Capítulo 220. Indefensos
Se decía que la forma más sencilla para despertar el Octavo Sentido era perder los otros siete, lo que pasaba de forma necesaria por morir, pues el Séptimo Sentido no era algo que pudiese neutralizarse: aun aquellos que no lo habían dominado, ni despertado, recurrían a él sin saberlo, pues la capacidad de manipular el cosmos nacía de él. Aqua no alcanzó la Octava Consciencia en ese terrible momento, de pie ante la mortífera blancura del fuego celestial, pero sí que sintió su corazón detenerse y volver a retumbar. El Sello Real seguía existiendo, aunque a un paso de la extinción, ¡había esperanzas!
Dio un salto de fe, importándole poco si aquel calor la consumía. ¡Eran sus amigos, las personas que confiaban en ella! Tenía que salvarlos.
Por unos segundos eternos, dejó de ser consciente de sí misma, guiada por su instinto.
—Veo que tienes claras tus prioridades —dijo Margaret de Lagarto.
El tono usado por el santo de plata, aunque bromista, estaba marcado por la tensión, y Aqua no tardó en comprender por qué. Entre Margaret, que estaba bajo el marco de la puerta, y ella, se hallaban los cuerpos carbonizados de Fredo y Matisse, reconocibles solo por las armaduras que portaron hasta el final. Aqua sintió que el estómago se le revolvía: Cisne Negro había sido parte de los Caballeros de Ganímedes, la había apoyado junto a otros noventainueve guerreros sagrados durante la guerra entre vivos y muertos. Sobrevivió a tal conflicto y se lanzó a una lucha imposible, sabiendo que iba a morir, solo para acabar de ese modo. Junto a Matisse, había decidido sacrificarse para dar a los más jóvenes la oportunidad de escapar.
Como ella. Sin pensarlo un segundo, había viajado bajo el fuego celestial y saltado sobre Makoto sin siquiera saber si estaba vivo. A eso se había referido Margaret.
—Sigo siendo la misma diosa egoísta de siempre —lamentó Aqua.
—Desde luego —asintió Makoto, con un leve tartamudeo fruto de alguna contusión—, eres la misma atolondrada que conocí en Bluegrad hace un par de años. Mira.
El Sello Real sobre Makoto se había evaporado, pero siete cadenas de agua se extendían desde donde estaban ambos hasta las paredes, suelo y techo de la enfermería. Este último, como la proverbial esfera celeste sobre los hombros del titán Atlas, era sostenido por los brazos y el cosmos de nadie menos que el caballero negro de Sagitario, cuya espalda en carne viva podía ser tratada por Minwu y Aeson solo gracias a que las cadenas los habían protegido de ser incinerados por el repentino ataque. Aqua lo había logrado: había salvado a algunos de sus amigos.
—Los demás… —trató de decir la santa de Cefeo, atragantándose.
Zaon, Marin, Joseph, Bianca, Nico, Rin… ¡Y todos esos caballeros negros!
—¿Pensáis quedaros ahí todo el día? —dijo Ícaro—. Me revolvéis el estómago.
Fuera cierto o no, la verdad era que el camarote no aguantaría mucho. Aun bajo la protección del Sello Real, la temperatura ambiente excedía los cien grados centígrados y las paredes humeaban, cayéndose a pedazos poco a poco. Bien podía ser que la sombra, demasiado orgulloso como para decirlo en palabras, quisiera ayudarles una vez más.
—Vámonos —dijo Makoto, levantándose con dificultad.
Aún conmocionada, Aqua se limitó a servirle de apoyo, callada como una tumba.
—¡Makoto de Mosca! —gritó Ícaro—. El más fuerte de los caballeros negros nunca estará por debajo de un simple santo de Mosca. —Frente a los intentos de Minwu y Aeson por hacerlo callar, él habló más alto—: ¡Vencí al santo de Acuario en combate singular! ¡Soy más que mi armadura! ¿Me oyes, santo de plata?
La santa de Cefeo no pudo evitar mirar de reojo a aquella sombra. Había venido desde el nivel inferior hasta la enfermería para salvar a sus compañeros, solo para verlos a todos morir. ¿Qué podía decirle? ¿Tendría que estar junto a Copa y Copa Negra, restaurando su espalda? Al fin y al cabo, era mejor sanando que luchando.
«Solo verlo duele —reconoció Aqua para sí, viendo las ampollas en los costados.»
—Ah, ¿un santo de oro? —dijo Makoto, sin mirarle—. Qué cosas. Yo derroté a un ángel. Me parece que voy ganando yo.
Como estaba muy cerca del santo de Mosca, Aqua notó el esfuerzo que estaba realizando para agradecer a Ícaro de la única forma que entendía: atacándole el orgullo. En su fuero interno, la nereida se juró evitar que volviera a ponerse en riesgo.
—¿Qué miras, diosa? ¡No me voy a morir por un derrumbe!
Aqua volvió la vista al frente, atravesando junto a Makoto el camarote, cruzando el marco de la puerta. Había raíces y hojas alrededor de los pies derretidos de Fredo y Matisse, lo que trajo a la santa de Cefeo recuerdos de aquella chiquilla miedosa.
—Mira que sois lentos —lamentó Margaret—. ¡Los demás os están esperando!
En el tiempo que tardó Aqua en abrir la boca para reclamar, Margaret desapareció, teletransportó a Minwu y Aeson, volvió a aparecer y se los llevó a ambos, Aqua y Makoto, lejos de la zona. Justo antes de que el techo del pasillo y los camarotes circundantes empezara a derrumbarse. Como un reflejo de luz, la imagen de Ícaro de Sagitario Negro saltando entre la avalancha quedó grabada en su retina.
