Capítulo 197. Aquel que se desliza en la oscuridad
—Presta atención, Cethleann, hija mía. Este es mi testamento —comenzó a relatar Cichol, ángel del Aire—. Hace mucho tiempo, cuando el universo era joven, la raza humana original que servía a los titanes ascendió a una nueva forma de vida. Así nacimos nosotros, los espíritus, seres carentes de defectos, y por tanto, también de virtudes; dormir, comer, envejecer, enfermarse… Todo eso nos era ajeno, pues éramos perfectos, los perfectos sirvientes para los nuevos dioses.
»Se nos impuso la tarea de servir y proteger a la nueva humanidad. Para cada galaxia se dispuso a un Gran Espíritu, para cada planeta, un Espíritu Superior. La realeza, compuesta por emperadores, reyes, príncipes, señores y damas, disponía a la mano de obra, los númenes que algunos humanos llaman djinn, para que organizara la superficie de los mundos de tal modo que pudieran albergar vida. Nuestro sentido del deber, sin fisuras, garantizó que la tarea se llevara a cabo muy pronto. A través del universo surgieron incontables civilizaciones, que con el tiempo alcanzaron las estrellas y se conocieron. Vino la guerra, le sucedió la paz. Se lograron grandes proezas y se pagó un alto precio por cada una de ellas. Aun así, los dioses quedaron satisfechos de nuestro obrar. A los Espíritus Superiores y Grandes Espíritus nos anunciaron la posibilidad de ser elevados a la Segunda Orden de Ángeles, el ejército del cielo que protegía el universo, a través de la unión entre un humano y nuestros cuerpos espirituales.
»Era una estratagema. Gea había dado a luz al primero y más terrible de los monstruos, Tifón. Todo el universo estuvo en riesgo de ser destruido. Mientras Zeus lo confrontaba, el resto de los dioses rescató lo que pudo de la humanidad, que solo pudo ver con pavor cómo la primera y última civilización universal colapsaba. Los mundos ardían, los soles morían antes de tiempo, las galaxias eran desgarradas… Todo aniquilado, más allá de la única parte del universo que los humanos de hoy en día pueden observar. Nosotros estuvimos allí, junto a Zeus, mientras los dioses nos daban la espalda. Nosotros luchamos esa batalla imposible, tal y como el rey de los dioses había previsto, y otras más. Junto a la Primera Orden de Ángeles, luchamos y vencimos a los horrores que vinieron después de más allá del universo, bajo la batuta de sus abominables amos. Los Reyes Durmientes, uno tras otro, fueron sellados por el rayo de Zeus y el valor y sacrificio de incontables espíritus. Tras la victoria del Olímpico, los Grandes Espíritus pasaron a ser conocidos como dominaciones y los Espíritus Superiores nos convertimos en poderes; éramos, ahora de forma oficial, la Segunda Orden de Ángeles. Entre nuestros caídos, fueron recogidas treintaiséis almas y entregadas a Hefesto. El dios de la forja pudo restaurarlas y darles un nuevo cuerpo, que denominó autómatas de clase Deus. Así nacieron las virtudes zodiacales del la aurora, la luna y el sol.
»Transcurrieron cinco mil millones de años de paz en el cielo. Habiendo visto a su hermano vencer, solo, al más temible de los hijos de Gea, ni Poseidón, ni Hades, dudaron jamás de su derecho a gobernar toda la Creación, sometiéndose al orden universal que había dispuesto. Tal era la razón de que ni los propios hijos del Olímpico se hubiesen unido a él en tan terrible batalla, si bien las virtudes hicieron correr el rumor de que Atenea había luchado al lado de su padre, cuidándole las espaldas y venciendo a Encelado, el lugarteniente de Tifón, en combate singular.
»En contraste, durante la época que sucedió a Tifón, lo que quedaba de la humanidad pasó innumerables pruebas. Para protegerse de aquel universo trastocado en que imperaba la destrucción, así como de los hijos de Tifón y la vil influencia que los Reyes Durmientes ejercían a lo largo del espacio, forjaron alianzas con los espíritus menores. Númenes para los ríos, las montañas y los lagos, en torno a los cuales se levantaban pueblos y ciudades; señores y damas para las naciones, reyes para los continentes y emperadores para los mundos. Los que podían pactar con ellos, los chamanes, eran los defensores de la humanidad. Parecía que el viejo sueño de recuperar la Edad de Plata se cumpliría, sin embargo, incluso los virtuosos chamanes eran humanos y se corrompían. Siempre ocurría lo mismo, en todos y cada uno de los planetas: rebelión contra el cielo, castigo divino, completa destrucción. Desde arriba, los que ahora éramos llamados ángeles, veíamos a los nuestros morir siendo usados como armas por los humanos.
»Solo hubo una excepción al juicio divino. Un milagro, decían algunos dioses, conmovidos; un experimento de la consentida de Zeus, decían otros. Fuera como fuese, la humanidad de la Tierra sobrevivió, y al igual que ocurrió con nosotros, los espíritus, quedó reducida a servir y proteger a la nueva raza humana que los dioses habían creado. Lo hicieron, no en base al pacto entre hombres y espíritus planetarios, sino mediante un nuevo pacto, entre la humanidad y las estrellas que nosotros, las dominaciones, virtudes y poderes, cuidábamos. El propósito de esa bendición era el mismo que había tras la tarea original de los espíritus: redención, alcanzar el perdón divino, esta vez a través de la reencarnación. No obstante, los humanos eran imperfectos y desobedecieron una y otra vez; en realidad, de no ser por la protección de Atenea, en lugar de Guerras Santas habrían conocido el castigo divino hace mucho, mucho tiempo.
»Los espíritus de aquel mundo lleno de vida sentían predilección por el Pueblo del Mar, renacido como el pueblo atlante. Si bien trataban de mantener cierto grado de neutralidad, por el bien del planeta. La líder de la superficie aprovechó esto para convencerlos de luchar a su lado. Les habló de los albores del mundo, cuando dioses, hombres y espíritus lucharon juntos para someter a los más terribles hijos de Tifón, los gigantes. Usando la unidad como bandera, vio unido al planeta entero contra la amenaza venida de las estrellas. Así cayeron la ciudad de R´lyeh, el Príncipe Durmiente y todos los horrores que infectaban el mundo. El final de aquel conflicto, llamado Guerra de las Estrellas, se saldó con un nuevo sacrificio, pues ni los hombres del mar, ni los de la superficie, se atrevieron a acompañar a aquella líder intrépida hasta las Puertas de Yog- Sothot. Fueron los más nobles entre los espíritus terrestres los que lo hicieron, e incluso Eolo, hijo de Poseidón, desoyó los consejos de los reyes atlantes para no unirse a esa campaña. ¡Cuán caro lo pagó! Los espíritus fueron usados como carnada, abandonados en un limbo lejos de su hogar. Eolo escapó a duras penas para dar buena cuenta de la traición. Lo que pudo ser el final de la guerra milenaria entre el mar y la tierra que azotaba el mundo, fue olvidado por completo por ambas partes. No los culpo, yo ni siquiera me habría atrevido a poner un pie en los Jardines de Azathoth, aunque mi rango es muy superior a quienes lo hicieron. La sola idea me aterra. Eran muy valientes.
