yo estaríamos solos en mi casa. El chico más hermoso, no, el hombre más hermoso que había visto en mi vida y yo estaríamos solos. Juntos. En mi casa. Y nuestra breve historia juntos me decía que antes de que terminara la noche, él tendría sus manos en mi cuerpo.
Conduje a casa como alma que se lo llevaba el diablo.
Con mucha prisa, subí las escaleras y me di la ducha más rápida conocida por la humanidad. Mi cabeza esquivó el chorro de la ducha por un par de razones. La primera era porque no tenía tiempo para molestarme en lavar y secar mi cabello. La segunda era porque Edward prefería el olor a mantequilla que mi cabello parecía exudar.
Me depilé las piernas y de alguna manera logré no cortarme en absoluto. Mi maquinilla de afeitar se acercó a mis partes femeninas y comencé a entrar en pánico. La maquinilla rosa tembló en mi mano.
—Al diablo —murmuré mientras inusualmente tiraba la precaución por la ventana una vez más.
A menudo mantenía el vello allí prolijo, por así decirlo, pero jamás había tenido razones para afeitarlo por completo. Me unté en crema de afeitar y cuidadosamente me acerqué a mi coño, rezando que Edward me tocara allí abajo. Entonces, recé que no lo hiciera. Luego recé que lo hiciera, y silenciosamente le pedí a Dios que me perdonara por mis pensamientos impuros.
Acababa de ponerme una fina camiseta negra, sin sostén, y un par de pantalones cortos cuando escuché el suave rugido de un coche acercándose por el largo camino de la entrada.
Esperé con impaciencia en los escalones que llevaba hacia terraza trasera mientras el coche negro de Edward avanzaba lentamente. Apagó los faros, se desvió del pavimento, y se metió en el gran cobertizo de mi padre que se encontraba a mitad del camino de entrada.
Mi padre amaba la carpintería, pero el cobertizo había sido vaciado y abandonado después de su muerte hace mucho tiempo. Mi madre vendió todas sus sierras y herramientas después de su muerte. Lo único que quedaba en el cobertizo era una vieja cortadora de césped y otras herramientas para el césped. El cobertizo seguía siendo lo suficientemente grande para almacenar dos coches fácilmente. Pero solo había un coche que necesitaba caber, y ese era un viejo y restaurado Shelby Mustang.
Observé ansiosamente mientras Edward salía del cobertizo y cerraba las puertas de madera detrás de él, ocultando su coche. Caminó el resto del camino luciendo jodidamente tranquilo mientras yo me sentaba en los escalones de madera hecha un manojo de nervios.
Él también se había duchado. Su cabello estaba ligeramente mojado y brillaba en un desastre broncíneo bajo la luz de la luna. Tenía puesto una camiseta sin mangas azul marino que dejaba al descubierto sus brazos bien definidos. El tatuaje Cullen en la parte inferior de su antebrazo derecho me recordó al instante lo traidora que era a mi familia.
Respiré profundamente y tragué saliva secamente mientras obligaba a mis pensamientos desleales hacia mis familiares a salir de mi mente. Esta noche no se trataba de mi familia. Esa noche era sobre Edward, yo y la luna.
Los ojos profundos de Edward estaban fijos en los míos y sus labios rosas se curvaron en una sonrisa mientras se acercaba a mí. Subió los escalones de madera de la terraza y se dejó caer a mi lado. Su piel olía a lo que solo podía ser descrito como hombre. Rodeando mi cintura con un brazo, me jaló hacia su costado donde encajaba tan naturalmente.
—Tienes miedo —dijo con voz suave mientras rozaba mi sien con sus labios. Su nariz se abrió paso entre mi cabello y lo oí inhalar pesadamente. Lo sentí sonreír contra mi mejilla—. Lo veo en tus ojos.
—Sí —respondí en voz baja mientras mis manos comenzaban a temblar.
—Dime lo que te asusta, Bella —dijo él.
El aliento caliente de Edward inundaba mi rostro, oliendo a pasta de dientes con sabor a menta. Tomó mi barbilla gentilmente y giró mi rostro hacia el suyo. Él estudió silenciosamente la expresión en mi rostro.
—Tengo miedo de todo —admití mientras respiraba profundamente y lo miraba a sus profundos ojos verdes—. Tengo miedo de Aro y lo que hará cuando se entere de lo nuestro. Tengo miedo de tu intensidad. Tengo miedo de lo que siento cuando estoy a tu alrededor. Tengo miedo de lo débil que me he vuelto al darme cuenta de que no puedo estar lejos de ti por más tiempo. Pero más que nada, tengo mucho miedo de decirte que no. Porque un día te cansarás del rechazo y dejarás de luchar por mí.
—No tengas miedo —susurró—. No dejaré que nadie te lastime. No te dejaré. Y estoy feliz de que hayas dejado de alejarme. Aunque, debo decir, que ciertamente disfruté de la persecución.
Se rio entre dientes y sonreí un poco. Esa sonrisa titubeó al recordar al perro de Aro muerto en el patio trasero de mi abuela.
