Las sombras de la noche envolvían las calles vacías de Fuyuki mientras Emiya Shirou corría, su corazón acelerado y la mente inundada de una desesperación que no podía controlar. Cada paso lo llevaba más lejos de la residencia Emiya, pero no más cerca de donde realmente quería estar. No sabía hacia dónde dirigirse, ni siquiera si estaba en el camino correcto. Solo sabía que no podía quedarse quieto. Mori-nii y Fuji-nee estaban en peligro, y él era incapaz de hacer algo. Ese pensamiento lo atormentaba con cada latido de su corazón mas que nada en el mundo.

Las luces de las farolas proyectaban su figura en la acera solitaria, alargándola como una sombra inquieta que lo seguía mientras corría sin rumbo. Shirou podía sentir la presión del miedo en su pecho, apretando su garganta. Era un peso que lo sofocaba, un recordatorio constante de su impotencia. Era solo un niño, y lo que estaba sucediendo a su alrededor parecía mucho más grande que él.

—Mori-nii ... Fuji-nee ... —murmuró entre jadeos, su voz cargada de angustia. Se detuvo por un momento, apoyándose en una pared, tratando de calmar su respiración. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudarlos?

La desesperación amenazaba con desbordarse, y por un segundo, pensó que tal vez debería regresar, que tal vez lo mejor sería buscar a alguien más que pudiera ayudar. Pero incluso ese pensamiento lo llenaba de vergüenza. Mori siempre había sido un pilar de fuerza para él. Fuji-nee era la luz que iluminaba sus días. ¿Cómo podía simplemente darles la espalda y confiar en que todo se resolvería solo?

Fue entonces cuando una voz suave y tranquila rompió el silencio de la calle.

—¿Qué crees que estás haciendo, corriendo sin rumbo como un ratón asustado?

Shirou levantó la cabeza rápidamente, buscando el origen de la voz extrañamente familiar. No había escuchado pasos ni había notado la presencia de nadie más en la calle. Sin embargo, a unos metros de distancia, parado bajo la luz titilante de una farola, había un niño rubio bastante familiar, apenas un poco mayor que él. Su cabello dorado brillaba bajo la luz de la farola, y sus ojos carmesí, profundos e intimidantes, lo observaban con un interés casi morboso.

Era aquel niño que con quien había hablado en el parque hace algún tiempo.

Shirou sintió una sacudida de nerviosismo al reencontrarse con él, pero también una inexplicable fascinación. Algo en la forma en que aquel niño lo miraba le resultaba extraño, como si su simple presencia distorsionara el ambiente a su alrededor. El rubio, con las manos cruzadas sobre su pecho, parecía completamente tranquilo, casi aburrido, pero sus ojos no dejaban de escrutarlo.

—¿Quién eres? —preguntó Shirou, sin saber si debía sentirse intimidado o aliviado por encontrar a alguien en esa calle desierta, especialmente por ser aquel misterioso niño con quien había hablado anteriormente. El viento gélido de la noche soplaba entre ellos, aumentando la sensación de incomodidad.

El chico no respondió de inmediato. En lugar de eso, sonrió con desdén, un gesto que no encajaba con su aparente juventud. Era como si estuviera por encima de todo lo que sucedía a su alrededor, como si no le importara el caos que Shirou sentía en su interior.

—Eso no importa, niño, —respondió el rubio con un tono de voz lleno de arrogancia—. Lo que realmente importa es por qué corres como si te estuvieran persiguiendo fantasmas.

Shirou frunció el ceño, su respiración aún entrecortada por la carrera, pero decidió responder de todas formas. Tal vez este chico sabe algo. Tal vez puede ayudarme.

Era un pensamiento bastante improbable, incluso ingenuo pero aquel niño le transmitía una extraña confianza. Además, no perdía nada haciéndolo.

—Mi hermano, Mori-nii ... —comenzó, con una mezcla de nerviosismo y desesperación—. Y Fuji-nee ... ella ha sido secuestrada, y Mori-nii fue a buscarla. Yo ... no sé qué hacer.

El niño rubio alzó una ceja, claramente intrigado por lo que Shirou acababa de decir. Su mirada se agudizó por un momento, como si estuviera sopesando algo, pero en lugar de mostrar una reacción emocional, su expresión permaneció serena. Sin embargo, en su mente, algo más profundo despertó.

Gilgamesh, aunque disfrazado bajo la apariencia de un niño gracias a una poción que había tomado para rejuvenecerse temporalmente, no era alguien que se interesara fácilmente por los asuntos de los mortales. Sin embargo, algo en este niño lo había capturado desde aquel remoto día que lo vio con aquel Espíritu Divino Caído. Emiya Shirou ... ese nombre resonaba en su mente de una manera extraña constantemente junto a la palabra "Guardian", como si ya hubiera escuchado de él en algún lugar, en algún momento ... o incluso en un futuro que aún no había ocurrido.

Gilgamesh había tenido una visión aquel día, un fragmento de lo que estaba por venir. Un futuro en el que él, el Rey de los Héroes, se enfrentaba a un "Shirou" mucho mayor, uno que llevaba una presencia tan anómala que era difícil de definir. En esa visión, Shirou tenía una apariencia que desafiaba toda lógica. Era, a la vez, un hombre marcado por el destino de los héroes, pero también alguien que parecía arrastrar consigo el peso de lo santo y lo demoníaco. Era una contradicción viviente.

—Interesante, —pensó Gilgamesh para sí mismo —. La primera vez que me enfrenté a Enkidu, sentí algo similar. Él también era una contradicción, una creación divina hecha para ser mi igual. Y ahora ... este niño, aunque en apariencia insignificante, lleva un destino que no puedo ignorar.

Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, una que Shirou interpretó como desconcertante, pero no comprendía su verdadero significado. Gilgamesh lo miró un momento más antes de hablar de nuevo, esta vez con un tono más intrigado que despectivo.

—Supongamos que decido ayudarte, mortal.—dijo finalmente, sin perder ese tono arrogante—. ¿Qué esperas lograr? No eres más que un niño que corre como si pudiera salvar el mundo con sus manos vacías.

Shirou sintió una punzada de frustración, pero también algo más. Había algo en la manera en que ese chico lo miraba que lo llenaba de una extraña determinación. Sí, era solo un niño. Pero Mori y Taiga eran su familia. No podía abandonarlos.

—No puedo quedarme quieto, —exclamó Shirou, su voz temblando pero llena de una furia desesperada—. Tengo que hacer algo. No me importa si soy solo un niño. ¡No puedo dejarlos solos!

El viento frío de la noche arrastró sus palabras por las calles vacías, pero algo en la determinación de Shirou hizo que Gilgamesh lo mirara con una curiosidad renovada. Gilgamesh sabía lo que significaba tener un destino predestinado. Había visto la gloria y la tragedia de los héroes a lo largo de los siglos. Y ahora, frente a él, estaba un niño cuyo destino aún no estaba definido, pero que tenía el potencial de cambiar muchas cosas.

La visión de su enfrentamiento con Shirou volvió a su mente. Un Shirou que llevaba una extraña mezcla de lo divino y lo demoníaco, alguien que podría ser tanto su mayor desafío como su igual, tal como lo fue Enkidu en tiempos antiguos.

—Esto será ... interesante. —pensó Gilgamesh con una sonrisa que Shirou no pudo interpretar completamente.

Sin más demora, Gilgamesh dio un paso hacia Shirou, su presencia más dominante que antes, como si el aire mismo se tensara a su alrededor.

—Está bien, pequeño mortal, —dijo con un tono más suave, aunque aún lleno de una arrogancia innata—. Te ayudaré. Pero no por compasión, ni porque crea que puedes hacer algo significativo. —Los ojos rojos de Gilgamesh brillaron peligrosamente—. Te ayudaré porque quiero ver hasta dónde te lleva tu desesperación.

Shirou no comprendía completamente las intenciones del chico rubio, pero en ese momento no le importaba. Alguien había decidido ayudarlo, y eso era suficiente.

—Gracias, —dijo Shirou, algo desconcertado pero aliviado.

