Disclaimer: Saint Seiya pertenece a Masami Kurumada.

Notas: Después de tanto tiempo de ausencia, he decidido traer este fic. No consideraré Origin ni Episodio Zero, ya que prefiero tener en cuenta a Lost Canvas y Saintia Sho (el manga), incluso a la saga de Asgard. Como siempre, Saint Seiya ha sabido mezclar el mundo antiguo con el moderno, y ese es el escenario que he elegido aquí. Por eso uso términos como "curandero" y "médico" de manera intercambiable, y combino medicinas modernas con prácticas antiguas, como el uso de hierbas.

Esta historia está inspirada en la canción 'Don't Follow' de Shelby Merry, que también sirve como su banda sonora. De hecho, he tomado una estrofa de la canción como título tanto para el fic como para este capítulo.


•... y los hombres malvados siempre lucharán hasta el final, así que no los sigas•

El pulso se le disparó al distinguir una figura oscura, sentada en uno de los bancos delanteros, casi al pie del altar. La luz tenue del recinto apenas revelaba los mechones dorados que caían descuidadamente sobre el respaldo, mientras los codos reposaban en una postura deliberadamente relajada. Había algo casi insolente en la forma en que esa silueta se encorvaba, como si el entorno sagrado no lograra imponerle la más mínima reverencia.

El sacerdote se esforzó por no fruncir el ceño; en la capilla, todos eran bienvenidos, sin importar cómo se comportasen.

—No te oí llegar —dijo, alzando un poco la voz.

No era común que alguien se sentara tan cerca del altar sin razón aparente.

El extraño permaneció largo tiempo callado.

—Supongo —respondió al fin, dejando que sus palabras fluyeran con una suavidad casi susurrante, impregnadas de un aire sombrío—. Es un viejo hábito el no ser visto ni oído.

—Debo admitir que pensé que eras un fantasma —dijo el sacerdote, avanzando por el pasillo central con la escoba aún en mano. Su voz resonó en la sala, pero nuevamente no recibió respuesta del visitante, ni siquiera un ligero gesto de asentimiento.

La figura continuó mirando hacia el altar, como si se hubiera sumido en una contemplación profunda.

Finalmente, una risa suave, casi burlona, escapó de sus labios.

—Veo que crees en fantasmas y espíritus, padre. ¿Acaso también tienes fe en los dioses de esta tierra?

Atticus alzó ambas cejas, sin poder ocultar su sorpresa ante la pregunta.

—Existen, sin duda, pero no les rindo culto ni les profeso adoración.

—Por supuesto.

Fue un poco desconcertante que el extraño estuviese de acuerdo. Había algo en su respuesta que daba la impresión de que había más de lo que aparentaba. Además, estaba el hecho de que no lo había oído acercarse, y su voz profunda y agradable era sorprendentemente cautivadora. Con un ligero movimiento, se pasó la mano por el cabello, tratando de deshacer la tensión que se había instalado en su pecho.

—¿Qué buscas aquí? —preguntó, pretendiendo mantener un tono neutral, aunque su curiosidad lo delataba.

—Ninguno de los dioses que conozco es merecedor de lealtad —respondió el extraño, dejando caer sus palabras como piedras en un estanque—. A menudo son egoístas y caprichosos, tan humanos en sus defectos como los mortales a quienes desprecian. ¿Acaso no es irónico? Seres imperfectos juzgando a otros seres imperfectos, como si tuvieran la autoridad para dictar lo que es bueno o malo. Dime, padre, ¿el Dios al que sirves es tan ególatra y narcisista como los demás? ¿Es capaz de mirar a su creación sin asco, o se regodea en su propia grandeza mientras observa nuestras luchas desde lo alto, como un rey en su trono? —su voz ronroneó de burla.

Esta vez, Atticus frunció el ceño con creciente descontento. El hombre no era sólo un visitante extraño, era un provocador.

—Mi Dios no castiga ni se regordea. Las personas deberían entender que las consecuencias desafortunadas son simplemente el resultado de sus propias decisiones, no de una ira divina. Cada elección que hacemos lleva consigo un peso; nuestras acciones reverberan en el mundo que nos rodea.

El extraño ladeó la cabeza.

—Touché. Al final, todo se reduce al "karma", supongo.

—Entiendo tu punto —respondió Aticcus, con una leve sonrisa—. Aunque, como sacerdote católico, no soy un experto en esas creencias orientales. Pero sí, tienes razón: "karma" es una buena manera de describirlo. Cada acción tiene sus repercusiones, y a menudo nos encontramos atrapados en un ciclo de causa y efecto. Tal vez lo que llamamos "divino" es simplemente la forma en que el universo nos devuelve lo que damos.

La figura oscura se encogió ligeramente de hombros.

—¿Así que crees que el universo tiene un equilibrio, padre? Un juego de justicia cósmica donde todos obtenemos lo que merecemos, eventualmente.

—Es una forma de verlo —dijo Atticus—. Pero no siempre es tan sencillo. A veces, las acciones de unos pocos pueden pesar más que las de muchos.

El extraño se reclinó, cruzando los brazos con una sonrisa sardónica que parecía haberse gestado en las sombras mismas del lugar. Si bien la penumbra dificultaba distinguir los detalles, Aticcus pudo sentirla.

—Ah, la eterna lucha entre el bien y el mal, el dilema moral. Dime, ¿qué piensas de aquellos que, a pesar de sus malas decisiones, parecen prosperar mientras otros sufren? ¿Es el universo tan justo como crees?

Atticus vaciló.

—La vida no siempre es justa, y eso es parte de su complejidad. Quizás no hay respuestas simples a preguntas tan profundas.

—Interesante. Entonces, ¿es posible que lo que llamamos "divino" sea, en realidad, sólo un reflejo de nuestras propias fallas? Una proyección de nuestras inseguridades y miedos, vestida con la imagen de lo sagrado. ¿No es eso, en sí mismo, una forma de egolatría?

Atticus sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—Tal vez —respondió—. Pero eso no significa que debamos perder la fe en algo más grande que nosotros mismos. La esperanza, el consuelo, la comunidad; todo eso puede ser sagrado.

—¿Y qué pasa cuando esa comunidad se convierte en un dogma, padre? ¿Cuando el consuelo se transforma en cadenas? La fe puede ser tanto un refugio como una prisión.

El sacerdote se enderezó, su determinación renovada.

—Las cadenas son forjadas por aquellos que malinterpretan lo divino. La verdadera fe libera, no encadena.

El extraño lo observó con atención, como si estuviera evaluando cada palabra.

—Entonces, ¿te sentiste validado cuando los dioses desataron su ira, de manera injusta y sin distinción, sobre esa gente tonta y tradicionalista que aún los venera? Las consecuencias de adorar a ídolos tan vacíos, ¿verdad? Era de esperar que terminasen decepcionados y traicionados. ¿Qué bien podría surgir de rendir homenaje a deidades atroces e inmorales?