—Creo que Aro ya sabe que me estabas buscando —le dije.
Su brazo seguía alrededor de mi cintura y sentí sus dedos deslizarse debajo del borde de mi camiseta cerca de mis costillas. Inhalé profundamente, sorprendida. Edward masajeó mi piel con sus largos dedos pero no dijo nada mientras observaba mi rostro solemnemente y me escuchaba hablar. Le conté todo lo que dijo Aro y sobre que Billy Black le hizo una visita.
—Le disparó a su perro justo frente a mí —susurré mientras el recuerdo del animal muerto pasaba por mi mente una vez más—. Dijo que eso es lo que le pasa a los traidores. Sé que nos matará, Edward. Si nos descubre juntos, nos matará.
—Entonces, no puede descubrirnos —susurró mientras sus dedos se deslizaban hacia arriba, provocando escalofríos en mi espalda—. Porque ahora que finalmente te tengo, no te dejaré ir.
—¿Cómo? ¿Nos veremos en secreto? —le pregunté con un suspiro tembloroso mientras tomaba mi pecho con su mano. Sus dedos se detuvieron.
—No tienes puesto un sostén —murmuró con ojos oscuros, evitando disimuladamente mi pregunta.
—No —susurré, viendo aparecer lentamente una sonrisa maligna en su apuesto rostro.
—Bien —masculló.
Entonces, pellizcó mi pezón entre sus dedos. Fuerte.
Solté un grito de placer y dolor mientras él se reía. Edward sacó la mano de debajo de mi camiseta, se puso de pie, y se estiró. Su entrepierna se encontraba justo al lado de mi rostro y no pude evitar mirar con ojos muy abiertos al bulto en sus jeans.
Era gigante.
—¿Dónde están tus modales, Srta. Swan? —preguntó con una sonrisa—. ¿No puedes darme el recorrido?
—Eh... sí —murmuré tontamente mientras me obligaba a apartar la mirada del bulto.
Edward sonrió con suficiencia y cortésmente me ofreció la mano. La tomé con una sonrisa temblorosa porque de repente me sentía muy intimidada por él. No pareció sentir mi vacilación mientras me ayudaba a ponerme de pie. Su mano encontró su camino hacia la cintura de mis shorts mientras me seguía adentro.
—Y bien, esta es la sala, el comedor, y la cocina —dije, moviendo las manos a mi alrededor casualmente hacia el área abierta—. Hay un baño y un lavadero aquí abajo también, pero estoy segura de que no quieres ver eso.
Edward soltó mi cintura y caminó alrededor de la sala observando las fotografías sobre la chimenea. Había muchas de Alice y mías de más jóvenes en varias etapas de la infancia.
Alice era una de esas niñas que les encantaba robar las tijeras y cortarse el pelo en secreto. En una de las fotografías, Alice lucía un peinado corto por delante y largo por detrás después de haberse cortado todo el cabello de la parte superior de la cabeza.
Edward tomó una fotografía de la repisa y la miró fijamente. Caminé hacia donde él se encontraba y eché un vistazo alrededor de él. Era una foto de mi padre y yo cuando tenía unos seis años.
En la fotografía, me encontraba de pie junto a mi padre con una enorme sonrisa en el rostro. Me faltaban los dientes delanteros y llevaba coletas y un mono sucio. Mi padre estaba a mi lado sosteniendo un gran bagre que había atrapado en nuestro lago. Sus ojos color chocolate brillaban y había una hermosa sonrisa en su rostro bronceado.
—Ese fue un buen día —comenté mientras Edward seguía observando la fotografía—. A papá y a mí nos encantaba pescar juntos. Salíamos en bote al lago y nos quedábamos allí todo el día. Luego mamá se quejaba porque llegaba a casa con la nariz y las orejas quemadas por el sol.
—¿Es por eso que tienes pecas en la nariz? —preguntó mientras tragaba fuerte y colocaba con cuidado la foto de vuelta en la repisa.
Se dio la vuelta y me dio una pequeña sonrisa. Abrí la boca para contestar pero él me interrumpió.
—Seis —dijo mientras sujetaba mi cintura y me acercaba a él.
—¿Seis qué? —pregunté a través de la neblina que él había creado en mi mente. Estar tan cerca de este cuerpo era completamente embriagante.
—Pecas —susurró, rozando mi mejilla con la nariz e invadiendo mis sentidos con su aroma masculino—. Tienes seis pecas en la nariz. No son tan oscuras ahora como lo eran cuando tenías doce años. Pero siguen estando allí.
Edward presionó sus labios contra los míos solo por un momento antes de alejarse y caminar hacia las escaleras. Comenzó a subirlas y lo miré aturdida en silencio mientras desaparecía en el primer piso, sin mirar atrás.
Seis pecas. Ni siquiera sabía cuántas pecas tenía en la nariz. Pero Edward sí.