Gilgamesh simplemente sonrió, una sonrisa que no contenía ninguna calidez, pero que reflejaba una mezcla de curiosidad y arrogancia. Luego, comenzó a caminar por la calle, sus pasos resonando con una confianza que contrastaba con la incertidumbre que Shirou sentía.

—¿Vienes o no? —preguntó Gilgamesh, sin molestarse en mirar hacia atrás.*Shirou, después de un breve momento de duda, asintió y lo siguió, sus pasos más decididos que antes.

A medida que ambos caminaban bajo las luces titilantes de Fuyuki, uno movido por el miedo y la desesperación, y el otro por la curiosidad de lo que ese encuentro podría traer en el futuro, el destino comenzaba a tejer una conexión más profunda entre ellos, una conexión que ambos apenas podían entender.

Pero Gilgamesh lo sabía. Sabía que ese niño, algún día, sería mucho más que un simple humano corriendo desesperado por la ciudad. Emiya Shirou tenía un destino escrito en las estrellas, uno que lo llevaría a enfrentarse a él, y cuando ese día llegara, sería un enfrentamiento digno de ser recordado en la eternidad.

...

La luz del atardecer ya había desaparecido por completo, dejando un leve resplandor rojizo en el horizonte. La habitación en la que Emiya Kiritsugu y Subhuti discutían estaba bañada por la penumbra, sus sombras apenas moviéndose sobre las paredes. Kiritsugu, de pie junto a la mesa baja, mantenía una expresión tensa mientras miraba a Subhuti, quien se encontraba sentada con la serenidad propia de alguien que ha vivido siglos. Pero, a pesar de su postura calmada, el aire a su alrededor parecía vibrar con una frustración contenida.

El tema que discutían —el Yeouiju— pesaba no solo por el poder incontrolable que representaba, sino también por las implicaciones personales que traía consigo. Han Mori, el esposo de Aozaki Aoko, controlaba ahora ese fragmento del poder, y aunque era alguien fuerte, Subhuti sabía que no era el usuario destinado. Kiritsugu no pudo evitar tener el sentimiento de que su hijo adoptivo, Dan Mori, tambíen tenia algo que ver de alguna forma. Tal vez era una casualidad que los nombres de ambos sean iguales, pero el día que se encontró con Dan Mori fue el instante que los pilares de piedra se hicieron presentes, ademas de que él había mostrado mucho interés en ello. Pero eso era información que no había compartido con Subhuti, no quería poner en la mira de un inmortal a su hijo adoptivo sin importar las sospechas que tenga. Y en el centro de todo, se encontraba el Yeouiju, un artefacto que respondía a un poder mucho mayor al que ni siquiera podían imaginar.

—El hecho de que Han Mori tenga el control del Yeouiju es una aberración, —dijo Subhuti finalmente, dejando entrever una chispa de enojo en su normalmente serena expresión—. Ese poder no le pertenece, y cada vez que lo usa, estamos corriendo un riesgo. Es un poder tan grande que podría cambiar el destino de todo lo que conocemos en un abrir y cerrar de ojos.

Kiritsugu, aún meditando sobre las palabras de Subhuti, asintió. Conocía de primera mano lo que un poder descomunal podía hacer a las personas, y aunque confiaba en Han Mori por su relación con Aoko, una Maga Verdadera respaldada muy bien en el mundo del Magecraft, sabía que el Yeouiju era un arma demasiado peligrosa. Han Mori no solo tenía que lidiar con el desgaste físico que le causaba usarlo, sino también con las heridas emocionales y las batallas internas que ese poder podría despertar.

—Han Mori es fuerte, pero su control sobre ese poder es inestable, —continuó Subhuti con los ojos entrecerrados—. Él no está destinado para el Yeouiju. Lo siento en mis huesos, en el flujo mismo de la energía de este mundo. Al final, el verdadero portador reclamará su derecho.

La frustración era evidente en su tono. Subhuti, aunque rara vez mostraba emociones humanas, estaba claramente irritada por el hecho de que alguien que no era el legítimo dueño del Yeouiju tuviera ese poder en sus manos. Sabía que la inestabilidad de Han Mori, a pesar de su fortaleza y sus lazos con Aozaki Aoko y su familia, era peligrosa. Cada vez que usaba el Yeouiju, no solo ponía en riesgo su cuerpo, sino que también podía despertar fuerzas que estaban mucho más allá de su comprensión.

Kiritsugu apretó los labios mientras observaba cómo las emociones de Subhuti fluctuaban ligeramente. Sabía lo que significaba controlar un poder que superaba la capacidad de un individuo, y eso lo preocupaba profundamente. Han Mori no era solo un guerrero formidable; era el esposo de Aozaki Aoko, una maga extremadamente poderosa y alguien que incluso Kiritsugu no le gustaría involucrarse porque sabía lo que eso conllevaría. Pero más que eso, lo que realmente le pesaba en ese momento era que su propio hijo adoptivo, Dan Mori, que posible estaba involucrado en este conflicto de poderes ancestrales.

—Entonces, ¿cuál es tu plan? —preguntó Kiritsugu sin rodeos—. Sabes que no podemos quitarle el Yeouiju a Han Mori sin causar más problemas de los que resolveríamos. ¿Esperas que simplemente lo entregue?

Subhuti dejó escapar un suspiro de resignación, una señal rara en ella.

—No tengo la intención de quitárselo, Kiritsugu, —dijo finalmente, aunque había un leve rastro de amargura en sus palabras incluso bajo la mirada algo incrédula del Magus Killer—. No ahora. Pero no hay duda de que el Yeouiju no está destinado para él. El verdadero portador, el ser que realmente puede desatar todo su poder, lo reclamará eventualmente. Hasta entonces, estamos jugando con fuego.

Las palabras de Subhuti eran tanto una advertencia como una aceptación a regañadientes. Sabía que no podía hacer nada más que observar, aunque detestaba esa impotencia. Para alguien con siglos de experiencia, cuya misión era mantener el equilibrio entre las fuerzas del mundo, el hecho de que un poder como el Yeouiju estuviera en manos inadecuadas la perturbaba profundamente. Sin embargo, no podía intervenir de manera directa. El destino del Yeouiju no estaba en sus manos ni en las de Kiritsugu.

—Solo espero, —agregó, mirando a Kiritsugu con una intensidad que rara vez mostraba—, que cuando llegue el momento, Han Mori tenga la sabiduría de entregar ese poder antes de que lo consuma. Porque si no lo hace, no solo él sufrirá las consecuencias.

Kiritsugu la miró en silencio. Sabía que la advertencia de Subhuti no era un simple comentario. Han Mori estaba jugando con un poder que no le pertenecía, y eso podía desatar algo mucho peor de lo que podían prever.

Antes de que Kiritsugu pudiera responder, su teléfono vibró en el bolsillo. Al mirar la pantalla, vio el nombre de Raiga Fujimura. El corazón de Kiritsugu se aceleró. Raramente recibía muy pocas llamadas de Raiga, y cuando lo hacía, era por algo grave.

Respondió rápidamente, su mente ya preparada para lo peor.

—Kiritsugu, —la voz de Raiga era firme pero tensa—, tenemos problemas. Taiga ha sido secuestrada. Mori está persiguiendo a Kuzuki Souichirou en los muelles. Él es el culpable.

Las palabras resonaron en la mente de Kiritsugu como un martillo golpeando una campana. Taiga, la mujer que había sido como una hermana mayor para Shirou, lo mas cercano que tendría de una figura materna y una hija para él, estaba en peligro. Y peor aún, Dan Mori, su hijo adoptivo, se había lanzado tras ella, seguramente sin medir las consecuencias con tal de rescatarla. Sabía desde el primer día que Mori estaba roto, física y emocionalmente, y no podía permitirse caer en una trampa del infame Dragón Azul.

—¿Dónde están? —preguntó, con una urgencia que raramente mostraba.

Raiga no perdió tiempo en responder.

—En los muelles de Fuyuki. Ryuudou Kakashi y yo estamos reuniendo hombres para intervenir, pero esto se está descontrolando. Kuzuki no hace nada sin planearlo cuidadosamente, y temo que Mori esté caminando directamente a su trampa.