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Tiempo antes, sobre cubierta, Noa resistía el Tormento de Ailell. Ni él mismo podía creérselo: la técnica de Macuil no alcanzaba la temperatura de la Hipernova de Sariel, pero mientras que el ángel de la Muerte podía provocar las más terribles explosiones, el ángel del Fuego podía mantener la forma del venablo de luz de manera indefinida. Eso era una ventaja crucial: la mitad del peligro que suponía el calor extremo, dependía de cuánto durara la exposición a él. Según decían los príncipes y arcángeles, un ángel podía atravesar una estrella a la velocidad de la luz, porque las condiciones de la misma solo le afectarían durante unos pocos segundos. En contraste, si se quedaba en el corazón del sol en cuestión por tiempo indefinido, la cosa podría ser distinta, aunque nadie en todo el Olimpo se había molestado en probar semejante tontería.
Todo dependía de él, del ángel de la Nobleza. Las sombras y santos de Atenea estaban indefensos y solo veían con terror cómo la temperatura ascendía a pesar de que alguien estaba bloqueando el ataque principal. Si es que veían algo con el destello que generaba el Tormento de Aillel. Asumía que sí porque sentía los cosmos de algunos terrestres, entre esos el peliblanco, confrontando el fuego de los cielos con interesantes técnicas basadas en ralentizar el movimiento atómico. Un esfuerzo honroso que con todo sería vano si el Tormento de Ailell llegaba al barco. ¡De por sí, las chispas diminutas que habían caído al agua y los bordes del canal habían generado explosiones de vapor y desintegrado la piedra! El canal se habría vaciado hacía rato si el tiempo no siguiera detenido, aplastado por el cosmos de Macuil. Un cosmos descomunal, en verdad; incluso Chevalier, con su magia para fortalecer el cuerpo, solo podía aspirar a aproximarse a él, como el navegante que cruza el océano tratando de llegar a la luna. De verdad que no se imaginaba cómo había aguantado tanto tiempo sin desaparecer.
—Es tu gloria —observó Macuil, que por supuesto le había leído la mente—. Cada armadura sagrada posee una cualidad que las diferencia del resto. Así como los mantos de oro resisten temperaturas extremas y los mantos mortuorios repelen las técnicas espirituales, las glorias, forjadas en el Olimpo al igual que las vestiduras de las satélites de Artemisa, ofrecen una resistencia particular para la magia que algunos confunden con inmunidad. Mas, ¿seguirá aguantando tu armadura una vez haga esto…?
La única ala de Noa empezó a vibrar, sufriendo la presión de la fuerza mental de Macuil, que se nutría del cosmos. Era evidente lo que buscaba: apartar ese pedazo de divinidad y comprobar cuánto aguantaba una gloria hecha una ruina el hechizo del ángel del Fuego, aquel que decía ser el Mago, un miembro de la Primera Orden.
El segundo antes de ser incinerado era un momento como cualquier otro para sincerarse consigo mismo, y que Noa supiera, nunca se interesó en saber de qué estaban hechas las glorias de los ángeles. Sí que estaba al tanto de que los satélites de Artemisa eran inmunes a la magia, pero como ángel consagrado a Artemisa, no tenía razones para luchar en contra de las tropas de Calisto. Y ninguna criatura en el universo estaba más allá de la magia, salvo los dioses, contra los que por supuesto no pensaba luchar en ningún caso. Así que después de morir y ascender al Olimpo, no dudó en volverse uno de esos raros miembros de la Tercera Orden especializados en magia, como Timotheos, pues parecía ser el arma perfecta. Ahora maldecía su falta de previsión: podría haber hecho más, mucho más, si no hubiese desperdiciado energías en perseguir al enemigo equivocado, si hubiese tratado de aprender todo sobre los ejércitos del Olimpo, para poder diferenciar a un Espíritu Superior de un Espíritu Divino.
Tales arrepentimientos le hicieron mirar hacia abajo por un momento, donde el barco empezaba a humear a pesar de los esfuerzos de los maestros en el arte de la ralentización atómica y otros que formaban como podían barreras para repeler las chispas del Tormento de Aillel. Eran valerosos, esos terrestres, debía ayudarlos.
No había sido muy sincero con la callada enmascarada de áureo manto. Mientras que Aubin y Chevalier aprendieron magia cuando los cuatro, junto a Sariel, se inmiscuyeron en los asuntos de los nabateos —Cethleann, Indech, Cichol y Macuil, los asesinos de Seiros, dominación de la Luz— quinientos años atrás, él ya sabía desde antes. No aprendió un poco de magia junto a un grupo de espíritus: era un mago de los de verdad, y si Calisto estuviera ahí, lo diría en voz alta y le partiría la vara de castigo en una parte del cuerpo en la que prefería no pensar ahora mismo. Aquella idea disparatada lo impulsó a desafiar a Macuil, auto-denominado el Mago, de tan bueno que era en esas lides. Lo hizo confrontando la telequinesis de aquel con magia, a la vez que le sobrevenía un viejo recuerdo de las primeras lecciones que recibió en el Olimpo:
—¿En qué se diferencia el cosmos de los ángeles de la magia de vosotras? —había preguntado Noa con voz trémula. La última vez que comparó su hechicería, capaz de transformar la materia, con la verdadera magia, la líder de los satélites le hizo ver la luna, el sol y las estrellas a varazos. Era una maestra muy estricta.
—El método —respondió Calisto, toda dulzura ese día—. El cosmos imita, la magia controla. Mientras que las batallas entre guerreros sagrados se miden por quien haga arder más su cosmos, las batallas entre magos se basan por completo en la técnica, pues nuestro arte funciona a otro nivel que nos permite superar a enemigos más fuertes.