El sacerdote sintió que su compostura empezaba aflojarse y que su firmeza se resquebrajaba

—¡Nunca! ¿Por qué me sentiría validado o satisfecho por aquellas personas que han sufrido y perecido? Sonará loco, pero fui testigo de cómo las semillas de la discordia caían y florecían, luego sentí la ira del mar en carne propia. Y, por lo que sé, la ciudad de Venecia fue arrasada por las aguas. ¡Muchas personas inocentes han muerto! [1]

El extraño inclinó la cabeza hacia él, sus mechones dorados ocultando parcialmente su rostro. El sacerdote no pudo evitarlo: aquellos rasgos eran deslumbrantes, casi sobrehumanos. Sin embargo, había algo en su presencia, en el tono audaz de su voz y en las acusaciones que lanzaba, que le erizaba la piel, como si una sombra de peligro acechara tras esa belleza inquietante.

—No todos los que murieron eran inocentes. A los dioses simplemente no les importa hacer distinciones entre los malvados y los justos. No conocen la compasión ni la justicia; sólo la indiferencia de un poder que juega con los destinos de las personas como si fueran piezas en un tablero. Aquellos que claman por salvación son ignorados, mientras que los que se creen a salvo se encuentran atrapados en el mismo destino.

Atticus cerró los ojos por un instante, tratando de no dejarse arrastrar por la frustración. Su fe le enseñaba que la esperanza debía prevalecer, pero el hombre frente a él parecía desafiar cada creencia con cada palabra.

—Pareces saber mucho sobre ellos, sobre lo que realmente ocurrió. ¿Quién eres? ¿Qué te trae aquí?

—Mis disculpas. Yo... normalmente no frecuento estos lugares. De hecho, es la primera vez que piso esta isla, así que mi visita a tu iglesia fue pura casualidad. El volcán... me llamaba, de una manera casi hipnótica. Es difícil de explicar —dijo el hombre, deslizando los brazos por el respaldo y descansando sus manos blancas, extrañamente gráciles, sobre su regazo—. Hay algo que debo hacer aquí.

Se quedó en silencio durante unos segundos, como sopesando lo que diría. Aticcus le dio tiempo.

—Quiero confesarme.

La repentina e inesperada declaración lo sorprendió y lo dejó momentáneamente aturdido. Era una frase que había oído muchas veces a lo largo de los años, expresada con diversos matices de aflicción y abatimiento: a menudo, con prisa y ligereza, y en ocasiones entre sollozos desgarradores. Esas simples palabras, «quiero confesarme», podían desvelar un mundo de significados ocultos. Él era capaz de discernir las intenciones detrás de cada confesión, interpretando la inflexión de la voz y la forma en que se pronunciaban.

Sin embargo, era la primera vez que un visitante decía esas palabras sin revelar absolutamente nada. No había emoción en su voz, ni una sola grieta que sugiriera vulnerabilidad; era como si hubiera levantado una barrera impenetrable.

—¿He llegado demasiado tarde? ¿Tienes intención de irte a dormir pronto? —preguntó el extraño, su rostro sumido en sombras, como si las dudas que lo rodeaban fueran parte de su propia oscuridad. Su voz era suave pero insistente.

—Por supuesto que no —balbuceó Atticus, esforzándose por recuperar la compostura—. Sin embargo, debo preguntarte algo... Dijiste que nunca has estado en lugares como este. ¿Debo asumir que, en realidad, nunca has entrado en una iglesia?

—Es una suposición acertada —respondió, dejando escapar una risa casi musical que resonó en el silencio de la capilla.

El sacerdote observó al hombre con creciente inquietud. Era raro encontrar a alguien que, a pesar de nunca haber entrado en una iglesia, pareciera tan cómodo en ella, como si lo sagrado y lo profano le fueran indistintos.

—¿Por qué buscas la reconciliación con Dios ahora?

—No busco reconciliarme con Dios. No se puede reparar una relación que nunca ha existido.

Atticus lo miró con desconcierto. Había en su confesión una verdad tan cruda que parecía provenir de alguien que jamás había vivido sujeto a las reglas que gobernaban a los mortales

—Y, sin embargo, los humanos son sus creaciones. Te guste o no, esa conexión ya está establecida. La relación entre ambos existe, aunque prefieras ignorarla o rechazarla. No puedes escapar de lo que eres, ni de quién te hizo.

El extraño dejó escapar un leve suspiro, cruzando las piernas con un movimiento casi perezoso.

—Te lo concedo. Quizás los dioses no pudieron habernos creado. Tal vez esa sea la raíz de su odio: el hecho de que nunca fuimos realmente suyos desde el principio. Y, a pesar de eso, se benefician de nuestra existencia... ¿Qué serían ellos sin los humanos? —repuso, entrelazando sus pálidos dedos con gracia, como si buscara un equilibrio en sus pensamientos—. Padre, he cometido muchas atrocidades. Quiero convencerme de que había una razón detrás de mis actos, que de alguna manera eran justificados, pero...

—Pero estás perdido por el pecado de todos modos.

—Sí, el pecado. Esa palabra pesa como una losa. Quiero... que alguien me escuche antes de que la oscuridad se trague todo lo que soy.

—Muy bien —dijo el sacerdote, apoyando la escoba sobre un banco cercano antes de hacer un gesto amable—. Ven, sígueme. Te guiaré.

A diferencia de los penitentes habituales que acudían a su iglesia, el extraño no lo tomó de la mano ni le dirigió la mirada. Simplemente lo siguió hacia un conjunto de tres cuartos contiguos, cada uno oculto tras gruesas cortinas. Su porte era majestuoso, recordando a un rey o un príncipe de épocas pasadas. El sacerdote irrumpió en la penumbra, mientras el otro hombre se deslizaba silenciosamente por el lado derecho. Apenas los separaba un delgado muro, adornado con cruces individuales talladas en la madera.

En el instante en que ambos se colocaron en su lugar, Aticcus pudo sentir que la atmósfera cambiaba y que el aire se tornaba pesado. Una parte de él se preguntó si el desconocido estaba revelando sus emociones deliberadamente, como una forma de suavizar el proceso, de hacer más manejable lo que estaba por venir. Había ira, tranquila pero ardiente, emanando del interior de la habitación opuesta.

Un viejo rencor, profundamente arraigado y alineado. Este hombre no sólo llevaba consigo ese resentimiento, sino también un dolor oculto, palpable en el aire. Su rencor era negro como la tinta, oscuro y viscoso, y su dolor se mostraba como una herida fresca, reacia a sanar.

—¿Qué debo decir?

—Comienza con "bendíceme, Padre, porque he pecado".

—No vine a hablar de mis pecados pasados.