»La traidora y toda su corte cayó, como siempre ocurre con los tiranos. Durante los mil años siguientes, un cisma separó a los espíritus en tres grupos. Los nacidos de la guerra, llamados makhai, se acogieron a los planes de Ares; los que regían las fuerzas naturales, como las ninfas, siguieron obrando según su parecer; los que tenían por deber resguardar a los seres humanos, fraguaron un plan para liberar a sus hermanos. Hablaron a la nueva humanidad del viejo pacto, dándoles la fuerza de la magia a quienes no poseían un cosmos. Regresaron los chamanes, y con ellos, los antiguos rituales. Quienes fueron abandonados en el limbo señoreado por los Reyes Durmientes, pudieron manifestarse de nuevo, así fuera de forma temporal, pero eso no bastaba. El objetivo final era sustituir a aquellos traidores de la vieja humanidad por los chamanes, paladines del mundo, para lo cual llevaron a la locura a un miembro selecto de los primeros. Alhazred, el monje loco, excedió por mucho sus expectativas y esta facción rebelde de los espíritus terrestres se retiró por el momento.
»Quinientos años más tarde, empero, sucedió la Guerra de los Espíritus. La magia y el cosmos se enfrentaron en terrible batalla, siendo la vieja humanidad la vencedora. El odio cegaba a los espíritus rebeldes, de tal modo que incluso entre ellos había quienes se ponían del lado de los hombres, a sabiendas de que después solo les quedaría el olvido. El mundo ya era lo bastante fuerte para sobrevivir por sí solo, sin su ayuda. Los humanos seguían siendo los mismos niños que vieron nacer, hacía ya entonces nueve mil años, no obstante, solo crecerían cuando ya no tuvieran a alguien que los llevara de la mano. Por eso tomaron la decisión que tomaron, y por eso, aunque solo una décima parte de los espíritus terrestres entró en aquella guerra, la mayor parte quedó apartada para siempre de los asuntos humanos. Los chamanes que les apoyaron quedaron reducidos a clanes de vagabundos que sobrevivían solo gracias a algunas almas nobles.
Todo aquel relato fue escuchado con atención por Cethleann, ángel del Agua. Aquella criatura inmortal tenía la apariencia de una doncella, con el largo cabello verde formando sendos tirabuzones entre los que se insinuaban las orejas puntiagudas, unos ojos inocentes y muy abiertos que brillaban como esmeraldas y una sonrisa gentil que apenas había dejado escapar cinco maldiciones en cinco mil años, todas, sin embargo, dirigidas a su estricto padre. De no ser por la gloria que vestía, Garreg Mach, platinada armadura completa con los detalles dragontinos verdes que aludían a Seiros, la dominación a la que servían, parecería una persona de paz, cosa que se acercaba más a su naturaleza de lo que debía mostrar en esas circunstancias. Incluso el arma que portaba, forjada por Hefesto, era un caduceo destinado a la sanación.
Cichol era todo lo contrario a su hija. Alto, de anchos hombros y complexión fuerte. Mostraba una austeridad que hacía mucho que había enterrado la amabilidad de antaño, apenas quedando el cansancio en sus ojos, también verdes, como prueba de su humanidad. Tenía cubierto el semblante por una barba que le llegaba hasta el peto de Arianrhod, su gloria, donde las líneas del color de Seiros aludían al tigre que fue en días más belicosos. Ahora no se sentía en forma, pero como hombre de guerra, se mantenía firme, con el puño sosteniendo una lanza aún más grande que él por cincuenta centímetros. La lanza de Lugh, capaz de doblar el espacio-tiempo para arrojar dos ataques simultáneos, siendo el segundo imposible de esquivar.
La lanza de Lugh, el arma que había quitado la vida a Seiros. Habían pasado quinientos años desde entonces. Quinientos años. ¿A cuántas generaciones humanas equivalía eso? Treinta, tal vez. A él todavía le extrañaba no ver el arma ensangrentada.
«El tiempo lo borra todo —reflexionó Cichol—. Salvo a nosotros.»
—Nuestra historia es muy triste, padre —dijo Cethleann.
—Es culpa mía —se le ocurrió pensar a Cichol, avergonzándole descubrir después que había hablado en voz alta—. De haberme puesto del lado de Zeus durante la Titanomaquia, quizá habría accedido a un puesto más elevado, como Narciso.
—¡Qué cosas dices, padre! —exclamó Cethleann—. Narciso era un sirviente más hasta que Galatea de Mercurio se fijó en él. Si ahora es el regente de Venus, se debe a que la Esfera de Venus ama a los espíritus, así como la Esfera de Marte escoge a los belicosos humanos. ¡Quién sabe! Tú podrías ser el sucesor de Narciso un día.
—Eso es imposible —negó Cichol, sopesando, empero, la posibilidad de que su hija alcanzara ese puesto—. Demasiadas traiciones pesan sobre mis hombros.
—¿Cuáles serían esas traiciones, padre?
—La primera fue hace cinco mil millones de años, vi el engaño tras la promesa de Zeus y callé, porque consideraba mi deber servirle. Silencio. La segunda la conoces bien, pues hace cinco mil años abandoné mi puesto y fui a la Tierra a ayudar a los míos, solo para ver cómo eran enredados en una nueva mentira por mi miedo a alterar el orden natural. Inacción. La tercera es la peor de todas, porque no hay peor crimen que la traición. Seiros era nuestra líder y yo instigué una rebelión contra ella, me convertí en su asesino e incluso arrastré a tal acto a Macuil e Indech. Acción.
Mientras lo escuchaba, una vez más en silencio, Cethleann pasó por un momento de pavor. Claro que conocía bien la segunda traición de Cichol. En esa ocasión, durante su estancia en la Tierra, amó a una mortal y de esa unión nació ella. Cethleann siempre había temido que aquel acto fuera para su padre el peor de los crímenes que él mismo se atribuía, al no haber nadie que lo juzgara. Que, en cambio, fuera el asesinato de Seiros lo que más lo atormentaba, producía en Cethleann tanto alivio como pena. Seiros siempre había sido la mejor de todos los ángeles allí destinados, la líder natural, capaz por igual de ejecutar los más duros castigos y de ser misericordiosa cuando era necesario. Había perdonado a Cichol por su huida, había recibido a Cethleann con los brazos abiertos e incluso la había instruido con la sabiduría de una maestra y el cariño de una madre. Seiros era la encarnación de la perfección de la humanidad original. Así pues, incluso si la aliviaba no ser para su padre fuente del mayor de sus pesares, la atormentaba que se hubiese visto obligado a matar a un ser tan luminoso.