Una extraña emoción se apoderó de mí, y envolví mis brazos alrededor de mi torso tratando de aferrarme a la sensación. Era codiciosa, egoísta, y nunca quería dejarla ir. Me tambaleé de camino hacia las escaleras y fui en busca de él. Porque él me tenía. Él era el león.
Y yo su oveja.
Lo encontré en mi habitación. No estaba segura de cómo supo que era mía y no de Alice, pero de alguna manera él lo supo. Mis paredes estaban pintadas de un azul cielo, y habían estrellas de plástico pegadas en el techo. Había maquillaje barato esparcido por mi tocador, y mi ropa sucia de ese día colgaba del costado del cesto de ropa sucia. Estaba agradecida de haber sido lo suficientemente consciente para hacer mi cama.
Él encontró mi estante de libros y me encogí cuando sacó un cuaderno de bocetos de apariencia familiar.
—Eh, eso es privado —dije, extendiendo la mano para arrebatarle el cuaderno.
Edward esquivó mis dedos y evitó mis protestas con una sonrisa en el rostro. Probablemente pensaba que todo era una broma, pero me avergonzaba la idea de que abriera ese cuaderno y viera mis bocetos de él.
—¡Vamos! Déjame echar un vistazo —bromeó cuando finalmente agarré el borde del cuaderno.
Él se rio mientras jugábamos al tira y afloja con el cuaderno. Mi rostro estaba rojo de la ira y la vergüenza. Casi tenía el cuaderno en mi posesión cuando le dio un último tirón solo un poco más fuerte. El libro voló de nuestros dedos y observé con horror cómo hoja tras hoja de bocetos volaban por la habitación y aterrizaban a sus pies.
Edward estaba callado mientras miraba el retrato de un niño joven que lo miraba solemnemente.
Mis rodillas tocaron el suelo mientras me apresuraba a recoger las hojas. Lágrimas de vergüenza corrían por mis mejillas. Edward se agachó hacia donde yo estaba arrodillada y suavemente sacó las páginas descoloridas de mis dedos temblorosos. Las colocó sobre la cama y me observó mientras me secaba las lágrimas de las mejillas.
Edward me agarró por los hombros y me levantó del suelo con él. Dejé caer mi cabeza hacia adelante y evité su mirada persistente.
—¿Hiciste esos dibujos... de mí? —preguntó suavemente mientras sus manos se movían por mis brazos de arriba a abajo. Asentí lentamente.
—¿Cuándo? —preguntó, acercándome más a él y levantando mi cabeza con sus dedos—. ¿Cuándo hiciste esos dibujos?
—Algunos los dibujé después de conocernos en la funeraria —admití en un susurro mientras él me miraba fijamente a los ojos—. Algunos los dibujé después de encontrarnos en el muelle.
—¿Por qué te ves tan avergonzada? —preguntó, estudiándome con cuidado.
—Porque estoy avergonzada —admití—. Juro que no estoy loca.
Él se rio y me soltó. Buscando en su bolsillo trasero, sacó una vieja billetera marrón de cuero y la abrió. Después de hurgar en la billetera por un momento, sacó un trozo de papel descolorido en blanco y negro. Edward desdobló el papel y me lo entregó. Lo miré confundida hasta que me di cuenta.
—Tenías catorce años —explicó mientras estudiaba el recorte de periódico—. Ganaste un premio de ciencias. Salió en el periódico del condado.
—Fue un proyecto sobre el sistema solar —murmuré, mirando a la sonrisa perezosa en su rostro—. ¿Lo has tenido en tu billetera... durante cuatro años?
—Sí —admitió—. Jamás olvidaré ese día. Estaba en la cocina sirviéndome un tazón de cereal para el desayuno, y vi tu rostro mirándome en el periódico de Carlisle. Se encontraba en la mesa en el mismo lugar donde desayunaba todas las mañanas.
—Entonces, ¿lo recortaste y lo pusiste en tu billetera? —pregunté sin estar muy convencida.
—Eventualmente —dijo con una sonrisa de superioridad mientras tomaba el recorte de mis dedos y lo volvía a colocar en su billetera.
—¿A qué te refieres con "eventualmente"? —pregunté confundida mientras él guardaba la billetera de vuelta en su bolsillo.
—Tenía catorce años, Bella. —Se rio—. ¿Qué crees que hice primero?
Fruncí el ceño mientras pensaba en sus palabras. Entonces caí en la cuenta. Me tapé la boca y lo miré con sorpresa.
—¡Edward! —jadeé.
Edward se rio y sacó el teléfono de su bolsillo. Deslizó sus dedos por la pantalla y abrió la foto que había tomado frente a la pastelería. En la fotografía, mi expresión era de asombro. Mi boca estaba parcialmente abierta.
—Pero esta es mejor —comentó con una sonrisa—. Me gusta la manera en que tu boca se ve en esta foto. Además, no me siento tan pervertido cuando la miro y me acaricio...
No terminó su frase. Lo golpeé en su duro vientre y se dobló de risa y dolor. Mis mejillas ardían, pero no podía esconder la sonrisa satisfecha que se dibujó en mi rostro.