Según aseguraba la dama Calisto, incluso una novata podría dormir el brazo de un guerrero sagrado de élite sin demasiados problemas. Aunque a decir verdad nunca mencionó a los ángeles en sus razonamientos —al igual que Noa no se planteó que tuviera que luchar con los satélites, la líder de estas no se habría planteado una guerra civil en el cielo—, esa conversación la animó más a especializarse como mago. Ahora que sabía que ese arte era inútil contra Macuil, tendría que estar dándose golpes en la cabeza por no haber sido más polifacético, pero él no era ningún bruto. Veía claro que la resistencia de una gloria a la magia no volvía a la magia un arte inútil per sé.
—Impresionante —aprobó Macuil, sabiendo su telequinesis contrarrestada. El ala volvió a cerrarse—. Mas solo eres un aprendiz —añadió, sonriendo, a la vez que repelía la magia de Noa—, ¡y yo soy el maestro!
Por desgracia, enfrentaba al ángel del Fuego, superior a él como mago y como guerrero sagrado. El ala volvió a moverse sin que Noa pudiera hacer nada por evitarlo. Preso del calor que se deslizaba entre las plumas, se conminó a los dioses.
Y estos escucharon.
Sin previo aviso, una descomunal columna de energía áurea vino desde la oscuridad de más allá y engulló en un instante el cuerpo entero de Macuil, quien mantenía la ejecución de la Tormenta de Ailell. Si bien el guerrero celestial, protegido bajo un escudo mágico, no se vio afectado por el disparo, sí que perdió el control sobre la técnica. El venablo de luz estalló en una explosión flamígera que mandó a Noa contra el barco a toda velocidad, a pesar de lo cual pudo ver cómo un segundo disparo caía sobre Macuil antes de que este pudiera contraatacar. Esa vez no hubo un escudo que lo protegiera: ninguna barrera mágica podía soportar un tiro de Epiro, el Inagotable.
—Indech —susurró Noa, levantándose con una sonrisa—. Has tardado mucho en… —Entre el humo resultante de la expulsión, surgió una mano encarnada, cubierta de metal platinado. Sobre el dedo extendido, carente de uña y ennegrecido, fue liberado una vez más el Tormento de Ailell, que atravesó de forma limpia el abdomen de Noa.
Gracias a los esfuerzos de Aerys, Cristal, Pavlin y algunos Caballeros de Ganímedes, fue posible evitar que el barco se incendiara, pero Lesath no era tonto, sabía que le debían muchísimo a ese ángel. Por eso, cuando vio que caía, agotado, fue el primero en dirigirse hacia él, sabiendo que Mera le guardaba las espaldas. Corrió como un rayo, solo para ver cómo un nuevo venablo de luz caía frente a sus ojos, arrasándolo todo.
Estaban en el navío más cercano al auténtico Argo Navis que la humanidad podía construir. Mu, telquines y ninfas estaban detrás de su construcción y lo habían bendecido para soportar el más imposible de los viajes. Pero aquella madera sagrada ardió como cualquier otra en la Tierra cuando la luz de los cielos descendió sobre ella. No hubo explosión, solo la simple e irremediable aniquilación de la materia. De babor a estribor, una porción de la cubierta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, dejando tras de sí solo la humareda del material que ardía allá bajo. La zona de la enfermería, si Lesath recordaba bien. Se planteó con seriedad saltar hacia allí, pero dos cosas le hicieron recapacitar: la mano de Noesis de Triángulo, quizá el hombre más listo de por ahí, y la sensación de que un cosmos mayor que el suyo ya había intervenido.
—Han muerto varios —dijo Lesath—. Lo noto.
No sobre cubierta. Las sombras se habían alejado bastante de la zona en que Noa y Macuil luchaban, por lo que unos estaban amontonados en poa y otros en proa. Pero en la enfermería habían desaparecido algunos cosmos en un abrir y cerrar de ojos.
—La magia de vuestro navío es fuerte —dijo Macuil, descendiendo hacia abajo con lentitud—. Mi intención era destruirlo por completo.
El ángel del Fuego no estaba indemne. Aparte de la mano, despellejada, la parte del yelmo que le protegía la frente y los ojos había estallado, dejando heridas leves. Con todo, para ser el disparo que tanto habían temido los argonautas, capaz de sobrepasar la invulnerabilidad de los horrores, la protección mágica del Argo Navis Negro y hasta la capacidad repelente del Muro de Cristal, el efecto era decepcionante. ¡Salvo el yelmo, la armadura no había sufrido el menor rasguño! ¿Qué clase de enemigo pudo dejar a Noa, el otro ángel, en tan deplorable estado? ¿Tan fuertes se habían vuelto los santos de oro? Mientras permanecía de pie, frente al abismo que Macuil sobrevolaba, Lesath de Orión comprendía que todo el camino recorrido no significaba nada.
—Ayuda… —dijo Noa, cuya mano se aferraba al borde de la grieta abierta en el barco. El santo de Orión, manteniendo un ojo en su enemigo, ayudó a aquel inestimable aliado, tendiéndole la mano. No esperaba ver lo que encontró—. Gracias.
La sangre bajó por los labios de Noa mientras le agradecía. Había sido golpeado en un momento de descuido y las consecuencias quedaron a la vista de todos: fue atravesado de lado a lado. Alrededor del agujero causado por el venablo de luz, la gloria caía a pedazos, deslizándose a través de una piel ennegrecida de muy mal aspecto. Con solo el breve contacto que hubo entre santo y ángel mientras Lesath devolvía a Noa al suelo, supo que no podrían contar con él en combate. Estaban solos.