Kiritsugu apretó los puños. Sabía que si Mori se encontraba cara a cara con Kuzuki, el combate podría ser brutal, especialmente considerando que Mori estaba dañado por dentro y por fuera. Había recolectado información de Kuzuki Souichirou, el hijo adoptado del monje principal del Templo Ryuudou. Kakashi lo había ocultado muy bien, pero ese monje era tan astuto y calculador como un soldado al mantener oculto a un joven Hitokiri no Akai Hasu en el templo esperando reformar un arma creada solamente para matar en un simple adolescente.

Esos niños solo tenían un propósito y desde que esa organización oculta cayó, ellos están buscando ahora desesperadamente un objetivo para continuar sus monótonas visas. Y al parecer, Kuzuki ya había encontrado ese objetivo.

Colgó el teléfono rápidamente, su mente corriendo a toda velocidad. No estaba cerca de Fuyuki, y llegar a tiempo para intervenir sería casi imposible por medios convencionales. Pero no podía permitirse la demora. Taiga y Dan Mori estaban en peligro, y no podía perder a ninguno de los dos.

Subhuti, que había escuchado la conversación en silencio, entrecerró los ojos, cierta sospecha reflejándose en sus ojos carmesí. Había algo en la mirada de Kiritsugu que capturó su atención. El hombre, normalmente calmado y calculador, estaba al borde de la desesperación.

—Parece que tu familia está en peligro, Emiya, —dijo Subhuti con voz tranquila, aunque con una chispa de comprensión en su tono. Kiritsugu la miró directamente, sabiendo que no tenía tiempo que perder en explicaciones.

—Necesito volver a Fuyuki ahora, —dijo Kiritsugu, sin molestarse en explicar demasiado. El tono de su voz dejaba claro que no había lugar para preguntas. Subhuti, a pesar de sus diferencias tanto de jerarquía y poder, entendió la urgencia y la necesidad de un hombre con un propósito.

Durante un breve momento, sus ojos se encontraron. Subhuti, aunque podía ser calculadora y distante, vio algo en Kiritsugu que le recordó los días en que ella misma había luchado por mantener a salvo a alguien querido. La inmutabilidad de su expresión no cambió, pero el aire a su alrededor pareció volverse más intenso.

—Puedo ayudarte a regresar, —dijo finalmente Subhuti, con un tono tan calmado que casi sonaba como si estuviera sugiriendo algo mundano del día a día—. Tienes a alguien esperando por ti, y esta situación requiere una solución rápida. Te debo una por nuestra discusión anterior y por hacerme compañía.

Kiritsugu no dudó. Sabía que Subhuti, aunque distante, no le ofrecería ayuda a menos que tuviera algún tipo de interés en lo que estaba ocurriendo. Aun así, en ese momento, no tenía otra opción. El futuro de Mori y Taiga estaba en peligro, y cualquier segundo perdido podría ser crucial.

—Hazlo. —La palabra apenas salió de su boca antes de que Subhuti cerrara los ojos y extendiera una mano. Un viento cálido y ligero comenzó a moverse alrededor de Kiritsugu, como si el aire mismo hubiera respondido al llamado de la inmortal.

En un abrir y cerrar de ojos, el entorno a su alrededor cambió. El pesado silencio de la sala fue reemplazado por el familiar olor del mar y el sonido de las olas rompiendo suavemente contra los muelles de Fuyuki. Kiritsugu no tuvo tiempo para sorprenderse; la precisión de Subhuti en la manipulación de la naturaleza siempre había sido algo que lo fascinaba desde la primera vez que lo vio. Pero no ahora.

Lo que le recibió en los muelles no fue la calma que el océano sugería. Varios hombres yacían en el suelo, inconscientes o heridos, mientras otros se preparaban con armas improvisadas, listos para el conflicto que se avecinaba. Un caos a punto de estallar.

Fujimura Raiga lo estaba esperando, junto con Ryuudou Kakashi, cuya expresión severa solo aumentaba la sensación de urgencia en el aire. Ambos lo miraron con gravedad cuando Kiritsugu se acercó.

—Emiya, —dijo Raiga sin preámbulos sin cuestionar como había llegado tan rápido, desde el día que empezaron a hacer negocios sabía que no estaba tratando con un hombre común y corriente—, tenemos que movernos rápido. Mori ya ha entrado en acción, pero esto va a acabar en una carnicería si no lo detenemos. Kuzuki está esperando, y no va a conformarse con solo atraer a Mori aquí. Está buscando algo más.

—Kuzuki no es alguien que tome riesgos sin calcularlos, —añadió Ryuudou Kakashi, su voz grave pero calmada—. Mi hijo al parecer ha estado buscando una pelea con Mori durante un tiempo. Y si lo consigue ... no sé si Mori está en condiciones de resistir lo que viene.

Kiritsugu observó a ambos hombres, tomando en cuenta todo lo que decían. Cada segundo que pasaba aumentaba el peligro para Mori y Taiga, y el enfrentamiento que estaba a punto de ocurrir podía desbordarse, poniendo en riesgo a muchos más. No era solo una cuestión personal, sino un conflicto que podía arrastrar a Fuyuki a una violencia sin precedentes.

—Debemos llegar antes de que sea demasiado tarde, —dijo Kiritsugu, su voz firme mientras miraba a Raiga y Ryuudou—. Si Mori pierde el control, o si Kuzuki lo lleva al límite, la situación puede desbordarse más rápido de lo que podemos reaccionar.

Raiga asintió, y con una señal rápida a sus hombres, comenzó a moverse hacia los vehículos cercanos, mientras Ryuudou Kakashi miraba hacia el horizonte con una expresión de pesadumbre. Sabía que no iba a ser fácil controlar a su hijo.

—Esto va a ser más difícil de lo que parece. —murmuró Ryuudou, antes de seguir a Raiga.

Kiritsugu, con su mente ya enfocada en el próximo paso, se preparó para el inevitable enfrentamiento. Sabía que no podía permitirse más demoras. Mori no estaba solo luchando por Taiga, sino también contra sí mismo, contra el dolor que lo había perseguido desde que salió de aquel incendio que produjo el Santo Grial. Y Kiritsugu sabía mejor que nadie lo destructivo que podía ser pelear con fantasmas del pasado.

El Magus Killer apretó los puños, sus pensamientos concentrados en lo que debía hacer a continuación. Su mirada recorrió los muelles y, por un breve instante, pensó en Shirou, quien seguramente estaba tan desesperado como él en ese momento. Pero no había tiempo para pensar en lo que dejaba atrás. Los vehículos rugieron al encenderse, y el grupo se lanzó hacia los muelles, con una única misión: detener el derramamiento de sangre antes de que fuera demasiado tarde.

...

El viento del puerto soplaba con una fuerza suave, meciendo los escombros que rodeaban el viejo almacén junto a los muelles de Fuyuki. La noche estaba en calma, pero la tensión que envolvía el lugar era palpable. En el interior del almacén, bajo las luces parpadeantes, dos figuras se enfrentaban en un combate silencioso pero inminente.

Dan Mori, el Dios Caído que alguna vez fue el mas temido de todos los reinos, estaba de pie frente a Kuzuki Souichirou, el hombre conocido como Seiryu, el Dragón Azul y el Dios de Fuyuki más poderoso. Ambos se observaban detenidamente, midiendo la distancia y el ritmo de sus respiraciones, anticipando el primer movimiento. A unos metros de distancia, Taiga Fujimura, Waver Velvet y Sato Kimura estaban observando el encuentro con una mezcla de miedo, asombro e inquietud.

Taiga, forcejeando contra sus ataduras, intentaba seguir el desarrollo de lo que sabía sería una pelea brutal. Waver, aunque conocedor de muchos enfrentamientos entre magos y guerreros, no podía apartar la mirada de los dos hombres que se enfrentaban sin necesidad de palabras. Y Sato Kimura, a pesar de ser un líder yakuza endurecido por la vida criminal, sentía que algo fuera de su control estaba a punto de desatarse.