Seiros, dominación de la Luz, había enloquecido. En cierto sentido, era responsabilidad de Cichol. Su viaje a la Tierra provocó que Seiros tuviera muy presente a aquellos de los suyos que vivían entre la vieja humanidad y la nueva. Elevó oraciones a los dioses por ellos, oraciones desatendidas que alimentaron la culpa que le embargaba hasta hacerla insoportable. Y culpa era lo último que alguien debía sentir si Aquel que se desliza en la oscuridad estaba cerca, aunque durmiera como todos los suyos.
—Tú nos salvaste a todos —observó Cethleann—. Eres nuestro héroe, padre.
—Lo que soy es un desastre —replicó Cichol—. Desobedecí las reglas una vez, ¿por qué no hacerlo otra? ¿Por qué no intenté salvar a Seiros? Macuil quería intentarlo. Él es un verdadero héroe y ahora también ha caído.
—¿Qué hay de Indech?
—Tiene miedo de todo. Obedecerá a Macuil.
—¿Y nosotros? ¿Le obedeceremos también?
—De eso es lo que quería hablarte.
Más allá de Zanado, el mundo solitario en que se hallaban, ambos ángeles podían sentir algo. Pasaba a través de tres planos existenciales y estaba bendito por un ser similar a ellos, un numen. A esas alturas sabían, por Indech, a cuyos ojos nada escapaba, que se trataba de un universo paralelo que cruzaba la distancia entre la Tierra y el Jardín de las Hespérides como un río gigantesco. También eran conscientes de que ese río lo navegaba un barco lleno de santos de Atenea, los legatarios de la vieja humanidad. En principio, no pensaban hacer nada con ellos, pero entonces hubo un cambio en su ruta que trastocó el espacio-tiempo de toda la galaxia, despertando lo que estaba dormido. Aquel que se desliza en la oscuridad los había visto y marcado con su malevolencia. Los santos de Atenea habían devuelto la mirada y ahora buscaban de forma desesperada una razón que explicase su pronta y segura muerte.
—Tifón, la Guerra de las Estrellas y la Guerra de los Espíritus. Con todo lo que le ha pasado a nuestro pueblo mientras nosotros prosperábamos aquí, era solo cuestión de tiempo que empezáramos a perder la razón. Si te soy honesto, no han sido la dirección de Seiros, ni los consejos de Macuil, lo que han mantenido mi cordura hasta ahora.
—¿Entonces, qué ha sido, padre? ¿Los dioses?
El ángel del Aire no pudo sino sonreír a aquella muchacha. Creer en algo que jamás había visto era una prueba de que su fe estaba por encima de la del resto.
«Sobrevivirás sin mí, Cethleann. Sin duda alguna.»
—Fuiste tú, hija mía. Por ti estoy en pie.
Los ojos de Cethleann se humedecieron. Al tratar de hablar, la voz sonó ahogada, pues intuía a dónde quería ir a parar Cichol.
—Se dice que cuando un miembro de la Tercera Orden de Ángeles muere, su alma se dirige al Templo de Hefesto, donde el dios de la forja lo reconstruirá. —El ángel del Agua parpadeó y tragó saliva, alejando de sí las lágrimas y la congoja, ganando fuerzas—. Esto es así porque esos mortales fueron escogidos por los dioses del Olimpo para servirles por siempre. Fueron apartados del ciclo de reencarnación y de las leyes del Hades. Con nosotros es diferente, ¿verdad, padre?
—¿Cómo sabes eso? —preguntó el ángel del Aire, asombrado.
—Escuché las últimas palabras de Seiros, en mi mente. —La hija de Cichol se tocó la frente—. Tenía miedo de la oscuridad. Se enfrentó a nosotros porque necesitaba que hubiera una razón para morir, en lugar de languidecer en manos de Aquel que se desliza en la oscuridad. ¿Lo comprendes? ¡Nunca la traicionaste! Solo cumpliste su voluntad.
—¡Hija mía! —gritó Cichol, soltando la lanza y abrazando a aquella muchacha. Quinientos años viviendo con eso, sin decirle nada. ¡Quinientos años!
—El dios de la forja reconstruye a los héroes. Los Espíritus Divinos, que forman la Primera Orden de Ángeles, no conocen la muerte verdadera, al igual que no la conocen los dioses. Nosotros somos los únicos condenados. Para nosotros no existen el Hades, ni el Elíseo, ni el Olimpo. Nada más que oscuridad, nada más que el olvido. Porque la malevolencia de aquellos a los que custodiamos nos ha manchado.
—Tú no, Cethleann. Tú posees mi sangre y la de los mortales. Eres diferente.
—Es por eso que… —El ángel del Agua habló alto, deseando ser oída. Incluso, con suavidad, apartó a su padre, tocándole las barbadas mejillas—. Yo siempre te acompañaré, padre. Si tú caes, yo te reviviré, con mi Vara del Génesis.
—Cethleann. —Conmovido, el ángel del Aire estuvo tentado a aceptar aquel ofrecimiento, aquel sacrificio. No obstante, al final, negó con la cabeza—. Sé que he dicho que he podido mantenerme en pie por ti, mas, Cethleann, eso no puede durar para siempre. Ya siento la desesperación en mi corazón, que solo es el preludio de la peor de todas las enfermedades. Cuando llegue la esperanza, estaré acabado, no podré vencer y me perderé a mí mismo. Ya ha empezado —aseguró con vehemencia, callando la intervención de su hija—. Un grupo de mortales se aproxima. Macuil ha decidido exterminarlos, para evitar que liberen a Aquel que se desliza en la oscuridad, o para evitar que le impidan liberarlo, no lo sé. De un modo u otro, he de matarlos a todos. A los humanos y a mis compañeros. También yo he de morir. —Tendiendo el brazo hacia un lado, invocó la lanza; esta fue hasta él como lo haría cualquier metal en el universo. Usando tal arma sagrada como bastón, se alzó cuan alto era—. Es mejor que el sello quede abandonado a que haya alguien con el poder de romperlo cerca. En este momento, morir es mi deber para con los dioses.