Grigori de la Cruz del Sur, Mera de Lebreles, Pavlin de Pavo Real, Noesis de Triángulo, Fang de Cerbero. Aunque con el último no contaba mucho: estaba en cubierta porque no podía dormir, pero se le notaba en la mirada el profundo agotamiento que llevaba encima. Retsu de Lince y Aerys de Erídano debían intuirlo, porque ambos se posicionaron tras la espalda del eslabón débil del grupo, como si eso fuera a marcar la diferencia. Ocho santos de Atenea y un ángel moribundo contra un monstruo de la talla de Macuil. La mitad de los que se reunieron para tumbar a una mosca.
—Llevadlo a un lugar seguro —ordenó Lesath, dirigiéndose a Cristal y Yuna. Dos de los que habían dado la talla en esos momentos complicados.
El siberiano y la sombra obedecieron con prontitud, comprendiendo la gravedad de los acontecimientos; recogieron al debilitado Noa y lo depositaron junto a su compañero, aún inconsciente. Otros antiguos oficiales de Hybris, como Eren de Orión Negro y Luciano de Norma Negra, veían con atención a esas hormigas andando en territorio de gigantes, con el claro deseo de entrar en ese terreno de muerte, a sabiendas de que nada podían aportar. Extrañaban la fortaleza alcanzada a través de la unión de sus cosmos, el milagro que hacía palidecer a los Cien de Heinstein, pero a la vez recordaban que el enemigo que tenían enfrente era el mismo que había deshecho su enlace.
—Esto es innecesario —dijo Macuil—. Si me entregáis a la más fuerte de vosotros, os dejaré vivir. Puede que lleguéis a la otra orilla, si así lo quieren los dioses.
—¿La más fuerte de nosotros? —repitió Lesath—. Te refieres a la Silente.
Se le pasó por la cabeza que era ella, Triela de Sagitario, quien detuvo la matanza en la enfermería, pero el cosmos no se le parecía en lo absoluto. Era familiar, y poderoso, pero no el propio de un santo. Tenía que ser Ícaro de Sagitario Negro.
Eso le daba esperanzas. La última vez que los dos Sagitario se unieron, un ángel del Olimpo hecho y derecho como Cratos tuvo un buen dolor de cabeza.
—Me uniré a ella y juntos formaremos la nueva raza humana —celebró Macuil.
—¿Todos los ángeles sois igual de calenturientos, eh? —dijo Lesath, asqueado.
Quiso poner su mejor cara de tipo duro, pero cuando Macuil empezó a avanzar. Él retrocedió. También lo hicieron Mera y Pavlin, y por supuesto Noesis y Fang, junto Grigori y al par de santos de bronces. Así, Macuil pisó la sagrada madera, al tiempo que su cosmos decrecía y el tiempo volvía a fluir con normalidad. El agua del río arrastraba una vez más el navío, que se balanceaba, debilitado por los incontables daños.
—Reduciré mis fuerzas, así os será más fácil pensar —dijo Macuil, al tiempo que una de las alas se replegaba, desapareciendo de la vista de todos—. No, no es suficiente, aún podría mataros por accidente —aseguró el ángel confiado.
Conforme otra de las alas desaparecida, quedando solo dos, el aura del guerrero celestial descendió de forma estratosférica, sin por ello dejar de ser superior a todos los presentes en cubierta. Era una forma más de decirles que no tenían nada que hacer contra él, y por si no bastaban las palabras, las heridas de la mano y el rostro desaparecieron sin más. Sí, era otro inmortal. Estaban acabados, hicieran lo que hicieran. Aun así…
—Lo siento —dijo Lesath—. La idea de la Silente preñada me da repelús.
—Qué forma de decirlo —observó Grigori, tensando empero los músculos.
—Si es Triela de Sagitario a quien buscas —se sumó Pavlin, cubierta de un aura gélida.
—Entonces tendrás que pasar por encima de nuestro cadáver —aseguró Mera, tronando los nudillos—. Bajo la máscara dorada de la Silente no hay una mujer, sino una guerrera que jamás uniría su vida con una existencia infame como la tuya.
—Creo que me he perdido muchas cosas —observó Fang, dando un gran bostezo.
—No será por quedarte dormido —añadió Noesis—, he oído todo lo que se ha dicho y aun así estoy igual de confuso que tú. Sin embargo… —Ambos, el santo de Triángulo y Cerbero, asintieron, adoptando al tiempo una postura de combate.
—Allá donde vaya mi maestro, iré yo —declaró Retsu de Lince, listas las garras.
—¡Bibidi babidi bu! —gritó Aerys, con una bola de fuego por cada mano.
—Oh, ¿también conoces ese…? —quiso decir Macuil.
Antes de terminar, el Aliento del Sol Caído ya había chocado contra él, extinguiéndose a un metro de distancia como por arte de magia. El mismo destino sufrieron la Ventisca de Pavlin y la Tormenta de Grigori, primero una terrible tempestad y luego solo una brisa, pero para ese momento Lesath, Mera y Retsu habían llegado hasta el ángel desde tres direcciones diferentes, dispuestos a dar tiempo a Noesis y Fang para reunir cosmos. Un gesto tan valiente como inútil: mientras que los puños de Lebreles y Lince perdieron toda su fuerza antes de alcanzar al ángel, el de Orión fue detenido por un solo dedo del guerrero celestial, a quien le bastó un leve empujón para reducir a nada el poder del ex-subcomandante de la división Fénix y estamparlo contra lo que quedaba del mástil.