El primer golpe lo lanzó Kuzuki.

Con una rapidez impresionante, Kuzuki se desplazó hacia adelante, sus pasos apenas tocando el suelo, como si fuera una sombra deslizándose sobre el pavimento. Sus puños, entrenados desde la infancia para asesinar con precisión quirúrgica, cortaron el aire en dirección a la cabeza de Mori. Pero Mori no era un oponente común. Había visto innumerables batallas, y aunque su cuerpo estaba marcado por el dolor, su instinto seguía siendo el de un guerrero nato.

Mori bloqueó el golpe de Kuzuki con un simple giro de su antebrazo, desviando el ataque sin perder ni un milímetro de terreno. El sonido del impacto resonó en el aire, pero el verdadero combate apenas estaba comenzando.

—Tienes experiencia, Mori, —murmuró Kuzuki con una voz grave mientras retrocedía ligeramente—, pero no subestimes mi paciencia. El tiempo siempre juega a mi favor.

Mori esbozó una leve sonrisa burlona ante sus palabras, pero sus ojos dorados brillaban con una intensidad peligrosa. El dolor en su cuerpo ya comenzaba a manifestarse, una leve punzada en sus músculos que se expandía con cada movimiento. Sabía que usar las técnicas más avanzadas del Renewal Taekwondo iba a exigirle mucho, pero no estaba dispuesto a retroceder. Kuzuki no era un oponente que pudiera subestimarse, y este combate no solo definiría su habilidad, sino también su resistencia.

Kuzuki dio el siguiente paso, y la batalla comenzó en serio.

Ambos se lanzaron al ataque simultáneamente. Kuzuki, con su estilo basado en la precisión y la letalidad, mantuvo su cuerpo bajo, buscando las debilidades en la guardia de Mori. Sus puños se movían como víboras, rápidos, precisos y mortales, buscando los puntos vitales del cuerpo de Mori con una efectividad despiadada.

Por su parte, Mori respondía con la gracia de un bailarín, bloqueando y esquivando cada ataque con movimientos fluidos, como si hubiera previsto cada movimiento de Kuzuki. A pesar del dolor en su cuerpo, su experiencia como un dios del combate y artista marcial lo impulsaba. Cada bloqueo era seguido por un contraataque: patadas giratorias rápidas, golpes descendentes y estocadas directas que forzaban a Kuzuki a retroceder o evadir.

El sonido del combate resonaba por el almacén, como tambores de guerra. Puños chocando contra brazos, patadas cortando el aire, y el crujido de pies deslizándose sobre el suelo. Kuzuki, aunque más bajo y compacto, no se dejaba intimidar. A cada contraataque de Mori, Kuzuki respondía con su capacidad para adaptarse, moviéndose como una serpiente bajo el golpe de un tigre, evitando los golpes más letales y buscando brechas en la defensa de su oponente.

—Impresionante, Mori. —Kuzuki sonrió, apenas agitado por el intercambio—. No me sorprende que te consideren como el quinto Dios de Fuyuki, el "Gran Kizaru, el Mono Dorado". Pero ... tu cuerpo no está en su mejor momento, ¿verdad?

En ese instante, Mori sintió un dolor punzante en su costado. Había usado una técnica avanzada del Renewal Taekwondo, un giro aéreo con una patada descendente que había forzado a Kuzuki a retroceder varios metros, pero el costo fue inmediato. La energía que esa técnica exigía superaba los límites de su cuerpo dañado. Mori sintió una descarga de dolor recorriendo sus músculos, su respiración se volvió más pesada, y por un breve segundo, Kuzuki lo notó.

A pesar del dolor, Mori no retrocedió. Aunque su cuerpo temblaba bajo el peso de la técnica, se mantuvo firme. Los ojos de Mori brillaban intensamente, sus Ojos Ardientes y Pupilas Doradas iluminando la escena con un resplandor feroz.

Los ataques continuaron, y aunque Kuzuki tenía la ventaja de un cuerpo entrenado específicamente para asesinar, Mori era un guerrero experimentado. Con cada intercambio de golpes, el dolor en su cuerpo se intensificaba, pero su mente seguía enfocada. Mori no estaba dispuesto a rendirse ante su propio cuerpo. Cada patada de Renewal Taekwondo era un recordatorio de su capacidad para superar los límites, aunque con cada técnica, el dolor se hacía más insoportable.

Los espectadores del combate, Taiga, Waver y Sato, miraban con incredulidad lo que se desarrollaba ante sus ojos.

—¿Cómo puede alguien soportar tanto? —murmuró Waver, su mente de estratega incapaz de comprender cómo un cuerpo tan dañado podía seguir en pie tras semejante esfuerzo.

Taiga, aunque más preocupada por la seguridad de Mori, no podía evitar sentir admiración. Mori, su amigo y protector, luchaba con un coraje que ella no había visto antes en su corta vida y probablemente nunca volvería a ver de otra fuente, como si cada golpe fuera una declaración de su voluntad inquebrantable.

Mientras tanto, fuera del almacén, dos grupos de personas observaban el combate desde la distancia, ocultos entre las sombras. Emiya Shirou, acompañado por un rubio de mirada penetrante que no era otro que Gilgamesh, miraba el combate con una atención fascinada, mas que un rescate desesperado para el Rey de los Héroes lo que caía bajo su mirada no era mas que entretenimiento barato. Cada movimiento de Mori y Kuzuki quedaba grabado en su mente. Para Shirou, era como ver una lección de combate en vivo, donde los movimientos no solo eran técnicos, sino que contaban una historia de sacrificio y determinación.

—Este chico ... —dijo Gilgamesh, mientras miraba a Mori con una mezcla de curiosidad y respeto—. Un dios caído en la mayor de las desgracias, luchando con tal fuerza. Es admirable, aunque aún está muy lejos de la grandeza que alguna vez tuvo.

Shirou, sin entender por completo las palabras de Gilgamesh, solo asintió. Su mente absorbía cada detalle del combate como una esponja, mientras su cuerpo parecía temblar de emoción al presenciar la destreza de los dos guerreros frente a él.

Más allá, Kiritsugu, Raiga y Ryuudou Kakashi habían llegado al lugar, y observaban en silencio, estupefactos por el combate tan igualado entre los dos guerreros. Para Kiritsugu, ver a su hijo adoptivo enfrentarse a Kuzuki, un asesino formidable, lo llenaba de una mezcla de orgullo y terror.

—No puedo creer lo parejo que está esto, —murmuró Raiga, con el ceño fruncido—. Ese chico ... Mori ... ha resistido más de lo que hubiera imaginado.

Kakashi, quien conocía mejor las habilidades de su hijo Kuzuki, también estaba sorprendido.

—Souichirou es un asesino entrenado desde la infancia. No suele tener que esforzarse tanto en una pelea, pero ... parece que Mori lo está empujando más allá de sus límites. —La voz de Kakashi apenas era audible, cargada de una mezcla de orgullo por la habilidad de su hijo adoptivo y temor por lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

El sonido de la pelea seguía resonando por el almacén. El choque de los cuerpos, los jadeos de esfuerzo, y el ruido metálico de los pies deslizándose sobre el suelo resonaban como una sinfonía caótica.

Mori sintió una nueva oleada de dolor cuando intentó usar una técnica avanzada del Renewal Taekwondo, su movimiento original, la Patada del Dragón Azul, una técnica que debía dirigir el aire para darle una forma de dragón prácticamente solida que aplastaría cualquier cosa y persona bajo la presión del viento. Mientras lanzaba el golpe, su propio cuerpo protestó. Una descarga eléctrica de dolor recorrió su pierna, obligándolo a apretar los dientes y mantenerse firme. Kuzuki, siempre paciente, lo vio titubear por un breve segundo y aprovechó la apertura.

El asesino dio un paso lateral rápido y lanzó un golpe directo hacia el torso de Mori, buscando los puntos vitales alrededor de sus costillas. Su precisión era letal, y Mori, aunque experimentado, no pudo bloquear el golpe a tiempo. El impacto fue brutal, sacándole el aire de los pulmones y haciéndolo tambalearse por primera vez.