Aquello lo descolocó por completo.

—Hijo, me dijiste que querías confesarte. Si no es así, ¿a qué has venido? ¿Qué es lo que realmente deseas? —su voz, pese a su desconcierto inicial, se mantuvo firme.

Abandonar a un hombre que quizás anhelaba la redención no era propio de un siervo de Dios. Atticus lo acompañaría hasta el final. Rechazar a los desamparados, aún si estos se mostraban tan complicados y difíciles como las maneras misteriosas del Señor, no estaba en su naturaleza. ¿Y no era Dios, acaso, un ser dispuesto a dar segundas oportunidades?

—Estoy perdido por el pecado, sí —dijo el hombre con voz fría—, pero no busco absolución por lo que ya he hecho. Lo que quiero es ser absuelto por lo que estoy a punto de hacer cuando cruce esa puerta.

El sacerdote no pudo ver cómo los puños del extraño se cerraban con fuerza, ni cómo sus uñas se hundían en las palmas, dejando pequeñas heridas en la piel.

—Bendíceme, padre, por el pecado que cometeré.

—Ya veo —murmuró Atticus, retorciendo las manos con nerviosismo, mientras el peso de aquella declaración lo golpeaba como una bofetada—. ¿Y si intentara... evitar que cometas ese futuro pecado tuyo?

El extraño sonrió, un gesto que no alcanzó a iluminar sus ojos.

—¿Y cómo lo harías?

—De la única manera que sé: hablando.

—Intentarías convencerme de abandonar este camino predeterminado mío.

—Exactamente.

Una risa burlona, más oscura que la misma noche.

—Ni siquiera ella pudo. ¿Cómo crees que tú, un simple sacerdote, podrías lograrlo?

—No se puede absolver a todos de sus pecados, por más genuinas que sean nuestras intenciones... pero siempre vale la pena intentarlo. Dios valora el esfuerzo y la bondad desinteresada. Las decisiones se pueden cambiar; la redención es un camino abierto para todos, incluso para los más perdidos. Pero para eso, necesitas confrontar lo que te impulsa hacia esa oscuridad.

—¿Y tú qué sabes de la oscuridad, padre? —preguntó el extraño, sus palabras llenas de un sarcasmo que dejó un eco en el aire—. ¿Has sentido su abrazo? ¿Te has dejado llevar por la desesperación hasta perderte en ella?

Atticus tragó saliva, recordando momentos de su propia vida en los que la sombra parecía más tentadora que la luz.

—He estado cerca, lo admito. Pero siempre hay un camino de regreso, una luz en medio de la negrura. ¿No es eso lo que buscas, al final?

El extraño frunció el ceño, como si cada palabra del sacerdote lo picara en un lugar sensible.

—No hace mucho, estaba dispuesto a arrasar con todo para cumplir mis objetivos, sin importar si eso significaba sacrificar a un sacerdote o miles de vidas. Y, para ser sincero, sigo igual. No he cambiado en lo más mínimo. Mi ambición, mi odio, permanecen latentes, profundamente arraigados en mi ser. Simplemente he decidido ignorarlos. Pero la realidad es que aún lo quiero, padre. Quiero tener el mundo en mis manos... y eso me carcome.

Se calló de súbito, y Atticus sintió un dolor punzante en el pecho. Las palabras que había escuchado no provenían de un vagabundo con delirios de grandeza, ni de alguien que buscaba superar sus tribulaciones de manera metafórica. Algo en aquella voz revelaba que este hombre había estado decidido a llevar a cabo sus ambiciones en el pasado, en el sentido más crudo, aterrador y literal.

Y, sin embargo, cuanto más hablaba, más joven parecía, como un niño perdido en un mundo hostil. Quizás esa era la clave: en el fondo, un niño perdido, atrapado en sus propios miedos y anhelos, buscando desesperadamente un camino de regreso a la inocencia.

—¿Eres un conquistador, hijo?

Un puño impactó contra la pared del confesionario, haciendo que el sacerdote se sobresaltara y casi perdiera el equilibrio. Un gruñido profundo y primitivo resonó en el aire, como el último susurro de una bestia acorralada, y dejó claro que esta vez su vida pendía de un hilo. Entonces, con la intención de apaciguar cualquier demonio personal que hubiera despertado involuntariamente, prosiguió:

—Cuéntame más sobre tus pecados pasados. ¿Qué hiciste?

El extraño respiró hondo, como si ese simple gesto pudiera despejar las tormentas que le azotaban el alma. Su mirada se tornó distante, como si regresara a un lugar oscuro y olvidado, donde las decisiones tomadas no podían ser deshechas.

—He sido muchas cosas, padre —dijo, su voz ahora casi un murmullo—. Un manipulador, un traidor, un asesino, un hombre que se ha servido de otros sin considerar las consecuencias. Traicioné a los que me seguían, destruí a los que confiaron en mí, y me convertí en aquello que más odiaba —se detuvo un momento, su expresión endureciéndose—. Tomé decisiones que afectaron a muchos. Las vidas de aquellos que creían en mí, que confiaban en que iba a guiarlos hacia algo grande. Pero mi ambición no tenía límites. Utilicé a las personas como piezas de ajedrez, sacrificando a algunos por el bien de otros, sin remordimientos.

Atticus sintió que el aire se tornaba denso. El extraño parecía estar desnudando su alma, cada palabra como un corte en la piel, revelando cicatrices que nunca sanarían.

—¿Qué te llevó a hacerlo? —preguntó.

El visitante se quedó en silencio, meditando sus palabras.

—Las estrellas dictaminaron mi destino antes de que yo siquiera llegara a este mundo. Me marcaron como un monstruo, condenándome a vivir en las sombras, sin dignidad y sin la oportunidad de demostrar lo contrario. Desde el principio, me pusieron un bozal y me trataron como a un animal peligroso que necesita ser sedado y controlado... [2] Jugaron con mi vida... nuestras vidas... y fui dejado de lado por quien más amaba, alguien que prefirió a otros antes que a mí... Así que tomé una decisión: si querían un monstruo, me transformaría en uno.

—Actuaste en consecuencia. Todos los seres humanos hacemos eso, sea lo correcto o no. Te infligieron dolor e infligiste dolor.

—¿Estás justificándome, sacerdote?

—En absoluto. Sólo digo que, hasta cierto punto, es comprensible. Así que, ¿qué más hiciste?

—Nada —mintió. El sacerdote prefirió dejar las cosas así. Los detalles de los pecados pasados no eran el foco de esta conversación inquietantemente poco ortodoxa, después de todo.

—Háblame sobre este pecado predeterminado tuyo. ¿Qué planeas hacer?

—Hay una mujer —respondió el hombre, su voz tensa y directa—. Ella es responsable de la muerte de mi madre y sigue adelante con su vida como si nada hubiera pasado. Mi madre no era una mala persona... No como sus hijos. No merecía lo que le hicieron.