Edward se enderezó y me jaló hacia sus brazos mientras seguía carcajeándose. Imágenes de Edward dándose placer pasaron por mi mente, y sentí mis pezones endurecerse mientras mi cuerpo se presionaba contra el suyo.
—Las estrellas se pueden ver esta noche —susurró contra mi cabello—. ¿Me llevarás afuera y me mostrarás las constelaciones?
—Sí —dije, feliz de evitar más conversaciones sobre los bocetos, las fotografías y la masturbación.
Edward me tomó de la mano y me llevó por la escalera. Abrió las puertas corredizas de vidrio y los dos caminamos hacia la terraza trasera. Era una noche despejada y las estrellas titilaban en lo alto. La luna estaba tenue en el cielo y en forma de media luna. Era una noche perfecta para contemplar las estrellas.
Edward bajó su largo y delgado cuerpo sobre una tumbona y me llevó con él. Me acomodé entre sus piernas con la espalda apoyada contra su pecho. El aire era espeso, caliente, húmedo y estaba lleno de los sonidos de los grillos cantando y las ranas croando ruidosamente.
—¿Dónde está tu hermana esta noche? —preguntó Edward mientras me quitaba el cabello largo de detrás de la espalda y lo movía sobre mi hombro izquierdo. Apoyé la cabeza junto a su cuello.
—Pasará la noche con nuestra prima Makenna.
—¿Y tu madre? —preguntó.
—Vive en Birmingham con una amiga. —Fue mi respuesta resentida mientras observaba el cielo nocturno con el ceño fruncido.
—¿Quién cuida de ustedes? —preguntó, provocando que una sonrisa seca se escapara de mis labios.
—¿Quién cuida de nosotras? Eh, nos cuidamos nosotras mismas —Me reí—. Como siempre lo hemos hecho. Bueno, supongo que podrías decir que yo cuido de nosotras. Mi hermana tiene algunos... problemas.
—Sí, Jasper me contó que era un poco rara. —Se rio entre dientes, sorprendiéndome con su admisión. ¿Él y Jasper hablaron sobre mi hermana?
—Ella es inestable —dije, poniendo los ojos en blanco—. Y quejosa. Me agota con todas las mierdas que hace.
—Y entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué es tu responsabilidad cuidar de ella?
—Porque es mi hermana —respondí sin entender del todo su pregunta—. ¿Por qué no cuidaría de ella? La amo.
—¿No quieres que alguien cuide de ti por una vez, Bella? —preguntó. Sentí sus labios mordisquear mi cuello y jadeé ante la sensación—. ¿Dejarás que cuide de ti?
No sabía cómo responder porque, de nuevo, no entendía la pregunta. ¿Cómo podría cuidar de mí?
—¿Alguna vez te sientes libre? ¿O siempre estás encerrada? —preguntó, deslizando ambas manos debajo de mi camiseta.
Los dedos de Edward rozaron mi piel provocando una corriente de placer por todo mi cuerpo. Sentí sus dedos moverse hacia arriba y cubriendo mis pechos. Los apretó suavemente y movió sus pulgares por mis pezones duros. Mi espalda se arqueó contra mi voluntad, y siseé ante la sensación.
—Encerrada —admití con voz tensa mientras su lengua cálida se deslizaba desde el hueco de mi cuello hasta mi oreja.
—¿Quieres ser libre, Bella? —me susurró al oído—. ¿Quieres volar? ¿Puedo hacerte volar?
—Sí —gemí mientras me lamía el lóbulo de la oreja—. Quiero volar.
Edward dejó una mano en mi pecho mientras la otra bajaba por mi abdomen y la hundía dentro de mis pantalones cortos. Ya estaba mojada por sus caricias y sus palabras. Sus dedos encontraron mi clítoris y se detuvo.
—¿Sin bragas? Mierda —murmuró, frotando mi clítoris en pequeños y suaves círculos—. Cuéntame sobre las estrellas, Bella. Concéntrate.
—¿Las estrellas? —Jadeé cuando frotó un poco más fuerte.
El bulto duro de Edward estaba presionado contra mi trasero y comenzó a frotarlo lentamente contra mí. La presión de sus dedos contra mi clítoris aumentó una vez más. Sentí chispas de puro placer en mi centro. Mi cuerpo se convirtió en un cable con corriente mientras seguía embistiendo, frotando, y haciendo demandas.
—Bella, dijiste que me contarías sobre las estrellas —me recordó con un suspiro pesado—. Si me muestras las estrellas en el cielo, prometo que te mostraré algunas estrellas como nunca antes las has visto. ¿De acuerdo? Ahora, concéntrate. Cuéntame sobre las estrellas, Bella.
—Eh, esa estrella se llama "Arcturis" —murmuré, señalando con un dedo tembloroso hacia el cielo nocturno mientras él se movía contra mí—. Es la cuarta estrella más brillante en el cielo y es veinte veces más grande que el sol.