—¿Qué debemos nosotros a los dioses, padre? —preguntó Cethleann, con todo el valor que había reunido hasta entonces. Ya no tenía humedad en los ojos, ni le temblaba la voz. Poseía una firmeza que aun Seiros aprobaría—. Dices que los dioses nos transformaron, volviéndonos perfectos, mas, ¿no existen también historias de cómo éramos en la era de Crono? Seres humanos conocedores del cosmos, para los que los sentidos que ahora los mortales llaman extraordinarios eran algo corriente. ¿Qué nos dieron, aparte de una vida de penalidades sin fin?
El tiempo transcurrido hacía borrosos los recuerdos, mas Cichol estaba al menos seguro de algo, que a diferencia de Narciso, convencido seguidor de Zeus, y de Ipsen, amante de la vida en sí misma, él era un ser vacío en aquella antigua era, aquella antigua existencia. Cuando los escogidos fueron despojados de un cuerpo y convertidos en criaturas de naturaleza espiritual, él aceptó la transformación con alegría porque le dio una razón para existir. Cuando, cumplido su papel, fue convertido en ángel, lo aceptó sin reservas, sintiéndose en verdad completo por primera vez en su vida.
Conocía las historias de las que hablaba su hija, sobre cómo con cada transformación perdían algo como contrapeso a aquello que ganaban. Propósito por libertad, poder por vulnerabilidad. El poder que ya poseían. Sí, conocía las historias; a decir verdad, en el fondo de su alma creía en ellas, por confusos que fueran los recuerdos.
Y a pesar de todo, no sentía rencor por Narciso, ni por Zeus, ni por los dioses.
—Nos dieron un lugar en este universo maravilloso que crearon. No podría pedir más.
—Pues yo sí pediré algo, padre. Quedarme a tu lado, hasta el final.
—Cethleann… Yo prefiero la muerte a la locura —A Cichol le costaba mucho decirle eso a su hija. La fe de sus ojos lo quemaba incluso a él que había conocido el calor de las estrellas—. No quiero que veas ninguna de esas facetas de mí. ¡Huye!
—Tal vez lo haría, si alguna vez me hubieses enseñado a hacerlo —replicó el ángel del Agua, sorprendiéndolo una vez más—. Como no es el caso, tendré que hacer lo que mejor se me da. Sanar. No solo tus heridas, padre. Cuando resolvamos este asunto con los mortales, me dedicaré en cuerpo y alma a sanar la mente de Macuil. Si Indech no nos ayuda, se lo pediré a Sariel y los demás. Cuando Macuil regrese en sí, nos marcharemos a disfrutar de ese maravilloso universo que nos dieron los dioses.
—Eso es imposible, el sello… —negó Cichol, sintiéndose vencido por la vehemencia de su hija, cuyo ceño fruncido le daba al semblante un nuevo cariz. Guerrero.
—Dices que es mejor que esté abandonado a que haya alguien cerca que pueda romperlo, ¿no? —le recordó Cethleann.
Incluso si Cichol hubiese tenido argumentos para rebatirle a su hija, no habría tenido tiempo. Sariel, a buen seguro enviado por Macuil, ya había iniciado las hostilidades contra los mortales. Ellos debían tomar una decisión, una muy sencilla.
Porque ya la habían tomado. Padre e hija cruzaron sus armas sagradas, la lanza y el caduceo, como prueba de que iban a trabajar juntos esa vez.
xxx
Triela volvía a ser una niña. Para sobrevivir a aquellos hombres de armadura negra, debía mantenerse callada, no decir ni una sola palabra. Su hermano mayor se aseguró de ello, mientras observaban cómo toda su familia era exterminada. Después, ambos huyeron, solo para ver desde lejos como su casa colapsaba bajo lo que los periódicos denominaron una explosión de gas para ocultar un ajuste de cuentas. Triela nunca volvió a ver a su hermano. Desde ese día, siempre había corrido, sin descanso, en silencio, cada vez más y más rápido, hasta alcanzar la velocidad de la luz. Una constante en el universo, más allá de los estragos del tiempo. Ella seguía corriendo, incluso ahora, solo que ya no huía, sino que perseguía al enemigo. En silencio, sin descanso.
Triela volvía a ser una niña, baja, de piernas cortas y la sana constitución de quien no había vivido dificultades. Aun así, corría a la velocidad de la luz del mismo modo que corría cuando era la santa de Sagitario. La altura no tenía importancia, ella misma se había convertido en una constante que nada, ni nadie, podía cambiar. Ni siquiera fue consciente del momento en que volvió a reconocerse a sí misma como la guardiana del décimo templo zodiacal, centrada del todo en avanzar a través del canal. Los intentos de la oscuridad por arrastrarla no surtieron en ella el menor efecto. Incluso como peligro le preocupaba más lo que podían ocultar las aguas del río ahora que se habían llenado de cadáveres. Por encima de todo, evitó caer allí, siguiendo el origen del coro que había iniciado en el preciso instante que recordó su tormentosa infancia.
«Los justos prosperan y los malvados son castigados —oraba una voz masculina, dirigiendo a las de muchísimos niños. La oración se repetía una y otra vez.»
No tardó mucho en localizar el origen, un hombre erguido sobre uno de los extremos del canal, de unos dos metros de altura. Se trataba de un ángel, como Cratos, incluso compartía con el guerrero celestial el tono del cabello, aunque en su caso era corto y rizado sobre una cabeza gruesa. El cuerpo era más bien fornido, cubierto por una armadura platinada en que resaltaban algunos signos color verde que no pudo identificar en un lugar tan sombrío. Aunque estaba viendo a Triela, no reaccionaba, como si recitar esa oración una y otra vez le exigiera toda su concentración.
Todo eso lo había procesado en un nanosegundo, no había dejado de correr en ningún momento y no necesitaba detenerse para tensar el arco. En silencio, se acercaría a él lo suficiente para poder dispararle a quemarropa si era un enemigo.
De pronto, se detuvo. Todo el cuerpo de Triela, a la vez, quedó paralizado por una fuerza que no provenía de ningún cosmos.
—Esta me la debes, Timotheos —dijo otro ángel, apareciendo en el otro extremo del canal como si siempre hubiese estado ahí. Lo esbelto de su cuerpo le hacía parecer más alto que su compañero, aunque este le llevaba cinco centímetros—. ¿Timotheos? —El otro ángel no reaccionó. Tenía los ojos en blanco, de hecho, como en trance—. Ah, como quieras, ya te lo recordaré cuando acabes. —De un salto, se puso frente a Triela, que pudo ver no solo su cara risueña, cubierta de un flequillo dorado, sino también lo que las marcas verdes en las armaduras de los ángeles representaban: un dragón abriendo sus fauces—. Ni lo intentes, hermana. Soy Noa, aunque pertenezco a la Tercera Orden de Ángeles, soy buen amigo de cuatro miembros selectos de la Segunda Orden de Ángeles y sé algo de magia. Mi especialidad es manipular el tiempo.