A su lado estaban el inconsciente Aubin y el malherido Noa, así como Cristal, Yuna y algunas sombras que se habían acercado. Entre ellas, Lisbeth, que lo miraba con cara de pocos amigos. Lesath solo tuvo que ver su agrietado puño de plata para comprenderlo.
—Es más fuerte que yo —admitió el santo de Orión.
—Es más fuerte que todos vosotros —corrigió Noa, antes de empezar a toser.
Desde esa posición, mientras se levantaba, Lesath podía comprobarlo. Cinco santos de plata y dos de bronce lo daban todo mientras Macuil los observaba, condescendiente. Ningún ataque podía alcanzarlo, todos quedaban anulados a la misma distancia.
—Una barrera —gruñó Lesath.
— Escudo Anti-Todo —dijo Noa, sin molestarse en levantar el trasero—. No me mires así, eso es lo que es. Antes tenía una barrera para absorber ataques físicos, otra para repeler ataques mágicos… Tenía defensas específicas para cada virus y cada enfermedad que conoció en sus viajes por el universo. Un millón de barreras, unas sobre otras, que si bien se creaban de forma automática y pasiva, le exigían un grado de concentración fatídico en los combates que corresponden a un ángel de la Segunda Orden. Fue mi maestra, Calisto, quien se lo hizo ver. Tiempo después, sintetizó todos los hechizos en uno solo: el Aegis, que nada en el territorio de los hombres y los espíritus puede atravesar. Un Escudo Anti-Todo, como ya he dicho. Bastante práctico.
—¿Gracias?
—De nada. Hay una desventaja crucial en tener una sola barrera para todo.
Habiendo dado un decidido paso hacia la batalla, Lesath miró hacia atrás, confundido.
—¿Cuál?
—Lo sabes. Piensa.
No fue necesario que pensara mucho, porque Noa le dio una pista fabulosa: miró al cielo, desde donde Macuil se placía en atacarlos y mirarlos como la colonia de hormigas que eran para él. No había bajado por gusto, sino por miedo. En las alturas el francotirador que había hecho sudar a Ofión de Aries podía dispararle a placer. Y aunque el primer tiro no tuvo el menor efecto en Macuil, el segundo sí que le causó algunos daños. Leves, quizás, pero eso ya era mucho cuando se tenía el Aegis, un escudo mágico capaz de repeler cualquier cosa sin importar su origen.
—Si cae el escudo, estará vulnerable —dijo Lesath—. Eso me basta.
Noa, quien tenía preparado todo un discurso sobre cómo las restricciones que Macuil se imponía hacían posible, si bien improbable, vencerle, quedó boquiabierto al contemplar a Lesath de Orión cargar a como un toro embravecido contra el ángel del Fuego.
Macuil lo veía venir, por supuesto. Aun con una centésima parte de su fuerza y la sensatez de no recurrir al Octavo Sentido, seguía gozando de los reflejos de un guerrero celestial. La velocidad de la luz era algo con lo que podía lidiar. La relativista, que solo se le acercaba, era indistinguible de la del rayo y el sonido. Un objetivo lento, una tortuga en medio de un grupo de tortugas. Por eso esperó, paciente y sonriente, a que el más fuerte de los santos de plata sobre cubierta llegara hasta él.
Por eso el remolino de oscuridad que surgió de la enorme grieta en el barco pudo sorprenderlo, cubriéndolo a la velocidad del relámpago.
—Es el general —dijo Yuna, sorprendida.
—Ícaro de Sagitario Negro —constató Cristal—. Su poder ha aumentado.
—¡Dale! ¡Dale! ¡Dale! —gritaba Lisbeth, saltando y arrojando puñetazos—. Entre las piernas, ¡dale entre las piernas a ese arruinador de trabajos!
Otras sombras también celebraron la intervención del tal Ícaro de Sagitario, pero era dudoso que pudieran distinguir lo que de verdad pasaba. Con los reflejos de un ángel, Noa podía admirar de verdad la destreza marcial de aquel joven. Usaba la velocidad de la luz tanto para el ataque como para moverse, no quedándose quieto un solo nanosegundo ni desperdiciando uno solo de los millones y millones de puñetazos relampagueantes que descargaba sobre el Escudo Anti-Todo. Y sin embargo, Macuil seguía a salvo tras la barrera mágica más formidable de ese lado del universo: podían ser muchos los golpes, pero solo eran eso, puñetazos. El Escudo Anti-Todo no iba a sobrecargarse por un sinnúmero de ataques idénticos entre sí.
Tendría que intervenir antes de lo esperado. Tras echar un último vistazo al que quizá fuera su único compañero vivo, Noa cerró los ojos.
—Esto ya es personal —maldijo Lesath, golpeándose la palma izquierda con el puño derecho—. Es la segunda vez que ese niñato me roba mi moraleja.
—¿Y qué va a hacer, señor plateado? —cuestionó Aerys—. ¿Va a darle una lección?
Desde que Ícaro vino desde la enfermería, presagiando el eco de un derrumbe, todos los santos de plata y de bronce esperaron que Lesath se sumara en uno u otro momento. Era todo un detalle, considerando que Mera era más rápida corriendo que él.
—Es una lucha a la velocidad de la luz —dijo Lesath—. Está fuera de nuestro alcance.
— ¿Quién dijo eso? —cuestionó la conocida voz de Noa, resonando en la cabeza del santo de Orión—. ¿Es que habéis olvidado cuál es mi poder?