—¿Veinte veces más grande? —susurró, deslizando sus dedos de mi clítoris hacia mi entrada—. ¿Te gustan las cosas grandes, Bella?
—¡Mierda! —Siseé cuando lentamente empujaba dos dedos largos dentro de mí.
La palma de Edward se presionaba contra mi clítoris mientras curvaba sus dedos dentro de mí y tocaba ese punto místico del que solo había leído. Chillé ante la sensación y él se rio junto a mi oído.
—Quiero ver tu rostro cuando te haga correr —dijo mientras sus dedos húmedos dejaban mi cuerpo.
Gemí ante sus palabras sucias y ante la pérdida de su toque, sintiéndome más vacía de lo que me había sentido en toda mi existencia.
—No te preocupes, nena. —Se rio—. No he terminado contigo todavía. Te prometí las estrellas, ¿no?
—Sí —gemí cuando él me agarró de las caderas y embistió contra mí una última vez.
—Quiero que te des la vuelta así puedo ver tu rostro —me dijo en voz baja.
Me paré con piernas temblorosas, girando hacia él. Estaba tumbado en la tumbona mirándome con esa sonrisa torcida y esos ojos oscuros y lujuriosos.
Extendió una mano, desabrochando mis pantalones cortos y bajándolos con brusquedad. De repente, me sentía muy cohibida al estar de pie frente a él con mis shorts a mis pies, mis pezones duros haciendo presión contra la tela de mi camiseta, y el frente de mis bragas de seda violeta peligrosamente húmedo.
—Diablos, te ves bien —murmuró mientras sus ojos se detenían en mi mitad inferior—. Pero tienes demasiada ropa puesta. Deja caer tus bragas, encanto, y súbete a mi regazo.
El acento sureño de Edward era más marcado cuando jugábamos, y cuando la palabra "encanto" salía de sus labios, sentía que me ponía increíblemente húmeda. Mi coño palpitaba y mis pezones ardían de la manera más miserablemente deliciosa.
Quería aliviar la tortura que él me infligía, así que hice lo que me dijo. Enganché mis pulgares en las tiras de mis bragas y las bajé por mis piernas, pateándolas a un costado junto con mis pantalones cortos. La sonrisa de Edward desapareció cuando vio mi cuerpo expuesto codiciosamente.
—Regazo —ordenó con voz áspera.
Señaló a su regazo y obedecí. Descendí cuidadosamente sobre su cuerpo, muy consciente de lo abierta que estaba para él. Nunca hubo un momento en que me sintiera tan expuesta. Edward agarró ambos lados de mi trasero, le dio un apretón, y me empujó hacia adelante hasta que sentí su dureza presionada contra mí.
—¿Qué tal esas estrellas, Bella? ¿Estás lista para ellas? —preguntó, levantando mi camiseta ajustada sobre mis pechos.
—Sí, Edward —jadeé cuando sus manos encontraron mis pechos.
Edward jugó con mis pezones, girándolos suavemente entre sus dedos a veces, más fuertes en otras. Se inclinó hacia adelante y se llevó uno a la boca, chupando tiernamente. Grité cuando succionó, mordisqueó, y movió su lengua sobre un duro pezón antes de que su lengua y sus dientes encontraran el otro.
Edward colocó sus manos en mi cintura y comenzó a mover mis caderas hacia adelante y hacia atrás hasta que encontré mi propio ritmo. Una vez que estuvo satisfecho con la manera en que mi cuerpo se movía contra su polla dura cubierta por jeans, encontró mi clítoris una vez más.
—Sigue moviéndote, encanto —indicó cuando mi cuerpo se detuvo en asombro ante el contacto de sus dedos contra mi piel húmeda.
Comencé mi ritmo una vez más mientras movía mis caderas. Tiró un pezón entre sus dientes y succionó mientras hundía sus dedos profundamente dentro de mí. Jadeé, gemí, y prácticamente chillé al mismo tiempo que comenzaba a montar lentamente sus dedos, desesperada por que tocara ese punto especial una vez más.
Edward agarró mi cadera que tiene el tatuaje con su mano libre y me acerco con más fuerza contra sus dedos, incitándome silenciosamente a que lo montara más rápido. Curvó sus dedos dentro de mí y frotó mi clítoris con su pulgar. Sentí como si un dragón dormido estuviera despertando lentamente en mi vientre. Un fuego ardiente atravesó la boca de mi estómago y directamente entre mis piernas.
Tomé su cabello rebelde y moví mi cuerpo húmedo con fuerza contra sus dedos. Él le dio una última lamida a mi pezón con la lengua. Edward se reclinó contra la tumbona y me miró mientras embestía mis caderas salvajemente contra él y echaba la cabeza hacia atrás.
—Mírame a los ojos, Bella —ordenó mientras el cable de alta tensión chispeaba lentamente y se desenrollaba en la boca de mi estómago.