Eso era. El tiempo de Triela estaba detenido. A pesar de eso, era consciente de lo que le rodeaba, como los pescados deformes que empezaban a salir de entre los cadáveres. Por encima de la boca, que mantenían cerrada, lucían todos tantos ojos que apenas quedaba piel que no fuera de una consistencia rosada. A Triela le dolía la cabeza con solo verlos, tan inquietos, ni uno solo de los ojos miraba a un mismo lugar más de un segundo.
El tal Noa también desvió la mirada hacia la criatura, de modo que Triela aprovechó la ocasión para despertar aquel rincón del cosmos más profundo que el Séptimo Sentido.
Ni siquiera tensó el arco. A una velocidad más allá de la luz, solo moverlo lo volvía más cortante que una espada. Habría decapitado a Noa, de tan rápido que atacó, si una sombra inmensa no lo hubiese rescatado en el momento justo. Otro ángel, de más de tres metros y un par de guanteletes dorados, con los cuales había sujetado a Noa como si fuera una damisela, o un niño pequeño. En aquel momento, en manos de semejante portento de la naturaleza, parecía ambas cosas.
—Bájame ahora mismo, salvaje —ordenó Noa.
El sujeto obedeció, haciéndolo caer. Sin embargo, el ángel de largos cabellos dorados no tuvo una caída cómica, sino que en medio de esta el tiempo alrededor se alentó, permitiéndole posar con elegancia los pies sobre la piedra.
—Octavo Sentido —dijo un cuarto ángel, acompañado de un quinto que se mantenía entre las sombras. Mientras el gigante que había rescatado a Noa exhibía un rostro tosco, como tallado en roca, este tenía los suaves rostros de una mujer, realzados por la forma en que su cabello, recogido en una cola de caballo, dejaba caer flequillos entre las orejas, si bien su voz no dejaba lugar a dudas de su género. Eran como el día y la noche—. ¿Qué tan locos pueden estar los nuestros hoy en día para usar eso aquí?
—Aubin —dijo el gigante, mirando a la vez al recién llegado y a Triela—. Si no hubiese recurrido al Octavo Sentido, ahora mismo Noa sería el ángel decapitado.
—No lo dice por ti, Chevalier —apuntó Noa, todavía molesto.
Triela tenía el arco listo para disparar, pero no sabía a quién. Los cuatro ángeles cuyos nombres conocía parecían poseer la misma fuerza, mientras que el que se mantenía entre las sombras le daba mala espina. Apuntó hacia él.
Un sonido estridente le hizo dudar. Entre los cadáveres aparecieron más y más de aquellos pescados de múltiples ojos, a la vez que el coro de niños se intensificaba. La idea de que Timotheos estaba detrás de todo eso apareció como la más elemental obviedad, indicándole que matarle debía ser una prioridad. En todo momento, sin embargo, apuntó al quinto ángel, disparando al corazón de Timotheos solo al final.
El audaz ataque de la humana nunca llegó a su destino. Sariel balanceó su arma sagrada, la Aniquiladora de Materia, Aymr, y en ese preciso instante la arquera, el arco y la flecha fueron transportados de forma directa al río de las lamentaciones.
Noa sintió que el terror le paralizaba, así que sonrió como si él mismo hubiese realizado semejante proeza. Sariel, con aquel yelmo que recordaba a una calavera humana, era el único guerrero celestial bendecido por nadie menos que Hades. Precedía a la Edad de los Héroes, y había servido como Juez en el Hades antes de que Radamantis, Aiacos y Minos nacieran, siendo entonces desplazado por la ascendencia divina de aquellos. Aun así, conservaba la facultad de enviar a los mortales al inframundo sin mediar juicio alguno. Era un ángel del Olimpo y un espectro de Hades, todo al mismo tiempo.
—Descansa en paz, alma silenciosa —rezó Sariel con sumo respeto.
—Bueno, ya cumplimos nuestra parte —dijo Chevalier, rascándose la amplia cabellera negra, como siempre hacía cuando estaba nervioso—. ¿Qué tal si corremos?
—¿Correr? —preguntó Noa, extrañado. Él tenía muchas ganas de correr.
—Como sabes, puedo estar en dos lugares a la vez —terció el apuesto Aubin, quien con una sola sonrisa podía hacer que Noa, célibe desde hacía cinco mil años, sintiera el corazón acelerado—. Cichol ha admitido a Cethleann lo que todos sospechábamos desde que llegamos aquí. Estar cerca de uno de los Reyes Durmientes lleva a la corrupción. La corrupción lleva a la muerte. No regresaremos al Olimpo si permanecemos aquí más tiempo, así que deberíamos huir.
Sorprendido, Noa miró a Chevalier, quien asintió.
—¡El señor Narciso no dijo nada de eso!
—Sé que Narciso… —Una mirada fulminante de parte de Noa bastó para que Chevalier recordara las nociones básicas de jerarquía—, sé que el señor Narciso es el mandamás. La cuestión es que nos mandó a nosotros y a muchos más fuera del Olimpo. Fue salir del Templo de Hefesto y recibir la orden de vigilar los sellos, porque los de la Segunda Orden de Ángeles se estaban volviendo locos. ¿Cuánto hace desde que llegamos? ¿Quinientos años, más o menos? Pues no hemos recibido noticia desde entonces.
—Para los dioses, quinientos años es un suspiro —apuntó Noa—. ¿No será que te molesta que no te dejaran pasar un buen rato en el Olimpo?
—¡Esa es otra! —exclamó Chevalier—. Cuando nos conocimos, estabais en una misión de recolección. ¿Es normal que los ángeles pateemos el universo todo el tiempo mientras el cielo está desprotegido? —cuestionó, dejando a Noa pensativo.
—Basta de cháchara —ordenó Sariel, justo cuando Aubin iba a insistir en la locura de escapar del deber—. Tenemos trabajo que hacer.
El primero en asentir fue Noa. Le siguió Aubin, y Chevalier, viéndose sin apoyos, les siguió la corriente. Timotheos seguía en lo suyo, diligente como nadie en el mundo.
Un grupo de humanos venía a esa galaxia a liberar a Aquel que se desliza en la oscuridad. Si lograban tal cosa, huir sería inútil, la influencia de los Reyes Durmientes ya se extendía, aunque débil, por todo un cúmulo de galaxias estando sellados. Libres, habrían destruido todo el universo de no ser por los dioses. Así que la prioridad absoluta era detener a aquellos necios tripulantes de la nave espacial más rudimentaria que Noa habría imaginado jamás. Después ya podría sacar cuentas. Si Cichol, un espíritu, había resistido miles de millones de años sin volverse loco, llegando incluso a hacerles a los cinco el trabajo sucio de despachar a Seiros, ¿cuánto tardarían ellos en corromperse? Tanto no, desde luego. Los cinco, incluido Sariel, nacieron humanos.