Atticus percibió el cambio en su tono. La rabia, aunque controlada, era inconfundible. Y sin embargo, algo le decía que este hombre no había venido sólo por la absolución, sino porque, en algún nivel profundo, deseaba ser disuadido.

—Piensas matarla.

—Estás en contra. No me sorprende.

—Estoy en contra de cualquier forma de asesinato, especialmente la venganza. Rara vez nos da el resultado que anhelamos. Tú deberías saberlo mejor que nadie, hijo.

—Pero esto es diferente. Siento que, al hacerlo, encontraré la paz que tanto busco.

El sacerdote se quedó perplejo, incapaz de comprender cómo había llegado a esa conclusión, a pesar de las evidencias que demostraban lo contrario. Entonces, con una calma medida, eligió sus palabras con sumo cuidado, como un cirujano que prepara su instrumento antes de una operación delicada. Finalmente, se dirigió a él con una voz serena pero firme:

—¿Sentiste alguna clase de paz cuando finalmente castigaste a aquellos que te hirieron? ¿O fue sólo un vacío que no lograste llenar?

No hubo objeciones, sólo unos balbuceos ininteligibles, palabras que nunca tuvieron la oportunidad de convertirse en una frase clara. Era un contraste sorprendente con las respuestas directas y precisas que había dado hasta ese momento. Parecía que, de la nada, sus pensamientos se habían desordenado y era incapaz de articular algo más, como si la verdad lo hubiera dejado aturdido.

El extraño respiró hondo, intentando recuperar el control.

—No... —murmuró—. No sentí paz. Pero... ¿qué sé yo de la paz?

—La paz es esquiva. He visto a muchos que buscan la venganza, creyendo que les traerá alivio. Pero el dolor no se apaga con más dolor. Al contrario, sólo se multiplica —dijo Atticus.

Ahora podía sentir cómo la frustración crecía dentro de él con cada palabra que no quería escuchar.

El sacerdote era plenamente consciente de que estaba jugando con fuego, poniendo en peligro su propia vida al continuar con esa conversación. Sin embargo, el confesor nunca dejó entrever la más mínima intención de hacerle daño; su comportamiento, controlado y medido, era un claro indicio de que, a pesar de su poder, tenía la decencia de contener su ira. Esa vacilación, esa deliberada elección de no actuar, hablaba más de su alma que cualquier cosa que pudiera decir.

—Hijo mío, no has venido aquí en busca de absolución. Lo que realmente buscas es validación, y lamento decirte que no puedo dártela. También me pesa en el alma saber que no puedo convencerte de lo contrario, pero la verdad es lo que es.

—Entonces... ¿me dejarás ir así, sin más? ¿No le dirás a nadie sobre esto?

—Todo lo que se diga en esta cabina queda entre Dios, el confesor y yo. Escucha, no creo que seas una mala persona. Sólo alguien que ha sido herido y desea comprender ese dolor, pero en cambio elige dejar que lo ciegue. Pero no debes avergonzarte por ello. Rezaré para que encuentres un camino mejor para ti, uno que te permita sanar.

—Estoy seguro de que pocos hombres de tu tipo dirían algo así.

—Entonces continuaré dando un buen ejemplo.

El extraño se quedó en silencio, con la mirada perdida en el suelo. Y aunque no la había solicitado, realmente no, el sacerdote decidió ofrecerle un pequeño fragmento de esa esquiva absolución nunca pedida. Tal vez fuera un gesto en vano, pero aun así, sentía que debía hacerlo. Había algo en el aire, una necesidad de redención que no podía ignorar, así que, a pesar de todo, se la otorgaría.

Dominus noster Jesus Christus te absolvat; et ego auctoritate ipsius te absolvo ab omni vinculo excommunicationis et interdicti in quantum possum et tu indiges. Deinde, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.

Hubo un breve instante de silencio antes de que el extraño abriera la cortina y saliese, sus pasos medidos y cautelosos. El sacerdote también lo siguió, un poco apresurado, y así tuvo una mejor vista de su espalda: el cabello se balanceaba con cada movimiento singular y caía sobre sus anchos hombros, brillando en suaves ondas doradas bajo la tenue luz de las velas.

Fue un pensamiento extraño, brotando de su mente sin aviso y con escasa justificación, pero para él, la curiosidad jamás había sido un pecado. Con esa chispa de atrevimiento iluminando su mirada, decidió arriesgarse y dijo:

—Una cosa más.

El hombre se detuvo, escuchando atentamente.

—¿Eres un Caballero de Athena? Es que tu porte y tu aura son distintos. Hay algo en ti que grita nobleza, a pesar de las sombras que llevas dentro.

—Nobleza —repitió el extraño, como si la palabra le causara un profundo desagrado—. No hay nada noble en lo que soy. Esa palabra está reservada para los que eligen hacer el bien, no para quienes buscan venganza.

Con eso, se marchó, sin jamás mostrar su rostro.


Los curanderos no siempre amaban a sus pacientes, pero se dedicaban a cuidar de ellos de todas las formas posibles. La curandera de la isla Kanon era especialmente talentosa en su oficio. En el umbral de la mediana edad, pasaba sus días y noches elaborando remedios que no sólo aliviaban el sufrimiento, sino que también permitían a su gente vivir plenamente, trabajar y construir sus propias familias.

Remedios auténticos, elaborados con medicina legítima, lejos de cualquier influencia pagana o de herramientas diseñadas para engañar. Provenían de alguien que había estudiado en una universidad de renombre, en una ciudad cercana a la isla. La mujer había estado contenta de tener su pueblo natal a su cuidado. Significaba más trabajo por hacer, pero ella lo hacía con gusto. Al menos sabía que, bajo su vigilancia, los aldeanos estaban a salvo y protegidos, y eso le brindaba una profunda satisfacción.

Esa mujer ya no existía y ahora Phoebe ocupaba su puesto.

La última paciente del día se había marchado hace poco más de una hora, dejando tras de sí el eco del silencio y la oscuridad de la noche. Para mantenerse despierta, Phoebe se ocupaba organizando sus botiquines, revisando cajones llenos de hojas secas con sabor a bilis amarga, que había que masticar a pesar del desagrado si uno deseaba calmar una tos violenta. Instrumentos quirúrgicos, especialmente los usados para sangrías, que limpiaba cada semana, o incluso a diario si se utilizaban con frecuencia... o cuando recordaba hacerlo.

La curandera se dirigió al rincón más desagradable de su taller, donde las mesas de madera estaban atestadas de frascos con sanguijuelas vivas, grasa de cerdo hervida y dientes arrancados de las bocas de pacientes anteriores. Cada uno de esos dientes sería molido hasta convertirse en un polvo fino, que luego encontraría su propósito en alguna rara fórmula.