—Pues claro que sé cuál es… —Lesath calló a media frase. Lo comprendía. Sin dar ninguna explicación, miró a sus compañeros: el viejo joven Grigori, la gélida Pavlin, la veloz Mera, Retsu, Aerys y el par de maestros espiritistas, Fang y Noesis, que reunían fuerzas para algún ataque determinante. A todos ellos, les dijo—: ¡Vamos a enseñar a este guerrero emplumado de qué pasta estamos hechos los de la Tierra!
Acto seguido, dio el más estúpido salto de fe en su larga vida. Confió, ciego, en que lo seguirían, y en que lo que había asumido como cierto, lo era.
Ambos deseos fueron concedidos, acaso por la misma Atenea, que velaba por ellos en su justa empresa. De un momento para otro, lo que había parecido una tempestad de energía oscura adquirió la apariencia de un velocísimo guerrero dando cien millones de golpes por segundo. A la derecha de Lesath estaban Mera, un poco adelantada y Retsu; a la izquierda estaban Pavlin, Girgori y Aerys. Los seis habían entrado en la misma dimensión que Ícaro, Macuil y los santos de oro: la de un combate a la velocidad de la luz. Al santo de Orión le embargó el terror, pues era un mundo que no le correspondía. Para despejar esas tinieblas, formó Amanecer, el garrote de Orión.
Un millón de grados centígrados chocaron contra la barrera de Macuil sin causar ningún daño, más allá de la expresión sorprendida del ángel de armadura platinada y el general de las sombras. No obstante, no había tiempo para sorpresas. En ese instante eterno en que el tiempo funcionaba de forma distinta para cada uno, una tempestad de fuego, rayo y hielo lo cubrió todo, golpeando de forma simultánea a Macuil desde incontables direcciones, a la vez que el Huracán de Garras Aceradas se deslizaba entre los espacios que la Legión de Fantasmas de Mera de Lebreles dejaba en su bélica embestida contra el ángel del Fuego. La expresión de Macuil cambió poco a poco, pasando de la absoluta seguridad de quien se sabe ganador de antemano a una abierta sorpresa.
—¿Cómo es posible esto? —dijo Macuil—. ¿Este tiempo distorsionado, es cosa tuya, Noa? Es impresionable, para un humano.
—Haznos un favor a todos y cállate —gritó Lesath, Amanecer en ristre.
Pero fue él quien debió callarse, pues de no ser porque Mera lo empujó, habría recibido a quemarropa un disparo de luz proyectado desde el dedo extendido de Macuil. Más delgado y rápido que el ataque original, pero con menor potencia y ardor; con todo, las imágenes residuales de Mera que había cerca del tiro fueron borradas en un parpadeo, a pesar de que el venablo de luz fue lanzado hacia arriba en diagonal, trazando un arco que se perdía entre las tinieblas del firmamento sobre el canal.
Con una sola mirada, los santos de Orión y Lebreles se entendieron: ella podía leer la mente de ese sujeto, si se enlazaban, podrían anticiparse a sus movimientos.
— Contra Hipólita no funcionó del todo, no éramos tan rápidos —le dijo Mera.
— Seguimos sin serlo —admitió Lesath, por vía telepática.
Tanto la santa de Lebreles como los demás lo comprendieron en cuanto el enlace se formó. No solo por acceder a la información de Lesath, que les revelaba el papel de Noa en aquel milagro como manipulador del flujo del tiempo alrededor de cada uno, sino por ver que Ícaro de Sagitario Negro proseguía su acometida sin pensar en nada más. Él estaba acostumbrado a luchar a la velocidad de la luz, no necesitaba un respiro, ni pensar si debía atacar de uno u otro modo. Seguía siendo más fuerte que todos ellos, y al tiempo, necesitaba de esos santos de Atenea para lograr la victoria.
Con tal determinación, los seis se unieron a la refriega con gran valor. Macuil, abrumado por los siete veloces oponentes, iba perdiendo la paciencia, hasta que:
— Muere —dijo sin más el ángel del Fuego.
Como una marioneta sin hilos, Ícaro de Sagitario cayó, obedeciendo tal orden.
El terror se apoderó de todos. Los santos de plata y bronce, antes rapidísimos a ojos de Cristal, se quedaron estáticos y boquiabiertos. Fang y Noesis seguían esperando la oportunidad de atacar, pero era evidente la tensión en sus rostros. Y ni hablar de las sombras: hasta los más valientes mostraban signos de pavor. Yuna temblaba, paralizada y pálida. Había visto caer al más fuerte de los caballeros negros y ni sabía por qué.
—Apestáis a miedo —declaró Macuil, con una voz que resonaba por sobre el barco—. ¡Dormid un sueño de pesadillas, insectos! ¡Dormid!
Todo aquel que portaba una armadura de Hybris cayó dormido en cuanto oyó esas palabras, como una orden que no podían desobedecer bajo ningún concepto. Algunos, como Lisbeth, tuvieron oportunidad de soltar una maldición, pero solo eso.
Cristal se quedó solo, sujetando a la inconsciente Yuna para que no cayese de bruces al suelo. Observando, aterrado, que Macuil los apuntaba a ellos dos con el dedo.
El Tormento de Ailell pasó sobre Cristal sin que este siquiera pudiese dar un paso para esquivarlo. Al principio pensó que era una especie de tortura, que Macuil iba a fallar tiros a propósito, solo para darle falsas esperanzas e instarle a pedir clemencia. Pero entonces el guerrero azul estaba mirando a Yuna, sumida en un sueño profundo. En cuanto dirigió la mirada a los verdes ojos de Macuil, comprendió que aquel no podía pensar en torturarle, pues no lo veía en absoluto. El oriundo de Siberia, ex-oficial de Hybris y reputado guerrero azul, no era nada para un soldado de los cielos.