—Ya he acabado —dijo Timotheos, cayendo de rodillas. Todo su cuerpo sudaba—. El hechizo debería seguir funcionando mientras yo viva.
—Bien —dijo Aubin, mientras Chevalier y Noa ayudaban a su compañero a levantarse—. Quédate aquí, lejos de la primera línea. Noa, ¿puedes…?
—¿Proteger a este inútil? ¡Dalo por hecho!
—Estupendo. Tan solo os daré una advertencia.
Noa asintió enérgico antes de escucharla. El Séptimo Sentido era indispensable en combate, pero la Octava Consciencia quedaba descartada. Revelar el alma a Aquel que se desliza en la oscuridad era el camino directo hacia la locura, lo que volvía a aquella hermana enmascarada y calladita una loca de remate, claro está.
Los ángeles de la Nobleza y la Diligencia quedaron, pues, en la retaguardia. Aubin y Chevalier atacarían el barco y destruirían a aquellos humanos, mientras que Sariel…
—Ayudaré a Cethleann —sentenció el ángel de la muerte cuando le preguntaron.
El líder de los cinco, Aubin, se encogió de hombros. Aquel hombre que ahora decía llamarse Sariel, despreciaba el mal con todo su corazón, lo que lo volvía un ser malvado por definición. En la misma medida, veneraba las almas puras, dignas de los Campos Elíseos. Todo lo que Cethleann le ordenara, él lo haría, sin rechistar. Puesto que en ese contexto ello significaba que los ayudaría, a Aubin le parecía bien.
—¡Vamos, muchachos! ¡Es la hora de la cacería! —exclamó Chevalier, eufórico.
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En el momento en que la oscuridad se apoderó de todo, muy pocos fueron los que pudieron guardar la compostura. La luz del sol los había abandonado, el barco se inclinó demasiado hacia un lado, al punto en que muchos de los tripulantes temieron que iba a hundirse, a lo que no ayudó nada oír cómo los remos de babor se tensaban.
Makoto, sin fuerzas para hablar, solo pudo oír cómo los caballeros negros se tiraban al suelo, desesperados, mientras que Zaon gritaba maldición tras maldición. Entre tales tinieblas sobrenaturales pudo percibir a Marin, también muda y confusa. Los santos de oro se desplazaban desde popa a todos los ahora vulnerados puntos de defensa del barco, dando órdenes sin demasiadas energías. El propio Kanon se apareció tras los santos de Mosca y Águila, apretando los hombros de ambos como única forma de consuelo, si bien todo lo que pudo transmitirles era que incluso él estaba preocupado.
—Hazlo, Sumo Sacerdote —dijo Tetis, la única que conservaba la calma.
—Sea —dijo Gestahl Noah.
Una luz magnífica, divina, lo inundó todo. Quedaron a la vista el miedo, el terror y la vergüenza de unos y otros. Los caballeros negros se obligaron a levantarse, intercambiando bravatas y pullas con quienes al menos permanecieron de pie, si bien no en sus puestos. No era que hubiese mucho que recriminar, cuando incluso Garland de Tauro mostraba pavor y el rostro moreno de Ofión de Aries palidecía.
En cualquier caso, Makoto de Mosca tenía más de lo que preocuparse que recordar que los santos de oro eran, al final del día, humanos como él y los demás. Mientras la tripulación volvía a sus puestos, él se quedó ahí, viendo como un auténtico paleto la fuente de esa luz tan agradable y cálida que había sanado los corazones de todos. Gestahl Noah, quien por dónde y cómo estaba daba la impresión de que también había corrido en cuanto el barco hizo aquel movimiento brusco, sostenía un báculo dorado que reconoció de inmediato como Niké, la diosa de la victoria. Nunca lo había visto, pero como santo de Atenea, intuía lo que era con solo verlo.
—¿Qué significa esto? —cuestionó Makoto.
—Hemos sido devorados —respondió Gestahl Noah, malentendiéndolo—. Un Rey Durmiente nos ha devorado y nos mira. Las dos cosas a la vez.
Aquello no tenía el menor sentido. Sin embargo, con solo seguir el dedo del Sumo Sacerdote, que apuntaba al cielo ahora iluminado por Niké, Makoto entendió todo. Había mundos allá arriba y alrededor. Planetas extraños, que giraban como globos oculares, siguiendo inquietos el movimiento del navío y sus tripulantes.
A Zaon rara vez le había asustado algo. Era un santo de Atenea, desde muy joven había sabido que enfrentaría toda clase de amenazas por el bien del mundo. Había guerreado con la muerte, de hecho, así que, ¿qué quedaba por temer? La oscuridad, no, desde luego. Ser transportado a otro rincón del espacio-tiempo, tampoco, de por sí navegaban un río que solo lo era en apariencia. Estaban en un universo inestable, era lo esperado que hubiese alguna clase de giro. Todo lo que los demás podían temer, a él se le antojaba algo normal, hasta que escuchó ese sonido de deslizamiento.
El corazón se le detuvo en ese preciso instante. Era una presencia que le helaba la sangre, pues la conocía desde hacía rato. Donde los caballeros negros se sentían a salvo, arropados por las bendiciones de una deidad, el poder de sus superiores y la magia puesta en la construcción del navío, él sabía que estaban indefensos. Donde otros santos de Atenea, menos instruidos en materia espiritual, habían visto solo una oscuridad que lo envolvía todo, él intuyó algo, algo extraño, terrible y peligroso, una fuerza inmensa e invisible. Se estuvo preparando en cuerpo y alma para el momento en que debiera enfrentar a aquella amenaza, siempre igual de lejana y a la vez presente, convencido de que se temía lo esperado, mientras lo que se veía venir se combatía. Quizá eso le permitió mantenerse de pie mientras todas las sombras que había cerca se tiraban al suelo, sollozando y gimiendo, que estaba preparado para el miedo, para el horror. Fueron unos pocos segundos en los que fue valiente, en los que se mantuvo erguido como la luna permanecía brillando en medio de la noche, y de pronto, el sonido, la sensación de que todo estaba perdido ya. Allí se fue todo el valor: por un momento, Zaon de Perseo habría sido declarado muerto si alguien le hubiese comprobado el pulso. Se vio a sí mismo en el río Aqueronte, dirigiéndose hacia una costa coronada por la estatua de un hombre que conocía bien. Entonces, volvió a respirar, arqueándose sobre la barandilla y respirando con violencia, como si llevara horas ahogándose.