Mis ojos se abrieron y luché para mantenerlos fijos en él. La sonrisa burlona desapareció de su cara. En su lugar había una expresión de una mezcla de emociones. Lujuria, ira, ternura y agresión. Lo vi todo cuando lo miré a los ojos mientras me complacía constantemente.
—Cuando veo tu rostro, veo todo —susurró—. Veo lirios blancos y una luna llena. Veo truenos y saboreo fresas. Veo alegría y dolor. Huelo la lluvia de junio y pastel de cumpleaños. Y veo las estrellas en tus ojos. ¿Estás lista para las estrellas, Bella?
—¡Sí! —jadeé cuando el ardor entre mis piernas se volvió insoportable.
—Bien. —Sonrió con suficiencia.
Edward metió sus dedos más profundamente y con más fuerza, succionando un pezón en su boca. Siseé mientras él acariciaba frenéticamente mi clítoris. Un extraño sonido de deseo se escapó de mis labios mientras lo miraba, encontrando su mirada. Mordisqueó mi pezón, soltándolo con un chasquido y soplándolo, todo mientras me miraba. Verlo a él haciéndole esas cosas a mi cuerpo mientras sus penetrantes ojos verdes me miraban a través de sus espesas y oscuras pestañas, me llevó al límite.
Mi cuerpo comenzó a zumbar y lágrimas de puro placer brotaron de mis ojos. Traté de mantener los ojos abiertos y en él, pero fue imposible. Con sus mechones rebeldes firmemente en mis manos, grité y me sentí contraerme alrededor de sus dedos. Estrellas blancas explotaron en la oscuridad detrás de mis ojos fuertemente cerrados mientras echaba la cabeza hacia atrás y disfrutaba de mi orgasmo. Mi voz se escuchó en las tranquilas aguas del lago. El sonido hizo eco a través del denso bosque que rodeaba el hogar de mi infancia.
Edward me acarició lentamente mientras yo descendía de la dichosa galaxia a la que me había enviado. Jadeé de euforia y mi cuerpo lentamente se relajó. Cuando su toque se volvió demasiado contra mi nuevo punto sensible, retiró sus dedos de mi interior.
Edward acercó mi rostro al suyo y me besó profundamente, succionando mi labio inferior en su boca. Sus dedos se enredaron en mi cabello y me encontré buscando a tientas la cremallera de sus jeans.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó sin aliento con su boca húmeda cerca de la mía.
—Devolviendo el favor —dije con el corazón acelerado mientras desabrochaba sus jeans y tiraba de la cremallera.
—Si sacas mi polla de mis pantalones, juro por Dios, Bella, que no seré capaz de evitar follarte —advirtió con una voz seria y severa—. Y no creo que estés lista para eso todavía. ¿Tengo razón?
Sus palabras hicieron que me detuviera y luchara a través de la neblina brumosa en mi mente para buscar un pensamiento racional.
—No... No estoy segura —tartamudeé con honestidad mientras mis dedos se detenían—. Nunca he... Quiero decir, serías el primero...
—Y con suerte, el último —murmuró y me agarró de las muñecas, llevando mis brazos alrededor de su cuello—. No quiero nada más que estar contigo en todas las formas, pero si tienes que cuestionarte al respecto, entonces no estás lista.
Asentí, ligeramente aliviada pero también un poco decepcionada. Me dejé caer sobre él y escondí el rostro en la curva de su cuello. Sus manos se deslizaron desde mi cintura hasta mi trasero y me volví muy consciente de lo desnuda que estaba. En medio de mi éxtasis hormonal, no me había importado mucho. Ahora que la hora del juego había terminado, me sentía tímida mientras sus manos se deslizaban por mis nalgas desnudas.
—Debería volver a vestirme —murmuré contra su cuello.
—No deberías volver a usar ropa nunca más. —Se rio mientras le daba un apretón a mi trasero—. Te prefiero desnuda cuando somos solo nosotros dos.
Solté unas risitas y me aparté de él. Una sonrisa satisfecha se extendió en las comisuras de su boca mientras me miraba tomar mi camiseta y la tiraba hacia abajo para cubrirme los pechos. Después de volver a ponerme la ropa interior y los shorts, me paré junto a la tumbona donde él se encontraba, insegura de qué hacer a continuación. Puso sus manos detrás de su cabeza, estiró sus largas piernas, y mantuvo una expresión de relajación pacífica en el rostro mientras sostenía mi mirada.
—No te estás poniendo tímida conmigo de nuevo, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa torcida—. Pensé que ya habíamos superado eso, especialmente después de lo que acaba de pasar.
Luché para encontrar algo inteligente para decir, pero no encontré nada. Me sentía vulnerable y era una emoción incómoda. Había aprendido a lo largo de los años a no depender nunca de nadie ni a tener expectativas de nadie. Edward hacía que lo deseara porque él me deseaba. Había tantas cosas que podían salir mal debido a nuestra situación que me aterrorizaba. ¿Qué pasaría si me volviera dependiente de los sentimientos que él me infligía, solo para que me lo arrebataran?