—Idiotas —dijo Noa, que no había apartado la mirada de los santos de Atenea en ningún momento—. Seguid atacando. ¡Seguid atacando, malditos seáis!
Por algún motivo que escapaba al conocimiento de Cristal, Lesath obedeció, placando al ángel a una velocidad endiablada. Macuil tampoco lo miró a él, a aquel santo de plata al que Cristal no podía siquiera seguir con la vista. Mientras los puños de Orión se gastaban contra una barrera invisible, el ángel del Fuego desató de nuevo el Tormento de Ailell, disparando a algo que estaba más allá del horizonte. Siguió haciéndolo incluso después de que Mera, Grigori, Pavlin, Aerys y Retsu se sumaron a la ofensiva de Lesath, ignorándolos a todos como ignoraba lo que fuera que Noesis y Fang estuviesen haciendo. Era lo mismo, para él: santos, guerreros azules y sombras. Simples hormigas.
—Simples hormigas —susurró Cristal, impotente—. ¡Dioses…!
— ¡Presente! —dijo una voz conocida, resonando a través de todo el barco.
Desde la brecha que partía la cubierta, justo tras el ángel del Fuego, quien repelía sin moverse todos los intentos de los santos por derribar su barrera, surgieron las siete cadenas de agua que caracterizaban al Sello del Rey. Pero ninguna de estas fueron a por Macuil, sino que se proyectaron hacia los diversos agujeros en el Argo Navis Negro, tornándose en capas de agua sagrada como el más insólito pegamento. Impulsado por un extravagante ataque de fe, Cristal corrió hacia esas masas líquidas, cristalizándolas mediante soplos de aire gélido, de un frío y una solidez que le recordaba a su tierra natal. En poco tiempo no quedó ni una sola grieta a la vista, aunque Cristal estaba seguro de que ningún ingeniero dejaría que un barco así abandonase un puerto.
Entretanto, los santos y el ángel seguían la desigual lucha, inconscientes, tal vez, de que una de las cadenas había atravesado el cuerpo inerte del caballero negro de Sagitario.
—Lo entiendo —dijo Cristal, admirado—. ¡Lo entiendo, Aqua!
Aunque no servía de nada, formó la Tumba de la Reina allá donde Macuil permanecía, indiferente a todo. El hielo ni siquiera terminó de formarse cuando un nuevo disparo de luz vaporizó la prisión entera, directo al mismo punto en el horizonte de siempre.
— ¿Con que lo sabes, eh? —dijo Aqua, cuyo cosmos había impregnado el navio—. A mí me lo tuvieron que explicar abajo, así que, ¡felicidades!
Algo inaudito ocurrió. Por si la idea de un barco remendado por agua y hielo no parecía lo bastante ridícula, los parches formados por el esfuerzo combinado de Aqua y Cristal se transformaron en madera. ¡El Argo Navis Negro se estaba regenerando, como si fuera un cuerpo humano! Boquiabierto, Cristal sacudió la cabeza, temiendo que fuera un sueño, el delirio de un condenado a muerte. Pero entonces miró con más atención aquel medio de transporte, recordando quiénes estuvieron detrás de su construcción, y sobre todo, qué era en verdad la última réplica del mítico Argo Navis.
—Un manto sagrado —dijo Cristal, apenas entre susurros—. Bañado por la sangre de héroes. Oro, plata y bronce. Toda clase de santos ha sido herida aquí.
— También el negro y el azul —añadió Aqua.
La comunicación se interrumpió después de ese último apunte, pero a Cristal poco le importaba, sintiendo como sentía el apoyo de una deidad. Lleno de nuevas esperanzas, volvió a aportar su minúsculo grano de arena al duelo titánico que tenía enfrente.
La restauración del Argo Navis Negro también dio nuevo ímpetu a los seis santos de Atenea que combatían a Macuil. Más que la sensación reconfortante de verse arropados por el aura de la santa de Cefeo, Lesath y los demás recordaron que eran tripulantes de una nave mítica, que eran héroes embarcándose a los confines del universo. Saber que existía la posibilidad de llegar a su destino, les hacía ver que esa batalla no podía ser la última para ninguno de ellos. Tenían que vencer y seguir adelante, era su misión.
—¿Cuánto tiempo crees que podrás esconderte tras ese escudo, eh? —desafió Lesath.
Los ataques de Cristal se habían sumado a la tempestad triple de Grigori, Pavlin y Aerys. No sumaba mucho, ni en potencia, ni en velocidad, pero el santo de Orión ahora mismo agradecería cualquier aporte, hasta el de una mosca.
«¡Sobre todo el de una mosca! —se reprendió Lesath.»
—Toda la eternidad —dijo Macuil, disparando un nuevo ataque. Este, como otros tantos, borró una buena parte de la Legión de Fantasmas, las réplicas que Mera dejaba gracias a su tremenda velocidad, solo para seguir su camino hacia el verdadero objetivo: el francotirador celeste a quien tanto temía, la razón por la que un guerrero celestial hecho y derecho como él se negaba a destruirlos desde las alturas—. ¿Creéis que no podría deshacer los hechizos que Noa ha vertido sobre cada uno de vosotros? Los veo: Letras de Poder encadenadas en las Palabras Antiguas, girando alrededor de vuestros cuerpos paganos como un aro protector. Y lo que veo, lo puedo deshacer, pues soy el Mago. —A pesar de que los ataques no cesaban en ningún momento, Macuil se las apañaba para hacerse a oír por sobre el estruendo del trueno, el crepitar de las llamas y el rugir del aire gélido—. Si no lo he hecho es porque me sois muy útiles. Luchando tan cerca de mí, negáis a Indech cualquier posibilidad de atacar sin mataros a todos.