—¡Mori! —gritó Taiga desde su posición atada, sus ojos llenos de desesperación. Intentó liberarse de las cuerdas, pero fue inútil. Su cuerpo aún estaba exhausto y herido luego de su combate con Seiryu.

Kuzuki mantuvo su postura, su rostro inmutable. Aunque había logrado conectar el golpe, sabía que el combate aún no estaba decidido. Mori, incluso herido y forzado a usar un cuerpo debilitado, seguía siendo un oponente peligroso.

Ambos hombres retrocedieron ligeramente, tomándose un segundo para medir la situación. La camisa de Kuzuki estaba desgarrada por el último intercambio, dejando al descubierto su torso, marcado por cicatrices profundas y viejas. Eran las huellas de una vida de entrenamiento asesino y combate, cicatrices que narraban una historia de supervivencia y brutalidad.

Pero entonces, la camisa de Mori también cedió, rompiéndose en un movimiento que dejó al descubierto su cuerpo. Los ojos de los presentes se ensancharon al ver las cicatrices que cubrían a Mori de pies a cabeza. Estas no eran las cicatrices de un entrenamiento común o un simple guerrero. Eran cicatrices de guerra, marcas que hablaban de sufrimiento, tortura y batallas mucho más allá de lo imaginable. Su torso, hombros, espalda y brazos estaban llenos de cortes, quemaduras y marcas irregulares. Era como si el cuerpo de Mori hubiera sido destrozado y vuelto a coser innumerables veces.

El silencio en el almacén se volvió pesado mientras todos, incluso Kuzuki, observaban las cicatrices de Mori.

—¿Qué ... qué demonios ha pasado con él? —murmuró Sato Kimura, incapaz de apartar la vista del destrozado pero impresionante cuerpo de Mori.

Waver, siempre analítico, sintió un nudo en el estómago al ver el estado del joven. Las cicatrices de Kuzuki eran impactantes, pero las de aquel joven ... parecían el resultado de un infierno prolongado. Nadie podía imaginar las batallas que Mori había enfrentado para llegar a este momento, pero lo que estaba claro para todos era que el peli turquesa no era solo un luchador, era alguien que había sobrevivido a un sufrimiento inconcebible.

Incluso Gilgamesh, el Rey de los Héroes, observando desde las sombras, no pudo evitar esbozar una sonrisa de respeto.

—Debo reconocerlo, ese dios caído ha vivido más de lo que pensé, —murmuró Gilgamesh para sí mismo, sus ojos dorados brillando con curiosidad—. A pesar de su estado, lucha con el espíritu de alguien que se niega a ser destruido.

Shirou, sin darse cuenta, absorbía cada detalle del combate. Sus ojos estaban clavados en los movimientos de ambos hombres, su mente grabando cada técnica, cada golpe, cada evasión. Era como si su cuerpo estuviera aprendiendo de manera instintiva lo que significaba ser un guerrero, a pesar de no tener la experiencia. Su respiración se hizo más profunda, y aunque no lo sabía, el combate frente a él estaba plantando las semillas de lo que algún día sería su propio destino.

De vuelta en el campo de batalla, Kuzuki y Mori intercambiaron una mirada. Ambos estaban cubiertos de sudor y respiraban con dificultad, pero algo había cambiado. El respeto mutuo era evidente, pero también lo era la comprensión de que esta pelea estaba a punto de alcanzar su clímax.

Kuzuki avanzó con una serie de golpes rápidos, atacando desde todos los ángulos. Su estilo de pelea, adaptativo y preciso, estaba diseñado para desgastar a su oponente. Golpes a las costillas, rodillas a los muslos, y ataques rápidos a los hombros fueron lanzados con una sincronía perfecta, pero Mori, con una resiliencia casi sobrehumana, bloqueó la mayoría de los ataques, retrocediendo solo cuando era absolutamente necesario.

Pero a medida que el combate continuaba, se hizo evidente que Mori comenzaba a tomar la delantera. Su experiencia como guerrero, su habilidad para adaptarse incluso cuando su cuerpo estaba al límite, y la profundidad de su determinación comenzaban a inclinar la balanza a su favor.

Un destello de desesperación cruzó fugazmente el rostro de Kuzuki, pero rápidamente lo reprimió. Sabía que no podía permitirse dudar. Sin embargo, la velocidad y fuerza de Mori comenzaban a superarlo.

Con una serie de movimientos rápidos, Mori rompió la guardia de Kuzuki. Utilizó una técnica que pocos podían resistir o bloquear: la Patada Triple del Renewal Taekwondo. La velocidad de la técnica era tan impresionante que parecía que Mori había atacado tres veces a la vez. La primera patada impactó en la sien de Kuzuki, desviando su equilibrio. La segunda, un golpe preciso en la oreja, desorientó al asesino. Y la tercera, la más devastadora, impactó en la nuca del Dragón Azul, forzando su cuerpo a desplomarse de rodillas.

El sonido del impacto resonó en el almacén. Kuzuki cayó al suelo con un golpe sordo, su cuerpo desplomándose por el tremendo dolor. A pesar de su fuerza y precisión, había sido superado.

Mori, jadeando por el esfuerzo, se mantuvo de pie. Su cuerpo, aunque en agonía, seguía erguido, un testamento a su increíble resistencia. El sudor caía de su frente, y sus ojos dorados, aunque cansados, seguían brillando con determinación.

El silencio que siguió fue casi ensordecedor. Taiga, Waver y Sato Kimura permanecieron en shock, incapaces de creer lo que habían presenciado. Incluso Shirou, Gilgamesh, Kiritsugu, Raiga y Kakashi, quienes observaban desde la distancia, quedaron atónitos por la belleza y brutalidad del combate.

Gilgamesh fue el primero en romper el silencio con una ligera sonrisa.

—Impresionante. —dijo, aunque en su tono aún había un toque de arrogancia—. El dios caído ha demostrado ser más fuerte de lo que esperaba.

Shirou seguía mirando, sus manos temblando ligeramente por la emoción. El joven sabía que había presenciado algo increíble, algo que cambiaría su forma de ver el mundo.

Kiritsugu, Raiga y Kakashi intercambiaron miradas. Aunque estaban preocupados por lo que significaba esta pelea, no podían evitar sentir una mezcla de orgullo y temor por lo que sus respectivos hijos habían demostrado.

Mori se giró lentamente hacia Taiga, caminando hacia ella con pasos lentos y pesados. A pesar de la victoria, su cuerpo seguía sufriendo los estragos del combate. Cada movimiento le recordaba las cicatrices que llevaba, no solo en la piel, sino también en su alma.

—Taiga, —dijo con una sonrisa cansada mientras se arrodillaba para desatarla—, te dije que todo estaría bien.

Taiga, con lágrimas en los ojos, no pudo evitar sonreír, aunque su preocupación por Mori seguía siendo evidente.

—Mori ... has hecho demasiado. —su voz temblaba—. Debes descansar.

Mori no respondió de inmediato, pero la mirada en sus ojos reflejaba tanto el cansancio como la tranquilidad de haber cumplido su deber. Taiga, aún con lágrimas en los ojos, intentaba no mostrar demasiado su preocupación, pero su expresión lo decía todo. Mori había luchado con todo lo que tenía, forzando su cuerpo y mente más allá de los límites.

Con las manos temblorosas por el esfuerzo, Mori terminó de desatar las cuerdas que sujetaban a Taiga. Ella, libre al fin, se lanzó hacia él, rodeándolo con los brazos, abrazándolo con una fuerza casi desesperada. Sabía que había ganado la pelea, pero el estado en que se encontraba era preocupante.

—Mori ... —susurró Taiga mientras lo sostenía, como si temiera que si lo soltaba, él podría colapsar.

Mori esbozó una sonrisa débil, aún con el cuerpo lleno de dolor, pero no dijo nada. En su mente, sabía que el peor dolor no provenía de las heridas físicas, sino de las cicatrices emocionales que cargaba. Pero al menos, Taiga estaba a salvo. Eso le bastaba.