Desde esa resurrección, fruto de su pura fuerza de voluntad, si no es que la Gracia que Akasha de Virgo le concediera hacía tanto tiempo, hasta que Niké los bendijo a todos, Zaon de Perseo no dejó de mentar a las madres de toda la tripulación del barco. Estaba vivo, pero con el corazón acelerado y la mente embotada. Ni siquiera tenía tiempo ahora para recriminarle nada al Sumo Sacerdote, como hacía Makoto.
«Como si sirviera de algo —pensó Zaon, después de que la discusión entre el líder del ejército y un simple soldado no llevase a nada, como era de esperar.»
—Dejadnos el cielo a nosotros, los santos de Atenea —ordenó Zaon a los caballeros negros—. Vosotros os ocuparéis del río. No me gusta lo que veo.
Más allá del horizonte no había ninguna estatua, sino cadáveres, muchísimos cadáveres. Zaon podía concordar en que el cielo era espeluznante, como si las paredes dimensionales del universo que navegaban hubiesen cobrado vida. Sin embargo, la misión principal seguía siendo llegar al Jardín de las Hespérides. Para lograrlo, había que surcar esas aguas, seguir internándose más y más en la oscuridad.
—Por la madre de todos los dioses… —oró Zaon, atragantado.
—Tranquilo, muchacho —dijo Garland, apareciéndosele detrás—. Creo que necesitamos darnos un tiempo para pensar, así que, bueno… —También afectado por el súbito cambio en el viaje, el Gran Abuelo carraspeó para recuperar el tono firme de todo un general del Santuario—. He detenido el tiempo. Estaremos aquí un rato.
—¡Ya no siento a la Silente! —exclamó Ofión.
Todos los insultos que Zaon hubo proferido eran niñerías en comparación a Garland maldiciendo, para todo aquel que tuviera oídos, la línea genealógica del santo de Aries. Ofión fue el más sorprendido, aunque terminó por comprender a su compañero tras mirar alrededor. La gente en el barco apenas se estaba recomponiendo, no necesitaba tener más razones para preocuparse, como haber perdido a una compañera de oro.
—Alza la cabeza, Ofión —terció Kanon—. Hiciste bien.
—¿Bien? —preguntó Garland, tenso como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Las venas de la frente, hinchadas, le daban un aspecto salvaje.
—Este lugar está afectando a mi mente… —seguía explicándose Ofión.
—Sí, Gran Abuelo —dijo Kanon—. Triela de Sagitario es nuestra exploradora, en ella depositamos todos nosotros nuestra fe. Si le ha pasado algo, es mejor que lo sepamos ya y nos preparemos para lo peor. ¿Me equivoco?
En lugar de responder, Garland de Tauro miró hacia Zaon, como esperando una respuesta. Este asintió con lentitud, tranquilizándolo.
—¡Tengo que hacer algo con mis problemas de ira!
Un par de caballeros negros asintieron a aquella declaración, entre los que destacaba Lisbeth, quien hacía no mucho estaba hecha un ovillo.
—Creo que está bien no extender el pánico sin necesidad —insistió Ofión.
Que el llamado Ermitaño siguiera preocupándose por los demás de esa forma, decía mucho de lo afectado que estaba. En ese momento no hacía más que masajearse las sienes, perladas de sudor, como una suerte de masaje que parecía aliviarle.
—Los santos de oro formaremos un enlace para ayudarte —sugirió Kanon, mirando a Garland con severidad. El santo de Tauro se limitó a sonreír—. A todos los demás: Somos incapaces de percibir el cosmos de Triela de Sagitario. Eso no significa que haya muerto. Al contrario, habríamos sentido su muerte, porque la Silente jamás caería sin lucha. Ocupaos de vuestras tareas, como ella lo hará con la propia. Cuando sea voluntad de Atenea que nos reencontremos, ocurrirá, no antes.
Con un gesto de asentimiento, Marin de Águila aprobó las palabras del que fuera líder del Santuario, sin poder evitar a la vez echar un vistazo al sucesor de Akasha de Virgo. En muchas ocasiones a lo largo de su vida había agradecido la protección de la máscara, como cuando debía actuar en contra de nadie menos que el Sumo Sacerdote; ahora estaba en una situación similar, llena de una desconfianza que era incapaz de contener y que haría añicos la tranquilidad que iba regresando al Argo Navis Negro poco a poco. No le gustaba Gestahl Noah, tampoco le gustaba esa misión. Tanto la anterior Suma Sacerdotisa cuanto Shun de Andrómeda habían aspirado a hacer la paz con el Olimpo, una aspiración que había muerto con ambos. Sin embargo, en lugar de preparar la defensa de la Tierra, como era el deber de los santos de Atenea, Gestahl Noah había lanzado a la mayor parte de los defensores del mundo al ataque.
Los caballeros negros que la respaldaban empezaron a cuchichear. Hablaban muy, muy bajo, desconociendo el buen oído que esta tenía. Así descubrió que los cadáveres que iban llenando las aguas de abajo eran iguales a las víctimas de Hybris.
—¿Cómo los reconoces? Nosotros no participamos de la Cacería. Luchamos para proteger el mundo, en el continente Mu —dijo Johann de Cuervo Negro.
—Sí —respondió Ennead de Escudo Negro—. Luchamos para proteger el mundo. Al final. —Como una prueba de su profesión, se santiguó al ver los cadáveres.
En defensa de tales asesinos, Marin podía decir que al menos eran honestos. Algunos. Todos los caballeros negros habían cometido pecados terribles, incluso aquellos que se habían redimido. Ese pensamiento, junto a saber que el Santuario estaba dejando en manos de Hybris el re-ordenamiento del mundo entero, llenaba a la santa de Águila de inquietud, no tanto por ella como por los demás. Muchos debían estar confundidos, sin importar el color de la armadura. Además, estaban en una misión muy peligrosa, nacida del calor del momento; incluso si a ella no le gustaba, al principio estaba dispuesta a acometerla, porque entendía la necesidad de cortar el mal de raíz. Con cada hora que pasaba, empero, le daba vueltas a la situación y comprendía que todos habían sido manipulados en cierta forma. Imaginaba que los demás llegarían a esa misma conclusión con el paso del tiempo: Gestahl Noah los estaba usando para sus propios fines. ¿Resultarían esas sospechas en un motín, en mitad de la oscuridad? ¿O, contra todo pronóstico, llegarían completos al Jardín de las Hespérides, solo para darse cuenta de que estaban desmoralizados, sin un norte? Con solo ver el semblante de Gestahl Noah, que los examinaba uno a uno, comprendía que él mismo se hacía las mismas preguntas, consciente de que había pasado demasiado tiempo desde su arenga. Mientras repartía miradas silenciosas entre los aliados, por dentro calculaba qué podría salir mal y cómo podría él solucionarlo. Era esa clase de hombre.