Por supuesto, Phoebe afirmaría con total sinceridad que sus remedios funcionaban, incluso aquellos que tardaban más en hacer efecto. Ella no había nacido para esta vida, sino que la había conquistado. No era una auténtica doctora como la anterior, esa mujer de ciencia, pero los aldeanos, tercos y aferrados a sus tradiciones y supersticiones, aceptaban su oficio sin cuestionarlo.

Al fin y al cabo, ¿quién más iba a ofrecerles soluciones, aunque fueran extrañas, en ese rincón olvidado del mundo?

El aroma de la lluvia que se acercaba se filtró por las ventanas abiertas, distrayéndola. Phoebe fijó la mirada en el exterior, en el vacío oscuro, mientras el susurro de las hojas danzaba con la brisa. Aquella noche también había llovido intensamente cuando...

Sacudió la cabeza, apartando rápidamente ese recuerdo que amenazaba con volver, pero no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda.

Había sucedido hacía tanto tiempo que parecía desvanecerse en el polvo del olvido. Pocos, si es que alguno, aún lo recordaban, y aquellos que lo hacían probablemente preferían sepultarlo aún más profundo en sus mentes, como si al hacerlo pudieran silenciar el eco de un pasado incómodo. Era más sencillo de esa manera, para todos. Más seguro.

Un golpe repentino en la puerta hizo saltar a Phoebe. Se tomó un momento para recomponerse, alisando su vestido antes de abrir, sólo para encontrarse con una sorpresa. Estaba acostumbrada a recibir ancianos, niños ingenuos y granjeros más descuidados con su salud de lo que jamás admitirían. Pero lo que veía ahora rompía por completo su rutina de pacientes habituales. El hombre en su puerta parecía sorprendetemente sano. Su rostro, de una belleza delicada, no mostraba signo alguno de enfermedad. Su largo cabello caía enmarcando una postura humilde, impecable, sin rastro de imperfección o cojera. Incluso sus ojos, iluminados por el fuego en el interior de la cabaña, tenían un brillo suave, apenas empañado por el cansancio.

—Lamento molestarla a esta hora tan tardía —su voz profunda le provocó una agradable descarga en los huesos.

—N-no, en realidad está bien. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

—Busco un medicamento específico. Me han dicho que usted es la única experta en esta área en toda la isla.

—¿Te encuentras mal?

—Podría decirse que sí. Si es un inconveniente, puedo regresar por la mañana.

No había tos ni aspereza en su voz, nada que sugiriera una enfermedad grave. Sin embargo, su actitud educada y serena, combinada con un palpable sentido del deber, hicieron que la sanadora se sintiese intrigada y decidiera abrir un poco más la puerta.

—No, por favor. Entra, puedo atenderte de inmediato. Ven, antes de que comience a llover.

El hombre se inclinó con cortesía al cruzar el umbral, dejando atrás el frío exterior y sumergiéndose en la calidez y la luz de su casa.

—Es muy amable de su parte —respondió con una sonrisa.

—¿Puedo quitarte el abrigo, señor?

Ella extendió la mano hacia sus hombros, pero él se apartó rápidamente, manteniendo una distancia cautelosa.

—No tiene por qué molestarse. Puedo dejármelos puestos —dijo, con un gesto despreocupado.

La curandera asintió, aceptando sus palabras con un silencio que decía "como desees".

—¿Te gustaría al menos un poco de té antes de que te atienda? —sugirió ella.

—Eso sería estupendo.

Avanzaron por el pasillo y entraron en la sala de estar principal, que irradiaba calidez y luz gracias a una chimenea bien alimentada. Mientras el hombre se acomodaba en una silla junto a la mesa central, las llamas danzaron, reflejándose en sus ojos peculiares, que brillaban entre el verde y el azul, como si llevaran dentro la esencia misma de la espuma del mar. Phoebe incluso sintió que podría perderse en esos ojos si no tenía cuidado, pero, afortunadamente, siempre había sido una mujer precavida.

Aunque se dio cuenta de que había estado tan absorta en su mirada que casi había olvidado su propia sugerencia de ofrecerle té.

—Siéntete como en casa. Vuelvo enseguida —dijo, antes de retirarse a la cocina. En cuestión de minutos, preparó un té que resultaba aún más amargo que los medicamentos que guardaba en sus botiquines. En ese momento, recordó cómo aquella mujer recibía a sus pacientes: siempre con una sonrisa cálida, como si fuera lo más natural del mundo. Amable, sí, pero Phoebe también podía serlo. Incluso mejor, si se lo proponía.

El recuerdo le resultó amargo, como una espina que no esperaba. Lo desechó con la misma rapidez que todos los demás. Entonces regresó con dos tazas de té caliente, colocando una frente al extraño. Él la sostuvo con delicadeza, pero el líquido humeante nunca llegó a sus labios. Su mirada, por alguna razón, se quedó fija en ella, como si el té fuera un mero accesorio en la conversación que no se atrevían a comenzar.

—Pareces cansado. ¿Qué distancia has recorrido?

Sus ojos verdes (¿o eran azules?) reflejaban una sombra de agotamiento, pero la sonrisa educada que había llevado mientras se mantenía erguido bajo la lluvia casi torrencial no desapareció.

—No esperaba necesitar un médico ahora, pero las cosas no salieron como había planeado. Al final, me enteré de que había uno en la aldea, pero por azares del destino ya no estaba disponible. Así que, después de algunas recomendaciones apresuradas, me dirigieron rápidamente a su consultorio.

La curandera llevó la taza a sus labios y tomó un sorbo, a pesar de que el líquido aún estaba demasiado caliente. Su expresión era tranquila y serena, pero había una desesperación apenas perceptible en su intento de ocultar algo al hombre que tenía frente a ella.

—Disculpa, pero creo que puede que te hayas confundido al principio. No hay otro médico en esta zona. Soy la única profesional para este municipio y las áreas circundantes.

—No me confundí. Me lo contaron los aldeanos.

Phoebe parpadeó, con la taza aún a medio camino de sus labios. Un escalofrío, diferente al que le había causado la lluvia inminente, le recorrió la columna. Colocó la taza lentamente sobre la mesa, sin apartar la mirada del hombre, quien ahora la observaba con una intensidad que comenzaba a incomodarla.

—El juicio de los aldeanos no es el mejor. Quizas se refirieron a mí. Soy la única.

El hombre mantuvo su mirada fija en Phoebe, sus ojos profundos explorando cada rasgo de su rostro. Algo en él la inquietaba, pero no era capaz de precisar qué. Quizá era la manera en que parecía pertenecer a otro lugar, otra época, como si su sola presencia hubiera sido traída por el viento, al igual que la tormenta que arreciaba.