—Deja de pensar tanto, Bella —susurró mientras se sentaba y se arrimaba al borde de la tumbona. Extendiendo los brazos, tomó mis manos y me puso entre sus piernas—. No me iré a ninguna parte, ¿de acuerdo?
Asentí pero no dije nada. Él se puso de pie y pasó las manos por mi cabello, acunando mi cabeza delicadamente. Inclinando mi cabeza hacia atrás, lo miré a sus profundos ojos verdes. Su rostro estaba oculto en las sombras pero incluso la oscuridad no ocultaba la expresión que tenía. Tragó fuerte y se inclinó, capturando mi boca con sus suaves labios. Me besó profundamente, deslizando su lengua en mi boca. Muy lentamente, abrí los ojos mientras me besaba, preguntándome cómo se vería su rostro durante la acción.
Las pestañas largas y oscuras descansaban debajo de sus ojos cerrados suavemente, y sus gruesas cejas estaban ligeramente fruncidas en concentración. Jamás olvidaría la manera en que se veía mientras me besaba. Cerré los ojos y gemí suavemente mientras mi corazón se inflaba en mi pecho. Mis dedos encontraron su camino en su suave cabello rebelde, y los enredé en sus mechones.
—Deberíamos parar antes que no pueda soportarlo más. —Se rio secamente contra mis labios—. He deseado esto por tanto tiempo que me asusta. Temo no poder detenerme si sigo besándote.
Llenó de suaves besos desde la comisura de mis labios, subiendo por mi mandíbula, y terminando en mi frente. Edward guió mi cabeza para apoyarla en la curva de su cuello, y permanecimos allí de pie en la terraza contentos con simplemente abrazarnos. Tarareó una melodía suavemente y movió mi cuerpo lentamente contra el suyo al ritmo del sonido. La canción me resultaba familiar; era el tono de llamada que había programado en su teléfono para cuando llamara. Lo inhalé, queriendo recordar la felicidad pura que sentía en ese momento por el resto de mi vida. Edward eventualmente dejó de tararear y se apartó de mí un poco. Me miró solemnemente a los ojos mientras yo lo miraba con mis brazos alrededor de su cuello.
—Bellas, deberías saber que... —Comenzó en un susurro mientras su manzana de Adán rebotaba—. Que te a...
—¡No lo digas! —supliqué mientras extendía la mano y presionaba mis dedos contra sus labios ligeramente entreabiertos—. No lo digas. Porque una vez que dices las palabras, se vuelve real, y no creo que pueda vivir conmigo misma si dices esas palabras y nuestras familias las destruyen.
—Es real ya sea que lo diga o no —dijo con un tono oscuro mientras su cuerpo se ponía rígido en mis brazos—. Siempre ha sido real, Bella. Tú y yo fuimos hechos el uno para el otro. Lo creas o no, es verdad.
Mis ojos se llenaron de lágrimas como la adolescente hormonal en la que me había convertido, y su cuerpo se relajó ligeramente bajo mis brazos mientras él suspiraba. Edward secó mis lágrimas con los pulgares y dio un paso atrás, lanzándome una mirada un poco rota.
—¿Qué tal si nos recostamos y miramos las estrellas? —sugirió mientras tiraba de mis manos.
—Está bien —acepté en voz baja.
Edward me llevó de vuelta a la tumbona entre sus piernas. Apoyé la cabeza en su pecho y los dos miramos fijamente el cielo nocturno. Las estrellas titilaban en lo alto, brillando como diamantes en la oscuridad. No habló; y yo tampoco. No teníamos que hacerlo.
Todo lo que Edward necesitaba era que supiera lo transmitía en la manera en que me tocaba. Su nariz se posó en mi cabello ondulado mientras inhalaba mi aroma, diciéndome silenciosamente que disfrutaba el olor de mi cabello. Ocasionalmente me mordisqueaba la piel, comunicando que amaba cómo sabía. Sus manos vagaron debajo de mi camiseta sobre mi vientre, y acarició mi piel suavemente, haciéndome consciente de que apreciaba la sensación de mi piel bajo sus dedos.
Edward tenía razón, por supuesto. No tenía que decir las palabras en voz alta para que fueran ciertas. Edward Cullen me amaba. Y al levantar la mirada y encontrarme con sus ojos verdes expuestos, me di cuenta de que también estaba enamorada de él. Siempre lo había estado, desde el primer momento en que mis ojos inocentes se encontraron con los suyos en el funeral de mi padre hace tantos años atrás. Siempre seguiría enamorada de Edward Cullen, incluso si ese amor fuera imprudente, prohibido y mortal. Nuestro amor estaba teñido por el orgullo y el odio de hombres amargados y los de sus hijos por igual. Pero nada de eso importaba ya. Era demasiado tarde para echarse atrás. Edward Cullen capturó mi corazón y sería suyo para siempre.