—¿Estás viendo algo, santa de Águila? —preguntó Gestahl Noah, paternalista.
«Sí, a la diosa de la victoria en tus manos —reflexionó Marin, conteniéndose.»
—Nada, Su Santidad —mintió la santa de Águila, pues sí que veía algo. Un niño, de unos seis años, esperándola más allá del horizonte.
—¿Oyes algo? —le preguntó alguien que conocía, muy lejos de ella.
—Campanillas —respondió Marin de forma lacónica.
El noventa por ciento de la tripulación sobre cubierta ya había vuelto a la normalidad. Del resto se estaba ocupando el Sumo Sacerdote, lo que para sorpresa de Joseph incluía a Marin de Águila. La subcomandante de la división Pegaso estaba distraída, como si aquel coro de niños que llenaba el ambiente la hubiese hechizado de alguna forma.
Joseph de Centauro no tenía tiempo para distraerse con ese canto monótono, pues muy cerca de él estaba Makoto, ofreciendo a Aqua disculpas por alguna cuestión que no terminaba de tener clara. Solo la mitad de la conversación llegaba a sus oídos.
—Ese hombre es un mujeriego —se quejó Eren de Orión Negro, una de las sombras que estaba bajo el mando del santo de Centauro.
—Dudo que se trate de eso —dijo Joseph, cordial. El oficial de Hybris enrojeció y miró a otro lado. Tal vez no quería ser escuchado, pero el santo de Centauro no podía hacer mucho al respecto. Estaba alerta. Su cosmos ardía, cuestionándole a qué sueño acudiría esa vez. La mente le pedía el Milagro de la Defensa Absoluta, obtenido a través de los sueños de los santos que libraron mil batallas durante el reinado de Fobos; un manto sagrado impoluto, que nadie pudiera profanar, lo protegería de la oscuridad. Él estaría a salvo, él y nadie más. Por eso el corazón, irracional, le sugería el Milagro de la Velocidad Absoluta, nacido el día terrible en que confrontó a nadie menos que Caronte de Plutón. Una vez Joseph extraía un sueño del corazón de los hombres, podía recurrir a ese poder tres veces, por lo que debería ser posible emplear uno u otro. Sin embargo, el que serviría para defender a todos implicaba un dolor inenarrable—. Cien reencarnaciones —susurró, llevándose la mano al pecho.
La conversación entre Aqua y Makoto lo sacó de en su ensimismamiento. Al parecer, la santa de Cefeo se sentía asqueada por lo que flotaba en el río, que a fin de cuentas era ella misma. Makoto no se disculpaba por eso, ni porque nadie en el barco se hubiese interesado en su estado por no ser una delicada santa de oro, sino porque en un primer momento el santo de Mosca la había acusado de ser demasiado frívola.
—Es que… vale, sé que es asqueroso, pero tú no eres ninguna… como santa de… ¡Si ya me disculpé! —exclamó Makoto, ruidoso de más. Aqua no le dejaba terminar ninguna frase—. Pensé que… Sí, ya te he entendido, no solo son cadáveres. Voy a… ¡En serio, lo siento, de verdad que me alegro que estés bien! —Se llevó las manos a los oídos, lo que explicaba que gritaba porque su interlocutora se dirigía a él de la misma forma, aunque recurriendo a la telepatía—. Ahora voy a decírselo. Ejem, ¿Joseph?
—¿Para cuándo es la boda? —bromeó Almaaz de Auriga Negro.
El codazo que Eren le dio en el estómago bastó para hacerlo callar. No era el momento de hacer bromas. Por desgracia, Makoto había entendido que llevaba un buen rato hablando por el canal auditivo, en lugar del telepático.
—Hiciste bien —aclaró Joseph, tratando de no sonreír ante la cara roja del santo de Mosca—. La telepatía en este momento no es una buena idea. Esa música ya es bastante insidiosa sin que le abramos todas las puertas. —Llevaba rato oyéndola y ya se la sabía de memoria, porque solo tenía una línea. «Los justos prosperan y los malvados serán castigados.» El mantra de Hybris, pronunciado como la acusación de los tribunales del Hades—. Dime. ¿Aqua te ha dicho algo importante?
—Hay cosas que se mueven en el río —respondió Makoto, ya repuesto del ataque de vergüenza—. Cosas como… ¡Como eso! —Señaló a donde estaba Marin.
Frente a la todavía estática subcomandante de la división Pegaso, una extraña criatura se alzaba hasta la altura de un hombre. Peludo, con largos brazos y unos pies gruesos aferrados a la barandilla, lo único que lo diferenciaba de un lémur, aparte de medir no menos de dos metros, era la cabeza. Desde el cuello para arriba, el pelaje pasaba a ser, sin ningún preámbulo, escamas interrumpidas por decenas y decenas de ojos que giraban sin control, por encima y bajo la dentada boca que estaba abriendo.
—Touma… —murmuró Marin, mientras la cola del monstruo, cual veloz víbora, rodeaba su cuello y apretaba con fuerza insólita.
Joseph pudo saber todo eso, porque tan pronto recibió la advertencia de Makoto había invocado el Milagro de la Velocidad Absoluta. La transformación le había costado nueve décimas de segundo. No tardó la décima siguiente en llegar hasta su compañera, pero el terrible dolor de la herida causada por Caronte le recorrió todo el cuerpo, ahora de una estructura similar a la de un eidolon, paralizándole por gran parte de la misma. Por fortuna, la criatura era tan malévola como estúpida y dedicó todo ese tiempo a deleitarse en su presa hipnotizada. Joseph fue capaz de golpearla en su cabeza mucho antes de que la primera línea de sus dientes probara la carne humana.
—¡Ah! —Marin, saliendo del trance, lanzó un grito ahogado. La criatura seguía aferrada a ella, aun con la cabeza reventada. Tras apartar con gran esfuerzo la cola que le rodeaba el cuello, Marin descargó el Puño Meteórico sobre el ser. El ataque, realizado con prisas, mandó lejos a la criatura, si bien sin poder romperle un solo hueso—. ¡Claro, no tienen! ¡Ni huesos, ni órganos internos, son horrores! —advirtió la santa de Águila. La garganta, enrojecida, era a la vez prueba de su imprudencia y del peligro que enfrentaban. ¡Había descuidado incluso su cosmos, en medio del trance!
Para ese momento, Joseph, paralizado otra vez por el lacerante dolor, pudo ver cómo todo el barco en popa, babor y estribor se había inundado de aquellos seres. La mayoría de caballeros negros, hipnotizados, rendían sus brazos a la muerte.