—¿Es la única? Vaya, eso debe ser abrumador para una sola persona.

—Nunca me falta trabajo, de verdad. Pero es una labor que realmente disfruto. Ahora, cuéntame, ¿qué te sucede?

—Hace unos días me quemé por accidente. Pensé que podría soportarlo y que la herida sanaría por sí sola, pero...

Dejando a un lado la taza de té sin tocar, comenzó a quitarse las vendas que envolvían su mano y parte de su brazo. A medida que las vendas caían, su muñeca quedó al descubierto, mostrando un trozo de piel de un rosa intenso, inflamada y en carne viva, una quemadura que claramente no había tenido tiempo de sanar. La curandera luchó por reprimir cualquier jadeo de sorpresa que amenazara con escapar de sus labios.

—No es tan malo como parece —dijo él con una leve sonrisa, como si intentara restarle importancia al dolor.

Lo que Phoebe vio era grave, sin duda. La quemadura era profunda, más de lo que había anticipado, y el enrojecimiento indicaba que había pasado de ser una simple herida a una posible infección. Sin embargo, la serenidad del hombre seguía intacta, como si la herida fuera un mero inconveniente.

¿Cómo se habría provocado semejante cosa?

—Creo que tengo una crema que puede ayudar a calmarla. Espera aquí y mantén la herida al aire.

Antes de que Phoebe pudiera desaparecer de nuevo, su paciente habló:

—¿Le importaría que viera su taller? No quiero parecer desconfiado, pero me intriga cómo se ejerce la medicina en esta zona.

Una solicitud inocente y curiosa, a la que Phoebe accedió con gusto. Cada paciente tenía el derecho de conocer los componentes de sus remedios, y ella no tenía nada que ocultar.

—Por aquí. Ten cuidado con tus pasos —le dijo mientras lo guiaba hacia la otra habitación, un espacio desbordante de hierbas secas colgando del techo, botellas de colores y frascos de cristal, rodeado de instrumentos de curación. Él se mantuvo paciente, observando cómo ella hurgaba en cajones tras cajones. Tal vez, pensó Phoebe, debería reorganizar todo una vez que el extraño se fuera, para que su caos tuviera un poco más de orden.

—Ah, aquí está.

Se giró hacia él, sosteniendo un pequeño frasco de vidrio que encajaba perfectamente en el centro de su palma.

—Esto te ayudará. Aplica suavemente una buena cantidad directamente sobre la quemadura, tanto por la mañana como por la noche antes de acostarte. Debería reducir la hinchazón y combatir cualquier infección.

—¿De qué está hecho? —preguntó el hombre mientras examinaba la crema tras recibirla. Quitó la tapa y observó atentamente su contenido; la mayoría de sus otros pacientes no solían ser tan meticulosos.

—Leche de vaca, miel y hojas de menta machacadas como aditivo. ¿Lo hueles?

—No, no puedo —su voz se transformó, endureciéndose como el acero, y su expresión pasó de la serenidad a algo increíblemente aterrador y peligroso. No fue un cambio gradual; fue abrupto, como un relámpago en una noche tranquila—. Porque no usaste menta.

—Lo siento... ¿Me estás acusando?

—Esto no es menta, es ortiga. Crecen en matas densas, y apenas tocas una hoja, te arriesgas a que tu piel estalle en sarpullidos, ampollas y un escozor agudo que puede atormentarte durante todo un día, a veces incluso más. La ortiga puede parecerse a la menta, así que no me sorprende que alguien las confunda. Lo que realmente me sorprende... o más bien me repugna, es que tú, de todos los que podrían hacerlo, seas capaz de incluirla en tus antídotos y hacerla pasar por una hierba inofensiva, incluso después de haberla manipulado con tus propias manos.

El brillo en esos ojos verdes se oscureció aún más, y Phoebe se encontró inconscientemente acorralada en un rincón invisible, como un animal asustado frente a un depredador. Cualquier incentivo fugaz para defender su sustento se desvaneció tan pronto como el hombre comenzó su repentina diatriba, atravesándola como una flecha. En realidad, no tenía idea de qué planta había recolectado aquel día intrascendente en el bosque, pero se convenció de que lo sabía. Tenía que saberlo. Había una especie de seguridad en esa certeza, una necesidad de creer que su instinto no podía fallar.

—Eres... bastante perceptivo. Debo haber cometido un error, déjame arreglar...

Algo estalló a sus pies, rápido y furioso. La curandera miró hacia abajo, temblando de miedo, y se encontró con el frasco hecho añicos, la crema blanca y lechosa esparcida como una mancha repugnante en el suelo. Un chillido brotó de sus labios, una reacción visceral que acompañó a este primer acto de violencia.

—Toca una cosa más y te hundiré la cabeza en esa olla de sanguijuelas.

Phoebe se quedó paralizada, con los ojos desorbitados. Estaba tan aterrorizada, atrapada en su propia cobardía, que nada pudo hacer contra el hombre. Ni siquiera cuando él dio un paso adelante, cerrando el espacio entre ellos y acorralándola aún más. El miedo la mantuvo quieta.

—Es la segunda vez que me mientes. Si quieres que esto termine pronto, reza para que no mientas una tercera.

—Gritaré... gritaré pidiendo ayuda. ¡Los Caballeros de Athena vienen al volcán y no dudarán en... !

—¿Los Caballeros de Athena? No se presentarán a tiempo, y para cuando lo hagan, tú y yo ya habremos terminado nuestro pequeño intercambio. Ahora, háblame sobre el otro doctor.

—Ya te lo dije, no había ningún doctor...

La curandera no tuvo tiempo de terminar su respuesta antes de que su agresor la empujara contra la pared más cercana, un movimiento tan rápido que parecía sobrehumano. El impacto la dejó sin aliento, y el dolor punzante en sus costillas le dijo que algunas estaban rotas.

Era posible que este hombre fuera uno de ellos, quizás un desertor. A veces, los desertores llegaban y debían rendir cuentas ante los Santos, lo que a menudo resultaba en la muerte.

—Tercera mentira. Era una doctora, ¿cómo se llamaba?

—¡No había ninguna doctora!

Al escuchar su voz desesperada y elevada, él golpeó con fuerza su nuca contra una piedra y un trozo de madera. No con suficiente fuerza para romperla, pero sí lo bastante como para, con suerte, hacer que recordara lo que parecía haber olvidado.

—Cuarta mentira. Su nombre. Quiero oírte decirlo.

—¡Cassandra! ¡Doctora Cassandra! Así la llamaban todos. Pero ya no está. No sé nada más de ella, lo juro.

El rostro del hombre se iluminó, pero no de satisfacción. Más bien, parecía un cazador que había encontrado a su presa.

—¿Por qué se fue?

No hubo respuestas, sólo gemidos lastimeros. Su puño impactó contra el estómago de la mujer; el sonido seco de otra costilla quebrándose se unió a su grito de dolor.