Nos quedamos tumbados en aquella tumbona por horas, abrazándonos y tocándonos. Edward se fue por la noche, justo antes del amanecer, después de que le explicara a regañadientes que no quería tentar a la suerte con que se quedara demasiado tiempo en Mayhaw. Vi el conflicto en la infinita profundidad de sus ojos verdes mientras me besaba cariñosamente una última vez, tomando mi rostro suavemente en sus grandes manos. Con una última mirada triste, Edward se marchó por el largo y agrietado camino de entrada en su coche negro. Desapareció en la luz rosada y violeta de la madrugada, lo que me hizo romper la única promesa que me había hecho a mí misma: nunca verlo irse.
Una vez que se fue, sentí una ridícula sensación de rechazo invadirme. Era ridículo porque yo fui la que lo había echado en primer lugar, sin que él lo quisiera. Había una parte de mí que anhelaba que él discutiera conmigo sobre mi vacilante despido. Pero por más seguro, honesto y directo que había aprendido que era Edward en el breve tiempo que lo había conocido, no era tan autoritario como para ser un imbécil dominante.
No, la dominación estaba allí, no me malinterpreten, pero no era dañina ni violenta. Era más bien todo lo contrario. La manera en que me miraba, buscando las suaves curvas de mi rostro y mis ojos marrones mientras me abrazaba con fuerza, y murmuraba que nunca me dejaría ir, provocaba que se encendiera un fuego en mis venas. La dominación que exudaba no era la que me infundía miedo. Solo probaba que él me quería y haría lo que fuera para tenerme. Él me hacía sentir apreciada, como un diamante fino. Nunca en mi vida alguien había encendido una llama dentro de mí con una simple caricia o mirada. Solo esperaba que él fuera un hombre fiel a su palabra... rezaba para que nunca me dejara ir.
Después de verlo marcharse, caminé de vuelta hacia la casa y subí la escalera con cansancio. Una vez que llegué al segundo piso, giré con vacilación hacia el pomo de la última habitación al final del pasillo y abrí lentamente la puerta.
La habitación de mi madre se encontraba tal como la había dejado. La cama estaba cubierta con un edredón azul claro y marrón chocolate. El aire olía a humedad por la falta de vida. Una fina capa de polvo cubría los muebles antiguos de madera de cerezo y tomé nota mental de limpiar su cuarto pronto. La luz de la mañana se filtraba por la gran ventana que daba a la entrada de la casa, proyectando sombras de formas extrañas en el suelo mientras la luz del sol se asomaba a través de las ramas de los árboles del exterior.
Las palabras de Aro se repetían en mi cabeza mientras cruzaba la habitación hacia la caja fuerte que mi padre había dejado. Era alta, estaba hecha de caoba y medía alrededor de un metro de ancho, con una cerradura de combinación en el frente. Introduciendo los números que había memorizado hacía tantos años, abrí la caja fuerte e ignoré la gran cantidad de armas que había dentro. El objeto que buscaba estaba en el estante superior en una brillante caja de roble.
Abrí la caja mientras estaba sentada en la cama de mi madre y quité la pesada pistola que se encontraba envuelta en terciopelo rojo. El arma de metal era fría, familiar, y reconfortante en mi pequeña mano.
—Hola, papi —susurré mientras me aseguraba de mantener mi mano lejos del gatillo, recordando la regla número uno que mi padre me inculcó sobre la seguridad con las armas: no pongas el dedo en el gatillo hasta que estés listo para disparar.
Mi padre me enseñó a disparar un arma cuando tenía ocho años. Rifle, pistola, escopeta, las había disparado todas. Pasábamos horas cazando ciervos en el bosque profundo que rodeaba nuestra casa. Escuchaba mientras explicaba nuestro legado, la importancia de proporcionar comida a nuestra familia, y protegernos de aquellos que intentaban hacernos daño. Me inculcó la importancia de nuestros derechos a la Segunda Enmienda a una edad temprana, y era miembro de la NRA. Él llevaba un arma cargada a todas partes donde viajaba. No había disparado un arma desde que murió, pero antes de eso era una buena tiradora. Me preguntaba si lo seguía siendo.
Llegaría un momento en que volvería a disparar un arma. Era una verdad que sentía en lo más profundo de mi alma.
Sosteniendo esa pistola, le agradecí silenciosamente a mi padre por las cosas que me enseñó durante nuestro corto tiempo juntos. Mi padre no querría nada más que felicidad para mí, Alice y nuestra madre. Charlie Swan fue un buen padre para nosotras y un buen marido para mi madre. Pero él no fue lo que se consideraba un buen hombre. Era jodidamente obstinado y luchaba por lo que quería sin importar las consecuencias. Siempre había admirado su valentía y su fuerza de voluntad.
El rostro de Aro apareció en mi mente de repente. Mientras sostenía esa pesada pistola en mi mano, me di cuenta de una cosa: era la hija de mi padre. Y si llegaba el momento decisivo... la usaría.
NRA: Asociación Nacional del Rifle.
Los dos son puro fuego. ¿Edward logró que nadie lo viera entrar y salir del pueblo?
Gracias por leer :)