En ese momento, Waver también fue liberados por algunos de los hombres de Raiga mientras que otros tomaron bajo custodia a Sato Kimura, habían llegado tras la conclusión del combate. Waver, aunque visiblemente impresionado por lo que acababa de presenciar, se dirigió hacia Mori y Taiga.

—Eso ... fue más que impresionante, —murmuró Waver, sin poder evitar un tono de respeto en su voz. Mori había demostrado habilidades que superaban cualquier expectativa, pero también estaba claro que el precio de esas habilidades había sido alto.

Desde las sombras, Shirou seguía observando todo, sus ojos aún reflejando el brillo de la emoción. Lo que había presenciado era más que una simple batalla; había sido una lección de lo que significaba ser un guerrero, luchar por aquellos que uno ama, y enfrentar incluso el dolor más profundo. No podía apartar la vista de Mori. Cada movimiento, cada técnica que había utilizado, estaba ahora grabada en su mente.

Gilgamesh, con los brazos cruzados y una sonrisa ligeramente torcida, se acercó a Shirou.

—Tienes razón al admirarlo, niño, —dijo Gilgamesh con tono condescendiente, aunque su voz aún contenía un rastro de respeto—. Aunque caído de su divinidad, ese dios ha demostrado que la grandeza no se extingue fácilmente. Incluso en su estado debilitado, sigue siendo un rival digno de atención.

Shirou, sin entender del todo las implicaciones de las palabras de Gilgamesh, asintió lentamente. Lo que había aprendido esa noche lo llevaría consigo, aunque aún no sabía cómo aplicarlo. En el fondo, algo dentro de él resonaba con la lucha, como si los movimientos de Mori y Kuzuki fueran una clave para desatar un futuro que aún desconocía.

Mientras tanto, Kiritsugu, Raiga, y Kakashi se acercaron al campo de batalla, todos con expresiones que mezclaban asombro y preocupación. Kiritsugu miraba a Mori, su hijo adoptivo, con una mezcla de orgullo y dolor. Sabía lo que significaba luchar más allá de los propios límites, ignorar el daño físico para cumplir una misión. Kiritsugu había hecho lo mismo durante gran parte de su vida, y ver a Mori en ese estado solo le recordaba las veces en que él mismo había cruzado esa línea.

—Mori ... —murmuró Kiritsugu, su voz grave pero suave mientras se acercaba—. Lo lograste, pero te has exigido demasiado.

Mori levantó la mirada hacia su padre adoptivo. Sus ojos, aunque brillantes con la victoria, también mostraban el profundo cansancio que sentía. Aún así, sonrió.

—Siempre hay un precio que pagar, Kiritsugu, —dijo Mori con voz débil pero decidida—. Pero esta vez ... lo vale.

Raiga, con los brazos cruzados, observó a Mori con una expresión seria, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa leve. Aunque su nieta Taiga había estado en peligro, sabía que gracias a Mori, estaba a salvo.

—Mori-kun, —dijo Raiga, con su voz ronca de viejo yakuza—, no esperaba menos de ti. Eres un verdadero luchador, aunque ... —hizo una pausa, mirando las cicatrices del joven—, espero que aprendas a no exigirte tanto. No puedes proteger a todos si no cuidas de ti mismo.

Kakashi, que se mantenía más apartado, se acercó a donde Kuzuki yacía inconsciente, derrotado por Mori. El Dragón Azul, aunque vencido, había demostrado ser un oponente formidable. Kakashi se arrodilló junto a su hijo, observando su rostro sereno a pesar de la derrota. Había orgullo en los ojos de Kakashi, pero también una tristeza subyacente.

—Souichirou, —murmuró Kakashi, colocando una mano en el hombro de su hijo—, has dado todo lo que tenías. Ahora, descansa.

El silencio se asentó en el almacén mientras todos procesaban lo que había sucedido. Mori, aún de pie junto a Taiga, cerró los ojos por un momento, dejando que su mente y cuerpo comenzaran a relajarse después del inmenso esfuerzo. El dolor en su cuerpo aún estaba allí, pero en ese momento, el alivio de haber protegido a Taiga lo superaba.

Shirou, acercándose lentamente, se quedó quieto, mirando a Mori con una mezcla de admiración y preocupación. Para él, Mori era más que un hermano mayor; era un modelo a seguir, alguien que luchaba sin importar las probabilidades. Aunque Shirou no podía entender completamente el sacrificio que Mori había hecho, lo sentía en su corazón.

Gilgamesh, en cambio, observaba la escena con su característica indiferencia. Sin embargo, en lo profundo de su mente, sabía que este combate había sido algo más. Aunque Mori era un dios caído, había demostrado que la verdadera fuerza no solo residía en los poderes divinos, sino en la voluntad de continuar, sin importar el dolor o las cicatrices. Era el poder de la voluntad humana.

—Un dios caído que sigue luchando ... —pensó Gilgamesh, esbozando una ligera sonrisa. Sintiendo un mayor respeto por el Espíritu Divino Caído que por todas las deidades del Trono de los Dioses—. Puede que tenga algo de mérito después de todo.

Con el combate terminado, la atmósfera en el almacén comenzó a calmarse. Los presentes comenzaron a retirarse, sabiendo que este enfrentamiento había marcado un punto de inflexión. Para Mori, era un recordatorio de que su cuerpo aún era una prisión de dolor, pero también de que su voluntad seguía siendo inquebrantable. Para Kuzuki, había sido una prueba de que incluso el mejor asesino no podía superar la experiencia y la ferocidad de un dios caído.

Y para Shirou, este momento sería el principio de un viaje que aún no comprendía, pero que inevitablemente lo llevaría a grandes desafíos.

Mori, finalmente dejando que su cuerpo se relajara, permitió que el cansancio lo alcanzara. Cayó de rodillas, apoyándose en el suelo con las manos, mientras Taiga lo sostenía por los hombros, susurrando palabras de agradecimiento y preocupación.

Kiritsugu, acercándose, colocó una mano en el hombro de su hijo adoptivo.

—Vamos a casa, Mori, —dijo con voz suave, pero llena de una calidez que raramente mostraba. Mori, aunque exhausto, asintió. Había hecho lo que tenía que hacer, y por ahora, eso era suficiente.

La noche en Fuyuki seguía siendo tranquila, pero el eco de lo sucedido resonaría en los corazones de todos los presentes por mucho tiempo. Había sido más que un combate, había sido una prueba de voluntad, resistencia y sacrificio. Y aunque Mori había salido victorioso, algo en el aíre daba la sensación de que esta no sería la última batalla.

...

El aire era frío y cortante, el cielo cubierto por una capa de nubes grises que apenas dejaban pasar la luz del sol. El suelo, empapado por la humedad, crujía bajo los pies de Kuzuki Souichirou, que por aquel entonces no era más que un niño, uno entre muchos otros que habían sido elegidos para un destino que no comprendían del todo.

La organización Hitokiri no Akai Hasu era un mito, un nombre que evocaba temor y respeto en aquellos que habían escuchado hablar de ellos. No eran solo una banda de asesinos; eran un linaje de guerreros excepcionales, entrenados en técnicas que superaban las capacidades humanas normales. Kuzuki, incluso a su corta edad, ya era consciente de lo que significaba estar ahí. No era un niño común, ni mucho menos. Los Hitokiri no Akai Hasu no tomaban niños al azar. Escogían a aquellos que, por su linaje, su sangre, y su potencial oculto, podían soportar el brutal entrenamiento y desarrollar técnicas supremas que otros solo podían soñar.

Desde el momento en que había sido llevado a la sede de la organización, Kuzuki había aprendido a controlar sus emociones. El miedo, la tristeza y el dolor no tenían cabida en su mundo. El entrenamiento era despiadado, pero él, entre los niños seleccionados, era uno de los más destacados. A pesar de su aparente silencio y la frialdad de su mirada, Kuzuki era un prodigio.

Las técnicas supremas de la organización estaban más allá del combate físico común. Los asesinos de Akai Hasu se especializaban en el arte de la respiración inconsciente y el caminar invisible, habilidades que permitían a los cuerpos moverse de manera casi fantasmal, sin que nadie pudiera anticipar sus movimientos. Era un control total del cuerpo y la mente, una sincronización perfecta entre la intención y la acción.