—¿Por qué se fue? —repitió.

—¡No se fue! ¡Murió!

—¿Por qué? —insistió él, su rostro tan cerca que pudo captar el destello de furia en sus ojos verdes, que evocaban la mirada de un dragón codicioso. No es que hubiera visto un dragón alguna vez.

—Ella estaba... enferma. Yo debía seguir sus indicaciones y darle la medicina, pero... no lo hice bien.

El dolor, agudo y persistente, la invadió cuando él la lanzó contra la mesa. Cada fibra de su cuerpo se quejó ante el impacto, como si las agonías de su vida se concentraran en ese instante.

—Eras su aprendiz, ¿no? —dijo, casi como si se lo recordara a sí mismo.

—¡Basta! ¡Te lo ruego! ¡Por favor!

Sus palabras emergieron en sollozos de pánico, pero él no las escuchó. Agarrándola del cabello enredado, la obligó a mirarlo, ignorando su miedo mientras continuaba su diatriba, cada palabra un cuchillo en el aire:

—Eras su aprendiz —repitió—. Y aun así, tú... la mataste. ¿Por qué? Ella sólo quería ayudar a los demás, educarlos. Era una excelente doctora, y tú arruinaste todo.

—¡No fue así! ¡No la maté! No quise que sucediera —balbuceó ella patéticamente, como un niño asustado—. No puedes entender lo que fue para mí...

—¿Y entonces qué fue? ¿Un accidente? ¿Una negligencia? ¿Te creías lista para reemplazarla?

El hombre estaba cansado de estar tranquilo, estaba cansado de intentar ser razonable. En un arranque de rabia desaprovechada, le dio un segundo golpe en la cabeza, apenas rozando una esquina afilada de la mesa.

—Perdóname... por favor, perdóname. No sabía lo que estaba haciendo...

—Por supuesto que sabías lo que estabas haciendo. Eras su aprendiz, así que no puedes hacerte la tonta. Sabías exactamente cuánto iba a sufrir. Y, sin embargo, elegiste hacerlo. Dormiste profundamente esa noche y todas las noches siguientes, consciente de que habías asesinado a una mujer inocente.

—Yo... lo sé.

Él la soltó, su cuerpo aún temblando de rabia, como si estuviera deliberando sobre su próximo movimiento. Lo sabía. Había sido cruel por parte de ella hacerlo. Pero en ese momento, se dio cuenta de que él también era cruel, tal vez incluso más. Era evidentemente cruel; cada acción suya lo demostraba. Qué hipócrita resultaba pensar que podía exigir justicia cuando él mismo era un perpetrador.

Había destrozado vidas y arrastrado almas al abismo con una sonrisa en los labios. Y, dioses, una ciudad entera había desaparecido por su culpa, sepultada bajo las aguas. Todo por él. Era un asesino, un manipulador, un hombre vil, tan despreciable como cualquiera de los que había condenado. Pero su crueldad superaba a la de otros hombres viles; su recuento de víctimas no se contaba en decenas, sino en miles, aquellos que habían muerto a causa de su ambición desmedida y su insaciable deseo de venganza.

No tenía comparación.

Entonces vio la sangre, goteando y fluyendo desde la sien de la mujer, tiñendo su rostro de un rojo intenso. Sus mejillas estaban empapadas de lágrimas y sangre. Debería haberlo emocionado, alegrado incluso, dada la oscuridad de su alma, pero la escena lo llenó de una repugnancia profunda, como si cada gota le recordara lo bajo que podía caer. Luego dudó, imaginando sus manos, su rostro y su pecho cubiertos de aquel líquido vital.

Eso lo asustó, lo asustó profundamente.

Varias palabras se agolparon en su mente, amenazando con salir a la superficie.

«... y los hombres malvados siempre lucharán hasta el final, así que no los sigas».

Él creía haber escuchado esas palabras antes; quizás las había pronunciado él mismo en algún momento. Todos los recuerdos que intentaba aferrar se desvanecían, como sombras fuera de foco. Nada era claro, especialmente mientras la sanadora seguía suplicando y llorando, su dolor resonando en su mente y nublando cualquier intento de recordar

—Vete. Sal y corre tan lejos como puedas de aquí. No vuelvas nunca más.

—¿Tú... en verdad me estás dejando ir... ?

—Sí, pero no te confundas. Esto no es un gesto de bondad. Sólo me aburres.

«Sigues siendo cruel y malvado», se dijo.

Phoebe se quedó boquiabierta, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Creyó que la ira lo había llevado a un punto sin retorno, pero ahora parecía haber algo más, una lucha silenciosa que lo atormentaba.

—No sé si... si podré salir en este estado —dijo, con la voz quebrada.

—No es mi problema —replicó él, aunque su tono era más brusco de lo que realmente quería sonar.

—Por favor... Te he dicho la verdad. Te lo prometo.

Él apretó los dientes, como si cada palabra lo hiciera más culpable. Se pasó una mano por el rostro, sintiendo el sudor frío y la agitación en su pecho.

—Vete y no te atrevas a volver. Si alguna vez te cruzas conmigo en esta isla, te partiré en dos y arrancaré tus entrañas mientras sigas respirando. Así que, ¡lárgate!

Eso fue suficiente para que ella se apresurara a recoger todo lo que podía, saliendo a trompicones hacia la lluvia que ahora caía con fuerza.

El hombre se quedó inmóvil en medio del caos que había desatado, rodeado de herramientas inútiles, símbolos de pura ignorancia. Debería reducir todo a cenizas, del mismo modo que tantas cosas dentro de él ya estaban quemadas y destrozadas. Y eso hizo. Encendió el fuego y lo vio crecer, primero lentamente, luego con una fuerza imparable. Y en ese momento, sintió cómo las lágrimas de rabia que nunca dejó salir le ardían en el fondo de los ojos, aumentando con cada segundo.

Pero no lloró. Las gotas de lluvia que se deslizaban por su rostro fueron un reemplazo suficiente para esas lágrimas.


El sacerdote sintió un nerviosismo familiar, pero esta vez lleno de una calma alegre. Era el tipo de anticipación que lo acompañaba antes de cada Santa Misa. Con una vela en una mano y el incensario en la otra, preparaba el altar en silencio, mientras el Evangelio descansaba seguro bajo su brazo, como si todo en ese momento estuviera en perfecta armonía. En una hora, la casa de Dios abriría sus puertas para recibir a algunos de los habitantes de la isla. Cada uno llegaría en busca de algo diferente: guía, seguridad, bendiciones... o tal vez un destello de iluminación en medio de sus dudas.