—¿Qué dices…? —Comprendiendo lo necio que había sido, Lesath se planteó retroceder. El ángel del Fuego no se lo permitió: extendiendo el dedo, disparó la versión miniaturizada del Tormento de Ailell a quemarropa.
Una vez más, Mera le salvó la vida, agarrándolo por el costado y corriendo lejos, aunque en esa ocasión no salió bien librada. Incluso leyendo la mente y moviéndose a aquella velocidad inalcanzable para los santos de plata había límites. Presentaba serias quemaduras en el brazo derecho y el hombro, ambos desprotegidos. Y eso eran solo los daños físicos: el hechizo que distorsionaba el tiempo alrededor de ambos se había derrumbado, volvían a ser los mismos de siempre, con las mismas limitaciones.
—Si huís, moriréis —dijo Macuil—. Si seguís atacando, os dejaré vivir hasta que acabe con ese traidor escurridizo. Después, bien, todo depende de vosotros.
Desde lejos, tanto Mera como Noa vieron al ángel del Fuego dar peso a sus amenazas. Con simples movimientos de manos, mandó a volar a los santos de Cruz del Sur, Pavo Real, Lince y Erídano. Sin herirles, sin dañar los mantos sagrados.
—Es muy bueno —hubo de admitir Lesath.
—Demasiado —añadió Mera—. Creía estar leyéndole la mente…
Por lo que había demostrado, solo arañaban la superficie. Sabían a dónde iba a atacar porque Macuil así lo quería, ni más, ni menos. Estaban en sus manos.
—¿A dónde vas? —gritó Lesath.
Cristal, que estaba cerca, se detuvo antes de iniciar un lance suicida.
—¡Tengo que hacer algo! —replicó el guerrero azul.
—Tus ataques no sirven de nada —dijo Lesath—. Ni los nuestros tampoco.
—La diosa confía en nosotros —insistió el guerrero azul.
—La diosa tendría que mandarnos a una mosca —argumentó Lesath—. O venir ella. —Dudaba de que eso cambiara las cosas. El enemigo, aparte de poderoso, tenía un escudo mágico muy difícil de superar—. Espera un momento.
Nunca en la vida Lesath se habría imaginado dando la espalda al enemigo con tanto descuido. Podía imaginar la sensación de abandono de los santos que dejaba atrás, retomando una inútil batalla, y la cara de circunstancias que le estaría dedicando Cristal. Si no se dejó avasallar por esos pensamientos fue porque Mera iba por delante de él, llegando la primera ante el habilidoso Noa, que les sonreía como un auténtico canalla.
—¿Vienes a robarme un beso antes de morir? —dijo el ángel de la Nobleza—. Lo siento, yo soy célibe y tú eres muy feo.
—Moscas —dijo Lesath—. Necesito moscas. Cien moscas.
—Timotheos es el invocador —explicó el ángel de la Nobleza, confundido.
—Los caballeros negros… ¡Los que están dormidos! ¿Puedes despertarlos? —dijo Lesath, estallando en cólera cuando Noa negó con la cabeza—. ¡Si eres un mago!
—Sí, por eso podéis luchar a velocidades relativistas, porque soy un mago estupendo.
—No bastamos seis para esto. Necesitamos ser más… ¡Necesitamos…!
Mera le golpeó el hombro, cortando de forma brusca el exabrupto del santo de Orión.
Girando hacia atrás, lo que Lesath esperaba ver era a los santos derrotados a los pies de Macuil, quien le estaría apuntando con ese dedo refinado. Estaba listo para enseñarle los dientes, como un último gesto de pueril rebeldía, quizá por eso le fue tan fácil sonreír.
Todas las sombras que habían caído bajo el mágico sopor de Macuil, habían abierto los ojos. Algunos miraban aquí y allá, confundidos. Otros, los de mayor valor, se alzaron enseguida, con los ojos brillantes de determinación. Y un cosmos plateado que ardía en el iris de cada uno. Lesath lo reconoció enseguida: era el aura de Joseph, el santo de Centauro que había caído durante la defensa de cubierta. Aquel chico milagroso de algún modo se había infiltrado en los sueños de aquellos dormilones para despertarlos a todos a la vez. Decir que aquella visión era esperanzadora era quedarse cortos.
—¿Vosotros otra vez? —dijo Macuil, aún rodeado por Grigori, Pavlin, Aerys y Retsu, quienes no se atrevían a dar un paso en falso—. Dormid.
Por alguna razón, los cosmos de todas las sombras de Cefeo y Casiopea presentes en cubierta se encendieron tras una orden ahogada de Luciano de Norma Negra, desperezando a todos los que dejaron que sus párpados cayeran bajo la orden del ángel. Nadie cayó, pues, en un nuevo sueño. Al contrario: empezaron a alzarse.
—Se acabó —dijo Lesath, avanzando hacia su enemigo—. Este es tu fin.
—¿Mi fin? —Ni la aproximación de Lesath, Mera y Cristal, ni el alzamiento de los cosmos de las sombras, le causaba la menor impresión. Seguía a salvo. Seguía siendo superior a todos—. Como si un centenar de hormigas fuera a cambiar algo.
—Oh, no son hormigas —dijo Lesath—. ¡Son moscas! ¡Y van a picarte!
Notas del autor:
Shadir. ¡Nunca falles, FFnet!
Macuil redefine el concepto de pesadez. A su vez, Aqua, con su entrega, valor y voluntad resucita esa antigua oración: ¡Que los dioses nos amparen!