—Respira. Camina. Siente el suelo bajo tus pies. No eres tú el que se mueve; es el mundo a tu alrededor el que cambia. —Estas palabras resonaban una y otra vez en la cabeza de Kuzuki mientras corría por los fríos corredores de piedra de la fortaleza donde entrenaban. Los maestros que supervisaban su desarrollo no eran indulgentes. Cualquier error se pagaba con castigos severos, algunos físicos, otros psicológicos, pero todos enfocados en endurecer sus almas.

Cada día comenzaba con extenuantes entrenamientos físicos. Los jóvenes asesinos en formación corrían por terrenos irregulares y rocosos, subiendo y bajando montañas, cruzando ríos helados y moviéndose a través de densos bosques. El propósito era simple: acostumbrar sus cuerpos a cualquier terreno, cualquier circunstancia. A través del dolor y el agotamiento, aprendían a caminar y correr sin ser detectados, sus respiraciones sincronizándose con los latidos del corazón y los sonidos de la naturaleza. Ser invisible en el campo de batalla era su objetivo, y en eso, Kuzuki destacaba como pocos.

A los diez años, Kuzuki ya podía moverse con tal fluidez que sus pasos no hacían ruido ni siquiera sobre hojas secas. Su respiración era controlada al punto de volverse imperceptible. Para los maestros, él era un alumno modelo, un niño nacido con el potencial necesario para llevar el nombre de los Hitokiri no Akai Hasu a nuevas alturas.

Pero con ese potencial, venía una carga. La brutalidad del entrenamiento no era solo física. Desde temprana edad, los niños como Kuzuki eran expuestos a misiones reales, donde el fracaso no era una opción. A menudo, se les enviaba a eliminar objetivos con las mismas técnicas que practicaban en sus entrenamientos. La organización no se detenía ante nada para convertir a esos niños en herramientas perfectas de muerte.

Los recuerdos de esas primeras misiones aún eran vívidos en la mente de Kuzuki. Recordaba las caras de sus objetivos, personas que nunca llegaron a saber quién los mató. Eran sombras, y él era la hoja oculta en la oscuridad. Pero aunque muchos de los otros niños temblaban de miedo ante la idea de tomar una vida, Kuzuki no vacilaba. Para él, la muerte no era más que otro paso en el camino que le habían trazado. Cada misión lo acercaba más a la perfección, a ser uno con su respiración, uno con su entorno.

Sin embargo, aunque la organización prosperaba y los niños entrenados se convertían en máquinas perfectas de asesinato, el destino de los Hitokiri no Akai Hasu cambiaría drásticamente. Fue hace algunos años, cuando Kuzuki tenía apenas catorce años, que algo sucedió que alteraría el curso de su vida para siempre.

La organización, tan secreta y poderosa, fue destruida en una sola noche. Aún recordaba cada detalle de ese día. Las luces de la sede se apagaron de repente, y en medio de la oscuridad, gritos resonaron por los corredores. Kuzuki, junto a otros jóvenes asesinos en formación, se encontraba en uno de los dormitorios cuando escucharon los primeros sonidos de combate. Al principio, creyeron que se trataba de un ataque rival o una prueba más de la organización, pero pronto quedó claro que no era una simple prueba.

En medio del caos, dos figuras emergieron en la fortaleza. Uno de ellos era un joven de aspecto salvaje, con una presencia casi inhumana, pero no era quien más llamaba la atención. La otra figura, la que realmente cambió la vida de Kuzuki, era la de un hombre joven, pero con una habilidad de combate que Kuzuki jamás había presenciado. Era Han Mori, y su presencia en la fortaleza era abrumadora.

A través de los gritos y la confusión, Kuzuki observó desde las sombras mientras Han Mori y Shizuki Soujuurou desmantelaban la organización con una facilidad que bordeaba lo irreal. Los maestros y asesinos de los Hitokiri no Akai Hasu, hombres que habían entrenado durante décadas, caían ante Han Mori como si fueran hojas en el viento. Los movimientos de Mori eran tan fluidos, tan llenos de una gracia devastadora, que Kuzuki quedó paralizado, incapaz de apartar la mirada.

Era la primera vez que Kuzuki sentía lo que él llamaría respeto, pero también envidia. Mientras veía cómo Han Mori luchaba con una habilidad que trascendía lo que cualquier ser humano podía hacer, algo dentro de Kuzuki despertó. Quería ser como él. Quería alcanzar ese nivel, esa perfección en el combate. Sin embargo, esa noche, cuando todo terminó, Han Mori y Soujuurou desaparecieron tan rápidamente como habían llegado, dejando tras de sí las ruinas de lo que alguna vez fue la organización más temida del mundo.

Kuzuki no habló de lo que había presenciado, ni siquiera con los pocos sobrevivientes que quedaron. El orgullo de los Hitokiri no Akai Hasu estaba destruido, y los que quedaban intentaron huir y reconstruir sus vidas en las sombras. Pero para Kuzuki, nada volvió a ser igual. El entrenamiento había terminado. La organización ya no existía. Sin embargo, esa noche no lo dejó con una sensación de derrota, sino con una obsesión.

Pasaron los años, y Kuzuki se fue forjando su propio camino. Aunque había abandonado el mundo de la organización, seguía entrenando por su cuenta, perfeccionando las técnicas que había aprendido. Nunca dejó de pensar en Han Mori, en la manera en que ese hombre había destruido todo a su alrededor con tal elegancia y precisión. Kuzuki no lo veía como un enemigo; lo veía como un ideal a alcanzar.

Pero, a pesar de sus esfuerzos, nunca volvió a ver a Han Mori. Era como si ese hombre hubiera desaparecido por completo del mundo, un recuerdo distante que se desvanecía en la memoria.

Todo cambió el día que vio a Dan Mori.

A simple vista, Dan era diferente de Han. El cuerpo era distinto, más joven y con un semblante más relajado, aunque parecía ocultar un pasado mas oscuro detrás de aquella brillante sonrisa. Pero había algo en su presencia, algo en la manera en que caminaba y se movía, que despertó algo dentro de Kuzuki. Era como si, de alguna manera, Dan Mori fuera una extensión de ese guerrero que había destruido su mundo hace tantos años.

Desde el momento en que Kuzuki observó a Dan Mori, supo que debía enfrentarse a él. No solo por la lucha en sí, sino porque era la única manera de entender si lo que había sentido aquella noche, viendo a Han Mori luchar, era real o solo una ilusión. Kuzuki se obsesionó con la idea de pelear contra Dan Mori, de comprobar si esa presencia, esa habilidad casi divina, seguía intacta en él.

Ahora, después de tantos años, esa obsesión lo había llevado a este momento. El deseo de medirse contra Dan, de saber si podía alcanzar la grandeza que había visto en Han Mori, lo había consumido. Y aunque sus cicatrices físicas y mentales lo acompañaban, Kuzuki estaba listo para descubrir si realmente podía compararse con aquel ideal que había guardado en su memoria durante tanto tiempo.

La batalla contra Dan Mori no fue solo un combate físico; era un enfrentamiento con su propio pasado, con la destrucción de la organización que lo había creado, y con el hombre que había definido lo que Kuzuki quería ser.

...

La atmósfera alrededor del almacén se había calmado tras el brutal combate entre Dan Mori y Kuzuki Souichirou. El viento marino apenas soplaba, y el olor a sal impregnaba el aire. Aún jadeando, Mori permanecía de rodillas junto a Taiga, quien lo sostenía con preocupación, mientras los demás observaban en silencio. Pero aunque el combate físico había terminado, una presencia oculta, hasta ahora latente, empezaba a hacer sentir su influencia.

Waver Velvet, de pie, observaba la escena con el ceño fruncido, sintiendo una leve inquietud que no lograba identificar. Había algo más en el aire, una sensación que no provenía de los combatientes. Algo más estaba sucediendo, algo que hasta ahora había pasado desapercibido, y que solo él y su conexión con el Gourd, la calabaza mágica que llevaba consigo, podían percibir.