Con su presencia humilde, Atticus había oficiado innumerables misas, ya fuera frente a una capilla abarrotada o un pequeño grupo de fieles. Sin importar cuántos lo escucharan, siempre mantenía el mismo respeto y devoción hacia su deber. A veces tropezaba con sus propias palabras o incluso las olvidaba por completo, pero sabía que Dios había perdonado errores mucho más graves. Entonces, para reforzar su autoconfianza, se recordó que, al final, no importaba cómo se pronunciaran las palabras; lo que realmente contaba era su contenido: los mensajes, las lecciones y la esperanza de que pudieran llegar a otros, resonando en sus corazones.

Esta misa sería diferente; no habría tartamudeos ni respiraciones entrecortadas. La problemática noche que había vivido Atticus días atrás parecía pertenecer a un pasado distante, pero no lo suficientemente alejado como para oscurecer su alegría en esa tranquila mañana.

El aroma del incienso se dispersó por la capilla, envolviendo sus sentidos en una suave serenidad. La fragancia lo embotó tanto que no notó de inmediato la alta figura que se erguía en una de las puertas laterales, proyectando una sombra que parecía fusionarse con el ambiente sagrado. Una vez más, la visión inexplicable casi le robó el aliento, enviando su corazón hacia una tumba prematura, hasta que reconoció la melena dorada y la majestuosa presencia. Pero, a diferencia de antes, Atticus ahora podía ver su rostro claramente.

—Buenos días. No esperaba verte de nuevo —dijo, dudando entre la sorpresa agradable y una creciente inquietud. Su mente rápidamente retrocedió al momento en que el hombre había llegado a la capilla y las confesiones que había compartido.

Cada noche desde su encuentro, Atticus se arrodillaba ante el altar, sus manos entrelazadas firmemente sobre los labios en un gesto de súplica. Y cada vez que concluía sus oraciones a Dios, la misma pregunta resonaba en su corazón: ¿qué había sido de él?

—No pude hacerlo.

La confesión brotó como un susurro, apenas más fuerte que una brisa. Pero al mismo tiempo resonó con la fuerza de un coro celestial. El sacerdote no sabía si eran ángeles, demonios, o simplemente el lamento de un hombre herido y destrozado que buscaba redención en medio de su tormento.

—Ven, siéntate.

Lo condujo hacia un banco, pero mantuvo la mano suspendida sobre su espalda, sin atreverse a bajarla. Notó cómo temblaba, su cuerpo vibrando con la tensión de estar tan cerca de otro ser humano. Bajo sus ojos verdes se dibujaban manchas oscuras, y un tinte rojo cercaba el blanco de sus iris. Era evidente que este hombre había estado privado de sueño durante demasiado tiempo.

—Hiciste lo correcto —le dijo, plantándose frente a él en el momento en que se sentó.

—No lo hice. Fui débil y patético.

—No, en realidad fuiste fuerte al resistir la tentación. Dios te ha brindado esta segunda oportunidad, y ahora debes aprovecharla.

—No hay una segundas oportunidades para mí. Fui allí, decidido a llevarlo a cabo. Planeé cada detalle. Incluso pronuncié esas... cosas terribles... que nunca debí haber dicho.

—Lo que sea que hayas dicho, nada de eso se hizo realidad.

—Tenías razón. No estoy en paz. Nunca volveré estarlo.

—No es demasiado tarde para hallarla.

Aticcus ya no podía concentrarse en el sermón que había planeado. En este momento, todo lo que importaba era esa alma atribulada frente a él, clamando por consuelo y comprensión.

—Aún puedes expiar tus pecados. Tal vez no hoy ni mañana, pero llegará el día en que tendrás la oportunidad de redimirte. La esperanza no se ha desvanecido.

El labio inferior del hombre tembló, pero no se atrevió a llorar. Ya había dejado escapar sus lágrimas en el pasado, y estaba cansado de esa debilidad que sólo intensificaba su dolor de cabeza y el peso en su corazón. Así que, sin darse cuenta, se inclinó hacia adelante y apoyó la frente contra el delgado cuerpo del sacerdote.

El silencio se alargó, un instante en el que ninguno de los dos se conocía realmente. Pero, como si fuera un instinto, el sacerdote le puso las manos en la nuca en un gesto de consuelo. El hombre se estremeció al principio, pero luego se acomodó, dejando que esa cercanía le ofreciese un poco de tranquilidad.

—No soy un buen hombre.

—Shhh. No lo creo.

—Soy horrible.

—Puede que hayas hecho cosas horribles, que hayas dicho cosas horribles y que también las hayas pensado. Pero puedes cambiar eso. No es demasiado tarde.

El sol se deslizaba hacia la capilla, llenándola de una luz dorada que anunciaba la llegada de la Santa Misa. De repente, el sacerdote sintió el peso de esa responsabilidad. No podía permitir que esa alma perdida se marchase; sabía que dejarla ir podría llevarla a causar daño, tanto a otros como a sí misma. La idea de fallar en su deber lo llenó de una profunda resolución.

—Hay una habitación de invitados en el nivel inferior. Es cálida, bien iluminada y tiene una cama cómoda. Ve allí y descansa hasta que termine la misa; no tienes que participar si no lo deseas. Después, podemos hablar.

—¿En confesión?

—No, no en esa caja. Prefiero que sea cara a cara. Pero debes abrirte por completo. Te prometo que ni yo ni Dios te juzgaremos ni te rechazaremos. ¿Te parece? ¿Lo harás por mí? ¿Y, más importante, por ti mismo?

El hombre mantuvo la cabeza un poco más alta y, por fin, se enfrentó a Atticus. Daba pequeños pasos hacia adelante, en una dirección incierta, ni del todo buena ni del todo mala. Era demasiado pronto para saberlo, pero en su interior, Atticus sentía una chispa de esperanza.

—¿Cómo empiezo a sanar?

—Comienza por decirme tu nombre, hijo mío.

Su nombre.

El extraño desvió la vista, sus ojos verdeazulados fijos en algún punto. Permaneció callado un momento, reflexionando, sopesando sus palabras, hasta que finalmente volvió a mirarlo:

—Kanon.


[1] Hablando de las semillas de discordia de la diosa Eris, y, por supuesto, de las inundaciones que provoca Poseidón, no me parece tan descabellado que esa ciudad acabe bajo el agua. Y, sí, tenía en mente a Saintia Sho porque me ENCANTA ese manga

[2] La Sombra de Géminis sigue viviendo su vida como todos saben. También hay un guiño a la máscara que debe usar el segundo gemelo en Lost Canvas.

Espero que hayas encontrado esta lectura al menos un poco entretenida. Si te apetece, me encantaría que me dejaras un comentario para saber qué te pareció. Soy consciente de que mi narración puede no ser perfecta, pero realmente me esforcé. Planeo traer más fics de Saint Seiya y terminar los que tengo en proceso. Con cariño, para mi querida Safiro y mi estimada lectora Nyan.