El Gourd que colgaba de su cintura, una reliquia del legendario Rey Mono, había sido un objeto de poder que Waver había poseído sin conocer completamente su naturaleza. Dentro de esa calabaza, un demonio tan antiguo y poderoso como el propio Sun Wukong había estado sellado: Sun Tzao, la Reina Demonio Macaco de Seis Orejas, una de las hermanas de Sun Wukong, sellada allí por un motivo que Waver apenas comenzaba a comprender.

Aunque Waver no había compartido el secreto con nadie, sabía que el contrato que había hecho con Sun Tzao para liberarla era peligroso. La rein demonio le había prometido su ayuda y poder, pero en el fondo de su ser, Waver siempre había sentido que había algo más. Sun Tzao no era una aliada común; no era como los espíritus que él había conocido en la Guerra del Santo Grial. La Reina Demonio Macaco tenía su propio plan, su propio resentimiento hacia el mundo, y ese resentimiento estaba a punto de desbordarse.

Desde dentro del Gourd, Sun Tzao había estado observando, silenciosa y oculta. Los eventos que se habían desarrollado en el almacén la habían frustrado y enfurecido. Desde su prisión, había visto el combate entre Dan Mori y Kuzuki Souichirou, y aunque había permanecido en silencio, su odio crecía con cada segundo. Al principio, al ver a Dan Mori, no había reconocido de inmediato a su odiado hermano, pero luego, cuando su energía, su presencia, y la esencia inconfundible de Sun Wukong comenzaron a emanar de él, la verdad se volvió dolorosamente clara para ella.

—Sun Wukong ... —pensó Sun Tzao, su ira subiendo como un fuego incontrolable—. Mi maldito hermano. Siempre el favorito de Gaia, siempre el "amado hijo" del mundo.

Sun Tzao, hija del mundo, nacida del cadáver de Kur, la primera hija de Gaia, había sido siempre la sombra de su hermano. Mientras Sun Wukong había sido colmado de bendiciones, poder y admiración, Sun Tzao y sus otros hermanos habían sido dejados de lado. Ese trato preferencial había sembrado un odio profundo en el corazón de Sun Tzao, un odio que la había consumido y que la había llevado a enfrentarse a su hermano en múltiples ocasiones. Pero ahora, ver a Dan Mori, el otrora legendario Rey Mono, reducido a un débil humano, era más de lo que podía soportar.

El resentimiento de Sun Tzao no solo provenía de los actos de Sun Wukong en el pasado, sino del hecho de que, incluso en este estado tan frágil, seguía siendo el centro de atención. Aun en su forma humana, debilitado y sufriendo, Dan Mori seguía siendo el Gran Sabio, Igual al Cielo, el hijo predilecto de Gaia, mientras ella había sido olvidada, sellada en una prisión mágica desde siglos, posiblemente milenios.

—El "Rey Mono más humano", —susurró Sun Tzao para sí, con una sonrisa cargada de desprecio. Gaia le había dado todo a Sun Wukong, y ahora, ella reclamaría lo que le pertenecía, arrebatándoselo a él como lo había intentado en su viaje a la India.

Dentro del Gourd, Sun Tzao decidió que ya había esperado demasiado para su venganza. Sabía que su tiempo había llegado, y aunque había hecho un contrato con Waver que la mantenía bajo control, no podía seguir reteniendo su odio por más tiempo. Sus ojos brillaron con una determinación fría. Tenía una oportunidad perfecta frente a ella. El cuerpo debilitado y derrotado de Kuzuki Souichirou estaba a su disposición, y Sun Tzao sabía que sería su puerta de salida.

—Lo siento, Waver, —murmuró Sun Tzao, dirigiendo un pensamiento hacia su "aliado", quien no tenía idea de lo que estaba por suceder—. Tendrás que esperar un poco más.

Antes de que Waver pudiera sentir la perturbación que se avecinaba, Sun Tzao tomó control del Gourd. Una energía oscura comenzó a emanar de la calabaza, una energía que se expandió en forma de un vapor rojizo que, lentamente, flotó hacia el cuerpo inconsciente de Kuzuki Souichirou.

Los demás presentes, aún procesando lo sucedido, no se percataron de inmediato de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando el vapor comenzó a envolver el cuerpo de Kuzuki, los ojos de Kiritsugu, Raiga y Kakashi se abrieron de par en par. El ambiente en el almacén se tensó una vez más, y un murmullo de sorpresa recorrió el lugar.

—¿Qué demonios está pasando ...? —preguntó Raiga, dando un paso hacia adelante, pero incapaz de hacer nada.

El cuerpo de Kuzuki comenzó a cambiar. Las nubes de vapor rojo que lo rodeaban parecían estar reconfigurando su cuerpo, transformándolo desde adentro. Las venas de su cuello y brazos sobresalían, y un aura opresiva y maligna comenzó a llenar el aire.

El silencio se rompió con una risa suave pero perturbadora. Unas carcajadas que, aunque provenientes de los labios de Kuzuki, claramente no le pertenecían.

—Finalmente ... —dijo la voz, ahora mucho más fuerte, resonando en la cabeza de todos—. Finalmente, estoy libre.

El cuerpo de Kuzuki se levantó lentamente, como si una fuerza invisible lo moviera. Sus ojos, antes vacíos y fríos, ahora brillaban con una intensidad roja, una luz que irradiaba odio y poder. A medida que la transformación continuaba, Kuzuki comenzó a adquirir rasgos que, para todos los presentes, eran inquietantemente familiares. Su cabello, antes oscuro y desordenado, se volvió más brillante, y su complexión empezó a cambiar, asemejándose sorprendentemente a alguien que ya todos conocían.

Kiritsugu, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dio un paso adelante, incapaz de ocultar su asombro.

—Espera ... eso ... —murmuró, su voz llena de incredulidad.

El nuevo Kuzuki, ahora poseído por Sun Tzao, esbozó una sonrisa burlona, mirando directamente a Dan Mori.

—¿Sorprendido, "hermano"? —se burló, su voz resonando con el eco de la Reina Demonio que ahora controlaba el cuerpo—. Mira lo que ha sido de ti. Una sombra patética de lo que alguna vez fuiste. El tan alabado Rey Mono ... ahora reducido a un débil humano. —Sus palabras estaban cargadas de veneno, cada sílaba rezumando desprecio.

Mori, aunque agotado por el combate, levantó la mirada, su rostro reflejando una mezcla de confusión y reconocimiento.

—¿Quién ... quién eres? —preguntó, su voz apenas audible.

—¿No me reconoces? —Sun Tzao, dentro del cuerpo de Kuzuki, dio un paso hacia adelante, su nueva forma ahora completamente manifiesta. Aunque aún mantenía la estructura de Kuzuki, sus rasgos eran inquietantemente similares a los de Han Mori y Dan Mori, un reflejo distorsionado del antiguo Rey Mono.

Taiga y los demás observaban con horror, sin entender completamente lo que estaba ocurriendo, pero el aura maligna que envolvía al nuevo Kuzuki era inconfundible.

—Soy tu hermana, Sun Tzao, la Reina Demonio de Seis Orejas, nacida del mismo lugar que tú. Pero claro, nunca te importamos. Tú, el favorito de Gaia, mientras los demás y yo éramos tratados como basura. —Sus ojos brillaban con furia y resentimiento mientras hablaba, acercándose cada vez más a Mori—. Te odio por lo que representas, por lo que siempre fuiste. Y ahora ... ahora que te veo tan débil y frágil, no puedo evitar disfrutar de esta irónica justicia.

Mori intentó levantarse, pero su cuerpo estaba agotado. Las palabras de Sun Tzao le pesaban como una losa. El odio de su hermana, la revelación de su presencia, y la idea de que ella había sido sellada todo este tiempo, comenzaron a hundirse en su mente.

Sun Tzao, regodeándose en su nueva forma, soltó una carcajada mientras observaba a Dan Mori.

—Eres el "Rey Mono más humano" ahora. Qué patético. Xuanzang estaría decepcionada de verte en esta forma.

...